Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
—Alt!
—¡El camarlengo está en peligro! —gritó Langdon, al tiempo que alzaba los brazos en señal de rendición—. ¡Abra la puerta! ¡Kohler va a matar al camarlengo!
Rocher parecía furioso.
—¡Abra la puerta! —gritó Vittoria—. ¡Deprisa!
Pero ya era demasiado tarde.
Un chillido estremecedor se oyó en el despacho papal. Era el camarlengo.
El enfrentamiento duró pocos segundos.
El camarlengo aún seguía chillando cuando Chartrand pasó junto a Rocher y voló la cerradura del despacho. Los guardias se precipitaron al interior. Langdon y Vittoria los siguieron.
La escena que presenciaron era escalofriante.
La habitación sólo estaba iluminada por velas y el fuego agonizante de la chimenea. Kohler estaba cerca de la chimenea, en precario equilibrio delante de su silla. Esgrimía una pistola, apuntada al camarlengo, que yacía en el suelo a sus pies, retorciéndose de dolor. La sotana del sacerdote estaba rasgada, y su pecho desnudo ennegrecido. Langdon no pudo distinguir el símbolo desde donde estaba, pero había un hierro de marcar grande y cuadrado en el suelo, cerca de Kohler. El metal todavía estaba al rojo vivo.
Dos guardias actuaron sin la menor vacilación. Abrieron fuego. Las balas se estrellaron en el pecho de Kohler, y le empujaron hacia atrás. El director del CERN se derrumbó en su silla de ruedas. Manaba sangre de su pecho. Su pistola cayó al suelo.
Langdon estaba paralizado en la puerta.
—Max... —susurró Vittoria.
El camarlengo, que todavía se retorcía en el suelo, rodó hacia Rocher, y con el ademán aterrorizado de las primitivas cazas de brujas, señaló al capitán con el dedo índice y gritó una sola palabra.
—
¡ILLUMINATUS!
—Bastardo —dijo Rocher al tiempo que corría hacia él—. Inmundo bast...
Esta vez fue Chartrand quien reaccionó por puro instinto, y alojó tres balas en la espalda de Rocher. El capitán se desplomó de bruces en el suelo de baldosas y resbaló sin vida sobre su propia sangre. Chartrand y los guardias se precipitaron al instante hacia el camarlengo, que continuaba retorciéndose de dolor.
Ambos guardias lanzaron exclamaciones de horror cuando vieron el símbolo grabado a fuego en el pecho del camarlengo. El segundo guardia vio la marca al revés y retrocedió al instante con miedo en los ojos. Chartrand, que parecía igualmente impresionado por el símbolo, cubrió la marca con la sotana rota del camarlengo.
Langdon cruzó la habitación como presa de un delirio. Intentó comprender lo que estaba viendo. Un científico tullido, en un acto final de dominación simbólica, había volado al Vaticano y marcado a fuego a la autoridad que debía velar por el proceso de elección del nuevo Papa.
Vale la pena morir por algunas cosas,
había dicho el hassassín. Langdon se preguntó cómo era posible que un hombre discapacitado se hubiera impuesto al camarlengo. Claro que Kohler tenía una pistola.
¡Da igual cómo lo hizo! ¡Kohler cumplió su misión!
Langdon avanzó hacia la horripilante escena. Estaban atendiendo al camarlengo, y él se sintió atraído hacia el hierro de marcar humeante caído cerca de la silla de ruedas de Kohler.
¿La sexta marca?
Cuanto más se acercaba, más confuso se sentía. Daba la impresión de que la
marca
era un cuadrado perfecto, y era evidente que procedía del compartimiento central del cofre que había visto en la guarida de los Illuminati.
Una sexta y última marca,
había dicho el hassassín.
La
más brillante de todas.
Langdon se arrodilló al lado de Kohler y extendió la mano hacia el objeto. El metal todavía desprendía calor. Asió el mango de madera y lo alzó. No estaba seguro de lo que esperaba ver, pero no era esto, desde luego.
Langdon miró durante un momento, confuso. Nada tenía sentido. ¿Por qué los guardias habían gritado horrorizados cuando vieron la marca? Era un cuadrado compuesto por garabatos sin sentido.
¿La más brillante de todas?
Era simétrica, comprobó cuando la giró, pero también un galimatías.
Sintió una mano sobre su hombro y levantó la vista, esperando ver a Vittoria. Sin embargo, la mano estaba cubierta de sangre. Pertenecía a Maximilian Kohler.
Langdon dejó caer el hierro y se puso en pie, tambaleante.
¡Kohler seguía con vida!
Derrumbado en su silla de ruedas, el director agonizante todavía respiraba, aunque con dificultad. Los ojos de Kohler se encontraron con los de Langdon, y fue la misma mirada inflexible que le había recibido en el CERN por la mañana. Los ojos parecían más inflexibles todavía a las puertas de la muerte. El odio y la enemistad eran patentes en la mirada.
El cuerpo del científico se estremeció, y Langdon intuyó que intentaba moverse. Todos los demás estaban concentrados en el camarlengo. Langdon quiso gritar, pero era incapaz de reaccionar. Estaba hechizado por la intensidad que proyectaba Kohler en los últimos segundos que le quedaban de vida. El director, con un esfuerzo tembloroso, levantó el brazo y extrajo un pequeño aparato del brazo de la silla. Era del tamaño de una caja de cerillas. Lo extendió. Por un instante, Langdon temió que fuera un arma. Pero era otra cosa.
—Déselo... —Las últimas palabras de Kohler fueron un susurro borboteante—. Dé... esto... a las tele... visiones.
Kohler se derrumbó inmóvil, y el objeto cayó sobre su regazo.
Langdon, estremecido, contempló el objeto. Era electrónico. Las palabras
SONY RUVI
estaban impresas delante. Se dio cuenta de que era una videocámara de última generación, que cabía en la palma de la mano.
¡Qué valor el de este tío!,
pensó. Por lo visto, Kohler había grabado una especie de mensaje final suicida y quería que las televisiones lo transmitieran... Sin duda algún sermón sobre la importancia de la ciencia y los males de la religión. Langdon decidió que ya había hecho bastante por la causa de este hombre. Antes de que Chartrand viera la videocámara, la guardó en el bolsillo más profundo de la chaqueta.
¡El último mensaje de Kohler puede irse al infierno!
Fue la voz del camarlengo la que rompió el silencio. Estaba intentando incorporarse.
—Los cardenales —dijo con voz estrangulada a Chartrand.
—¡Aún siguen en la Capilla Sixtina! —exclamó el teniente—. El capitán Rocher ordenó...
—Evacúen a todo el mundo... Ya.
Chartrand envió un guardia a comunicar la orden.
El camarlengo hizo una mueca de dolor.
—Helicóptero... En la puerta... Llévenme a un hospital.
En la plaza de San Pedro, el piloto de la Guardia Suiza estaba sentado en la cabina del helicóptero aparcado y se masajeaba las sienes. El fragor del caos que le rodeaba era tan tremendo que ahogaba el sonido de los rotores. Esto no era la solemne vigilia iluminada por velas. Le asombraba que aún no se hubieran producido disturbios.
Ahora que faltaban menos de veinte minutos para la medianoche, la multitud seguía apretujándose. Algunos rezaban, otros lloraban, muchos chillaban obscenidades y proclamaban que esto era lo que se merecía la Iglesia, y no faltaban los que recitaban versículos del Apocalipsis.
Al piloto le dolió la cabeza cuando los focos de las televisiones se reflejaron en el parabrisas del helicóptero. Escudriñó la muchedumbre vociferante. Ondeaban banderas sobre el gentío.
¡LA ANTIMATERIA ES EL ANTICRISTO!
CIENTÍFICO = SATANISTA
¿DÓNDE ESTÁ VUESTRO DIOS AHORA?
El piloto gruñó. Su dolor de cabeza estaba aumentando por momentos. Casi consideró la posibilidad de colocar sobre el parabrisas la cubierta protectora de vinilo, con tal de no tener que mirar, pero sabía que despegaría en cuestión de minutos. El teniente Chartrand le había informado por radio de noticias terribles. El camarlengo había sido atacado por Maximilian Kohler, y se hallaba gravemente herido. Chartrand, el norteamericano y la mujer estaban sacando al camarlengo para conducirlo a un hospital.
El piloto se sentía responsable del ataque. Se reprendió por no haber obedecido a su intuición. Antes, cuando había recogido a Kohler en el aeropuerto, había presentido algo en los ojos muertos del científico. No pudo identificarlo, pero no le gustó. Tampoco importaba. Rocher dirigía el espectáculo, y Rocher había insistido en que aquél era el tipo. Por lo visto, Rocher se había equivocado.
Un nuevo clamor se elevó de la multitud, y el piloto vio una fila de cardenales que abandonaban con solemnidad el Vaticano. El alivio de los cardenales por abandonar la zona cero dejó paso de inmediato a miradas de perplejidad por la escena que los esperaba en la plaza.
El estruendo de la muchedumbre se intensificó de nuevo. El piloto necesitaba una aspirina. Tal vez tres. No le gustaba volar bajo el efecto de medicamentos, pero unas cuantas aspirinas serían mucho menos debilitantes que el feroz dolor de cabeza. Decidió buscar el botiquín de primeros auxilios, guardado con diversos planos y manuales en una caja sujeta entre los dos asientos delanteros. Cuando intentó abrir la caja, no obstante, la encontró cerrada con llave. Buscó la llave, pero al final desistió. Estaba claro que no era su noche de suerte. Volvió a masajearse las sienes.
En el interior de la basílica en tinieblas, Langdon, Vittoria y los dos guardias corrían hacia la salida principal. Incapaces de encontrar algo más adecuado, los cuatro transportaban al camarlengo herido sobre una mesa estrecha, a modo de camilla. Oyeron el lejano fragor del caos humano que aguardaba en el exterior. El camarlengo estaba al borde de la inconsciencia.
El tiempo se estaba agotando.
Eran las once y treinta y nueve minutos cuando Langdon salió con los demás de la basílica de San Pedro. El resplandor que hirió sus ojos era cegador. Los focos de las televisiones se reflejaban en el mármol blanco como los rayos del sol en una tundra nevada. Langdon entornó los ojos, mientras intentaba refugiarse detrás de las enormes columnas de la fachada, pero la luz llegaba desde todas direcciones. Delante de él, una muralla de enormes pantallas de vídeo se alzaba sobre la muchedumbre.
Parado en lo alto de la magnífica escalinata que descendía hasta la plaza, se sintió como un jugador reticente en el mayor estadio del mundo. Al otro lado de los focos, oyó el rítmico sonido de un helicóptero y el rugido de cien mil voces. A su izquierda, una hilera de cardenales estaba saliendo a la plaza. Todos se pararon, al parecer disgustados, cuando vieron la escena que tenía lugar en la escalinata.
—Procedan con cuidado —urgió Chartrand, mientras el grupo bajaba por la escalera en dirección al helicóptero.
Langdon experimentó la sensación de que se estaban moviendo bajo el agua. Le dolían los brazos debido al peso del camarlengo y la mesa. Se preguntó si la escena podía alcanzar mayores abismos de indignidad. Entonces, vio la respuesta. Por lo visto, los dos reporteros de la BBC habían cruzado la plaza en dirección a la zona de prensa. Pero ahora, debido al clamor de la multitud, se volvieron. Glick y Macri estaban corriendo hacia ellos. Macri estaba rodando con su cámara.
Aquí vienen los buitres,
pensó Langdon.
—
Alt!
—chilló Chartrand—. ¡Retrocedan!
Pero los reporteros no le hicieron caso. Langdon supuso que las demás cadenas tardarían unos seis segundos en reproducir estas imágenes en vivo de la BBC. Estaba equivocado. Tardaron dos. Como conectados por una especie de conciencia universal, todas las pantallas de las televisiones interrumpieron sus emisiones, y sus corresponsales en el Vaticano empezaron a transmitir la misma imagen, una toma de la escalinata... Dondequiera que mirara Langdon, veía el cuerpo derrumbado del camarlengo en technicolor y primer plano.
¡Esto está mal!,
pensó. Tuvo ganas de bajar corriendo por la escalera y cortarles el paso, pero no pudo. Tampoco habría servido de ayuda. Tal vez debido al rugido de la multitud, o al aire fresco de la noche, en aquel momento ocurrió lo inconcebible.
Como un hombre que despertara de una pesadilla, los ojos del camarlengo se abrieron de repente, y el hombre se incorporó. Sorprendidos, Langdon y los demás intentaron mantener el equilibrio. La parte delantera de la mesa se inclinó. El camarlengo empezó a resbalar. Intentaron depositar la mesa en el suelo, pero era demasiado tarde. El camarlengo siguió resbalando, pero por increíble que pareciera, no cayó. Sus pies se apoyaron sobre el mármol, y se quedó de pie. Miró a su alrededor, como desorientado, y entonces, antes de que nadie pudiera impedirlo, se precipitó hacia adelante, tambaleándose, en dirección a Macri.
—¡No! —chilló Langdon.
Chartrand intentó detener al camarlengo, pero éste se revolvió contra él, con ojos enloquecidos.
—¡Déjenme!
Chartrand saltó hacia atrás.
La escena fue de mal en peor. La sotana desgarrada del camarlengo empezó a resbalar hacia abajo. Por un momento, Langdon pensó que la prenda continuaría pegada al cuerpo, pero ese momento pasó. La sotana resbaló sobre sus hombros y quedó colgando alrededor de su cintura.
La exclamación que se elevó de la multitud pareció dar la vuelta al mundo y regresar en un solo instante. Las cámaras filmaron, los flashes destellaron. En las pantallas de las televisiones, la imagen del pecho marcado del camarlengo apareció proyectada con todo detalle. Algunas pantallas congelaron la imagen y le imprimieron un giro de ciento ochenta grados.