Amor, curiosidad, prozac y dudas (27 page)

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Authors: Lucía Etxebarría

BOOK: Amor, curiosidad, prozac y dudas
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Acurrucada en posición fetal desearía estar en cualquier otra parte, excepto en el sofá. ¿Cómo me las voy a arreglar para mezclarme en toda esa vida que transcurre al otro lado del cristal de la ventana? El breve alivio que podría suponer el relacionarme con alguien se convierte en el terrible temor de que nunca tendré una amiga ni nadie a quien querer de verdad, de que toda la vida estaré sola en este mundo, porque ni siquiera soy capaz de ocuparme de mi propio hijo y tengo que llevarle a la guardería porque no sé enfrentarme a sus lloros y sus pataletas y no sé qué hacer cuando veo que va a meter directamente los dedos en el enchufe y me siento demasiado cansada para perseguirle por toda la casa.

Acurrucada en el sofá me invento otra vida, otro nombre, otra personalidad. Imagino que no me he casado. Y que he estudiado, que he estudiado una carrera seria, no esa tontería de secretariado internacional que no me sirvió para nada. Me veo como una mujer eficiente y segura, vestida con un elegante traje de chaqueta oscuro, que se mueve como un pez en un mar de pasillos y despachos, enarbolando un ataché negro lleno de valiosos documentos, como la abogada de la Ley de Los Ángeles, y los hombres me miran con respeto y las mujeres con envidia. No tengo a un hombre a mi lado ni lo necesito, porque no soy la señora de nadie y no dependo de ninguno. Me imagino que soy como mi hermana Rosa, que tengo un BMW y gano diez millones de pesetas al año. Si fuese Rosa, pienso, no estaría sumergida en este caos. Si fuese Rosa agarraría con fuerza las riendas de mi vida y la llevaría hacia donde yo quisiera; si fuese Rosa controlaría la velocidad, las curvas y los baches, viviría la vida a ritmo de vértigo, pero no me estrellaría.

Más tarde, cuando Borja padre duerma y Borja niño duerma también, cuando se me haya pasado el efecto del delgamed y comience el del donorino1, cuando mis pensamientos se diluyan y mi cabeza se convierta en un amasijo borroso, cogeré el teléfono y marcaré el número de Rosa, pero como no sé cómo decir estoy sola, estoy desesperada, quiero ser como tú y necesito ayuda, me limitaré a hacerle escuchar La hora fatal, convencida de que el desgarro de la canción expresa perfectamente el estado en que me siento y transmite cómo la idea de la muerte no me abandona en ningún momento, cómo vivo en una agonía opaca e ingrata, encenagada en el tedio, porque, Rosa, siempre habéis creído que yo era la tonta de la casa, una buena chica sin más, pero me temo que no era tan tonta, que soy demasiado lista, lo suficientemente lista, al menos, para darme cuenta de que esta vida que llevo no me dice nada, y que lo que yo querría es ser como tú, pero lo suficientemente tonta para no saber cómo arreglar este desaguisado en que yo misma me he metido.

W

de whisky

Un día cualquiera en la vida siempre constituye una fecha señalada. Aunque no nos demos cuenta. Nos iremos a la cama con los ojos cansados y en la cabeza la idea de que hemos vivido un día exactamente igual a tantos otros. Sólo años más tarde nos daremos cuenta de la crucial importancia de aquella fecha en nuestras vidas.

El 17 de mayo de 1980, en MaccIesfield, a punto de partir hacia Estados Unidos con la primera gira americana de Joy Division, lan Curtis visitó por última vez la casa que había compartido con su mujer e hijo y, tras mirar en la televisión la amarga odisea de Bruno S. que su director favorito, Werner Herzog, narraba en Stroszek, se colgó, en la madrugada del día siguiente, del techo de la cocina.

El 17 de mayo de 1980, en Londres, Iain Bruton, que acababa de mirar Stroszek por televisión, se fue a la cama con el sufrimiento que expresaba la mirada de Bruno S. grabado en la retina. No conseguía dormir y pasó la noche bebiendo whisky y escuchando cómo las gotas de lluvia golpeaban contra el cristal de la ventana. Por fin, llegada la madrugada, cerró los ojos y el sueño le invadió. Y soñó con un ángel de enormes alas blancas que paseaba lenta, lentamente, arrastrando los pies desnudos sobre la hierba verde y fresca del cementerio, reflejando el mármol frío de las lápidas en sus ojos vencidos. A la mañana siguiente, cuando leyó en el periódico la noticia del suicidio de Curtis, comprendió que el ángel que había visto en su sueño era el espíritu de lan. Inmediatamente se dirigió a Tower Records con la intención de comprar todos los discos y los singles de Joy Division. El dependiente negro le hizo saber que se habían agotado apenas media hora después de que la tienda abriese las puertas. La muerte vende.

El 17 de mayo de 1980, en Madrid, Ana Gaena, mi hermana mayor, hacía girar en el dedo el anillo de oro que Borja, su novio le había regalado aquella misma tarde, para celebrar el año que llevaban saliendo juntos, y clavaba los ojos en los destellos del diamante, intentando imaginarse a sí misma toda vestida de blanco purísimo, arrastrando un largo velo por el pasillo central de la iglesia.

El 17 de mayo de 1980, en Madrid, Rosa Gaena, mi otra hermana, encorvada sobre su libro, intentaba atiborrarse de tablas estadísticas y lanzarse de cabeza al interior de un mundo desconocido, donde en lugar de casas, carreteras, tiendas, portales y familias había probabilidades y desviaciones, medidas de dispersión, modelos econométricos y cálculos matriciales. Rosa intentaba desesperadamente buscar su lugar en un mundo hecho de números, porque no había podido encontrarlo en un mundo construido con sentimientos encontrados y traiciones disimuladas.

El 17 de mayo de 1980, Cristina Gaena, yo, abrazada en silencio al cuerpo de su primo Gonzalo, repetía despacio, mentalmente, los nombres de todos los peluches y las muñecas de su infancia, a los que inmediatamente antes de irse a dormir solía besar y dar las buenas noches, uno por uno, y juntaba sus labios con los de Gonzalo Anasagasti, y escurría sus dedos entre las ondas del pelo rubio y suave de su primo, y dejaba que él le besase lentamente el cuello y aspirase su olor a Nenuco, porque sabía perfectamente que ella, y sólo ella, era su muñeca preferida.

Quince años después, en prueba de amor, Iain Bruton me regaló su disco más querido: Love Will Tear Us Apart, de Joy Division, en versión maxisingle. Una rareza de coleccionista. Yo sabía muy bien cuánto le había costado separarse de él. Así que convertí la primera escucha en una ceremonia religiosa. Apagué todas las luces del apartamento y encendí un único cirio rojo que tiñó las sombras de misterio. Puse el disco. Escuché ese sonido chirriante y obsesivo de la aguja cuando comienza a rascar el vinilo. Me tumbé en la cama y cerré los ojos. Allí dentro, humo y jirones de nube roja flotaban hacia un horizonte negro. La voz de lan Curtis invadió de improviso aquel territorio bicolor, y se hizo con él.
When the routine bites hard and ambitions are low and the resentment rides high but emotions won't grow... Do you cry in your sleep all your Jailings expose?
Era la voz de un muerto. Amé su soledad y amé su orgullo.
Get a taste in my mouth as desperation takes hold. It is something so good Just can't function no more... ?
El amor nos va a separar. Pero yo no necesitaba escuchar aquella canción desoladora y dura, demasiado bella y demasiado real, aquella rotunda aniquilación de la esperanza, aquel retrato en blanco y negro del placer y el tormento, aquella afirmación de la impotencia ante un mundo sin respuestas que penetraba en mi carne con la misma aséptica certeza con que lo haría el bisturí de un cirujano, para saber lo que había sabido desde niña, desde siempre: el amor destroza. Profunda, hiriente, dolorosamente.

X

, la incógnita

El mundo está lleno de vampiros. Aquel que muerde fue un día mordido. El que golpea fue golpeado. El que abusa sufrió abuso. El bien y el mal no surgen de la nada, alguien los metió en nuestra cabeza a golpes de martillo. Al nacer éramos piedras que esperábamos que la vida nos tallara. Al crecer nos convertimos en estatuas. Podemos quebrarnos o rompernos, pero básicamente ya no cambiamos.

Yo creo que en el mundo hay dos tipos de personas: los que creen y los que no creen en el Gran Porqué. Los psicoanalistas creen en el Gran Porqué, y los psicólogos no, y Yo, que a ojos de mi madre y mis hermanas estoy chalada, y que he tenido que aguantar a unos y a otros desde que cumplí quince años, he conocido de cerca ambas opiniones.

El Gran Porqué es ese hecho particular de la vida que te hace ser como eres. Los maltratos infantiles que convirtieron en asesino al Estrangulador de Boston, la carencia de padre que volvió depresivo a Baudelaire, la ausencia de figura paterna que hizo una lesbiana de Jane Bowles. Pero si no crees en el Gran Porqué podrás decir que el Estrangulador de Boston se cargó a diez tías porque era un hijo de puta, sin más; que Baudelaíre no era depresivo sino que nació artista y sensible, y que Jane Bowles era lesbiana desde el primer día, y vino al mundo con el amor por las mujeres impreso en su código genético.

De esta manera los psicoanalistas creen que tus problemas pueden arreglarse si logras aislar el Gran Porqué, si logras encontrar el hecho particular que te convirtió en lo que eres; mientras que los psicólogos insisten en modificar la conducta, en tratar de alterar las pautas de comportamiento que, según los psicoanalistas, el Gran Porqué habría creado.

Yo lo he intentado todo y no ha servido de nada. He ido a psicoanalistas que me han hecho hablar de mis primeros recuerdos (algunos me tumbaban en un diván, otros no), y he ido a psicólogos que me han hecho dibujar árboles e interpretar el significado de unas manchas de tinta impresas en un papel.

Pero aún no sé por qué pierdo los nervios y me pongo histérica y me ataco a mí misma cuando no viene a cuento.

Puede que yo sea como soy porque padezco un exceso de testosterona. Y puede que Gonzalo sea mi Gran Porqué.

Pues sí, Gonzalo fue el saqueador de mis tesoros virginales, si es así como queréis llamarlo.

El mundo se destrozó para mí cuando nuestro padre nos dejó. Yo sólo tenía cuatro años y la gente cree que aquella Cristinita no se enteró de nada, pero sí que me enteré. Me enteré de todo, perfectamente. Me enteré de que la persona que más quería en el mundo se había marchado. Me enteré de que ya nadie me hacía mímos y carantoñas, nadie me llevaba en volandas, nadie jugaba conmigo a la carretilla. Me enteré de que mi madre se pasaba el día llorando. Me enteré de todo, a pesar de que llevaba baby y coletitas, a pesar de que aún jugaba con mi Nancy.

Al principio me encerraba en el armarlo del recibidor y pasaba horas sumida en la oscuridad, entre el manto cálido de las trencas y los abrigos, envuelta entre tantísimas capas de protección que todo lo que pudiera pasar en casa dejaba de afectarme. Debía de pasar allí horas, y sin embargo nadie me echaba en falta.

Y cuando llegó Gonzalo, vi por fin una luz al final del túnel. Volvía a tener un hombre que me prestaba atención, que se concentraba exclusivamente en mí, que me encontraba maravillosa. Además, era guapo, tan guapo como había sido mi padre, y era evidente que a todas las mujeres les gustaba. Diréis que a los cinco años una no se da cuenta de eso. Que a los cinco años una no se enamora. Mentira.

Sentía una extraña afinidad con él. Era como si yo también pudiera gustarle. Era como si los ángeles me lo hubieran enviado expresamente para protegerme, para compensarme de la catástrofe que supuso la partida de mi padre. Sabía que Gonzalo había sido enviado expresamente para mí. Era mío.

Y una noche, años después, estábamos mirando la tele en el salón, solos. Mamá y la tía habían salido de compras, Ana había quedado con Borja y Rosa estaba encerrada en su cuarto, estudiando. Yo estaba tapada con una vieja manta de viaje a cuadros escoceses y noté que su mano se colaba por debajo de la manta y avanzaba por mis piernas. Sus dedos iniciaron una aventurada incursión por debajo de mis bragas. Y no intenté detenerle. Noté que el corazón se me aceleraba y que respiraba más deprisa que de costumbre, pero traté de disimularlo porque pensé que si reaccionaba de cualquier manera él se detendría. Y yo no quería que se detuviese. No hice otra cosa que seguir como estaba y asumir lo que estaba pasando. No sabía muy bien qué estaba haciendo él, pero de alguna forma yo lo había deseado, aunque no supiese de qué se trataba. Sólo sabía que nadie debía tocarme ahí. Y por eso precisamente quería que él lo hiciera, porque él era especial, porque él no era cualquiera. A él debía, quería, concederle privilegios especiales. Su mano seguía avanzando y el resto del cuerpo permanecía quieto, mientras miraba fijamente la tele. Él también prefería fingir que todo seguía como siempre, que no estábamos saltándonos ninguna regla. Y así seguimos, con los ojos puestos en la pantalla y el cerebro concentrado en lo que sucedía debajo de la manta a cuadros. Yo estaba muy nerviosa, y feliz a la vez. Sabía muy bien que al hacer lo que estaba haciendo Gonzalo estaba concediéndome la categoría de persona mayor. Para él ya no era su primita, era algo más. Yo nunca había experimentado una sensación parecida, nunca me había acercado siquiera a esa especie de cosquilleo que parecía darme vueltas en el estómago, como la colada en una lavadora. Sentía como si me hubiese tocado el premio gordo de la rifa de fin de curso del colegio, que llevaba cinco años deseando con toda mi alma y que nunca había conseguido.

La cosa no quedó ahí. Siguió adelante noche a noche. Pronto aprendí a tocarle a él. Con los dedos, con las manos, con la boca. Cada día aprendía un poco más. Avanzaba peligrosamente, como a través de un campo minado. A veces, cuando veía a otro chico mayor que me gustaba, a los estudiantes de los Maristas con los que coincidíamos en el autobús, al chico de la panadería, al quiosquero, me entraban ganas de intentarlo con ellos, y me preguntaba si responderían de la misma manera que Gonzalo, o si no sería algo exclusivamente de éste. Pero no podía decir una palabra, porque Gonzalo me había hecho jurar que lo mantendría en secreto, me había hecho entender que todo el mundo pensaría que él estaba abusando de mi porque yo sólo tenía nueve años y él veinte, que si alguien se enteraba me echarían del colegio, me encerrarían en un reformatorio o en un hospital psiquiátrico, y yo no quería que nada de aquello ocurriese, porque sabía que era una buena chica, una buena chica a mi manera.

Así estuvimos un año. A veces en mitad de la noche, me colaba en su cuarto, donde me encantaba mezclar aquellas dos sensaciones: el miedo a ser descubiertos y el descubrimiento de mi propia capacidad para el placer. Deseaba que pudiera hacerme a todas horas aquello que me hacía, porque nunca había sospechado que en mi cuerpo existiera semejante disposición para la dicha. Adoraba dormir abrazada a él. Adoraba su olor y su calor jamás me planteé la posibilidad de perderle.

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