Subieron a buen ritmo y dejaron atrás los bosques de hoja caduca. Ahora estaban rodeados de pinos, enebros y cipreses. El ambiente era más fresco y Quintus empezó a preocuparse. En otras ocasiones había visto por esa zona pilas de excrementos y troncos de árbol con marcas de garras en la corteza. Ese día no veía nada que no fuera de hacía semanas o meses. Siguió adelante, rezándole a Diana, la diosa de la caza, que le enviara una señal, pero su petición fue en vano. No se oyó el canto de ningún pájaro ni apareció ningún ciervo. Al final, cuando ya no sabía qué hacer, se paró y obligó a los demás a hacer lo mismo. Plenamente consciente de la presencia de su padre detrás de él, de la mirada penetrante de Agesandros y de los galos que se intercambiaban miradas, Quintus se estrujó el cerebro. Conocía aquel terreno como la palma de su mano. ¿Cuál era el mejor sitio donde encontrar un oso en un día tan cálido?
Quintus lanzó una mirada a su padre, que se limitó a fijar la vista en él. No pensaba ayudarle.
En un intento por disimular la risa, uno de los galos se puso a toser con fuerza. Quintus se ruborizó de la ira pero Fabricius no hizo nada. Ni tampoco Agesandros. Volvió a mirar a su padre pero Fabricius no traslucía sentimiento alguno. No iba a compadecerse de él y el galo no recibiría reprimenda alguna. Aquel día le tocaba ganarse el respeto del
vilicus
y de los esclavos. Quintus volvió a pararse a pensar y al final se le ocurrió una idea.
—Moras —espetó—. Les encantan las moras. —Más arriba, en los claros de las laderas de la cara sur había muchas zarzamoras, cuyos frutos brotaban mucho antes que los de las laderas orientadas hacia otros puntos. Los osos pasaban buena parte del tiempo buscando comida. Era un lugar tan bueno como cualquier otro para empezar la búsqueda.
Justo entonces el sonido entrecortado de un pájaro carpintero rompió el silencio. Al cabo de un instante, el sonido se repitió desde otro punto. Con el corazón acelerado, Quintus escudriñó los árboles y al final no vio uno sino dos pájaros carpinteros negros. Aquellas aves esquivas eran sagradas para Marte, el dios de la guerra. Buenos augurios. Quintus giró sobre sus talones y se encaminó en la dirección contraria.
Su padre, sonriente, le seguía de cerca, por delante de Agesandros y los galos.
Ahora nadie se reía.
Poco después, las plegarias de Quintus fueron respondidas con creces. Había mirado en varios claros sin resultado alguno. Al final, sin embargo, había encontrado una boñiga reciente a la sombra de un pino alto. La forma, tamaño y olor característicos resultaban inconfundibles y a Quintus le entraron ganas de lanzar gritos de entusiasmo al verlas. Introdujo el dedo en la masa marrón oscuro. El centro no se había enfriado todavía, lo cual significaba que hacía poco que había pasado un oso. También había un montón de zarzas cerca. Quintus señaló el suelo e hizo un gesto con la cabeza al hombre tatuado. El galo se le acercó rápidamente y los dos perros se reunieron al instante junto a la prueba delatora. Los dos empezaron a aullar como locos mientras iban husmeando la boñiga y el ambiente. A Quintus se le aceleró el pulso y el galo le dedicó una mirada inquisidora.
—Suéltalos —ordenó Quintus. Lanzó una mirada a los demás esclavos—. Esos también.
El mal humor de Aurelia fue en aumento después de la marcha de Quintus y de su padre. El motivo era bien sencillo: mientras su hermano se iba a cazar un oso, ella tenía que ayudar a su madre, que supervisaba a los esclavos en el huerto del exterior de la villa. Era una de las épocas de mayor trabajo del año, cuando las plantas brotaban y crecían rápidamente. El levístico crecía junto a las plantas de mostaza, cilantro, acedera, ruda y perejil. Las verduras eran incluso más abundantes y proporcionaban alimento a la familia durante buena parte del año. Había pepinos, puerros, coles, tubérculos, así como hinojo y repollo. La cebolla, ingrediente básico de todo plato que se preciara, se cultivaba en grandes cantidades. El ajo, apreciado tanto por su sabor fuerte como por sus propiedades medicinales, también se cultivaba con profusión.
Aurelia sabía que estaba teniendo un comportamiento infantil. Hacía unas cuantas semanas había disfrutado preparando las hileras en las que crecerían las hierbas y hortalizas, enseñando a los esclavos dónde cavar los agujeros y asegurándose de que regaban cada especie con la cantidad adecuada de agua. Como de costumbre, se había reservado la tarea de dejar caer las semillas diminutas en su sitio. Lo hacía desde muy pequeña. Aquel día, dado que las plantas iban creciendo bien, las tareas principales consistían en regarlas y arrancar las malas hierbas que habían brotado de forma espontánea. A Aurelia le importaba un comino. Si por ella fuera, el huerto entero podía irse al garete. Estaba a un lado enfurruñada observando a su madre dirigiendo las operaciones. Ni siquiera Elira, con quien se llevaba bien, consiguió convencerla de que participara.
Atia la ignoró durante un rato pero al final se hartó.
—¡Aurelia! —llamó—. Ven aquí.
Se acercó a su madre arrastrando los pies.
—Pensaba que te gustaba la jardinería —dijo Atia alegremente.
—Me gusta —masculló Aurelia.
—¿Por qué no ayudas?
—No me apetece. —Era plenamente consciente de que todos los esclavos presentes estaban aguzando el oído para enterarse de la conversación y le parecía odioso.
A Atia le daba igual quién las oía.
—¿Estás enferma? —preguntó.
—No.
—Entonces ¿qué te pasa?
—No lo entenderías —farfulló Aurelia.
Atia arqueó las cejas.
—¿Ah, no? Prueba a ver.
—Es que… —Aurelia pilló al esclavo más cercano mirándola de hito en hito. Le lanzó una mirada tan furibunda que el hombre apartó la vista, pero eso la dejó poco satisfecha. Su madre seguía esperando—. Es por Quintus —reconoció.
—¿Os habéis peleado?
—No. —Aurelia negó con la cabeza—. Nada de eso.
Atia, que estaba dando golpecitos con el pie, esperaba que se lo aclarara. Al cabo de un momento, quedó claro que su hija no estaba muy comunicativa. Se le hincharon las aletas de la nariz.
—¿Y bien?
Aurelia veía que a su madre se le estaba acabando la paciencia. Sin embargo, en aquel momento vio a un halcón aprovechando las corrientes ascendentes. Estaba cazando. Igual que Quintus. La ira de Aurelia resurgió y olvidó a su público cautivo.
—No es justo —se quejó—. Yo estoy aquí plantada, en el huerto, mientras él va a rastrear un oso.
Atia no pareció sorprenderse.
—Me he imaginado que podía ser eso. ¿O sea que quieres cazar?
Aurelia asintió con expresión enfurecida.
—Como Diana, la cazadora.
Su madre frunció el ceño.
—No eres una diosa.
—Lo sé, pero… —Aurelia se giró parcialmente para que los esclavos no vieran que tenía lágrimas en los ojos.
Atia suavizó el semblante.
—Venga ya. Eres ya una señorita, o lo serás pronto. Y además guapa. Por consiguiente, seguirás un camino muy distinto al de tu hermano. —Levantó un dedo para acallar la protesta de Aurelia—. Lo cual no implica que tu destino no tenga valor. ¿A ti te parece que yo soy una inútil?
Aurelia se quedó horrorizada.
—Por supuesto que no, madre.
Atia desplegó una amplia sonrisa tranquilizadora.
—Exacto. Yo no lucho ni voy a la guerra pero disfruto de mi parcela de poder. Tu padre cuenta conmigo para infinidad de cosas, igual que hará tu esposo algún día. Encargarse de la casa no es más que una pequeña parte del todo.
—Pero tú y papá decidisteis casaros por iniciativa propia —protestó Aurelia—. ¡Por amor!
—Fuimos afortunados en ese sentido —reconoció su madre—. No obstante, lo hicimos sin la aprobación de nuestras respectivas familias. Como nos negamos a cumplir sus deseos, cortaron todo vínculo con nosotros. —Atia se entristeció—. Tuvimos una vida muy difícil durante muchos años. Nunca volví a ver a mis padres, por ejemplo. Nunca llegaron a conocerte ni a ti ni a Quintus.
Aurelia se sintió halagada. No tenía ni idea de todo aquello.
—Seguro que valió la pena, ¿no? —alegó.
Su madre asintió lentamente.
—Es posible, pero no quiero que tengas una vida tan dura.
Aurelia se indignó.
—Mejor eso, seguro, que casarse con un viejo gordo.
—Eso no te va a pasar. Tu padre y yo no somos monstruos. —Atia bajó la voz—. Pero ten esto en cuenta, jovencita, concertaremos tu compromiso con alguien que tú elijas. ¿Está claro?
Al ver la dureza de la expresión de su madre, Aurelia cedió.
—Sí.
Atia suspiró, satisfecha por no haber dejado traslucir sus reservas.
—Pues entonces ya nos hemos entendido. —Al ver el temor de Aurelia, añadió—: No temas. Habrá amor en tu matrimonio. Se construye con el tiempo. Pregúntale a Martialis, el viejo amigo de tu padre. Él y su esposa se casaron por deseo de sus familias y acabaron sumamente unidos el uno al otro. —Levantó la mano—. Ahora ha llegado el momento de trabajar. La vida continúa independientemente de cómo nos sintamos y nuestra familia depende de este huerto.
Con una débil sonrisa, Aurelia alargó la mano para tomar los dedos de su madre. A lo mejor la situación no era tan mala como imaginaba.
De todos modos, no podía evitar alzar la vista hacia el halcón y pensar en Quintus.
Quintus había seguido a la jauría durante un cuarto de hora aproximadamente antes de tener algún indicio de haber encontrado a la presa. Entonces se oyó un fuerte ladrido desde los árboles situados más adelante. Enseguida se convirtió en un aullido estridente y repetitivo. Quintus se paró con el corazón acelerado. La función de los perros no era más que acorralar al oso, pero siempre había alguno más ansioso que sus compañeros. Correría una suerte desafortunada pero inevitable. Lo importante era que habían encontrado al oso. Para confirmarlo, una sucesión renovada de gruñidos fue recibida con un rugido profundo y amenazador.
El aterrorizante sonido hizo que a Quintus le subiera la bilis a la garganta. Otro aullido penetrante le indicó que un segundo perro había resultado herido, o muerto. Avergonzado por su temor, Quintus contuvo las náuseas. No era el momento de echarse atrás. Los perros hacían su trabajo y él tenía que hacer el suyo. Le rezó entre murmullos a Diana y caminó hacia la guarida.
Cuando irrumpió en el gran claro, Quintus frunció el ceño porque reconocía el lugar. A menudo había ido ahí a buscar moras con Aurelia. Una extensión de zarzamoras espinosas, más altas que un hombre, recorrían el terreno del claro, moteado por la luz del sol. Un arroyo discurría por la ladera hacia el valle de más abajo. Había ramas caídas por todas partes entre una profusión de flores silvestres, pero lo que llamó la atención de Quintus fue la lucha que se libraba bajo la sombra de un ciprés altísimo. Cuatro perros tenían a un oso acorralado contra el tronco del árbol. Gruñendo enfurecida, la bestia embestía con frecuencia a sus torturadores, pero los canes la esquivaban con recelo avanzando y retrocediendo, justo para quedar fuera de su alcance. Cada vez que el oso se apartaba del árbol, los perros corrían a morderle las patas delanteras o traseras. Se encontraban en un punto muerto, si el oso se alejaba de la protección que le ofrecía el árbol, los perros acudían en tropel, pero si la bestia se quedaba donde estaba, no eran capaces de superarla.
Había dos siluetas inmóviles fuera del semicírculo, las bajas que Quintus había oído. Un vistazo superficial le indicó que quizás uno de los perros sobreviviese. Sangraba con profusión por una herida de garra profunda en la caja torácica, pero no veía otras lesiones. El segundo, por el contrario, moriría seguro. Los movimientos poco profundos de su pecho le indicaban que seguía con vida, pero tenía la mitad de la cara desgarrada y los extremos brillantes y dentados del hueso recién roto sobresalían de una herida terrible que tenía en la pata delantera izquierda, consecuencia del bocado que le había dado el oso con las fauces.
Quintus se acercó con cuidado. Si iba muy rápido correría el riesgo de ser derribado, y los galos llegarían enseguida. En cuanto llamaran a los perros, empezaría su misión. Observó al oso, ansioso por advertir cualquier pista que pudiera ayudarle a matarlo. Ocupado como estaba con los perros que le mordían, no se había fijado en él. Por el tamaño quedaba claro que era un macho. La criatura tenía el denso pelaje de color pardo amarillento, y la típica cabeza redonda y grande y las orejas pequeñas. El hecho de que tuvieran unos hombros gigantescos y un cuerpo achaparrado por lo menos tres veces mayor que el suyo intensificaba la sensación de peligrosidad. Se notaba el palpitar del pulso en la base hueca de la garganta y esa velocidad le recordaba que no controlaba la situación. «Tranquilízate —se dijo—. Respira hondo. Concéntrate.»
—Pensar en las moras fue buena idea —dijo Fabricius desde atrás—. Además has encontrado a un oso grande. Un enemigo digno.
Asombrado, Quintus giró la cabeza. Los demás habían llegado. Todos tenían la vista puesta en él.
—Sí —repuso, confiando en que los gruñidos y rugidos a una docena de pasos ocultaran el temor de su voz.
Fabricius se le acercó.
—¿Estás preparado?
Quintus se amilanó. Su padre había percibido su angustia y estaba preparado para intervenir. Le bastó la mirada fugaz a Agesandros y los esclavos para percatarse de que ellos también captaban el doble sentido de la pregunta. Un atisbo de decepción cruzó el rostro del siciliano, y los galos se miraron entre sí con malicia. «Malditos sean todos —pensó Quintus con un nudo en el estómago—. ¿Acaso nunca han tenido miedo?»
—Por supuesto —respondió en voz bien alta.
Fabricius le dedicó una mirada comedida.
—Muy bien —dijo. Se paró.
Quintus no estaba seguro de si su preocupado padre le obedecería. Pensó que había mucho más en juego que su vida. Matar al oso no serviría de nada si el siciliano y los esclavos pensaban que era un cobarde, que dependía del respaldo de Fabricius.
—No te metas —gritó—. Es mi lucha. Tengo que hacerlo solo, sea cual sea el resultado. —Miró a su padre, que no respondió de inmediato—. ¡Júralo!
—Lo juro —dijo Fabricius con reticencia y retrocediendo.
Quintus se quedó satisfecho al ver las primeras muestras de respeto en el rostro de los demás.
Un perro aulló cuando el oso lo apresó con un brazo. Lo lanzó por los aires y acabó en el suelo a los pies de Quintus con un ruido sordo. Enderezó los hombros y se preparó. Tres perros no bastaban para contener a la presa. Si no actuaba de inmediato, era posible que escapara.