Quintus se levantó sin darse cuenta.
—Yo también quiero luchar.
Gaius repitió sus palabras al cabo de un instante.
Flaccus les dedicó una mirada condescendiente.
—Sois unos guerreros natos, ¿verdad? Pero me temo que todavía sois jóvenes. Esta lucha hay que ganarla rápido y lo mejor es contar con veteranos.
—Tengo diecisiete años —protestó Quintus—. Igual que Gaius.
Flaccus ensombreció el semblante.
—Recordad con quién estáis hablando —espetó.
—¡Quintus! Siéntate —ordenó Fabricius—. Tú también, Gaius. —Cuando los dos obedecieron a regañadientes, se giró hacia Flaccus—: Os pido disculpas. Están ansiosos por ir a la guerra, eso es todo.
—No tiene importancia. Ya les llegará el momento —respondió Flaccus con escasa sinceridad al tiempo que lanzaba una mirada ponzoñosa a Quintus. Se desvaneció tan rápido que nadie más la advirtió. Quintus se preguntó si se había equivocado, pero al cabo de un momento se fijó en otra cosa. Aurelia se excusó y se retiró para el resto de la velada. Flaccus la observó mientras se retiraba como una serpiente miraría a un ratón. Quintus parpadeó e intentó aclararse las ideas, un tanto confusas de tanto vino. Cuando volvió a mirar, Flaccus tenía una expresión benévola. «Debo de habérmelo imaginado», concluyó. Entonces Quintus se llevó una decepción al ver que los tres hombres mayores se apiñaban y empezaban a murmurar en voz baja. Atia le hizo una seña con la cabeza para que se marchara. Frustrado, Quintus indicó a Gaius que salieran al patio.
Cuando aparecieron, Hanno se sobresaltó. Se había escondido para que Aurelia no le viera y acababa de emerger desde detrás de una estatua. Se escabulló a la cocina con expresión culpable.
Gaius frunció el ceño.
—Que me aspen si no está tramando algo.
Más tarde, Quintus se planteó si se debía al exceso de vino o a la ira por el tratamiento recibido por la embajada romana, pero tenía ganas de arremeter contra alguien.
—¿Qué más da? —espetó—. Es un
gugga
. Déjalo estar.
—Quintus se arrepintió de sus palabras en cuanto las hubo pronunciado. Hizo ademán de ir tras Hanno, pero Gaius, que estaba riendo, lo arrastró hasta un banco de piedra situado al lado de la fuente.
—Hablemos —masculló su amigo ebrio.
Quintus no se atrevió a apartarse. La oscuridad ocultaba su rostro afligido.
Hanno, que tenía los hombros tensos por la ira contenida, no miró atrás. Estaba a diez pasos de la cocina y dejó los platos en el fregadero con estrépito. Para eso servía la amistad con un romano, pensó, con una profunda sensación de amargura. Sabía que Aurelia era comprensiva con él, pero no podía decir lo mismo de nadie más. Sobre todo de Quintus. La ira que había destilado la voz de todos los nobles ante la revelación de Flaccus era comprensible, pero cambiaba la situación de Hanno por completo. En principio, ahora era un enemigo. Sin embargo, tendría que enterrar el regocijo que le proporcionaba el asunto en lo más profundo de su ser para que nadie lo notara. En el ámbito estrecho del hogar Hanno sabía lo difícil que resultaría. Exhaló lentamente. Tenía que huir. Pronto. Pero ¿a Cartago o a Iberia? Y ¿tenía alguna posibilidad de encontrar a Suniaton antes de marcharse?
Traición
A la mañana siguiente Quintus tuvo otra vez resaca y el recuerdo de las expresiones faciales de Flaccus le quedaba borroso. Sin embargo, se sentía lo bastante desasosegado como para ir en busca de su padre. Encontró a Fabricius encerrado en su despacho con Flaccus. La pareja estaba muy ocupada redactando los documentos del compromiso de Aurelia y se mostró irritada por la interrupción. Fabricius se quitó de encima a Quintus cuando este le dijo que quería hablar con él. Al ver la decepción de su hijo, cedió ligeramente.
—Ya me lo contarás más tarde —dijo.
Abatido, Quintus cerró la puerta. También tenía otros asuntos en la cabeza. Había insultado a Hanno de forma cruel y se sentía avergonzado. La condición del cartaginés implicaba que Quintus podía tratarlo como le placiera, pero por supuesto no se trataba de eso. «Me salvó la vida. Ahora somos amigos —pensó Quintus—. Le debo una disculpa.» Sin embargo, su búsqueda para solucionar el problema resultó tan frustrante como su intento de hablar con su padre. Encontró a Hanno con facilidad pero el cartaginés fingió no escuchar la voz de Quintus cuando le llamó y evitó por todos los medios mirarlo a la cara. Quintus no quería montar un número, pero estaban ocurriendo tantas cosas en la casa que ni siquiera era capaz de encontrar un rincón tranquilo donde hablar. La decisión de Fabricius de acompañar a Flaccus a Roma y de ahí a la guerra significaba que la casa era un hervidero. Todos los esclavos domésticos estaban ocupados con una cosa u otra. Había que empaquetar ropa, muebles y mantas, pulir las armaduras y afilar las armas.
Quintus fue en busca de Aurelia con expresión sombría. No estaba seguro de si debía mencionar a Flaccus. Lo único que tenía para guiarse eran dos miradas fugaces, captadas bajo la influencia del vino. Decidió ver qué tal estaba Aurelia antes de abrir la boca. Si seguía contemplando el matrimonio con buenos ojos, no diría nada. Lo último que quería Quintus era alterar la frágil aceptación que Aurelia tenía de su destino.
Se llevó una gran sorpresa al ver que Aurelia estaba de excelente humor.
—Qué guapo es —dijo con excesivo entusiasmo—. Y tampoco es tan mayor. Creo que seremos muy felices.
Quintus asintió, sonrió y enterró sus dudas.
—Me parece bastante arrogante, pero ¿qué hombre de su posición no lo es? Su lealtad hacia Roma está fuera de toda duda y eso es lo más importante. —Aurelia se mostró entonces preocupada—. Anoche me supo muy mal por Hanno. Los insultos que dedicaron a su pueblo eran innecesarios. ¿Has hablado con él?
Quintus apartó la mirada.
—No.
Aurelia reaccionó con la típica intuición femenina.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Nada —repuso Quintus—. Tengo resaca, eso es todo.
Se inclinó para mirarle a la cara.
—¿Te has peleado con Hanno?
—No —respondió—. Sí. No sé.
Aurelia arqueó las cejas y Quintus se dio cuenta de que no le dejaría en paz hasta que se lo contara.
—Cuando me marché con Gaius tuve la impresión de que Hanno había estado escuchando detrás de la puerta —dijo.
—¿Y te extraña? Estábamos hablando de una guerra entre su pueblo y el nuestro —observó Aurelia con aspereza—. De todos modos, ¿qué más da? Estaba en la sala cuando Flaccus nos contó la parte más importante de la historia.
—Lo sé —masculló Quintus—. Pero parecía sospechoso. Gaius quiso desafiarle pero yo le dije que lo dejara en paz. Que Hanno no era más que un
gugga
.
Aurelia se llevó la mano a la boca.
—¡Quintus! ¿Cómo pudiste hacer una cosa así?
Quintus bajó la cabeza.
—Quise pedirle perdón de inmediato… pero Gaius tenía ganas de hablar —terminó de explicar sin convicción—. No podía largarme y dejarlo.
—Espero que te hayas disculpado esta mañana —dijo Aurelia con severidad.
Quintus era incapaz de superar la confianza en sí misma que tenía Aurelia. Era como si el compromiso la hubiera hecho cinco años mayor.
—Lo he intentado —respondió—. Pero hay tanta actividad que es difícil disponer de un momento a solas con él.
Aurelia frunció los labios.
—Papá se marcha dentro de unas horas. Entonces tendrás todo el tiempo del mundo.
Al final, Quintus la miró a los ojos.
—No te preocupes —dijo—. Lo haré.
Más tarde por la mañana tuvo la oportunidad de repensarse la opinión que le merecía Flaccus. Una vez firmado el acuerdo de compromiso, el político moreno empezó a confraternizar con su futuro cuñado.
—Seguro que esta guerra con Cartago acabará rápido… quizás incluso antes de que completes tu formación militar —declaró, pasándole un brazo por encima de los hombros a Quintus—. No temas. Habrá otros conflictos en los que podrás cubrirte de gloria. Los galos de las fronteras del norte siempre están causando problemas. Igual que los ilirios. Filipo de Macedonia tampoco es de fiar. Un joven oficial valiente como tú llegará lejos seguro. Quizás incluso llegues a tribuno.
Quintus sonrió de oreja a oreja. Si bien los Fabricii pertenecían a la clase équite, su posición no era tan elevada como para tener muchas posibilidades de llegar a ser tribuno. Sin embargo, bajo el auspicio de alguien realmente poderoso el proceso sería mucho más directo. Las palabras de Flaccus mitigaron en gran medida la decepción de Quintus por no acompañar a su padre.
—Estoy ansioso por servir a Roma —dijo con orgullo—. Allá donde me envíe.
Flaccus le dio una palmada en la espalda.
—Así me gusta. —Vio a Aurelia y apartó a Quintus—. Déjame hablar con mi prometida antes de marcharme. Falta mucho hasta junio.
Encantado ante la perspectiva de una carrera militar rutilante. Quintus atribuyó el empujón de Flaccus a nada más que la emoción de un futuro novio. Aurelia se estaba convirtiendo en una joven hermosa. ¿Quién no iba a querer casarse con ella? Quintus dejó a Flaccus y fue en busca de su padre.
—¡Aurelia! —llamó Flaccus al entrar en el patio.
Aurelia, que había estado preguntándose cómo sería la vida de casada, se sobresaltó. Hizo una rígida inclinación de cabeza.
—Flaccus.
—Vamos a dar un paseo. —Le hizo un gesto invitándola a ello.
Dos puntos sonrosados asomaron a las mejillas de Aurelia.
—No sé si mi madre estará de acuerdo…
—¿Por quién me tomas? —Flaccus adoptó un tono ligeramente asombrado—. Nunca pretendería sacarte fuera de la villa sin una carabina. Me refería a un paseo por aquí, por el patio, a la vista de todo el mundo.
—Por supuesto —respondió Aurelia aturullada—. Lo siento.
—La culpa es mía por no haberme explicado —dijo con una sonrisa tranquilizadora—. Sencillamente he pensado que, teniendo en cuenta que vamos a casarnos, estaría bien pasar un rato juntos. La guerra se avecina y pronto será imposible disfrutar de momentos como este.
—Sí, por supuesto. —Corrió a su lado.
Flaccus la admiró embelesado.
—Baco es capaz de hacer que la bruja más fea parezca atractiva y saben los dioses que bebí lo bastante de su néctar como para pensar eso de anoche. Pero tu belleza es incluso más evidente bajo la luz del sol —dijo—. Y eso no es tan habitual.
Poco acostumbrada a recibir tales cumplidos, Aurelia se sonrojó de la cabeza a los pies.
—Gracias —susurró.
Pasearon alrededor del perímetro del patio. Como el silencio la incomodaba, Aurelia empezó a señalar las plantas y árboles que ocupaban buena parte del espacio. Había limoneros, almendros e higueras, y parras que serpenteaban por una celosía de madera que formaba un pasadizo artificial sombreado.
—Es mala época para verlo —dijo—. En verano es muy bonito. Cuando llega la Vinalia Rustica uno apenas puede moverse de tanta fruta que hay.
—Estoy seguro de que es espectacular, pero no he venido aquí a hablar de uvas. —Al ver que ella se sentía cada vez más incómoda, Flaccus continuó—: Háblame de ti. ¿Qué te gusta hacer?
Angustiada, Aurelia se preguntó qué querría escuchar.
—Me gusta hablar griego. Y el álgebra y la geometría se me dan mejor que a Quintus.
Él esbozó una sonrisa fingida.
—¿Ah, sí? Qué bien. Una chica culta, entonces.
Aurelia volvió a sonrojarse.
—Supongo.
—Entonces no me lo pondrás fácil. Las matemáticas nunca han sido mi fuerte.
Aurelia se mostró un poco más segura.
—¿Y la filosofía?
La miró por debajo de su larga nariz.
—Los conceptos de
pietas
y
officium
me los enseñaron antes incluso de destetarme. Mi padre se aseguró de que servir a Roma lo fuera todo para mí y mi hermano. También tuvimos que instruirnos, por supuesto. Antes de que tuviéramos experiencia militar, nos envió a estudiar a la escuela estoica de Atenas. Sin embargo, ahí no lo pasé bien. Lo único que hacía era pasarme el día sentado y hablar en salas de debate con el ambiente enrarecido. Me recuerda un poco al Senado. —Flaccus se animó—. De todos modos, pronto me concederán una posición de alto rango en una de las legiones. Estoy convencido de que eso encaja más con mi estilo.
A Aurelia su entusiasmo le parecía enternecedor. Le recordaba a Quintus, lo cual le hizo pensar adónde llegaría en cuanto ella se casara con un miembro de una familia tan distinguida.
—Tu hermano ya ha sido cónsul, ¿verdad?
—Sí —respondió Flaccus con orgullo—. Machacó a los boyos hace cuatro años.
Aurelia no había oído hablar de los boyos, pero no pensaba reconocerlo.
—He oído a papá mencionar esa campaña —dijo como si tal cosa—. Fue una victoria encomiable.
—Esperemos que los dioses me concedan la consecución del mismo nivel de éxitos algún día —declaró Flaccus con fervor. Su mirada se perdió durante unos instantes pero enseguida volvió a centrarse en Aurelia—. Eso no quiere decir que no me gusten los placeres ordinarios como ir a las carreras de cuadrigas o cabalgar y cazar.
—A mí también —dijo Aurelia sin pensárselo dos veces.
Él sonrió con indulgencia.
—Las carreras en Roma son las mejores de Italia. Te llevaré a verlas siempre que quieras.
Aurelia se sintió un tanto molesta.
—No me refería a eso.
Flaccus frunció ligeramente el ceño.
—No te entiendo.
El valor le flaqueó durante unos instantes. Entonces pensó con ingenuidad: «Si va a ser mi marido, deberíamos contárnoslo todo.»
—Me encanta cabalgar.
Flaccus frunció el ceño todavía más.
—¿Te refieres a ver montar a caballo a tu padre o a Quintus?
—No, yo sé montar. —Le encantó ver la sorpresa que Flaccus se llevó.
Entonces fue Flaccus quien se molestó.
—¿Cómo es eso? ¿Quién te ha enseñado? —exigió.
—Quintus. Dice que soy una amazona nata.
—¿Tu hermano te enseñó a montar?
Mientras él le clavaba la mirada, la seguridad de Aurelia empezó a flaquear.
—Sí —masculló—. Yo le obligué.
Flaccus soltó una breve carcajada.
—¿Que tú le obligaste? Fabricius no mencionó nada de todo eso cuando me cantó tus excelencias.
Aurelia bajó la mirada. «Tenía que haberme callado», pensó. Alzó la cabeza y se encontró con la mirada escrutadora de Flaccus. Se movió incómoda bajo sus ojos.