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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (12 page)

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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—Tenía que haberle salvado también a él —musitó.

—¡Venga ya! —repuso Fabricius—. No eres Hércules. El tonto no tenía que haber arriesgado su vida por un perro. Tu hazaña es digna de un romano. —Ayudó a Quintus a levantarse y lo abrazó cariñosamente.

De repente toda suerte de emociones embargaron a Quintus: la tristeza por la muerte del galo se mezcló con el alivio de haber vencido su propio miedo. Se esforzó para contener las lágrimas. Durante la lucha había olvidado que el objetivo final era hacerse hombre. En cierto modo había cumplido la tarea encomendada por su padre.

Al final se separaron.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Fabricius.

—Igual —repuso Quintus con una sonrisa.

—¿Estás seguro?

Quintus observó al oso y se dio cuenta de que sí que había cambiado algo. Con anterioridad no estaba convencido de ser capaz de matar a una criatura tan magnífica. De hecho, casi había fracasado por el terror que le tenía. Mirar a la muerte a la cara era mucho peor de lo que había imaginado. Sin embargo, el deseo de sobrevivir le había brotado de dentro. Miró hacia atrás y vio que Fabricius lo observaba fijamente.

—Ya he visto que tenías miedo —dijo su padre—. Habría intervenido pero me habías hecho prometer que no me inmiscuiría.

Quintus se sonrojó y abrió la boca para hablar.

Fabricius levantó una mano.

—Tu reacción fue normal, a pesar de lo que digan algunos. Pero tu determinación para conseguirlo, aunque murieras en el intento, ha sido más fuerte que el miedo. Hiciste bien en hacerme jurar que no me metería. —Dio una palmada a Quintus en el brazo—. Los dioses te han favorecido.

Quintus recordó a los dos pájaros carpinteros que había visto y sonrió.

—Como vas a ser soldado tendremos que visitar el templo de Marte así como el de Diana. —Fabricius guiñó el ojo—. También tenemos que encargarnos de comprarte una toga.

Quintus no cabía en sí de gozo. Las visitas a Capua siempre eran motivo de alegría. La vida en el campo ofrecía pocas oportunidades para hacer vida social o dedicarse a otros placeres. Podían visitar los baños públicos y al viejo compañero de su padre, Flavius Martialis. El hijo de Flavius, Gaius, tenía la misma edad que él y los dos se llevaban de maravilla. Gaius estaría encantado de oír la historia de la caza del oso.

De todos modos, antes tenía que contárselo a Aurelia y a su madre. Estarían ansiosas por recibir la noticia.

Mientras Agesandros y los esclavos se quedaban para enterrar al galo tatuado y para hacer unos postes con los que transportar al oso, Quintus y su padre se dirigieron hacia su casa.

El egipcio no tardó demasiado en vender a los amigos. Gracias a la inminencia de los juegos que iban a celebrarse en Capua, las ventas en el mercado de esclavos de Neapolis fueron muy bien. Había pocos hombres a la venta cuya complexión musculosa pudiera compararse con la de los cartagineses, o el cuerpo fibroso de los númidas, y los compradores se arremolinaron alrededor de los hombres desnudos, apretándoles los brazos y mirándoles a los ojos para ver si eran miedosos. Aunque el porte penoso de Hanno no fuera el de un combatiente, resultaba impresionante de todos modos. El egipcio fue lo bastante inteligente como para negarse a venderlos por separado. Varios comerciantes apostaron entre sí para comprar a los dos amigos, y al final el vencedor fue un adusto latino que respondía al nombre de Solinus. También compró a otros cuatro cautivos del egipcio.

Hanno no prestó demasiada atención a lo que sucedía en el bullicioso mercado. Los esfuerzos de Suniaton por animarlo con susurros de aliento resultaron en vano. Hanno no se había sentido tan impotente en toda su vida. Desde que sobrevivieran a la tormenta, toda posibilidad de salvación había quedado en agua de borrajas. Inconscientemente habían remado mar adentro en vez de hacia la costa. En vez de encontrarse con un buque mercante, el destino les había traído el birreme. La oportunidad caída del cielo que suponía haber oído a varios cartagineses en Neapolis se había esfumado porque no había podido hablar con ellos. Por último, los vendían como gladiadores en vez de como otro tipo de esclavos más comunes, lo cual los condenaba a muerte. ¿Qué más pruebas necesitaba de que los dioses se habían olvidado totalmente de ellos? La desdicha de Hanno lo cubría como una manta húmeda y pesada.

Junto con varios galos, griegos e íberos, los seis cautivos fueron llevados fuera de la ciudad por la polvorienta vía que conducía a Capua. De Neapolis a la capital de Campania había treinta y cinco kilómetros, distancia que se recorría en un día como mucho, pero Solinus hizo una parada por la noche en una posada junto a la carretera. Mientras los prisioneros los contemplaban con expresión desgraciada, el latino y sus guardas se sentaron a disfrutar de un ágape compuesto por vino, cerdo asado y pan recién horneado. Lo único que recibieron los cautivos fue un cubo de agua del pozo, con el que cada hombre no dio más de media docena de sorbos. Sin embargo, al final, un criado les llevó varias hogazas de pan seco y una bandeja de cortezas de queso. Por escasas que fueran las raciones, la comida desechada les supo a gloria y reanimó a los cautivos en gran medida. Tal como Suniaton dijo a Hanno con amargura, valdrían mucho menos si llegaban a Capua a las puertas de la muerte. Por consiguiente, valía la pena gastar unas cuantas monedas en provisiones, por escasas que fueran.

Hanno no respondió. Suniaton enseguida dejó de intentar animarle y se sentaron en silencio. Absortos en su propia desgracia y desconocidos entre sí, los demás esclavos tampoco hablaban. Cuando oscureció, se tumbaron el uno junto al otro contemplando la resplandeciente vista de estrellas que iluminaban el cielo nocturno. Era una imagen hermosa, que de nuevo hizo a Hanno recordar Cartago, el hogar que nunca volvería a ver. Se dejó vencer rápidamente por las emociones y, al amparo de la oscuridad, sollozó en silencio en el hueco del codo.

El sufrimiento actual no era nada. Lo que estaba por llegar sería mucho peor.

Por la mañana, Quintus tuvo su primera resaca. Durante la cena de celebración de la noche anterior, Fabricius no había parado de ofrecerle vino. Aunque a menudo había tomado sorbos de las ánforas de la cocina a hurtadillas, era la primera vez que a Quintus se le permitía beber oficialmente. No se había contenido. Su madre no había presentado ninguna objeción. Teniendo en cuenta que Aurelia estaba totalmente pendiente de sus palabras, que Elira le lanzaba miradas apasionadas cada vez que traía comida y que su padre no dejaba de alabarle, se había sentido como un héroe conquistador. Agesandros también lo había colmado de alabanzas cuando, después de la cena, había traído el pellejo del oso a la mesa. Embriagado de éxito, Quintus enseguida perdió la cuenta de cuántas copas se había bebido. Aunque el vino estaba aguado al modo tradicional, no estaba acostumbrado a su efecto. Para cuando se llevaron los platos, Quintus había sido más o menos consciente de que arrastraba las palabras. Atia había apartado rápidamente la jarra y, poco después, Fabricius
le había ayudado a meterse en la cama. Cuando Elira, desnuda, se deslizó bajo las mantas un poco después, Quintus apenas se había movido y tampoco se había dado cuenta de cuándo se había marchado.

Ahora, cuando el sol matutino le caía de pleno en la cabeza palpitante, se sintió como una pieza de metal a la que martilleaban en el yunque de un herrero. Hacía poco más de una hora que su padre lo había despertado y menos incluso desde que se marcharan de la finca. Mareado, Quintus no había querido tomar el desayuno que le había ofrecido Aurelia, que se mostró comprensiva con él. Alentado por el sonriente Agesandros, había bebido varios vasos de agua y aceptado en silencio una calabaza de barro para el viaje. De todos modos, Quintus seguía notando un sabor raro en la boca y cada movimiento que hacía el caballo entre sus piernas amenazaba con hacerle volver a vomitar otra vez. Por ahora, había vomitado cuatro veces. Lo único que lo mantenía en la manta de la montura era la fuerza con la que sujetaba las riendas y las rodillas, que se agarraban con fuerza a las ijadas del caballo. Por suerte su montura era de naturaleza tranquila. Al ver el camino irregular que se perdía en el horizonte, Quintus musitó un juramento. Capua estaba todavía muy lejos.

Viajaban en fila india encabezados por su padre. Fabricius, vestido con su mejor túnica, iba sentado a horcajadas de su semental gris. El
gladius
le colgaba de un tahalí dorado, protección necesaria contra los bandidos. Quintus, que también iba armado, le seguía. El pellejo de oso bien enrollado iba atado detrás de la manta de la montura. Tenía que secarse pero estaba resuelto a enseñárselo a Gaius. Su madre y su hermana iban a continuación, sentadas en una litera que cargaban seis esclavos. Aurelia habría montado a caballo gustosa, pero la presencia de Atia se lo impedía. A pesar de que según la tradición las mujeres no cabalgaban, Quintus había cedido a las demandas de su hermana hacía años. Había resultado ser una amazona nata. Por casualidad, un día su padre les había visto practicando y se había quedado asombrado. Gracias a su habilidad, Fabricius había decidido darle el capricho pero Atia no estaba al corriente de todo aquello. Era imposible que aceptara tal cosa. Como lo sabía, Aurelia no había protestado al iniciar el viaje.

Agesandros iba el último y llevaba los pies colgando a ambos lados de una mula robusta. Iba a visitar el mercado de esclavos para buscar un sustituto para el galo muerto. Llevaba un cayado con el extremo metálico colgado a la espalda y el látigo, el símbolo de su cargo, por dentro del cinturón. El siciliano había dejado a su mano derecha, un íbero sonriente con poco cerebro y mucho músculo, supervisando la recogida de la cosecha. Por último iban un par de corderos de premio, que balaban indignados mientras Agesandros tiraba de ellos por la cuerda que les rodeaba el cuello.

Con el paso de las horas Quintus fue sintiéndose mejor. Se había bebido dos calabazas enteras de agua, que había rellenado en un ruidoso arroyo que discurría en paralelo al camino. La cabeza ya no le dolía tanto, lo cual le permitía interesarse un poco más por el entorno. Las colinas en las que habían cazado el oso no eran más que una línea difusa en el horizonte que tenían detrás. A ambos lados se extendían campos de trigo maduro en terrenos que pertenecían a sus vecinos. Campania poseía una de las tierras más fértiles de Italia y la prueba la tenían a su alrededor. Por todas partes había grupos de esclavos que empuñaban las guadañas, recogían brazadas de tallos cortados y apilaban gavillas. Sus actividades despertaban poco interés en Quintus, que empezaba a emocionarse ante la perspectiva de vestir su primera toga de adulto.

Aurelia descorrió la cortina cuando la litera se situó a su lado.

—Tienes mejor aspecto —dijo animada.

—Un poco mejor, supongo —reconoció.

—No tenías que haber bebido tanto —le riñó Atia.

—Lo de matar a un oso no pasa todos los días —masculló Quintus.

Fabricius volvió la cabeza.

—Es cierto.

Aurelia hizo ademán de sonreír, pero no ahondó en el asunto.

—Un día como el de ayer se vive pocas veces en la vida. Es normal celebrarlo —declaró Fabricius—. Sufrir por ello un dolor de cabeza no es nada del otro mundo.

—Cierto —reconoció Atia desde el interior de la litera—. Has honrado a tu origen osco, así como romano. Estoy orgullosa de tenerte como hijo.

Poco después del mediodía llegaron a las impresionantes murallas de Capua. Rodeadas por un foso profundo, las fortificaciones de piedra circundaban toda la ciudad. Habían erigido torres de vigilancia a intervalos regulares y seis puertas, vigiladas por centinelas, que controlaban el acceso. A Quintus, que nunca había estado en Roma, le encantó. Construida en su origen por los etruscos hacía más de cuatrocientos años, Capua había sido la capital de una liga formada por doce ciudades. Sin embargo, dos siglos atrás, unos oscos merodeadores habían aparecido y tomado la ciudad para su pueblo. «La raza de mi madre», pensó Quintus con orgullo. Bajo el gobierno osco, Capua había pasado a convertirse en una de las ciudades más poderosas de Italia, pero al final se vio obligada a pedir ayuda a Roma después de que varias invasiones sucesivas de samnitas pusieran en peligro su independencia.

El padre de Quintus provenía de un miembro de la fuerza de ayuda, lo cual significaba que sus hijos eran ciudadanos. La relación de Campania con la República implicaba que sus gentes también eran ciudadanos, pero solo podía votar la nobleza. Esta diferencia seguía siendo motivo de resentimiento entre muchos plebeyos de Campania, que tenían que prestar el servicio militar, junto con las legiones, a pesar de no poder votar. Los más vociferantes declaraban que eran fieles a sus antepasados oscos. Incluso se mencionaba la posibilidad de que Capua recuperara la independencia, lo cual Fabricius consideraba una traición. Quintus se sentía dividido si pensaba en sus protestas, aparte de que su madre guardara un silencio sospechoso en aquellos momentos. Parecía hipócrita que los lugareños que iban a luchar y morir por la República no pudieran hacer oír su voz acerca de quién gobernaba la República. A Quintus también le hacía plantearse la espinosa cuestión de si negaba la herencia de su madre a favor de la de su padre. Era un tema sobre el que Gaius, el hijo de Flavius Martialis, le encantaba bromear. Aunque tenían la ciudadanía romana y podían votar, Martialis y Gaius eran nobles oscos de pies a cabeza.

Su primera parada fue el templo de Marte, situado en una calle adyacente a poca distancia del foro. Ofrecieron un cordero para el sacrificio ante la mirada de la familia. Quintus se sintió aliviado cuando el sacerdote anunció buenos augurios. En el santuario de Diana sucedió lo mismo, por lo que se quedó más que encantado.

—Ninguna sorpresa —murmuró Fabricius cuando se marchaban.

—¿A qué te refieres? —preguntó Quintus.

—Después de enterarse de lo que pasó en la cacería, el sacerdote no iba a darnos unos augurios desfavorables. —Fabricius sonrió al ver la expresión conmocionada de Quintus—. ¡Venga ya! Yo también creo en los dioses, pero no hacía falta que nos dijeran que ayer los dejamos satisfechos. Resulta obvio. Hoy lo importante era presentar nuestros respetos y eso hemos hecho. —Dio una palmada—. Es hora de lavarnos en los baños y luego iremos a comprarte una toga nueva.

Al cabo de una hora estaban todos en una sastrería. Debido a la proximidad con los talleres de los curtidores, el local apestaba a orines viejos, lo cual aumentó el deseo de Quintus de acabar cuanto antes. Los empleados se afanaban en la trastienda, quitando las pelusas de los rollos de tela con pequeñas tablas con púas, cortándolas con tenazas para darles un acabado suave y doblando el tejido terminado antes de plancharlo. El propietario, un tipo servil de pelo grasiento, extendió distintos tipos de lana para que escogieran, pero Atia enseguida señaló la mejor. Acto seguido, a Quintus le probaron su toga
virilis
. Iba cambiando el peso de un pie a otro mientras Atia, encantada, lo toqueteaba y ajustaba los voluminosos pliegues hasta que fueron de su agrado. Fabricius estaba en segundo término con una sonrisa orgullosa en los labios mientras Aurelia iba dando saltitos de alegría al lado.

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