A medida que pasaba el tiempo, los últimos vestigios de esperanza desaparecieron de los ojos de sus hombres. Bostar se sentía igual y, aunque no se hablaba con su hermano, percibió el desánimo en su rostro. Aníbal no tardó en llegar para ver el problema de primera mano, pero Bostar no sintió la emoción habitual que le producía ver a su general. Nadie podía vencer este nuevo obstáculo, ni siquiera Aníbal. Por si fuera poco, empezó a nevar. Era como si los dioses se estuvieran burlando de ellos. Bostar se sentía más decaído que nunca.
Poco después vio que su padre se apresuraba a hablar con Aníbal y regresaba luego con una expresión confiada en el rostro. Al mismo tiempo, varios soldados pasaron corriendo por su lado.
Bostar agarró a su padre por el brazo.
—¿Qué sucede?
—No está todo perdido —respondió Malchus con una leve sonrisa—. Ya lo verás.
Poco después regresaron los soldados cargados con pesadas pilas de leña que colocaron, de una en una, al pie de la roca. Una vez se hubo apilado toda la leña, Malchus ordenó que se encendiera el fuego. Bostar seguía sin comprender nada, pero su padre no respondió a sus preguntas. Malchus dejó a sus hijos observando lo que sucedía con curiosidad creciente y regresó junto a Aníbal.
Los soldados estaban muy intrigados, pero cuando la hoguera llevaba más de una hora encendida, empezaron a aburrirse y se oyeron las primeras quejas por haber malgastado de ese modo las últimas reservas de leña. Por primera vez desde que partieran de Cartago Nova, Bostar no reprendió a sus hombres de inmediato. Su desilusión también había alcanzado niveles críticos y, fuera cual fuese la idea genial que había tenido su padre, no estaba funcionando. Ya podían tumbarse en el suelo y dejarse morir entonces, porque eso es lo que les sucedería de todos modos cuando cayera la noche.
Bostar no se había percatado de la estructura de madera que permitía a un hombre estar de pie sobre la roca. Solo miró hacia arriba cuando llegó la primera ánfora. La curiosidad le consumía por dentro. Los recipientes de arcilla contenían vino agrio, la bebida principal de las tropas. Bostar vio a su padre gesticular nervioso bajo la atenta mirada de Aníbal. Poco después, dos fornidos
scutarii
escalaron la plataforma con la ropa empapada de agua para resistir el calor extremo que irradiaba la roca. Al llegar arriba, lanzaron unas cuerdas al suelo a las que se ataron las ánforas. Los
scutarii
rompieron los lacres de los recipientes y vertieron su contenido por encima de la roca. El líquido se consumió y la roca emanó un fuerte olor a vino caliente. De pronto, Bostar entendió lo que intentaban hacer y se volvió para contárselo a Safo, pero se lo pensó dos veces y al final no le dijo nada.
Las ánforas vacías fueron descartadas y sustituidas por unas nuevas, y así sucesivamente. Las burbujas de vino hervían sobre la superficie de la roca caliente, pero seguía sin ocurrir nada. Dubitativos, los
scutarii
miraron a Malchus.
—¡Seguid así! ¡Id lo más rápido posible! —les instó.
Los
scutarii
le obedecieron y vertieron dos ánforas más, y después cuatro, pero la roca seguía inamovible, inmutable. Malchus pidió a los soldados que añadieran más leña al fuego, cuyas llamas amenazaban con quemar la plataforma en la que se encontraban los
scutarii
, a los que no se permitió bajar. Malchus se apostó al pie de la estructura y les exhortó a continuar. Los hombres vertieron dos ánforas más sin resultado alguno y Bostar comenzó a perder todo atisbo de esperanza.
De repente, se oyó una sucesión de explosiones y comenzaron a volar por el aire trozos de roca. Uno de los
scutarii
se desplomó al ser golpeado por una piedra del tamaño de un huevo que le aplastó el cráneo. Asustado, su compañero corrió a ponerse a salvo, al igual que los soldados que habían estado alimentando el fuego. Se produjeron varias explosiones más y la roca se rompió en varios fragmentos que podían moverse con facilidad o machacarse con martillos. Los vítores de alegría de los soldados llegaron hasta el cielo y, a medida que fue corriendo la noticia por la columna, el clamor aumentó hasta tal punto que parecía que las montañas gritaban de alegría.
Entusiasmados, Bostar y Safo corrieron, cada uno por su lado, a abrazar a su padre. Aníbal se unió a ellos y saludó a Malchus como a un hermano.
—Este calvario está a punto de finalizar. El camino a la Galia Cisalpina ya está abierto.
La primera visión de la capital que tuvieron los dos amigos fueron las inmensas murallas servianas, que rodeaban toda la ciudad y hacían parecer insignificantes las defensas de Capua.
—Estas murallas tienen casi doscientos años de antigüedad —explicó Quintus emocionado—. Fueron construidas después de que Roma fuera saqueada por los galos.
«Ojalá Aníbal sea el siguiente en saquearla», suplicó Hanno.
—¿Se parece a Cartago?
—¿Eh? —preguntó Hanno de vuelta a la realidad—. Casi todas sus defensas son más nuevas. —«Pero más espectaculares», pensó.
—¿Y el tamaño?
Hanno no iba a mentirle al respecto.
—Cartago es mucho mayor.
Quintus intentó no mostrar su decepción, pero no lo logró.
Una vez cruzaron las murallas, a Hanno le sorprendieron las similitudes entre Cartago y Roma. Casi todas las calles estaban sin adoquinar y muchas no tenían más de diez pasos de ancho. Después de varios meses de calor, su superficie era una serie interminable de rodaduras más duras que el hierro.
—Cuando llegue el invierno, esto será un cenagal —comentó Hanno apuntando al suelo—. Al menos eso es lo que sucede en Cartago cuando llueve mucho.
—Sí, en Capua también —afirmó Quintus, que arrugó la nariz al pasar por una callejuela que era usada como depósito de excrementos. El olor punzante de las heces y la orina cargaba el ambiente—. Menos mal que es otoño y no pleno verano —comentó—. Según he oído, el olor en verano es insoportable.
—¿Hay muchos edificios con alcantarillado?
—No.
—En Cartago pasa lo mismo en muchas partes de la ciudad —reveló Hanno, a quien, curiosamente, el olor a mierda le había despertado la añoranza.
El hecho de que los edificios tuvieran dos o tres, e incluso cuatro plantas, hacía que las calles estuvieran mal iluminadas y poco ventiladas, lo cual no ayudaba a despejar el ambiente. En comparación con los espacios abiertos y el aire fresco de la campiña italiana, Roma era como otro mundo. La mayoría de los edificios estaban formados por tiendas abiertas a pie de calle con escaleras a un lado que conducían a las plantas superiores. A Quintus le impresionó la suciedad que reinaba por doquier.
—Aquí es donde vive la mayoría de la población —explicó.
—En Cartago, casi todos los edificios se construyen con ladrillos de barro.
—Eso suena más seguro que la madera con la que se construyen las
cenaculae
que, además de ser un foco de enfermedades, son difíciles de calentar y fáciles de destruir.
—Entonces el fuego debe de ser un gran problema —señaló Hanno, que se imaginó lo fácil que sería quemar la ciudad si cayera en manos del ejército de Aníbal.
—Sí —dijo Quintus haciendo una mueca.
Además de obsequiarles con una amplia variedad de vistas y olores, la capital también les ofrecía una enorme gama de ruidos, desde los gritos de los tenderos que competían entre sí por vender sus mercancías hasta los chillidos de los niños jugando, pasando por la cháchara de los vecinos que cotilleaban en las esquinas, los gritos de los mendigos que pedían limosna, el ruido metálico del hierro que era golpeado sobre los yunques en las herrerías o el martilleo de los carpinteros que rebotaba como un eco contra las paredes de los altos edificios. También se distinguían a la distancia los bramidos del ganado en el Forum Boarium.
A pesar de que su destino era el puerto de Pisae, del cual había partido Publio con su ejército, los amigos no habían podido resistir la tentación de visitar Roma. Durante horas deambularon por sus calles maravillados ante lo que veían. Cuando les asaltó el hambre, compraron salchichas calientes y pan del día en unos puestos y, de postre, tomaron manzanas y ciruelas.
Obviamente, Quintus deseaba visitar el enorme templo de Júpiter, situado en lo alto de la colina Capitolina. Pasmado ante su tejado dorado y sus hileras de columnas gigantes, tan altas como diez hombres, y la fachada de terracota de colores brillantes, se detuvo ante la inmensa estatua del Júpiter barbudo, que estaba situada delante del templo y tenía vistas sobre casi toda Roma.
Hanno, resentido, se paró junto a él.
—Este templo debe de ser mucho mayor que los que tenéis en Cartago —dedujo Quintus con mirada inquisitiva.
—Hay uno tan grande como este en honor a Eshmún —respondió Hanno orgulloso.
—¿Qué dios es ese? —preguntó Quintus curioso.
—Es el dios de la fertilidad, la salud y el bienestar.
Quintus arqueó las cejas.
—¿Es la principal deidad de Cartago?
—No.
—¿Y por qué su templo es el más prominente?
Hanno, incómodo, se encogió de hombros.
—No lo sé —respondió, pero recordó que su padre le había dicho una vez que su pueblo se diferenciaba de los romanos ante todo por el hecho de que ellos eran comerciantes, y el templo de Júpiter era una prueba clara de que el pueblo de Quintus anteponía el poder y la guerra a todo lo demás.
«Debemos dar gracias a los dioses por contar con un guerrero de la talla de Aníbal Barca —pensó—. Si tuviéramos al mando a un idiota como Hostus, no tendríamos esperanza alguna.»
Quintus había llegado a su propia conclusión al respecto: ¿cómo podía una raza que daba prioridad al templo del dios de la fertilidad derrotar a Roma? Y cuando sucediera lo inevitable, ¿qué sería de Hanno?, le preguntó su conciencia a gritos, ¿dónde estaría? Quintus no deseaba responder a esas preguntas.
—Será mejor que busquemos un lugar donde pasar la noche antes de que oscurezca —sugirió.
—Buena idea —convino Hanno, agradecido por el cambio de tema.
Agesandros asintió en señal de agradecimiento y se volvió hacia Aurelia.
—Debería haber manejado mejor el asunto, y quería disculparme por ello y pedirle que hiciéramos borrón y cuenta nueva.
—¿Borrón y cuenta nueva? —le espetó—. ¡Pero si no eres más que un esclavo! ¿Acaso eso no significa nada? —A Aurelia le satisfizo ver que sus palabras le habían dolido.
—¡Basta! —exigió Atia—. Agesandros nos ha servido fielmente durante más de veinte años. Por lo menos escucha lo que tiene que decirte.
Aurelia se sonrojó. Se sentía humillada por haber sido reprendida delante de un esclavo, pero se negaba a ceder sin más a los deseos de su madre.
—¿Por qué te molestas en disculparte ahora? —masculló.
—Por una sencilla razón. Es posible que el señor y Quintus estén fuera durante mucho tiempo. ¿Quién sabe? Podrían estar fuera durante años, y quizás ustedes se impliquen más en la gestión de la finca. —Animado por Atia, que inclinó la cabeza en muestra de aprobación, Agesandros continuó—: Una buena relación de trabajo es esencial para el éxito de la finca.
—Tiene razón —afirmó Atia.
—Antes de que acepte tus disculpas, me debes primero una explicación —exigió Aurelia furiosa.
El siciliano suspiró.
—Es cierto que traté al
gugga
con dureza.
—¿Con dureza? ¿Cómo tienes el valor de decir eso? —gritó Aurelia—. ¡Ibas a venderle a alguien que le hubiera obligado a luchar contra su mejor amigo hasta la muerte!
—Tenía mis motivos —respondió Agesandros con expresión sombría—. Si le dijera que los cartagineses torturaron y asesinaron a toda mi familia en Sicilia, ¿cambiaría de opinión sobre mí?
Horrorizada, Aurelia lo contempló boquiabierta.
—¿Qué hicieron? —preguntó su madre.
—Yo estaba fuera, señora, luchando en el otro lado de la isla. Los cartagineses atacaron la ciudad por sorpresa y destruyeron todo lo que encontraron a su paso —explicó Agesandros antes de tragar saliva—. Mataron a todos, a hombres, mujeres y niños, y a los viejos y los enfermos, incluso a los perros.
Aurelia apenas podía respirar.
—¿Por qué?
—Como castigo —respondió el siciliano—. En el pasado habíamos sido aliados de Cartago, pero después nos convertimos en aliados de Roma, como muchos otros asentamientos. El nuestro fue el primero que atacaron, a modo de mensaje para el resto.
Aurelia sabía que en la guerra pasaban cosas terribles, que morían hombres y había heridos, a menudo a millares. ¿Pero masacrar a civiles?
—Continúa —le instó Atia con dulzura.
—Yo tenía mujer y dos hijos, una niña y un niño. —A Agesandros le flaqueó la voz por primera vez—. Eran muy pequeños, solo tenían tres y dos años.
A Aurelia le sorprendió ver lágrimas en sus ojos. Jamás hubiera pensado que el
vilicus
podía emocionarse tanto. Se compadeció de él.
—Les encontré unos días después. Estaban muertos. Fueron masacrados. —El rostro de Agesandros se torció de dolor—. ¿Han visto alguna vez lo que puede hacer una espada a un niño pequeño? ¿O el aspecto que tiene una mujer después de que la violen una docena de soldados?
—¡Basta! —gritó Atia disgustada—. Ya es suficiente.
Agesandros bajó la cabeza.
Aurelia estaba horrorizada. Tenía la mente llena de imágenes espantosas. No era de extrañar que el siciliano hubiera tratado a Hanno como lo hizo.
—Acaba tu historia —ordenó Atia—. Rápido.
Agesandros obedeció.
—Después de eso, yo ya no quería seguir viviendo, pero los dioses no me concedieron el deseo de morir en batalla. En lugar de ello, fui tomado prisionero y vendido como esclavo. Me trajeron a Italia, donde el señor me compró —dijo encogiéndose de hombros—. Y desde entonces estoy aquí. Ese par de
guggas
fueron los primeros que había visto en dos décadas.
—Hanno es inocente de cualquier crimen contra tu familia —murmuró Aurelia—. ¡Él no había nacido todavía en la guerra de Sicilia!
—Deja que me ocupe de esto —la interrumpió su madre—. ¿Buscabas venganza la primera vez que atacaste al cartaginés?
—Sí, señora.
—Lo comprendo. Ello no te disculpa, pero explica tu modo de actuar. —La expresión de Atia se endureció—. ¿Y mentiste cuando dijiste que habías encontrado un cuchillo y un monedero entre las pertenencias del esclavo?