Aníbal. Enemigo de Roma (54 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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Hanno ni se atrevía a pensar si su padre y sus hermanos seguirían vivos o si estarían con las tropas cartaginesas. No tenía forma humana de saberlo. De hecho, podrían estar en Iberia o haber sido enviados de regreso a Cartago. ¿Qué haría entonces? ¿A quién se dirigiría? En ese momento no quería preocuparse al respecto. Había conseguido escapar y, con la ayuda de los dioses, pronto estaría bajo las órdenes de Aníbal y sería otro soldado de Cartago.

Hanno viajó hacia el oeste durante dos días y dos noches evitando las granjas y los asentamientos y acampando en hondonadas para no ser descubierto. Aunque hacía mucho frío, evitó encender un fuego. Las mantas que llevaba le protegían de la congelación, pero no le permitían dormir demasiado, aunque eso tampoco importaba. Era imprescindible que estuviera alerta y, pese al cansancio, Hanno se sentía mejor con cada día de libertad que pasaba.

La suerte siguió de su lado y, a primera hora del tercer día, encontró un buen punto desde el que vadear el río. Había varias chozas pequeñas cerca, pero no se veía a nadie. Los días eran cortos y la tierra no se trabajaría de nuevo hasta la primavera. Como la mayoría de los campesinos en esa época del año, los habitantes de las chozas se habían ido a dormir temprano y se levantarían tarde. A pesar de ello, Hanno se sintió muy vulnerable cuando se desnudó junto a la orilla. Enrolló la ropa bien en su fardo de piel y lo ató con unas correas. Acto seguido, en cueros, se metió en el río con la mula, que no dejaba de protestar. El agua estaba terriblemente fría y Hanno sabía que, si no cruzaba el río rápido, se le congelarían los músculos y se ahogaría. Sin embargo, la lluvia había aumentado el caudal y su mula tuvo algunos problemas para luchar contra la corriente. Hanno aguantaba las riendas y nadaba lo más rápido posible, pero empezó a sentir que le invadía el pánico. Por suerte, la mula fue lo bastante fuerte para llevar a los dos hasta una zona menos profunda en el otro lado y, de allí, a la orilla. El viento frío azotó a Hanno con fuerza y le empezaron a castañear los dientes. Por suerte, el agua apenas había entrado en el fardo y su ropa estaba prácticamente seca. Se vistió rápidamente y se envolvió con una manta para entrar en calor y se dispuso a proseguir su camino.

La emoción de Hanno iba en aumento a medida que pasaba el día. Estaba en territorio ínsubro y el ejército de Aníbal no podía estar muy lejos. Desde que le capturaran los piratas, le había parecido imposible estar donde estaba ahora, pero lo había conseguido gracias a Quintus. Hanno suplicó a los dioses que su amigo saliera ileso de la guerra y, a continuación, pensó en su familia y en reunirse con ellos. Por primera vez durante su viaje en solitario, Hanno no prestó atención a lo que sucedía a su alrededor, pero salió de su estupor de golpe.

Cuando descendía por una hondonada oyó el canto de alarma de un mirlo. Escudriñó los árboles y no vio nada, pero un pájaro no cantaba así sin motivo. Las garras del miedo se le clavaron en el estómago. Este era un lugar perfecto para una emboscada, un lugar ideal para que unos bandidos atacaran y asesinaran a alguien que viajaba solo.

Hanno sintió que el terror se apoderaba de él en el mismo instante en que un par de jabalinas pasaron silbando por encima de su cabeza. Hanno rogó que sus atacantes fueran a pie y clavó los talones en los flancos de la mula, que respondió a su miedo y salió corriendo del hoyo. Varias jabalinas más sobrevolaron sus cabezas. Hanno miró atrás y perdió toda esperanza de escapar. Un grupo de jinetes surgió de ambos lados del camino. Eran al menos seis e iban a caballo. Era imposible escapar montado sobre una mula. Hanno maldijo su suerte. Era lo peor que le podía suceder desde que fuera a la deriva en el mar: haber pasado por todo lo que había pasado y acabar asesinado por un puñado de bandidos a unos cuantos kilómetros de donde se encontraban las tropas de Aníbal.

No se sorprendió cuando aparecieran más caballos y jinetes por delante que bloquearon el camino por completo. Hanno agarró su puñal, dispuesto a entregar su vida por un alto precio. Sin embargo, cuando se acercaron los jinetes, el corazón le dio un vuelco de alegría. No había visto a ningún númida desde que salió de Cartago, pero eran inconfundibles. ¿Quién más si no podía cabalgar a pelo y llevar túnicas abiertas en pleno invierno?

Cuando abrió la boca para saludar a los númidas, otra oleada de jabalinas salió volando en su dirección y esta vez hubo dos que estuvieron a punto de alcanzarle. Desesperado, Hanno alzó los brazos con las palmas de las manos abiertas.

—¡Deteneos! ¡Soy cartaginés! —gritó en su lengua materna—. ¡Soy cartaginés!

Sus gritos no sirvieron de nada. Llovieron más jabalinas. Una de ellas alcanzó a la mula en las ancas y, reculando de dolor, lo tiró al suelo. Hanno se quedó sin respiración del golpe y apenas fue consciente de que la mula huía cojeando. En un abrir y cerrar de ojos, los númidas lo rodearon por completo. Tres de ellos saltaron de sus caballos jabalinas en mano.

«¡Qué manera de morir! —pensó Hanno—. Voy a morir a manos de los míos porque no hablan mi idioma.»

De pronto, Hanno tuvo un golpe de inspiración. Hacía tiempo había aprendido unas palabras en la sibilante lengua númida.

—¡Parad! —masculló—. Yo soy… amigo.

Extrañados, los tres númidas se detuvieron y comenzaron a hacerle preguntas en su idioma, pero Hanno apenas entendía una de cada diez palabras que decían.

—No soy romano, soy amigo —repitió una y otra vez.

Sus protestas no bastaron. Uno de los jinetes le propinó una patada en el estómago y vio las estrellas. Hanno estuvo a punto de desmayarse del dolor. Comenzaron a lloverle más golpes y pensó que pronto le atravesarían el cuerpo con una jabalina.

En lugar de ello, oyó una voz enfadada.

La paliza cesó de inmediato.

Receloso, Hanno levantó la mirada y vio a un jinete de cabello negro y rizado delante de él. Curiosamente, llevaba una espada, algo nada habitual en un númida. Hanno pensó que sería un oficial.

—¿Es posible que te haya oído hablar en cartaginés? —preguntó el hombre.

—Sí —respondió Hanno aliviado y sorprendido de que hubiera alguien allí que hablara su idioma. Hanno se sentó gimiendo de dolor—. Soy de Cartago.

El hombre enarcó las cejas.

—En nombre de Melcart, ¿y qué puñetas haces aquí solo en medio de esta tierra congelada y dejada de la mano de los dioses?

—Me vendieron como esclavo a los romanos hace algún tiempo —explicó Hanno—. Cuando oí que Aníbal iba a invadir Italia, me escapé para unirme a él.

El númida no parecía convencido.

—¿Quién eres?

—Me llamo Hanno —contestó orgulloso—. Soy hijo de Malchus, que sirve a Aníbal con nuestros lanceros libios. Si consigo llegar hasta el ejército de Aníbal, espero poder reunirme con él y mis hermanos.

Hubo un largo silencio y Hanno sintió que le invadía el miedo de nuevo. «No me abandones ahora, gran Tanit», suplicó.

—No es una historia muy creíble. ¿Cómo sé que no eres un espía? —pensó el oficial en voz alta.

Varios de sus hombres levantaron las jabalinas y a Hanno se le cayó el alma a los pies. Si le mataban ahora, nadie se enteraría.

—¡Alto! —ordenó el oficial—. Si es cierto que este hombre ha pasado mucho tiempo entre los romanos, podría ser útil para Aníbal. —Y sonriendo a Hanno le dijo—: Y si estás diciendo la verdad, estoy seguro de que tu padre preferirá verte vivo que muerto, esté o no con el ejército.

Hanno sintió una alegría inmensa.

—¡Gracias! —exclamó.

El oficial vociferó una orden y los númidas levantaron a Hanno del suelo y le ataron las muñecas con una cuerda, pero sin violencia. Después los guerreros montaron de nuevo, agarraron a Hanno y lo colocaron sin miramientos sobre el cuello de un caballo delante de su jinete. No protestó. Con la mula herida no tenía forma de llegar rápido al campamento cartaginés. Al menos no lo arrastraban detrás de un caballo.

Los númidas cabalgaron hacia el oeste y Hanno dio las gracias a todos los dioses que le vinieron a la mente, pero sobre todo a Tanit, de quien se había olvidado antes de salir de casa en Cartago.

Aunque todavía no había salido del bosque, Hanno sintió que la diosa le sonreía de nuevo.

Cuando llegaron al campamento de Aníbal, Hanno fue depositado en el suelo. Miró a su alrededor, maravillado de ver unas huestes cartaginesas tan cerca de la frontera italiana. El corazón le latía de alegría. ¡Había vuelto con su gente! Sin embargo, a Hanno le preocupó el tamaño del ejército, que era mucho más pequeño de lo que esperaba. También le alarmó el aspecto de los soldados: el sufrimiento estaba grabado en todas sus caras, y la mayoría llevaban barbas descuidadas y parecían medio muertos de hambre. Los animales, sobre todo los elefantes, tenían peor aspecto todavía. Hanno miró preocupado al oficial númida.

—El paso por los Alpes debe de haber sido terrible —dijo.

—No te lo puedes ni imaginar —contestó el númida con una mueca—. Tribus hostiles, deslizamientos de tierra, hielo, nieve y hambre. Entre las deserciones y las bajas, hemos perdido casi veinticinco mil hombres en un mes. Prácticamente la mitad de nuestro ejército.

Hanno le observó horrorizado. De inmediato pensó en su padre y sus hermanos, que tenían muchas posibilidades de estar muertos. De pronto se dio cuenta de que el númida le estaba mirando.

—¿Por qué me cuentas todo esto? —tartamudeó.

—Puedo contarte lo que quiera, los romanos nunca lo sabrán —respondió el númida amablemente—. No creo que puedas escaparte de mis hombres a pie.

—No —dijo Hanno, y tragó saliva.

—Menos mal que lo que me has explicado es verdad, ¿no?

Hanno devolvió la mirada penetrante del númida y de pronto sintió que el terror se apoderaba de él. ¿Qué pasaría si nadie podía corroborar su identidad?

—Sí, así es —respondió Hanno, y rogó a los dioses que no le quitaran la miel de la boca cuando estaba a punto de lograr su objetivo—. Llévame a las tiendas de los libios.

Con una reverencia burlona, el númida se puso en camino y preguntó al primer lancero con el que se encontraron.

—Estamos buscando un oficial que se llama… —el númida lanzó una mirada inquisitiva a Hanno.

—Malchus.

Para gran alegría de Hanno, el hombre señaló a sus espaldas con el pulgar.

—Su tienda se encuentra tres filas más atrás. Es mayor que el resto.

—Por ahora va todo bien —dijo amablemente el oficial indicándole a Hanno que le siguiera.

Tres de sus guerreros les pisaban los talones con las jabalinas preparadas en la mano. Poco a poco, fueron abriéndose paso entre las tiendas dispuestas muy juntas entre sí.

—Debe de ser esta. —El oficial se detuvo ante un gran pabellón de piel que estaba sujeto por varias cuerdas atadas al suelo con estacas. Un par de lanceros vigilaban la entrada.

A Hanno le invadió una oleada de emociones. Le aterraba pensar que su padre no estuviera dentro, al tiempo que se imaginaba la inmensa alegría que sentiría al verle y el alivio que supondría reunirse con su familia después de su largo calvario.

—Quédate aquí —indicó Hanno al oficial.

—¿Qué? ¡Tú no estás al mando! —gruñó el númida—. Hasta que no se demuestre lo contrario, no eres más que un puñetero prisionero.

—¡Tengo las manos atadas! ¿Adónde voy a ir? —le increpó Hanno—. Clávame una maldita lanza en la espalda si intento huir, pero voy a entrar solo ahí dentro.

El oficial vio la determinación en los ojos de Hanno y, de pronto, se dio cuenta de que su prisionero podría tener un rango muy superior al suyo. El númida asintió con un gruñido.

—Esperaremos aquí fuera.

Hanno no respondió. Con la espalda rígida, caminó hacia la tienda.

Uno de los lanceros dio un paso adelante.

—¿Qué quieres? —preguntó con brusquedad.

—¿Es esta la tienda de Malchus? —preguntó Hanno amablemente.

—¿Quién lo pregunta? —respondió el guardia en tono hosco.

A Hanno se le agotó la paciencia.

—¡Maldito insolente! —gruñó—. ¿Padre? ¿Estás allí?

El lancero dio un paso adelante, pero se detuvo de inmediato.

—¿Padre? —repitió Hanno.

Alguien tosió en el interior de la tienda.

—¿Bostar? ¿Eres tú?

Hanno comenzó a sonreír de forma incontrolable. ¡Bostar también había sobrevivido!

Al cabo de un instante, Malchus salió de la tienda vestido de combate. Miró a los guardias frunciendo el ceño.

—¿Quién me ha llamado?

—He sido yo, padre —respondió Hanno alegre dando un paso adelante—. He vuelto.

Malchus palideció.

—¿Ha-Hanno? —tartamudeó.

Hanno asintió con lágrimas de alegría en los ojos.

—¡Por todos los dioses! ¡Es un milagro! —exclamó Malchus—. ¿Pero qué haces atado así?

Hanno señaló a los númidas con la cabeza, que parecían muy incómodos ante la situación.

—No estaban seguros de si creerse mi historia o no.

Malchus sacó su puñal para cortarle las cuerdas de las muñecas y, en cuanto cayeron al suelo, abrazó a su hijo con fuerza. La emoción le sacudió todo el cuerpo. Estuvo un buen rato agarrado a Hanno, quien le devolvió feliz su abrazo férreo. Finalmente, Malchus dio un paso atrás para observarle.

—En verdad eres tú —suspiró, y sonrió, cosa poco habitual en él—. ¡Has crecido mucho! ¡Ya eres todo un hombre!

Por el contrario, a Hanno le costaba asimilar lo mucho que había envejecido su padre. Unas arrugas profundas le surcaban la frente y las mejillas, tenía bolsas de cansancio en los ojos y el cabello era más gris que negro. Sin embargo, emanaba una alegría que no había visto en él desde que murió su madre y, emocionado, se dio cuenta de que era por su regreso.

—He oído antes que llamabas a Bostar. ¿Safo también está aquí?

—Sí, sí, están los dos aquí. Deberían volver en cualquier momento —respondió Malchus, y la alegría de Hanno aumentó.

Malchus se volvió hacia los númidas.

—¿A quién le debo mi agradecimiento?

El oficial númida se aprestó a saludarle.

—Zamar, jefe de sección a su disposición, señor.

—¿Dónde le habéis encontrado?

—A unos quince kilómetros de aquí, señor —respondió Zamar. Miró inquieto a Hanno—: Disculpe la brusquedad del trato, señor.

—No pasa nada —dijo Hanno—. Tus hombres no podían saber que era cartaginés. Al menos tú impediste que me mataran y escuchaste mi historia.

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