Aníbal. Enemigo de Roma (52 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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—¿Y qué ocurrirá cuando lleguemos allí? —preguntó Hanno preocupado.

—Nos separaremos. Yo iré en busca de mi padre y tú… —se produjo un silencio incómodo— podrás buscar al ejército de Aníbal.

—Gracias —dijo Hanno dando un apretón en el brazo a su amigo.

Quintus asintió.

—Es lo menos que puedo hacer por ti.

Las tropas que a duras penas avanzaban por los verdes prados que se extendían a los pies de los Alpes eran una sombra de lo que habían sido, y en nada se asemejaban a un ejército en marcha. Enjutos y demacrados, los hombres caminaban dando traspiés y sosteniéndose entre sí. Las costillas protuberantes de los caballos y las mulas que habían sobrevivido parecían la carcasa de un barco en construcción. Aunque habían muerto pocos elefantes, estos habían sufrido mucho durante la travesía y ahora parecían esqueletos gigantes de los que colgaban enormes pliegues de piel gris. Lo peor de todo era la gran cantidad de hombres y animales que habían perdido en su paso por las montañas. Las cifras eran difíciles de asimilar, pero imposibles de negar. Aníbal había insistido en que se realizara un recuento de las tropas en el momento en que llegaron al primer prado donde, exhaustos, montaron el primer campamento. A pesar de que los cálculos incluían cierto margen de error, el recuento revelaba que, en total, habían desertado, huido o perecido veinticuatro mil soldados y más de cinco mil animales con provisiones. Quedaban veintiséis mil hombres, una cuarta parte de los que habían partido de Cartago Nova que representaban poco más que un ejército consular romano.

Era una cifra preocupante, sobre todo si se tenía en cuenta que, aparte de enfrentarse a los romanos, tendrían que luchar contra otros pueblos enemigos, pensó Bostar mientras esperaba con un grupo de oficiales frente a las murallas de Taurasia, el principal fuerte de los taurinos, la tribu hostil en cuyas tierras se encontraban actualmente acampadas las tropas de Aníbal. A su izquierda tenía la falange de Safo y, a su derecha, la de su padre. Alete estaba detrás de Malchus con casi la mitad de los libios: seis mil de los mejores hombres de Aníbal.

—Caballeros.

Bostar se volvió al oír la voz de Aníbal, pero no reconoció al hombre que se acercó a ellos lentamente vestido con una vieja capa militar. Varios mechones de cabello castaño grasiento salían por debajo de un sencillo casco de bronce, que enmarcaba un rostro sucio y demacrado. El soldado también llevaba una coraza acolchada de lino que había visto días mejores, así como una lanza y un viejo escudo. Jamás había visto un lancero libio tan mal vestido y pestilente. Bostar miró al resto de los oficiales, que parecían tan extrañados como él.

—¿Sois vos, señor?

La risa profunda de Aníbal era inconfundible.

—Sí, soy yo. ¡No me mires como si estuviera loco!

Bostar se sonrojó.

—Disculpad, señor. ¿Puedo preguntaros por qué vais vestidos así?

—Por dos motivos: por un lado, si voy vestido como un soldado cualquiera, no seré un objetivo tan fácil para el enemigo. Por el otro, esto me permite mezclarme entre las tropas y evaluar su estado de ánimo. Llevo haciéndolo desde que bajamos de las montañas —reveló Aníbal volviéndose hacia el resto de los oficiales—. ¿Y sabéis de qué me he enterado?

En ese momento todos los oficiales, incluido Bostar, sintieron la repentina necesidad de observarse las uñas o ajustar alguna cincha de los arreos de los caballos. Hasta Malchus carraspeó incómodo.

—¡Venga ya! —exclamó Aníbal en tono burlón—. ¿Realmente creíais que no me iba a enterar de lo baja que está la moral de las tropas? La caballería es la única que mantiene la moral alta, pero es porque cuidé muy bien de ellos en las montañas y han muerto muchos menos, pero eso es algo fuera de lo normal. Muchos de vuestros hombres piensan que seremos aniquilados por los romanos en el primer enfrentamiento con ellos, ¿verdad?

—¡Pero lucharán de todos modos por vos, señor! —exclamó Malchus—. ¡Porque os quieren como a ningún otro!

Aníbal esbozó una cálida sonrisa.

—Estimado Malchus, sé que siempre podré contar contigo y con tus hijos. Y también sé que vuestros soldados me serán fieles hasta el final, al igual que el grueso del ejército, pero necesitamos una victoria inmediata para elevar la moral. Sobre todo, necesitamos llenar sus estómagos de comida. Por lo que he oído, los graneros que se encuentran detrás de estas murallas están repletos de grano —comentó señalando la fortaleza—. Mi primera intención era comprárselo a los taurinos, pero despreciaron mi oferta, y ahora deberán pagar el precio de su insensatez.

—¿Qué debemos hacer, señor? —preguntó Safo impaciente.

—Arrasar con todo.

—¿Prisioneros?

—No dejéis a nadie con vida, ni hombres ni mujeres ni niños.

A Safo se le iluminaron los ojos.

—¡Sí, señor!

Sus palabras fueron secundados por el resto de los oficiales, pero Aníbal miró a Bostar.

—¿Qué sucede? ¿No estás de acuerdo con la orden?

—¿Es necesario matar a todo el mundo? —preguntó Bostar mientras acudían a su mente algunas imágenes terribles de Saguntum.

Aníbal hizo una mueca.

—Por desgracia, sí, y por un motivo muy concreto. Nos encontramos en un momento de gran fragilidad. Si un ejército romano se presentara aquí mañana, tendríamos verdaderos problemas para salir victoriosos y, si corriera la voz de nuestra debilidad, los boyos e ínsubros se lo pensarían dos veces antes de ofrecernos su apoyo, tal y como nos prometieron el año pasado. Y, si eso sucede, habremos fracasado en nuestra misión antes de empezar. ¿Es eso lo que quieres?

—¡Por supuesto que no, señor! —replicó Bostar con indignación.

—Bien —dijo Aníbal satisfecho—. Si matamos a todos los habitantes de Taurasia, estaremos enviando un mensaje claro al resto de las tribus de la zona. Seguimos siendo un enemigo poderoso y deben decidir si están de nuestro lado o en contra de nosotros. No hay término medio.

—Perdón, señor. No lo había comprendido —se disculpó Bostar.

—Seguramente no seas el único —replicó Aníbal—, pero los demás no han tenido el valor de preguntar.

—Yo sí lo había entendido, señor —protestó Safo.

—Por ese motivo te encuentras hoy aquí —replicó Aníbal en tono serio—, al igual que Monomachus —añadió, saludando con una inclinación de cabeza a un hombre achaparrado y calvo que estaba a su lado—. El resto estáis aquí porque sois mis mejores oficiales y sé que haréis exactamente lo que os he ordenado. —Aníbal señaló la fortaleza con su lanza—. Quiero este lugar destruido antes de caer la noche. Después vuestros hombres podrán disfrutar del descanso que tanto se merecen.

Esta vez Bostar vitoreó al general con más entusiasmo. Fue consciente de que Safo intentaba captar su atención con un gesto burlón, pero le ignoró. Bostar obedecería las órdenes de Aníbal, pero por lealtad y no por sed de sangre como su hermano.

A pesar de que Quintus había sido muy generoso ofreciéndose a acompañarle hasta el norte, no fue un viaje fácil para Hanno, que debía seguir fingiendo que era un esclavo. Mientras Quintus montaba sobre un caballo, él debía sentarse a horcajadas sobre una mula cascarrabias. Tampoco podían comer juntos ni compartir la misma habitación, sino que Hanno debía comer con los esclavos y sirvientes de las tabernas en las que se hospedaban y dormir en el establo con los animales. Curiosamente, esta separación física comenzó a restaurar las diferencias invisibles que existían entre ellos. Y, lo que era más curioso todavía, es que ambos se sintieron aliviados por ello. Lo que habían visto y oído en Roma les había devuelto a la cruda realidad y había borrado la camaradería que habían forjado en la finca. En el lugar adonde se dirigían no podía existir amistad alguna entre un cartaginés y un romano, solo lucha y muerte. El hecho de no poder hablar entre sí significaba que no tenían que pensar en el futuro, pero pese a haber adoptado esta estrategia tácita, a ambos les entristecía su inminente separación, que probablemente sería para siempre.

Los casi quinientos kilómetros que separaban Roma de Placentia se les hicieron eternos, pero al final consiguieron llegar a su destino sin grandes problemas. Los campos que rodeaban la ciudad estaban ocupados por grandes campamentos temporales repletos de legionarios,
socii
y soldados de caballería. Por los caminos circulaban sin cesar unidades de soldados y carretas de víveres tiradas por bueyes. En los márgenes del camino había puestos de comida, vino y equipos diversos, así como adivinos, herreros, carniceros y prostitutas que ofrecían sus servicios. También había músicos que tocaban tambores y silbatos, acróbatas que saltaban y hacían volteretas, matasanos que prometían una cura para todos los males del mundo, y niños mocosos que correteaban de un lado para otro y jugaban con perros escuálidos.

Reinaba el caos, pensó Hanno, pero Aníbal se enfrentaba a una misión hercúlea si se tenía en cuenta que había decenas de miles de tropas romanas concentradas en aquel lugar.

Quintus decidió no perder el tiempo y preguntó directamente por Publio a un centurión que pasaba por ahí.

—¿Ya ha llegado el cónsul de Roma?

—¡No estás al día de las noticias! Hace cuatro días que llegó.

A Quintus no le sorprendió nada su respuesta. A diferencia de Hanno y él, seguro que Publio y su comitiva habían cambiado de montura cada día.

—¿Dónde está su cuartel general?

El centurión lo miró extrañado, pero no preguntó nada. A pesar de su juventud, estaba claro que Quintus era un équite.

—Por allí, a un kilómetro y medio más o menos —respondió el centurión señalando el camino.

Quintus inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.

—¿Hay noticias de Aníbal?

Hanno se puso rígido, puesto que esa era la pregunta que más deseaba hacer. El rostro del centurión se ensombreció.

—Por increíble que parezca, ese hijo de puta ha conseguido cruzar los Alpes. ¿Quién lo hubiera dicho?

—Increíble —convino Quintus sin mirar a Hanno por si este demostraba demasiada satisfacción ante la noticia—. ¿Y qué ha hecho desde que llegó?

—Atacó la fortaleza taurina de Taurasia y masacró a todos sus habitantes. Al parecer, ahora se dirige hacia aquí, a Placentia, pero hemos bloqueado la ruta que lleva hasta esa escoria de los boyos y los ínsubros. Pronto habrá una gran batalla —predijo el centurión mientras desenfundaba y enfundaba su
gladius
.

—Que Marte y Júpiter nos protejan en las palmas de sus manos —rogó Quintus.

—Que así sea. Ahora será mejor que me marche o mi tribuno me colgará de las pelotas.

El centurión le saludó cordialmente con una inclinación de cabeza y se marchó.

Quintus y Hanno se miraron, pero ninguno de los dos habló.

—¡Estáis en medio del puto camino! ¡Apartaos de una puñetera vez! —les increpó un hombre que conducía una caravana de mulas.

Los amigos condujeron sus monturas a un espacio que había entre dos puestos.

—Aquí se acaba todo —murmuró Quintus entristecido.

—Sí —afirmó Hanno sintiéndose fatal.

—¿Qué vas a hacer?

Hanno se encogió de hombros.

—Iré hacia el oeste hasta que encuentre alguna de nuestras tropas.

«Tus tropas —pensó Quintus—, no las mías.»

—Que los dioses te protejan durante el camino.

—Gracias. Espero que encuentres a tu padre pronto.

—No creo que suponga ningún problema —dijo Quintus sonriendo.

—Sí, hasta para ti sería difícil perderte ahora —le bromeó Hanno.

Quintus se rio.

—Ojalá pudiéramos despedirnos en otras circunstancias —deseó Hanno.

—Ojalá —afirmó Quintus vehemente.

—Pero ambos tenemos que cumplir con nuestro deber para con nuestro pueblo.

—Sí.

—Quizá coincidamos de nuevo algún día, en tiempos de paz —dijo Hanno, cuyas palabras le sonaron tan falsas a sus propios oídos que se encogió por dentro al pronunciarlas.

Quintus no protestó.

—Me gustaría mucho, pero no ocurrirá jamás —añadió con dulzura—. Espero que te vaya bien. Ten cuidado. Que tus dioses te protejan.

—Igualmente. —A Hanno se le llenaron los ojos de lágrimas y abrazó con torpeza a Quintus—. Gracias por salvarnos la vida a Suniaton y a mí. Nunca lo olvidaré —le susurró.

Quintus sintió que se emocionaba. Incómodo, dio unas torpes palmaditas en la espalda de su amigo.

—Tú también me salvaste la vida, ¿recuerdas?

Hanno asintió tembloroso.

—Venga —dijo Quintus en tono más formal—. Debes alejarte lo máximo posible de aquí antes de que anochezca. No es muy recomendable que debas dar explicaciones a alguna de nuestras patrullas, ¿verdad?

—No —respondió Hanno dando un paso atrás.

—Ayúdame a subir —le pidió Quintus con el pie izquierdo levantado.

Hanno agradeció la distracción y juntó las manos para que Quintus pudiera subir al caballo. Una vez hubo montado su amigo, esbozó una sonrisa forzada.

—Adiós.

—Adiós.

Con un gesto rápido, Quintus tiró de las riendas del caballo y le obligó a regresar al camino. Hanno lo contempló mientras desaparecía entre la masa de gente que circulaba por la carretera embarrada.

Cuando lo perdió de vista, recordó que se había olvidado de pedirle que se despidiera de Aurelia de su parte. Entristecido, montó sobre la mula y tomó la dirección opuesta. A pesar de que siempre había sabido que su separación era inevitable, no podía evitar sentir un vacío en su interior. «Que no volvamos a encontrarnos jamás —rogó— salvo en tiempos de paz.»

A unos cien pasos de él, Quintus sentía lo mismo. Solo entonces se permitió llorar la pérdida de su amigo. Habían vivido muchas cosas juntos. Si Hanno fuera romano, se sentiría orgulloso de luchar a su lado en el campo de batalla. Por desgracia, solo podía ocurrir lo contrario. «Júpiter Todopoderoso, te suplico que no dejes que eso suceda», rogó.

Al poco rato Quintus encontró el cuartel general del cónsul, un gran pabellón rodeado por las tiendas de la caballería. El
vexillum
o bandera roja en un poste permitía dar a conocer a todos los soldados la posición de Publio. Después de preguntar por él varias veces, Quintus encontró a su padre en el exterior de su tienda hablando con unos decuriones. Para gran alivio suyo, Fabricius no se exaltó nada más verle, sino que primero despachó tranquilamente a los suboficiales.

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