Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
Langdon había dado la vuelta a casi todo el edificio, cuando vio un sendero de grava que cruzaba el patio delante de él. En un extremo, en el muro exterior del castillo, vio la parte posterior del puente levadizo subido que conducía fuera. En el otro extremo, el sendero desaparecía en el interior de la fortaleza. Daba la impresión de que entraba en una especie de túnel que conducía al núcleo central.
Il traforo!
Langdon había leído acerca de este
traforo
del castillo, una gigantesca rampa de caracol que ascendía hasta lo alto de la torre, utilizada por los jefes militares para bajar a caballo con rapidez.
¡El hassassin había subido en coche!
La puerta que permitía el acceso al túnel estaba abierta, lo cual le permitió entrar. Se sintió casi jubiloso cuando corrió hacia el túnel, pero al llegar a la abertura, su alegría se desvaneció.
El túnel descendía.
Por lo visto, esta sección del
traforo
bajaba a las mazmorras.
Langdon vaciló, y miró de nuevo el balcón. Habría podido jurar que había percibido movimiento.
¡Decídete!
Sin más opciones, se internó en el túnel.
En lo alto, el hassassin estaba junto a su presa. Pasó una mano sobre su brazo. Su piel era como crema. La impaciencia por explorar sus tesoros corporales era embriagadora. ¿De cuántas formas podría violarla?
El hassassin sabía que se merecía esta mujer. Había servido bien a Jano. Era botín de guerra, y cuando hubiera terminado con ella, la bajaría del diván y la obligaría a ponerse de rodillas. Le serviría de nuevo.
La sumisión definitiva.
Después, en el momento del orgasmo, le rebanaría el pescuezo.
Ghayat assa'adah,
lo llamaban.
El placer supremo.
A continuación, vanagloriándose, saldría al balcón y saborearía la culminación del triunfo de los Illuminati... Una venganza deseada durante muchísimo tiempo.
El túnel se iba oscureciendo. Langdon descendió.
Después de una vuelta completa, la luz casi había desaparecido. El túnel se niveló, y Langdon aminoró el paso, pues juzgó por el eco de sus pisadas que había entrado en una cámara más grande. Ante él, vio destellos de luz, reflejos confusos en el resplandor ambiental.
Avanzó con la mano extendida. Encontró superficies lisas. Cromo y vidrio. Era un vehículo. Palpó la superficie, encontró una puerta y la abrió.
La luz del interior se encendió. Retrocedió y reconoció la furgoneta negra al instante. Experimentó una oleada de odio, miró un momento, entró y buscó en el suelo, con la esperanza de localizar un arma que sustituyera a la que había perdido en la fuente. No vio ninguna. Sí que encontró, en cambio, el móvil de Vittoria. Estaba roto e inutilizado. Su visión le embargó de temor. Rezó para que no fuera demasiado tarde.
Encendió los faros de la furgoneta. Sombras ásperas se materializaron a su alrededor. Langdon supuso que la estancia había sido utilizada en otro tiempo como caballerizas y depósito de munición. También era un callejón sin salida.
¡Me he equivocado de camino!
Desesperado, bajó de la furgoneta y examinó las paredes que le rodeaban. No había puertas. Ni cancelas. Pensó en el ángel apostado sobre la entrada del túnel, y se preguntó si era una coincidencia.
¡No!
Pensó en las palabras del asesino en la fuente.
Ella está en la Iglesia de
la Iluminación... aguardando mi retorno.
Langdon había llegado demasiado lejos para flaquear ahora. Su corazón latía con fuerza. La frustración y el odio empezaban a hacer mella en sus sentidos.
Cuando vio la sangre en el suelo, su primer pensamiento fue para Vittoria, pero al examinar las manchas, se dio cuenta de que eran pisadas mezcladas con sangre. Las zancadas eran largas. La sangre sólo aparecía en el pie izquierdo.
¡El hassassin!
Langdon siguió las huellas hasta una esquina de la estancia, mientras su sombra alargada se iba haciendo más tenue. A cada paso que daba sé sentía más desconcertado. Daba la impresión de que las huellas de sangre se internaban en la esquina de la sala, para luego desaparecer.
Cuando Langdon llegó a la esquina, no dio crédito a sus ojos. El bloque de granito del suelo no era un cuadrado como los demás. Estaba mirando otro indicador. El bloque estaba tallado en forma de pentágono perfecto, con una punta señalando la esquina. Oculta ingeniosamente por paredes superpuestas, una estrecha rendija practicada en la piedra servía de salida. Langdon pasó. Se encontró en un pasadizo. Delante de él vio los restos de una barrera de madera, que en otros tiempos había bloqueado este túnel.
Más allá, había luz.
Langdon echó a correr. Saltó sobre la madera y se dirigió hacia la luz. El pasadizo se abría a una cámara más amplia. La luz de una solitaria antorcha adosada a la pared parpadeaba. Langdon se hallaba en una parte del castillo que carecía de electricidad, una parte que no veían los turistas. La estancia debía de ser aterradora a plena luz del día, pero la antorcha conseguía acentuar aún más su aspecto siniestro.
La prigione.
Había una docena de diminutas celdas. La humedad había dado buena cuenta de la mayoría de barrotes de hierro. Sin embargo, una de las celdas más grandes seguía intacta, y Langdon vio en el suelo algo que estuvo a punto de paralizar su corazón. Sotanas negras y fajines rojos.
¡Aquí era donde había retenido a los cardenales!
Cerca de la celda había una puerta de hierro en la pared. La puerta estaba entreabierta, y Langdon vio al otro lado una especie de pasadizo. Corrió hacia él, pero se detuvo antes de llegar. El rastro de sangre no se internaba en el pasadizo. Cuando Langdon vio las palabras talladas sobre la arcada, comprendió por qué.
Il Passetto.
Se quedó de una pieza. Había oído hablar de este túnel muchas veces, pero nunca había sabido dónde estaba la entrada.
Il Passetto
(el Pequeño Pasadizo) era un estrecho túnel de un kilómetro y medio de largo construido entre el castillo de Sant' Angelo y el Vaticano. Había sido utilizado por más de un Papa para escapar durante los asedios sufridos por el Vaticano, así como por varios otros papas menos devotos para visitar en secreto a sus amantes o presenciar la tortura de sus enemigos. En la actualidad, se suponía que ambas entradas estaban selladas con cerraduras inexpugnables, cuyas llaves se guardaban en alguna cripta del Vaticano. De pronto, Langdon temió saber cómo habían entrado y salido del Vaticano los Illuminati. Se preguntó quién de dentro había traicionado a la Iglesia y facilitado las llaves a los Illuminati.
¿Olivetti? ¿Un miembro de la Guardia Suiza?
De todas formas, ya no importaba.
Las manchas de sangre del suelo conducían al extremo opuesto de la prisión. Langdon siguió el rastro. Una puerta oxidada estaba cubierta de cadenas. Habían quitado el cerrojo, y la puerta se hallaba entreabierta. Al otro lado había una escalera de caracol que ascendía. En el suelo había también un bloque en forma de pentágono. Langdon contempló el bloque, y se preguntó si el propio Bernini había sujetado el cincel que le había dado forma. La arcada estaba adornada con un diminuto querubín tallado. Aquí era.
El rastro de sangre subía por la escalera.
Antes de empezar el ascenso, Langdon pensó que necesitaba un arma, lo que fuera. Encontró un fragmento de barrote de hierro que mediría un metro en una de las celdas. El extremo estaba afilado y astillado. Aunque absurdamente pesado, era lo único que tenía a mano. Confió en que el elemento sorpresa, combinado con la herida del hassassin, bastaría para concederle ventaja. Sobre todo, confiaba en no llegar demasiado tarde.
La escalera era muy empinada. Langdon subió, atento a cualquier sonido. No oyó nada. A medida que ascendía, la oscuridad aumentaba. Por fin, se encontró en una negrura total, con una mano apoyada en la pared. Imaginó el fantasma de Galileo subiendo esta misma escalera, ansioso por compartir sus visiones celestiales con otros hombres de ciencia y fe.
Langdon aún estaba sorprendido por el emplazamiento de la guarida. La sala de reuniones de los Illuminati se hallaba en un edificio perteneciente al Vaticano. No cabía duda de que, mientras los guardias del Vaticano registraban sótanos y casas de científicos conocidos, los Illuminati se reunían aquí... ante las mismísimas narices del Vaticano. De repente, se le antojó perfecto. Bernini, como arquitecto encargado de las reformas de este lugar, gozaría de acceso ilimitado al edificio, lo remodelaría siguiendo su propio dictado, sin que nadie hiciera preguntas. ¿Cuántas entradas secretas habría añadido? ¿Cuántos sutiles adornos señalarían el camino?
La Iglesia de la Iluminación.
Langdon sabía que estaba cerca.
Cuando la escalera empezó a estrecharse, sintió que el pasaje se cerraba a su alrededor. Las sombras de la historia susurraban en la oscuridad, pero siguió adelante. Cuando vio el rayo de luz horizontal ante él, reparó en que estaba a pocos peldaños de un rellano, donde la luz de una antorcha se filtraba por debajo de una puerta. Subió en silencio.
No tenía ni idea de en qué parte del castillo se encontraba, pero sabía que había subido lo bastante para estar cerca de la cumbre. Recreó en su mente el gigantesco ángel que coronaba el castillo, con la sospecha de que se erguía sobre su cabeza.
Cuida de mí, ángel,
pensó, y aferró el barrote con más fuerza. Después, con sigilo, tanteó en busca de la puerta.
A Vittoria le dolían los brazos. Cuando había despertado por primera vez, y los descubrió atados a la espalda, pensó que podría relajarse y soltarse, pero el tiempo se había agotado. La bestia había regresado. Estaba de pie a su lado, el pecho desnudo y poderoso, cubierto de cicatrices que hablaban de otras tantas batallas. Sus ojos parecían dos rendijas negras cuando examinaron su cuerpo. Vittoria presintió que estaba imaginando lo que iba a hacer. Poco a poco, como para burlarse de ella, el hassassin se quitó el cinturón mojado y lo dejó caer al suelo.
Vittoria experimentó una oleada de horror y de odio. Cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo, el hassassin empuñaba una navaja de muelle. La abrió con un chasquido delante de su cara.
La joven vio su reflejo en la hoja de acero.
El hassassin dio vuelta a la navaja y la pasó sobre el estómago de la joven. El metal helado le produjo escalofríos. Con una mirada desdeñosa, el hassassin deslizó la hoja bajo la cintura de los
shorts.
Vittoria respiró hondo. La hoja iba bajando, lenta, peligrosamente... Después, el hombre se inclinó hacia adelante, y su aliento cálido susurró en el oído de Vittoria.
—Esta hoja arrancó el ojo de tu padre.
Vittoria supo en aquel momento que era capaz de matar.
El hassassin dio vuelta a la navaja de nuevo y empezó a cortar la tela de los
shorts
hacia arriba. De pronto, paró y levantó la vista. Había alguien en la habitación.
—Aléjese de ella —gruñó una voz profunda desde la puerta. Vittoria no podía ver quién había hablado, pero reconoció la voz.
¡Robert! ¡Está vivo!
El hassassin le miró como si hubiera visto un fantasma.
—Señor Langdon, debe de tener un ángel de la guarda.
Langdon tardó una fracción de segundo en darse cuenta de que estaba pisando terreno sagrado. Los adornos de la habitación oblonga, aunque viejos y descoloridos, contenían toda clase de simbología. Baldosas en forma de pentágono. Frescos de planetas. Palomas. Pirámides.
La Iglesia de la Iluminación.
Sencilla y pura. Había llegado.
Delante de él, de espaldas al balcón, se erguía el hassassin. Tenía el pecho desnudo y se cernía como un buitre sobre Vittoria, que pese a estar atada, se encontraba con vida. Langdon sintió que una oleada de alivio le invadía. Por un instante, sus ojos se encontraron, y un torrente de emociones fluyó: gratitud, desesperación y pesar.
—Así que volvemos a encontrarnos —dijo el hassassin. Miró el barrote de hierro que sostenía Langdon y lanzó una carcajada—. ¿Y ahora viene a buscarme con eso?
—Desátela.
El hassassin acercó la navaja a la garganta de Vittoria.
—La mataré.
Langdon no albergaba la menor duda de que era capaz de hacerlo. Se obligó a hablar con calma.
—Imagino que ella lo aceptaría con gusto... teniendo en cuenta la alternativa.
El hassassin respondió al insulto con una sonrisa.
—Tiene usted razón. Ella tiene mucho que ofrecer. Sería un desperdicio.
Langdon avanzó y apuntó el extremo astillado del barrote hacia el hassassin. El corte de la mano le dolía bastante.
—Suéltela.
Por un momento, dio la impresión de que el hassassin consideraba la posibilidad. Exhaló un suspiro y dejó caer los hombros. Era un claro movimiento de rendición, pero en el mismo instante su brazo hizo un movimiento rápido e inesperado, y un cuchillo cruzó el aire en dirección al pecho de Langdon.
Ya fuera por instinto o agotamiento, las rodillas de Langdon se doblaron en aquel momento, de forma que el cuchillo pasó rozándole la oreja izquierda y cayó al suelo con un ruido metálico. Esto no pareció preocupar al hassassin. Sonrió a Langdon, que estaba de rodillas, sujetando el barrote metálico. El asesino se alejó de Vittoria y avanzó hacia Langdon como un león al acecho.
Cuando éste se puso en pie y alzó el barrote, sintió que el jersey y los pantalones mojados se convertían de repente en un engorro. El hassassin, semidesnudo, parecía moverse con mucha más rapidez, y por lo visto la herida del pie no le molestaba. Langdon presintió que este hombre estaba acostumbrado al dolor. Por primera vez en su vida, conoció el deseo de empuñar una pistola muy grande.
El hassassin se movía despacio, como si disfrutara, en dirección al cuchillo caído en el suelo. Langdon le cortó el paso. Entonces, el asesino intentó regresar adonde estaba Vittoria. De nuevo Langdon se interpuso en su camino.
—Aún hay tiempo —improvisó Langdon—. Dígame dónde está el contenedor. El Vaticano pagará más de lo que los Illuminati podrían reunir jamás.
—Qué ingenuo es usted.
Langdon atacó con el barrote. El hassassin lo esquivó. Langdon rodeó un banco, con el arma sujeta ante él, empeñado en acorralar al hassassin en una habitación oval.
¡Esta maldita habitación no tiene esquinas!
Cosa rara, el hassassin no parecía interesado en atacar o huir. Estaba siguiéndole la corriente a Langdon. Esperando.