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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (9 page)

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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—¿Sois de Cartago? —La pregunta sonaba lo bastante inocente.

—Sí —repuso Hanno.

—¿Navegáis hasta allí? —preguntó Suniaton.

—No muy a menudo —respondió el egipcio.

Sus hombres se rieron burlonamente y Hanno se fijó en que miraban con lujuria los amuletos de oro que llevaban colgados del cuello.

—¿Nos podéis llevar allí? —se atrevió a preguntar—. Nuestras familias son adineradas y os recompensarán bien si regresamos sanos y salvos.

El egipcio se frotó el mentón.

—¿Ah, sí?

—Por supuesto —aseguró Suniaton.

Se produjo un largo silencio y Hanno se quedó más intranquilo.

Al final el egipcio habló.

—¿Qué os parece, chicos? —preguntó, escudriñando a los hombres ahí reunidos—. ¿Navegamos hasta Cartago para recoger una buena recompensa por nuestros esfuerzos?

—Ni soñarlo —gruñó una voz—. Matémoslos y zanjemos el asunto.

—¿Recompensa? Lo más probable es que nos crucificaran a todos —gritó otro.

Suniaton lanzó un grito ahogado y a Hanno se le revolvieron las tripas. La crucifixión era uno de los castigos reservados a los delincuentes de la peor calaña, es decir, a los piratas.

Arqueando las cejas con expresión burlona, el egipcio levantó una mano y sus compañeros se relajaron.

—Por desgracia, la gente como nosotros no es bien recibida en Cartago —explicó.

—No tiene por qué ser en la misma Cartago —dijo Hanno con despreocupación. Suniaton, a su lado, asentía nervioso—. Cualquier ciudad de la costa númida nos iría bien.

Los hombres se rieron con estridencia del comentario y Hanno se esforzó para no dejarse vencer por la desesperación. Lanzó una mirada a Suniaton, pero tampoco estaba muy inspirado.

—Suponiendo que aceptáramos tal cosa —dijo el sonriente egipcio—, ¿cómo nos pagaríais?

—Me reuniría con vosotros después con el dinero, en el lugar que eligierais —repuso Hanno, sonrojándose. El capitán pirata estaba jugando con él.

—Y supongo que lo juraríais por la vida de vuestra madre, ¿no? —preguntó el egipcio con desprecio—. Si es que la tenéis.

Hanno se tragó la ira.

—Lo juraría, y sí que tengo madre.

El egipcio lo pilló desprevenido y le asestó un fuerte puñetazo en el plexo solar. Hanno se quedó sin aire en los pulmones y se dobló de dolor.

—Basta ya de gilipolleces —anunció el egipcio de repente—. Quitadles las armas. Atadlos.

—¡No! —musitó Hanno. Intentó incorporarse pero unas manos fuertes le agarraron los brazos desde atrás y se los inmovilizaron a los lados. Notó cómo le quitaban el puñal y al cabo de un momento le arrancaron el amuleto de oro del cuello. Desarmado y sin el talismán que había llevado desde la infancia, Hanno se sentía totalmente desnudo. A Suniaton, que estaba a su lado, le hicieron lo mismo y gritó cuando le arrancaron los pendientes. Las manos avariciosas de los piratas les arrebataban los objetos de valor para hacerse con una parte del botín. Hanno miró enfurecido al egipcio.

—¿Qué nos vais a hacer?

—Los dos sois jóvenes y fuertes. Seguro que pagarán bien por vosotros en el mercado de esclavos.

—Por favor —suplicó Suniaton, pero el capitán pirata ya se había dado la vuelta.

Hanno carraspeó y escupió en su dirección, por lo que recibió un fuerte golpe en la cabeza. Acto seguido, les ataron los brazos detrás de la espalda y los llevaron sin contemplaciones bajo cubierta, al reducido espacio donde los esclavos se sentaban en las dos hileras de bancos. Desplomados sobre los remos y con apenas el espacio suficiente para sentarse erguidos, había veinticinco en cada hilera, cincuenta en cada lado del birreme. Al pie de la escalera, en un pasadizo central, había un único esclavo, el hombre cuya cantinela había despertado a Hanno. Cerca de la popa, una estrecha jaula de hierro contenía a una docena aproximadamente de prisioneros. Hanno y Suniaton intercambiaron una mirada. No estaban solos.

En el exterior hacía calor pero ahí la presencia de más de cien hombres sudorosos aumentaba la temperatura y hacía que se asemejara a un horno. Innumerables pares de ojos mortecinos observaron a los recién llegados pero ni un solo esclavo habló. El motivo enseguida resultó obvio. Los pies descalzos de un hombre bajito y robusto que se acercaba pisoteaban las cuadernas del barco. Los amigos le sacaban unos buenos palmos pero el recién llegado de pelo rapado tenía unos músculos enormes que a Hanno le recordaban a los luchadores griegos que había visto. Su único atuendo era una falda de cuero pero exudaba autoridad, aparte de llevar un látigo anudado en el puño derecho. Tenía la cara llena de cicatrices y las facciones toscas, como de granito, y los labios se asemejaban a una raja en la piedra.

Jadeando todavía, Hanno fue incapaz de no mirar fijamente los ojos fríos y calculadores del capataz.

—Carne fresca, ¿eh? —Tenía la voz nasal y exasperante.

—Dos más para el mercado de esclavos, Varsaco —respondió uno de los hombres que sujetaba a Hanno.

—Consideraos afortunados. La mayoría de los prisioneros acaban en las bancadas, pero ahora mismo estamos al completo. —Varsaco señaló a los desgraciados melenudos que los rodeaban—. O sea que os alojáis en nuestros aposentos más selectos. —Señaló la jaula con el pulgar y se echó a reír.

Hanno sintió un escalofrío de miedo. Correrían una suerte similar a la de los remeros. Estarían a merced de quienquiera que los comprara.

Los ojos de Suniaton eran dos pozos de terror.

—Podemos acabar en cualquier sitio —susurró.

Su amigo tenía razón, pensó Hanno. La armada debilitada de los cartagineses ya no contaba con el poder suficiente para impedir la presencia de piratas en el Mediterráneo, y hasta el momento los romanos no se habían molestado en vigilar el alta mar. El birreme podía navegar a donde quisiera. De hecho, había pocos puertos en los que la inspección de seguridad fuera poco más que superficial. Sicilia, Numidia o Iberia eran algunas de las posibilidades. Igual que Italia. Todas las ciudades de tamaño mediano contaban con un mercado de esclavos. Hanno tuvo la impresión de ahogarse en un océano de desesperación.

La voz del egipcio les llegó procedente de la cubierta.

—¡Varsaco!

El capataz respondió de inmediato.

—¿Capitán?

—Retoma el rumbo y velocidad anteriores.

—Sí, señor.

A Hanno y Suniaton no les hicieron ni caso mientras Varsaco gritaba las órdenes a los remeros del lado de estribor. Afanándose en su cometido, los esclavos emplearon los remos para recular hasta que el capataz les ordenó con un gesto que pararan. Entonces la figura de la pasarela empezó a entonar un cántico que instauró un ritmo fijo en los remeros.

Una vez cumplida su misión, Varsaco regresó. Tenía una expresión lujuriosa en la mirada que no habían advertido antes.

—Eres un chico guapo —dijo a Hanno, pasándole los dedos regordetes por el brazo. Le deslizó una mano bajo la túnica y le pellizcó un pezón. Hanno dio un respingo e intentó apartarse pero, teniendo en cuenta que tenía a un hombre a cada lado, no podía ir muy lejos—. De todos modos prefiero a los que tienen un poco más de chicha —confesó Varsaco. Se colocó al lado de Suniaton y le pellizcó las nalgas con brusquedad. Suniaton se retorció para alejarse pero los piratas que lo sujetaban lo agarraron con más fuerza—. Vaya, pero si te has hecho daño. —Varsaco le tocó el lóbulo de la oreja a Suniaton, que todavía le sangraba, y luego, para horror de Hanno, se lamió la sangre de la yema del dedo.

Suniaton gimoteaba de miedo.

—Déjalo en paz, hijo de puta —bramó Hanno, intentando zafarse con todas sus fuerzas.

—¿O qué? —le retó Varsaco. De repente endureció la voz—. Bajo las cubiertas mando yo. Hago lo que me da la gana. ¡Llevadlo ahí!

Unas lágrimas de rabia surcaron las mejillas de Hanno al ver cómo arrastraban a su amigo a un bloque grande de madera clavado cerca de la proa. La superficie, de aproximadamente el largo del torso de un hombre, estaba cubierta de zonas oscuras e irregulares y en cada esquina al nivel del suelo había unos gruesos grilletes. Los piratas soltaron las ataduras de Suniaton y lo tiraron boca abajo encima de la madera. Él pataleaba y forcejeaba pero los captores eran demasiado numerosos. Al cabo de un instante, los grilletes se le cerraron alrededor de las muñecas y los tobillos.

Varsaco se movió para situarse detrás de él y Suniaton, que se dio cuenta de lo que estaba a punto de pasarle, empezó a gritar. Sus protestas se intensificaron cuando al capataz le dieron un cuchillo, que utilizó para rajarle los pantalones bombachos desde la cintura hasta la entrepierna. Varsaco hizo lo mismo con la ropa interior de Suniaton, riéndose mientras el extremo de la hoja le arañaba la carne y le hacía gemir de dolor. Al final, el capataz separó la tela rajada y la cara se le retorció de lujuria.

—Muy bonito —masculló.

—¡No! —gritó Suniaton.

Aquello era demasiado para Hanno. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, se retorció y corcoveó como un caballo desbocado. Pilló desprevenidos a los dos hombres que lo sujetaban, absortos en el espectáculo, y se soltó. Corrió hacia delante y alcanzó a Varsaco en unos doce pasos. El capataz le daba el ancha espalda y estaba muy ocupado desabrochándose el cinturón que sujetaba la falda de cuero. La dejó caer al suelo y suspiró de satisfacción, avanzando para perpetrar el ultraje.

Jadeando enfurecido, Hanno reunió fuerzas suficientes e hizo lo único que se le ocurrió. Echó hacia atrás la pierna derecha y la balanceó en el aire para atizar a Varsaco entre los muslos. Con un ruido seco y carnoso, la parte delantera de la sandalia alcanzó de lleno la masa blanda del escroto colgante del capataz. Varsaco profirió un grito agudo y se desplomó en la cubierta hecho un ovillo. Hanno gruñó encantado.

—¿Qué te parece? —gritó, propinándole una patada en la sien con la suela con tachuelas de hierro. Consiguió asestarle unas cuantas patadas más antes de que los hombres que lo habían sujetado se abalanzaran sobre él. Hanno vio a uno que levantaba la base de la espada. Se giró a medias, con torpeza debido a las cuerdas que le sujetaban las manos, pero fue incapaz de esquivar el golpe. Hanno vio las estrellas cuando el mango le golpeó la nuca. Le fallaron las rodillas y cayó hacia delante hasta acabar encima de Varsaco, que estaba medio consciente. Recibió una salva de golpes y se sumió en la oscuridad.

—¡Despierta!

Hanno notó que alguien le daba un empujón en la espalda. Volvió en sí lentamente. Estaba tumbado de lado, atado todavía como una gallina lista para la cazuela. Le dolía todo el cuerpo. Sin embargo, quedaba claro que la cabeza, el vientre y la entrepierna habían recibido una atención especial. Respirar le resultaba agónico y Hanno sospechó que tenía dos o tres costillas rotas. Tenía sabor a sangre en la boca y con cuidado utilizó la lengua para comprobar que tenía todos los dientes en su sitio. Por suerte, los tenía aunque notaba dos sueltos y el labio superior magullado e hinchado.

Lo volvieron a pinchar.

—¡Hanno! Soy yo, Suniaton.

Al final, Hanno se fijó en su amigo, tumbado a escasos pasos de distancia. Para su sorpresa, se encontraban en la cubierta del castillo de proa, bajo el toldo que había visto con anterioridad. Le pareció que estaban solos.

—Llevas horas inconsciente —dijo Suniatón preocupado.

Hanno se percató de que la temperatura había bajado considerablemente. En el hueco que quedaba entre el toldo y la borda veía el tono anaranjado del cielo. Faltaba poco para el atardecer.

—Sobreviviré —masculló. De repente recordó los últimos acontecimientos—. ¿Y tú? ¿Varsaco te ha…? —Fue incapaz de terminar la pregunta.

Suniaton hizo una mueca.

—Estoy bien —murmuró. Por increíble que pareciera, sonrió—. Varsaco no pudo mantenerse en pie mucho rato, ¿sabes?

—¡Bien! ¡Menudo cabrón! —Hanno frunció el ceño—. ¿Por qué no me mataron sus hombres?

—Iban a matarte —susurró Suniaton—. Pero…

Se quedó callado porque oyó que crujían las escaleras que llevaban a la cubierta principal. Se acercaba alguien. Al cabo de un instante, el egipcio se inclinó hacia Hanno.

—Has vuelto en ti —dijo—. Bien. Los hombres que duermen demasiado después de una paliza como esa no suelen despertarse.

Hanno le lanzó una mirada furibunda.

—No me mires así —le reprochó el egipcio—. De no ser por mí, ahora estarías muerto. Y te habrían violado antes de morir, lo más probable.

Suniaton dio un respingo, pero la furia de Hanno no conocía límites.

—¿Se supone que tengo que darte las gracias?

El egipcio se puso en cuclillas a su lado.

—Mira que tienes arrestos, ¿eh? Con un futuro distinto al de tu amigo. —Asintió en señal de aprobación—. Espero venderte como gladiador. Sería una pena desperdiciarte como esclavo para el campo o la casa. ¿Puedes levantarte?

Hanno permitió que le ayudara a sentarse. Un dolor punzante en el pecho le hizo hacer una mueca de dolor.

—¿Qué te pasa?

A Hanno le desconcertaba la preocupación del egipcio.

—Nada. Un par de costillas rotas.

—¿Eso es todo?

—Eso creo.

El egipcio sonrió.

—Bien. Creí que llegaba demasiado tarde. No sería la primera vez que uno de los jueguecitos de Varsaco se le escapa de las manos.

—¿Jueguecitos? —preguntó Suniaton débilmente.

El egipcio hizo un gesto de desconsideración.

—A menudo se contenta con tirarse a cualquier pobre diablo que le apetezca. Varias veces al día, normalmente. Mientras la cosa quede ahí, no me importa. No afecta a su valor de venta. De todos modos, después de lo que le hiciste, no habría tenido reparos en mataros a los dos. No me importa que se divierta pero no tiene sentido que destruya mercancía valiosa. Por eso estáis aquí arriba, donde yo duermo. Varsaco tiene una llave de la jaula y no me fío de que una noche no le dé por clavarte un cuchillo entre las costillas.

Hanno deseaba con todas sus fuerzas rodear el cuello del capitán con los dedos, estrangularlo, borrarle de la cara la perpetua expresión petulante. Le dolía saber que les había salvado la vida por motivos puramente económicos. No obstante, en el fondo a Hanno no le sorprendía el comportamiento del egipcio. En una ocasión había visto a su padre impedir a un esclavo que siguiera golpeando a una mula por el mismo motivo.

—Este es el mejor lugar del barco. Estáis a cubierto del sol y por aquí también corre la brisa nocturna. —El egipcio se levantó—. Sacadle el máximo provecho. Vamos camino de Sicilia, y luego Italia —dijo antes de desaparecer de su vista.

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