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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Antes bruja que muerta (18 page)

BOOK: Antes bruja que muerta
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Algaliarept no se había molestado en sensibilizar los neurotransmisores, ya que estaba tratando de matarme. Me dejó con una cicatriz con la que cualquier vampiro podía juguetear. No pertenecía a nadie y, mientras mantuviera los dientes de vampiro en el sitio correcto de mi piel, seguiría siendo así. En la clasificación del mundo de los vampiros, una persona mordida y no vinculada estaba en lo más bajo; era un regalo de fiestas, un patético resto tan por debajo de lo apreciable que cualquier vampiro podía conseguir lo que deseaba. Dicha propiedad sin dueño no duraba mucho, solía pasar de vampiro en vampiro, pronto desprendida de vitalidad y voluntad, abandonada a su suerte en la confusa soledad de la traición cuando la fealdad de su vida comenzaba a mostrarse en su rostro. Yo estaría entre ellos si no fuera por la protección de Ivy.

Y Quen, o bien había sido mordido y abandonado a su suerte al igual que yo, o mordido y reclamado por Piscary. Al contemplar con piedad a aquel hombre, decidí que tenía derecho a estar asustado.

Cuando fue consciente de mi comprensión, Quen se puso en pie con suavidad. Ivy se puso tensa, y yo alcé mi mano para indicarle que no había nada que temer.

—No sé si el mordisco me ha vinculado, o no, a él —explicó Quen, tratando en vano de ocultar su miedo con una aparente quietud en su voz—. No puedo arriesgarme a que el señor Kalamack confíe en mí. Podría… distraerme en un momento delicado.

Desde luego, las oleadas de felicidad y las promesas de placer provocadas por aquel mordisco podían convertirse en una gran distracción, incluso en mitad de una pelea. La compasión me impulsaba. Gotas de sudor recorrían su rostro, ligeramente arrugado. Tenía la misma edad que tendría mi padre, si aún estuviera con vida, con la fuerza de un veinteañero y la entereza que tan solo la madurez podía otorgar.

—¿Algún otro vampiro te ha provocado un cosquilleo en la cicatriz? —le pregunté, pensando que era una pregunta realmente personal, pero era él quien había acudido a mí.

Sin esquivar mi mirada, respondió.

—Aún tengo que estar en una situación en la que pueda ocurrir.

—¿Rache? —dijo Jenks, y se oyó un aleteo de sus extremidades cuando bajó hasta flotar a mi altura.

—Entonces, no sé si Piscary te ha vinculado o no —expuse, antes de quedarme paralizada al sentir que mi cicatriz hormigueaba, enviando señales de sentimientos profundos para llevarme a un estado de máxima alerta. Quen se enderezó. Nuestros ojos se encontraron, y supe por su mirada de terror que él también lo estaba sintiendo.

—¡Rache! —exclamó Jenks; sus alas se tornaron rojas al situarse delante de mi cara y obligarme a volver en mí—. ¡Quen no es el único que tiene un problema!

Seguí su asustada mirada hacia Ivy, detrás de mí.

—Oh… mierda —susurré.

Ivy estaba encogida en un rincón; su bata se le abría, mostrando su camisón de seda negra. Había perdido la conciencia, sus ojos negros estaban perdidos en el infinito mientras su boca temblaba. Me detuve, sin saber lo que estaba pasando.

—Sacadlo de aquí —susurró un chorro de saliva le caía de los dientes—. Oh, Dios, Rachel. No está vinculado a nadie. Piscary… El está en mi cabeza. —Comenzó a hiperventilar—. Quiere que lo tome. No sé si podré detenerme. ¡Sacad a Quen de aquí!

Yo la miraba sin saber qué hacer.

—¡Sacadlo de mi cabeza! —gimió—. ¡Sacadlo! —Contemplé horrorizada cómo se acurrucaba con las manos sobre sus orejas—. ¡Sacadlo!

Con el corazón desbocado, me giré hacia Quen. Mi cuello era una masa palpitante de impaciencia. Pude ver por su expresión que su cicatriz ardía y palpitaba. Por el amor de Dios, era tan agradable…

—Ve hacia la puerta —le dije a Jenks. Agarré a Quen por el brazo y lo llevé hasta el pasillo. Detrás de nosotros, se oyó un terrorífico y gutural gruñido. Eché a correr, arrastrando a Quen detrás de mí. Al entrar al santuario, Quen se enderezó, soltándose de mí.

—¡Tú te marchas! —grité, estirándome hacia él—. ¡Ahora!

Se encontraba encogido y tembloroso; aquel maestro de las artes marciales parecía vulnerable. Su cara reflejaba la gravedad de su lucha interna. Sus ojos mostraban su espíritu roto.

—Acompañarás al señor Kalamack en mi lugar —me dijo con la voz quebrada.

—No, no lo haré. —Me estiré para cogerle del brazo.

Súbitamente revitalizado, retrocedió de un salto.

—Acompañarás al señor Kalamack en mi lugar —repitió, con desesperación en el rostro—. De lo contrario, me rendiré y volveré a entrar en esa cocina. —Su cara se contrajo y tuve miedo de que pudiera hacerlo—. Me está susurrando, Morgan. Puedo oírle a través de ella…

Se me secó la boca. Mis pensamientos volaron hacia Kisten. Si le dejara vincularme, podría acabar igual.

—¿Por qué yo? —inquirí—. Existe una universidad llena de gente mejor que yo en la magia.

—Todos los demás dependen de su magia —jadeó, inclinándose hasta casi doblarse—. Tú la usas como último recurso. Es lo que te da… ventaja —resolló—. Se está debilitando. Puedo sentirlo.

—¡De acuerdo! —exclamé—. ¡Iré, maldita sea! ¡Pero sal de aquí!

Quen dejó escapar un sonido de agonía, suave como una ráfaga de viento.

—Ayúdame —susurró—. No puedo seguir moviéndome.

Sintiendo mis propios latidos con fuerza, le cogí del brazo y lo arrastré hasta la puerta. Detrás de nosotros se oía el angustiado grito de Ivy. Se me revolvió el estómago. ¿Qué estaba haciendo al aceptar una cita con Kisten?

Un rutilante rayo de luz reflejado por la nieve penetró en la iglesia cuando Jenks y su prole activaron el complejo sistema de poleas que habíamos construido para que pudieran abrir la puerta. Quen vaciló ante el frío golpe de aire que obligó a los pixies a esconderse.

—¡Fuera! —exclamé llena de frustración y miedo al tirar de él hacia el porche.

Una enorme limusina Gray Ghost esperaba en el arcén. Dejé escapar un suspiro de alivio cuando Jonathan, el lacayo número uno de Trent, abrió la puerta del conductor y salió del vehículo. Jamás pensé que me alegraría de ver a ese hombre tan asombrosamente alto y desagradable. Estaban juntos en esto, trabajaban a espaldas de Trent. Aquello era un error más grave de lo habitual. Podía sentirlo en aquel instante.

Quen jadeaba mientras yo le ayudaba a bajar los escalones.

—Sácale de aquí —ordené.

Jonathan abrió la puerta de atrás.

—¿Vas a hacerlo? —me preguntó, apretando sus finos labios al tiempo que se fijaba en mi pelo, cubierto de trozos de galleta y en mis vaqueros mojados.

—¡Sí! —Empujé a Quen al interior. Cayó sobre el asiento de cuero y se derrumbó igual que un borracho—. ¡Marchaos!

El alto elfo cerró la puerta de un golpe y se quedó mirándome.

—¿Qué le has hecho? —inquirió con frialdad.

—¡Nada! ¡Es Piscary! ¡Sácale de aquí!

Aparentemente convencido, se dirigió hacia el asiento del conductor. El coche aceleró con un extraño silencio. Permanecía sobre la helada acera, temblando, viendo cómo se alejaba hasta que dobló una esquina y desapareció.

Me envolví con mis propios brazos; mi pulso se normalizaba. El sol de invierno era frío. Lentamente, me volví para ir adentro, sin saber lo que encontraría acurrucado sobre el suelo de mi cocina.

10.

Contemplé mi imagen en el espejo que había sobre mi nuevo tocador de madera de fresno mientras me ponía los pendientes de aro, los que eran lo bastante grandes como para que Jenks se subiera. El ligero vestido negro me quedaba bien, y las botas por encima de la rodilla que iban con él me mantendrían lo bastante caliente. No creía que Kisten hubiese planeado una batalla de bolas de nieve en el parque, con lo cursi y barato que resultaba. Y había dicho que me pusiera algo bonito. Me miré de perfil para ver cómo estaba. Me quedaba bien. Me quedaba muy bien.

Satisfecha, me senté en la cama y me abroché las botas, dejando abiertos los últimos centímetros para poder caminar con más facilidad. No quería emocionarme por el hecho de salir con Kisten, pero las ocasiones de arreglarme y de pasar un buen rato habían sido tan escasas últimamente que resultaba difícil no hacerlo. Me dije que podía salir con las chicas y sentir lo mismo. No era por Kisten; se trataba de salir por ahí.

Quería una segunda opinión, así que acudí al salón repiqueteando con mis tacones en busca de Ivy. El recuerdo de ella combatiendo la presencia de Piscary en su cabeza era muy vivo. El vampiro no muerto se había rendido tan pronto como Quen se hubo marchado, pero ella había estado muy callada durante el resto del día, negándose a hablar de ello mientras me ayudaba a limpiar la cocina. Ivy no quería que saliera ahora con Kisten, y yo me sentía inclinada a admitir que era una idea estúpida. Pero no era como si no pudiera resistirme a Kisten. Él me había asegurado que no me mordería, y yo no iba a permitir que un momento de pasión me hiciera cambiar de idea. Ahora no. Ni nunca.

Pasé mi mano sobre el brillante vestido de fiesta al entrar en la habitación, sin decidirme acerca de la inspección de Ivy. Ella levantó la mirada sobre su revista, enroscada en el sofá. No pude evitar fijarme en que seguía en la misma página que cuando me había ido a cambiarme hacía treinta minutos.

—¿Qué te parece? —le pregunté, dando lentamente la vuelta y sintiéndome más alta con mis botas de tacón de aguja.

Ella suspiró y cerró la revista, dejando puesto un dedo para marcar la página.

—Creo que es un error.

Fruncí el ceño y baje la vista hacia mi vestido.

—Sí, tienes razón —dije con la mente puesta en mi armario—. Me pondré algo encima.

Me giré con la intención de marcharme y ella arrojó su revista a través de la habitación hasta chocar contra la pared junto a mí.

—¡No me refiero a eso! —exclamó y me di la vuelta, sorprendida. El ovalado rostro de Ivy se arrugó y torció sus cejas mientras se removía inquieta en su asiento—. Rachel… —me reprendió, y supe adonde se dirigía aquella conversación.

—No voy a dejar que me muerda —le aseguré enfadada—. Ya soy mayorcita. Puedo cuidar de mí misma. Y después de esta tarde, puedes estar segura de que sus dientes no van a acercarse a mí.

Con preocupación en sus ojos marrones, dobló las piernas por debajo, mostrando un aspecto inseguro. Era una faceta que no veía muy a menudo en ella. Cerró los ojos mientras tomaba aire, como si se estuviera preparando.

—Estás muy guapa —me dijo, y casi pude sentir un descenso en mi presión sanguínea—. No dejes que te muerda —añadió con suavidad—. No quiero tener que matar a Kisten si te vincula a él.

—Dalo por hecho —respondí, tratando de suavizar su humor mientras salía de la habitación, a sabiendas de que era capaz de hacerlo. Sería la única manera fiable de romper su vínculo conmigo. El tiempo y la distancia también, pero Ivy no era de las que corría riesgos. Y vincularme a él después de haberme negado a hacerlo con ella significaría más de lo que podía soportar. Mis tacones repiquetearon algo más despacio al regresar a mi cuarto para ponerme algo más discreto. Aquella vestimenta me traería problemas.

Estaba de pie, frente a mi armario abierto, pasaba una percha tras otra esperando que apareciera algo diciendo: «¡Vísteme a mí! ¡Vísteme a mí!». Ya me lo había puesto todo y empezaba a pensar que no tenía nada que no fuera demasiado sexi, pero lo suficientemente atractivo para salir de noche en la ciudad con todo el dinero que me había gastado el mes pasado en llenar mi armario, tendría que haber encontrado algo. Se me encogió el estómago al pensar en mi menguada cuenta corriente, pero Quen había dejado sus diez mil sobre el suelo de la cocina. Y yo había accedido a cuidar de Trent…

Me sobresalté ante unos golpes en mi puerta, y me di la vuelta, llevando mi mano hacia la clavícula.


Mmm
—dijo Ivy; su sonrisa de labios cerrados me decía que encontraba algo gracioso en el hecho de haberme sorprendido—. Lo siento. Ya sé que no vas a dejar que te muerda. —Levantó su mano en un ademán de exasperación—. Es una estupidez de vampiros. Nada más.

Asentí, comprensiva. Había estado viviendo con Ivy el tiempo suficiente como para que sus inconscientes instintos vampíricos pensaran en mí como su propiedad, incluso aunque su mente consciente supiera lo contrario. Ese era el motivo por el que ya no entrenaba con ella, ni lavaba mi ropa con la suya, ni mencionaba asuntos de familia, ni salía de una habitación en su busca cuando se marchaba bruscamente en mitad de una conversación sin una razón aparente. Todo ello pulsaba los botones de sus instintos vampíricos y nos haría retroceder al lugar donde nos encontrábamos hacía siete meses, mirándonos los pies mientras pensábamos en cómo podríamos convivir sin problemas.

—Toma —dijo Ivy, dando un paso hacia el interior de mi habitación, al tiempo que sostenía un paquete del tamaño de un puño, envuelto en un papel verde y con un lazo morado—. Es un regalo de solsticio anticipado. Pensé que te podría gustar usarlo en tu cita con Kisten.

—¡Oh, Ivy! —exclamé, cogiendo el adornado paquete, claramente envuelto en una tienda—. Gracias. Esto… yo aún no he envuelto el tuyo… —¿Envuelto? Ni siquiera lo había comprado.

—No pasa nada —dijo ella, obviamente nerviosa—. Iba a esperar, pero pensé que podrías usarlo. Para tu cita —titubeó. Miraba la caja en mis manos con impaciencia en sus ojos—. Vamos. Ábrelo.

—Muy bien. —Me senté en la cama para deshacer cuidadosamente el envoltorio de papel con lazo, ya que podría necesitarlo el año que viene. El papel llevaba grabado el logotipo de Black Kiss
[1]
; ralenticé mis dedos para prolongar el suspense, Black Kiss era una tienda exclusiva para vampiros. Yo ni siquiera me paraba en su escaparate. Con solo una mirada, los encargados sabían que no podía permitirme ni un pañuelo.

Aparté el papel, dejando al descubierto una pequeña caja de madera y, en su interior, reposando en mitad de una maraña de terciopelo rojo, había una botella de perfume de cristal tallado.

—Ooooh —exhalé—. Gracias. —Ivy me había estado regalando perfume desde mi llegada, ya que intentábamos hallar una esencia que cubriera los restos de su olor en mí y le ayudase a frenar sus tendencias vampíricas. No se trataba del regalo romántico que parecía ser, sino una especie de antiafrodisíaco vampírico. Mi tocador estaba lleno de descartes de varios grados de efectividad. En realidad, el perfume era más para ella que para mí.

—Es realmente difícil de encontrar —me explicó, empezando a sentirse incómoda—. Hay que encargarlo especialmente. Mi padre me habló de él. Espero que te guste.

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