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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (4 page)

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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—Inculto. Bebe poco a poco. —Hanno dio un sorbito y lo hizo circular por la boca tal como Malchus le había enseñado. El vino tinto tenía un sabor ligero y afrutado, pero pocas notas de fondo—. Yo diría que necesita unos cuantos años más.

—¿Y ahora quién es el pedante? —Suniaton le tiró un atún con el pie—. ¡Bebe y calla!

Hanno obedeció sonriente y bebió más esta vez.

—No te lo acabes —gritó Suniaton.

A pesar de sus protestas, el ánfora se vació rápidamente. Enseguida la pareja de hambrientos se abalanzaron sobre el pan, los frutos secos y la fruta que Suniaton había traído. Con la panza llena y el trabajo hecho, lo más natural del mundo era tumbarse y cerrar los ojos. Como no estaban acostumbrados a beber vino, enseguida se pusieron a roncar.

Hanno se despertó por culpa del viento frío que le azotaba el rostro. ¿Por qué se movía tanto la barca?, se preguntó vagamente. Tiritaba de frío. Abrió los ojos pegajosos y vio a Suniaton boca abajo delante de él, agarrado todavía al ánfora vacía. A sus pies, los montones de peces con ojos inertes y el cuerpo rígido. Al alzar la vista, Hanno sintió una punzada de temor. En vez del típico cielo azul, lo único que veía eran nubes imponentes de un color negro azulado. Venían del noroeste. Parpadeó porque no quería creerse lo que estaba viendo. ¿Cómo era posible que el tiempo hubiera cambiado tan rápido? Como si de una broma de mal gusto se tratara, al cabo de un instante a Hanno le cayeron las primeras gotas de lluvia en la cara vuelta hacia arriba. Escudriñó las aguas picadas y no vio ni rastro de los barcos pesqueros que les rodeaban antes. Tampoco avistaba tierra. Estaba realmente asustado.

Se inclinó y zarandeó a Suniaton.

—¡Despierta!

Recibió un gruñido de irritación a modo de respuesta.

—¡Suni! —Esta vez, Hanno le dio un bofetón.

—¡Eh! —se quejó Suniaton, incorporándose—. ¿A qué viene eso?

Hanno no respondió.

—Por todos los dioses, ¿dónde estamos? —gritó.

Cuando Suniaton miró a un lado y a otro todo rastro de ebriedad desapareció por completo.

—Por la sagrada Tanit que en los cielos está —susurró—. ¿Cuánto rato hemos dormido?

—No lo sé —masculló Hanno—. Mucho tiempo—. Señaló hacia el oeste, donde la luz del sol resultaba apenas visible detrás de las nubes de tormenta. Su posición les indicaba que la tarde tocaba a su fin. Se puso de pie con cuidado para no hacer volcar la barca. Se centró en el horizonte, donde el cielo se unía al amenazador mar y se pasó un buen rato intentando distinguir las murallas de Cartago que tan familiares le resultaban, o el promontorio escarpado situado al norte de la ciudad.

—¿Y bien? —Suniaton no fue capaz de disimular el miedo en la voz.

Hanno se sentó con pesadez.

—No veo nada. Estamos a quince o veinte estadios de la costa. Quizá más.

El poco color que había en el rostro de Suniaton se apagó. De forma instintiva, sujetó el tubo de oro que llevaba colgado del cuello con una correa. Estaba decorado con una cabeza de león en un extremo y contenía conjuros diminutos llenos de hechizos y oraciones protectoras destinadas a los dioses. Hanno llevaba uno parecido. Hizo un gran esfuerzo para no imitar a su amigo.

—Volveremos remando —anunció.

—¿Con este mar? —chilló Suniaton—. ¿Estás loco?

Hanno lo miró con furia.

—¿Qué otra opción nos queda? ¿Tirarnos al agua?

Su amigo bajó la mirada. Eran los dos unos nadadores consumados pero nunca habían recorrido distancias tan largas a nado, sobre todo en condiciones tan malas como aquellas.

Hanno tomó los remos del suelo y los colocó en los escálamos de hierro. Giró la proa redondeada del barco hacia el oeste y empezó a remar. Enseguida se dio cuenta de que sus esfuerzos iban a resultar en vano. La fuerza del oleaje era lo más potente que había notado en la vida. Era como una bestia embravecida y descontrolada al tiempo que el viento salvaje le otorgaba una voz terrorífica. Decidió no hacer caso del instinto y seguir dando paladas con una intensidad feroz. Echarse hacia atrás. Arrastrar los remos por el agua. Levantarlos. Inclinarse hacia delante, empujando la empuñadura entre las piernas. Repitió el proceso una y otra vez, haciendo caso omiso del palpitar que sentía en la cabeza y la boca seca, y maldiciendo su insensatez por haberse bebido todo el vino. «Si hubiera hecho caso a mi padre —pensó con amargura—, seguiría estando en casa. Seguro, en tierra firme.»

Hanno no paró hasta que los músculos de los brazos le temblaban del agotamiento. Sin necesidad de alzar la vista era consciente de que su posición había cambiado muy poco. Por cada tres paladas que avanzaban, la corriente los arrastraba por lo menos dos más mar adentro.

—¿Y bien? —gritó—. ¿Ves algo?

—No —repuso Suniaton con expresión sombría—. Échate a un lado. Me toca a mí y es nuestra mejor oportunidad.

«Nuestra última oportunidad», pensó Hanno observando el cielo que iba ennegreciéndose.

Cambiaron de sitio con mucho tiento en las pequeñas bancadas que la embarcación tenía como único accesorio. Por culpa de la masa de peces resbaladizos que tenían debajo, era incluso más difícil de lo normal. Mientras su amigo remaba, Hanno se afanaba por atisbar tierra por encima de las olas. Ninguno de los dos hablaba. No tenía sentido. La lluvia les tamborileaba en la espalda y, combinada con el ruido del viento, formaba una cacofonía estridente que impedía mantener una conversación con normalidad. La solidez de la embarcación era lo único que había impedido que volcaran.

Suniaton acabó cediendo los remos cuando ya no pudo más. Miró a Hanno. Tenía un destello de esperanza en la mirada.

Hanno negó con la cabeza una vez.

—¡Se supone que estamos en verano! —exclamó Suniaton—. Estos temporales no se producen sin previo aviso.

—Habrá habido señales —espetó Hanno—. ¿Por qué te crees que no hay más barcos? Deben de haberse dirigido a la costa cuando ha empezado a levantarse viento.

Suniaton se sonrojó y bajó la cabeza.

—Lo siento —musitó—. Es culpa mía. No tenía que haberle cogido el vino a mi padre.

Hanno lo agarró por la rodilla.

—No te culpes. No me has obligado a beber. Ha sido decisión mía.

Suniaton esbozó una media sonrisa a duras penas. Es decir, hasta que bajó la mirada.

—¡No!

Hanno siguió su mirada y vio que los atunes flotaban alrededor de sus pies. Estaban haciendo agua y la suficiente como para merecer acción inmediata. Intentó no ponerse histérico y empezó a lanzar a los preciados peces por la borda. Sobrevivir era mucho más importante que tener dinero. En cuanto el suelo estuvo despejado, no le costó nada encontrar un clavo suelto en uno de los tablones. Se quitó una sandalia y utilizó la suela de remaches metálicos para clavar el clavo, con lo que redujo la entrada de agua de mar. Por suerte llevaban un pequeño cubo a bordo que contenía piezas de plomo de recambio para la red. Hanno lo cogió y empezó a achicar agua con fuerza. Sintió un gran alivio al ver que enseguida la reducía a un nivel aceptable.

Un trueno ensordecedor retumbó por encima de su cabeza.

Suniaton gimió de miedo y Hanno se incorporó de repente.

El cielo había adoptado un amenazador color negro y el color amarillo blanquecino que se intuía en la profundidad de las nubes presagiaba la presencia de rayos. El viento, que aumentaba por momentos, provocaba una fuerte marejada. La tormenta estaba llegando a su apogeo. Entró más agua en la embarcación y Hanno redobló sus esfuerzos con el cubo. Ya habían dejado de plantearse la posibilidad de regresar a Cartago remando. Iban en una dirección concreta: el este. Hacia el centro del Mediterráneo. Intentó disimular el pánico que sentía.

—¿Qué será de nosotros? —preguntó Suniaton con voz lastimosa.

Como se dio cuenta de que su amigo esperaba una respuesta tranquilizadora, Hanno intentó pensar cómo infundirle cierto optimismo, pero fue incapaz. La única consecuencia posible era reunirse de forma prematura con Melcart, el dios de los mares.

En su palacio del fondo del mar.

2

Quintus

Cerca de Capua, Campania

Quintus se despertó poco después del amanecer, cuando los primeros rayos de sol se filtraron por la ventana. Poco propenso a holgazanear en la cama, el joven de dieciséis años apartó la manta. Con un
licium
, o taparrabos de lino, como única vestimenta se dirigió con paso tranquilo al pequeño santuario situado en la esquina más alejada de su habitación. Estaba profundamente emocionado. Hoy lideraría una cacería de osos por primera vez. Faltaba poco para su cumpleaños y su padre, Fabricius, quería celebrar su paso a la madurez como mandaban los cánones. «Adoptar la toga está muy bien —le había dicho la noche anterior—, pero por tus venas también corre sangre osca. ¿Qué mejor manera de demostrar el valor de un hombre sino matando al mayor depredador de Italia?»

Quintus se arrodilló ante el altar. Cerró los ojos y pronunció las oraciones habituales en las que pedía que él y su familia conservaran la salud y la riqueza. Luego añadió unas cuantas más. Que fuera capaz de encontrar el rastro de un oso y no perderlo. Que no le fallara el valor cuando llegara el momento de enfrentarse a la bestia. Que arrojara la lanza con rapidez y puntería.

—No te preocupes, hermano —dijo una voz desde atrás—. Hoy irá bien.

Sorprendido, Quintus se giró y se encontró a su hermana, que asomaba la cabeza por la puerta entreabierta. Aurelia tenía casi tres años menos que él y le encantaba dormir.

—Te has levantado temprano —dijo él con una sonrisa indulgente.

Ella bostezó y se pasó la mano por el pelo negro y abundante, como el de él pero más largo. Quedaba claro que eran hermanos pues tenían la misma nariz aquilina, la mandíbula ligeramente puntiaguda y los ojos grises.

—No podía dormir pensando en la cacería.

—¿Y estás preocupada por mí? —bromeó él, agradeciendo poder dejar a un lado sus preocupaciones.

Aurelia se internó en la habitación.

—Por supuesto que no. Bueno, un poco. De todos modos, le he rezado a Diana. Ella te guiará —declaró con solemnidad.

—Lo sé —contestó Quintus, demostrando una seguridad que no acababa de sentir. Inclinó la cabeza hacia las figuras del altar y se levantó. Introdujo la cabeza en el aguamanil de bronce que tenía junto a la cama y se secó el agua de la cara y los hombros con un paño—. Esta noche te lo contaré todo. —Se enfundó una túnica de manga corta y luego se sentó para atarse las sandalias.

Ella frunció el ceño.

—Lo quiero ver con mis propios ojos.

—Las mujeres no van de caza.

—Es tan injusto… —protestó.

—Hay muchas cosas injustas —repuso Quintus—. Tienes que aceptarlo.

—Pero tú me enseñaste a usar una honda.

—Quizá no fuera muy buena idea —masculló Quintus. Para su sorpresa, Aurelia había resultado ser una lanzadora excelente, lo cual, como cabe esperar, había redoblado su deseo de participar en actividades prohibidas—. Hasta ahora hemos conseguido salvaguardar nuestros secretos, pero imagínate la reacción de nuestra madre si se enterara.

—«Ya eres toda una mujercita —dijo Aurelia imitando a Atia, su madre—. Tal comportamiento no es propio de una señorita. Se acabó.»

—Eso mismo —repuso Quintus sin hacer caso del ceño fruncido de su hermana—. A saber lo que diría si se enterara de que montas a caballo. —No quería quedarse sin su compañera preferida, pero aquel asunto no dependía de él—. Así es la vida para las mujeres.

—Cocinar. Tejer. Cuidar del jardín. Supervisar a los esclavos. Qué aburrimiento —replicó Aurelia enérgicamente—. Nada parecido a cazar o a aprender a utilizar una espada.

—No puede decirse que tengas fuerza suficiente para manejar una lanza.

—¿Ah, no? —Aurelia se arremangó una manga del camisón y flexionó los bíceps. Sonrió al ver la sorpresa de él—. He estado levantando piedras como tú.

—¿Qué? —Quintus se quedó todavía más boquiabierto. Como estaba ansioso por ponerse el máximo en forma posible, había estado preparándose en el bosque situado por encima de la villa. Quedaba claro que no había ocultado bien sus huellas—. ¿Me has estado espiando? ¿E imitando?

Ella sonrió encantada.

—Por supuesto. En cuanto termino mis clases y obligaciones, me resulta fácil escabullirme.

Quintus meneó la cabeza.

—Eres una mujer decidida, ¿eh? —Convencerla de que lo dejara correr iba a resultar más difícil de lo que se imaginaba. Se alegraba de que no fuera su responsabilidad. Con cierto sentimiento de culpa, Quintus recordó oír a sus padres hablando de que pronto habría que buscarle un marido. Sabía que Aurelia iba a tomarse mal tal noticia.

—Ya sé que no podré hacerlo siempre —declaró entristecida—. Seguro que intentarán casarme dentro de poco.

Quintus disimuló su sorpresa. Aunque Aurelia no hubiera escuchado esa conversación en concreto, no era de extrañar que fuera consciente de lo que le esperaba. En ese caso, tal vez pudiera ayudarla, en vez de fingir que nunca ocurriría.

—Los matrimonios concertados tienen muchas ventajas —se aventuró a decir. Era cierto. Muchos nobles concertaban uniones para sus hijos que resultaban beneficiosas para ambas partes. Así funcionaba el país—. Pueden ser muy felices.

Aurelia le dedicó una mirada desdeñosa.

—¿Esperas que me lo crea? De todos modos, nuestros padres se casaron por amor. ¿Por qué no iba yo a hacer lo mismo?

—Su situación era inusual. No es probable que se repita contigo —replicó—. Además, nuestro padre velará por tus intereses, no solo los de la familia.

—Pero ¿seré feliz?

—Con la ayuda de los dioses, sí. Que es más de lo que yo puedo esperar —añadió, intentando quitarle hierro al asunto—. ¡Puedo acabar con una vieja bruja que me haga la vida imposible! —De todos modos, Quintus se alegraba de ser hombre. Sin duda acabaría casándose, pero sin prisas. Mientras tanto, Elira, una deslumbrante joven esclava de Illyricum satisfacía su libido adolescente. Formaba parte del servicio y dormía en el suelo del
atrium
, lo cual le permitía hacerla entrar a hurtadillas en su dormitorio con facilidad. Quintus llevaba dos meses acostándose con ella, desde que se percatara de que su mirada sensual iba dirigida a él. Que él supiera, nadie más estaba al corriente de su relación.

Al final, Aurelia sonrió.

—Eres demasiado guapo para que te pase eso.

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