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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (2 page)

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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La ciudad, con una población de casi un cuarto de millón de personas, también merecía atención. Justo debajo se encontraba el ágora, el gran espacio abierto flanqueado por edificios gubernamentales e infinidad de comercios. Era la zona en la que los residentes se reunían para hacer negocios, manifestarse, tomar el aire nocturno y votar. Más allá se encontraban unos puertos sin parangón: el enorme puerto comercial externo rectangular y los muelles navales interiores circulares con una pequeña isla central. El primero contaba con cientos de amarraderos para buques mercantes, mientras que el segundo tenía capacidad para más de doscientos trirremes y quinquerremes en cobertizos construidos especialmente para ellos. Al oeste de los puertos se encontraba el viejo santuario de Baal Hammón, cuya importancia había decaído, pero venerado todavía por muchos. Al este se encontraba la Choma, el enorme desembarcadero artificial donde amarraban los barcos de pesca y las embarcaciones pequeñas. Ahí se dirigían.

Hanno se enorgullecía profundamente de su hogar. No tenía ni idea de cómo era Roma, el viejo enemigo de Cartago, pero dudaba que pudiera compararse con la grandiosidad de su ciudad. De todos modos, no tenía ningunas ganas de comparar Cartago con la capital de la República. La única visión que quería tener de Roma era la de su caída, a manos de un ejército cartaginés triunfante, antes de que quedara reducida a cenizas. Amílcar Barca, el padre de Aníbal, había inculcado el odio hacia todo aquello que guardara relación con los romanos, y lo mismo había hecho Malchus con Hanno y sus hermanos. Al igual que Amílcar, Malchus había servido en la primera guerra contra la República y había luchado en Sicilia durante diez largos e ingratos años.

No era de extrañar que Hanno y sus hermanos conocieran los detalles de cada escaramuza en tierra y batalla naval durante el conflicto, que en realidad se había prolongado más de una generación. El precio que Cartago había pagado en número de vidas, territorio y riqueza había sido muy elevado, pero las heridas de la ciudad eran mucho más profundas. Su orgullo había sido pisoteado por la derrota y aquella ignominia se había repetido justo tres años después del término de la guerra. Roma había obligado de forma unilateral a Cartago a entregar Sicilia, además de a pagar más indemnizaciones. Aquel acto ruin demostraba sin atisbo de duda, como despotricaba Malchus a menudo, que todos los romanos eran perros traicioneros, sin honra. Hanno estaba de acuerdo y ansiaba que llegara el día en que las hostilidades volvieran a reanudarse. Teniendo en cuenta la ira acumulada que sentía Cartago hacia Roma, el conflicto era inevitable y se originaría en Iberia. Pronto.

Suniaton se giró.

—¿Has comido?

Hanno se encogió de hombros.

—Un poco de pan con miel cuando me he levantado.

—Yo también. Pero eso fue hace horas. —Suniaton sonrió y se dio una palmadita en el vientre—. Mejor que vayamos a buscar suministros.

—Buena idea —repuso Hanno. En la barca guardaban cántaros para el agua en forma de calabaza junto con los aperos de pesca, pero comida no. Faltaba mucho para el atardecer, que es cuando regresarían.

Las calles de bajada de la colina de Birsa no seguían el trazado regular de la cima, sino que irradiaban como los muchos afluentes de un río con meandros. Ahora se veían muchas más tiendas y negocios: panaderos, carniceros y puestos en los que se vendía pescado fresco, fruta y verduras compartían el lugar con los plateros y artesanos del cobre, comerciantes de perfumes y sopladores de vidrio. Las mujeres se sentaban en el exterior de sus casas a trabajar en los telares o a cotillear sobre sus compras. Los esclavos transportaban a hombres ricos en literas o barrían el suelo delante de las tiendas. Había fabricantes de tintes por todas partes, cuya abundancia se debía a la habilidad de los cartagineses para recoger el
murex
, el crustáceo local, y machacar su carne para obtener un tinte púrpura por el que se pagaban precios muy elevados por todo el Mediterráneo. Los niños corrían de aquí para allá, jugaban a pillar y se perseguían los unos a los otros arriba y abajo de las escaleras que se iban intercalando para vencer la inclinación de la calle. Un trío de hombres bien vestidos y enfrascados en una conversación pasaron junto a ellos caminando tranquilamente. Como Hanno se dio cuenta de que eran ancianos que probablemente se dirigían a la reunión a la que se suponía que debía asistir, mostró un interés repentino por la hilera de piezas de barro cocido que había en el exterior de una alfarería.

Había docenas de figuras, grandes y pequeñas, dispuestas en mesas bajas. Hanno reconoció a todas las deidades del panteón cartaginés. Ahí estaba Baal Hammón, el protector de Cartago, en su trono, Tanit a su lado representada según el modo egipcio: un cuerpo de mujer esbelta con un vestido bien hecho, pero con la cabeza de leona. Una Astarté sonriente con una pandereta. Su consorte, Melcart, llamado el «rey de la ciudad» era, entre otras cosas, el dios de los mares. Varias figuras de colores vivos lo representaban emergiendo de entre las olas a lomos de un monstruo de aspecto feroz y con un tridente en un puño. Baal Safón, el dios de la tormenta y de la guerra, estaba sentado a horcajadas en un bello corcel, tocado con un casco provisto de un penacho largo y suelto. También había una selección de horrendas máscaras pintadas que sonreían —demonios tatuados, enjoyados y espíritus del submundo— que se utilizaban como ofrendas en las tumbas para ahuyentar el mal.

Hanno se estremeció al recordar el funeral de su madre tres años atrás. Desde que muriera por culpa de una fiebre, su padre, que nunca había sido afectuoso, se había convertido en una presencia sombría y severa que solo vivía para vengarse de Roma. A pesar de su juventud, Hanno era consciente de que Malchus presentaba una máscara de control al mundo. Seguía afectado por la pérdida de su esposa, sentimiento que compartían él y sus hermanos. Arishat, la madre de Hanno, había sido la luz en la oscuridad de Malchus, la risa en sus momentos de gravedad, la suavidad de su dureza. El sostén de la familia, que les había sido arrebatada en dos días con sus respectivas noches de lo más horroroso. Arengados por el inconsolable Malchus, los mejores cirujanos de Cartago habían intentado hacer todo lo posible por salvarla. Hanno tenía grabados en la memoria hasta el último detalle de sus horas finales. Las vasijas de sangre que le extrajeron en un intento inútil por bajarle la altísima fiebre. Su rostro demacrado y febril. Las sábanas empapadas de sudor. Sus hermanos que intentaban no llorar sin conseguirlo. Y, por último, su silueta inerte en la cama, más delgada de lo que había estado en la vida. Malchus arrodillado a su lado, hecho un mar de lágrimas, su cuerpo musculoso destrozado. Era la única vez que Hanno había visto llorar a su padre. Desde entonces, el suceso no había vuelto a mencionarse, ni tampoco su madre. Tragó saliva y como vio que los ancianos habían pasado de largo, siguió adelante. Resultaba muy doloroso pensar en esas cosas.

Suniaton, que no había advertido la angustia de su amigo, hizo una parada para comprar pan, almendras e higos. Deseoso de animarse, Hanno se fijó en la forja del herrero que estaba a un lado. La chimenea tosca despedía volutas de humo y en el aire dominaba el olor del carbón, la madera en llamas y el aceite. Oyó unos fuertes sonidos metálicos. En los huecos del establecimiento de frente abierto, atisbó una figura con un delantal de cuero y unas tenazas para levantar con cuidado un trozo de metal candente del yunque. Se oyó un fuerte silbido cuando la hoja de la espada quedó sumergida en una tina de agua fría. Hanno notó que se le empezaban a mover los pies.

Suniaton le impidió el paso.

—Tenemos cosas mejores que hacer, como ganar dinero —exclamó, tendiéndole una bolsa repleta de almendras—. Lleva esto.

—¡No! Si de todas formas, te las comerás tú todas. —Hanno apartó a su amigo con una sonrisa. Una broma habitual entre ellos era que su pasatiempo preferido era quedar cubierto de ceniza y mugre mientras que Suniaton prefería planificar su próxima comida. Estaba tan enfrascado en sus risas, que no vio al grupo de soldados que se acercaba, una docena de lanceros libios, hasta que fue demasiado tarde. Hanno chocó en seco contra el gran escudo circular del primer hombre.

No era ningún golfillo de la calle, y el lancero reprimió un juramento instintivo.

—¡Mira por dónde vas! —exclamó.

Al ver a los dos oficiales cartagineses en medio de los soldados, Hanno maldijo. Eran Safo y Bostar. Ambos vestían el uniforme de gala. Iban tocados con cascos acampanados con el borde grueso y penachos de plumas amarillas. Bajo las corazas de bronce bruñido colgaban las
pteryges
de lino a capas para cubrir la entrepierna y llevaban la parte inferior de las piernas cubiertas con unas grebas moldeadas. Sin duda ambos iban camino de la reunión. Hanno, que se disculpó ante el lancero con un murmullo, retrocedió y bajó la vista al suelo para intentar que no lo reconocieran.

Suniaton, ajeno a la presencia de Safo y Bostar, se carcajeaba del choque de Hanno.

—Vamos —le instó—. Mejor que no lleguemos muy tarde.

—¡Hanno! —Bostar le llamó con tono amable.

Fingió no haberle oído.

—¡Hanno! ¡Vuelve! —gritó una voz más grave y autoritaria, la de Safo.

Hanno se giró de mala gana.

Suniaton intentó apartarse discretamente pero también le habían visto.

—¡Eshmuniaton! Acércate —ordenó Safo.

Suniaton se acercó a su amigo arrastrando los pies con expresión compungida.

Los hermanos de Hanno se abrieron paso entre la gente para situarse ante ellos.

—Safo, Bostar —dijo Hanno con una sonrisa fingida—. Qué sorpresa.

—¿Ah, sí? —preguntó Safo, frunciendo las cejas pobladas. Tenía veintidós años y era un hombre bajito y fornido de talante serio, como Malchus. Era joven para ser oficial de rango medio pero, al igual que Bostar, había destacado durante la instrucción—. Se supone que todos nos dirigimos a escuchar a los ancianos, ¿no? ¿Por qué no estás con nuestro padre?

Hanno bajó la vista sonrojado. «Maldita sea», pensó. A ojos de Safo, lo más importante del mundo era servir a Cartago. En un instante se habían desvanecido sus posibilidades de pasar un día en el mar.

Safo dedicó una mirada severa a Suniaton cuando se fijó en el paquete y las provisiones que llevaba en las manos.

—Porque pensabais escabulliros, ¿verdad? ¿A pescar, no?

Suniaton arrastró el dedo gordo del pie por la tierra.

—¿Se os ha comido la lengua el gato? —preguntó Safo con acritud.

Hanno se colocó delante de su amigo.

—Íbamos a pescar atunes, sí —reconoció.

Safo adoptó una expresión más huraña.

—¿Y eso es más importante que ir a escuchar el Consejo de Sabios?

Como de costumbre, la actitud despótica de su hermano dolía a Hanno. Era típico que le sermoneara. Daba la impresión de que Safo pretendía ser su padre. No era de extrañar, pues, que a Hanno le molestara.

—Seguro que los ancianos no dicen nada que no hayan dicho ya mil veces —replicó—. Son todos unos fanfarrones.

Suniaton soltó una risilla burlona.

—Como uno que yo me sé. —Vio la mirada de advertencia de Hanno y se calló.

Safo apretó los dientes.

—Menudo par de insolentes… —empezó a decir.

Bostar frunció los labios y le colocó una mano encima del hombro a Safo.

—Tranquilo —dijo—. Hanno no va muy desencaminado. A los ancianos les encanta el sonido de su voz.

Hanno y Suniaton intentaron disimular una sonrisa.

Safo no entendía qué divertía tanto a Bostar pero guardó silencio con expresión colérica. Aparte de la envidia que sentía, era dolorosamente consciente de que no era el oficial de mayor rango ahí presente. Aunque Safo era un año mayor, a Bostar le habían ascendido antes que a él.

—No es que esta reunión sea cuestión de vida o muerte —continuó Bostar lleno de razón. El guiño, que Safo no vio, indicó a Hanno que no estaba todo perdido. Le devolvió el gesto con astucia. Al igual que Hanno, Bostar se parecía a su madre, Arishat, en lo delgado del rostro y en los ojos verdes penetrantes. A diferencia de la nariz de Safo, que la tenía ancha, él la tenía larga y estrecha. Larguirucho y atlético, llevaba el pelo largo y oscuro recogido en una cola de caballo que le salía de debajo del casco. Hanno tenía mucho más en común con el discreto Bostar que con Safo. De hecho, últimamente sentía cierto desagrado por su hermano.

—¿Nuestro padre sabe dónde estás?

—No —reconoció Hanno.

Bostar se dirigió a Suniaton.

—Entonces supongo que Bodesmun tampoco sabe nada.

—Por supuesto que no —espetó Safo, deseoso de recuperar el control—. Como es habitual cuando se trata de estos dos.

Bostar pasó por alto el exabrupto del hermano.

—¿Y bien?

—Mi padre cree que estamos en casa, estudiando —reveló Suniaton.

Safo adoptó un semblante un poco más santurrón.

—Ya veremos qué opinan Bodesmun y papá cuando descubran lo que estabais tramando realmente. Tenemos tiempo de sobra antes de que se reúna el Consejo. —Hizo un gesto con el pulgar a los lanceros—. Colocaos entre ellos.

Hanno frunció el ceño pero de poco servía resistirse. Safo estaba en un plan especialmente severo.

—Vamos —musitó a Suniaton—. Ya iremos otro día a por los bancos de peces.

Antes de que tuvieran tiempo de dar un paso, Bostar habló.

—No veo por qué no pueden ir a pescar.

Hanno y Suniaton intercambiaron una mirada de asombro.

Safo arqueó las cejas.

—¿Qué quieres decir?

—Dentro de poco nos resultará imposible realizar tales actividades y las echaremos en falta. —Bostar hizo una mueca—. A Hanno también le llegará el momento. Deja que se divierta mientras pueda.

A Hanno le dio un vuelco el corazón aunque no captó la trascendencia de las palabras de Bostar.

Safo adoptó una expresión pensativa. Sin embargo, al cabo de un momento, recuperó el gesto de mojigato.

—El deber nos llama —declaró.

—Alegra esa cara, Safo. ¡Tienes veintidós años, no cincuenta y dos! —Bostar lanzó una mirada a los lanceros, todos sonrientes.

—¿Quién advertirá la ausencia de Hanno aparte de nosotros y nuestro padre? Y eres tan responsable de Suni como yo.

Safo apretó los labios al oír la burla, pero cedió. La idea de que Bostar fuera un oficial de rango mayor le resultaba demasiado dolorosa.

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