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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Antes bruja que muerta (17 page)

BOOK: Antes bruja que muerta
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Lo seguí, agarrándole por las rodillas para, finalmente, caer ambos con un sonoro chapoteo. Se retorció bajo mi presa hasta que sus ojos, de color verde claro, toparon con los míos. Con las manos temblorosas le metí en la boca un puñado de galletas empapadas en agua salada para que no pudiera invocar verbalmente un amuleto.

Me las escupió con una expresión vehemente en su rostro, intensamente bronceado y marcado por la viruela.

—Pequeña zorra… —consiguió decir, y yo le introduje algunas más.

Sus dientes se cerraron sobre mi dedo y yo chillé, retirándolo con rapidez.

—¡Me has mordido! —exclamé llena de cólera. Voló uno de mis puños, pero él rodó hacia un lado y lo estrellé contra las sillas.

Se puso en pie, jadeante. Estaba empapado, cubierto de agua y virutas de azúcar de colores. Gruñó una palabra que no llegué a entender y se abalanzó sobre mí.

Rodé tratando de zafarme. El dolor invadió mi cuero cabelludo cuando me agarró del pelo y me lo retorció hasta abrazarme, con mi espalda pegada a su pecho. Uno de sus brazos estaba alrededor de mi cuello, asfixiándome. El otro se deslizó entre mis piernas, levantándome hasta estar apoyada sobre un solo pie.

Furiosa, le di un codazo en las tripas con el brazo que tenía suelto.

—¡Quita tus manos… —gruñí, saltando hacia atrás sobre un pie— de mi pelo! —Alcancé la pared y lo estampé contra ella. Soltó un resoplido al golpearle en las costillas, y su presa alrededor de mi cuello se debilitó.

Me giré para golpear su mandíbula con mi brazo, pero se escabulló. Me encontraba mirando la pared amarilla. Me fui al suelo con un chillido; había tirado de mis piernas hacia atrás desde abajo. Cayó con todo su peso sobre mí, inmovilizándome sobre el suelo mojado con los brazos sobre mi cabeza.

—He ganado —jadeó sentándose sobre mí; sus ojos verdes me miraban furibundos bajo su pelo corto revuelto.

Luché en vano por liberarme, molesta porque aquello fuera a decidirse por algo tan estúpido como la masa corporal.

—Has olvidado algo, Quen —bufé—. Tengo cincuenta y siete compañeros de apartamento.

Quen frunció su ceño, ligeramente arrugado.

Tras tomar aire profundamente, silbé. Los ojos de Quen se abrieron de golpe. Gruñendo por el esfuerzo, liberé mi mano derecha de una sacudida y golpeé su nariz con el canto de la mano.

Se apartó hacia atrás y me lo quité de encima con un empujón. Todavía apoyada sobre mis manos y rodillas, me eché el pelo hacia atrás con un movimiento de mi cuello.

Quen se había puesto en pie, pero no se movía. Permanecía completamente estático, con las palmas de sus manos manchadas de galleta levantadas sobre su cabeza en un gesto de aquiescencia. Jenks flotaba delante de él, con la espada que tenía guardada para combatir hadas entrometidas apuntando al ojo derecho de Quen. El pixie parecía enojado, dejando caer el polvo y formando un rayo dorado que iba desde su cuerpo hasta el suelo.

—Respira —le amenazó Jenks—. Parpadea. Solo dame un motivo, maldita monstruosidad de la naturaleza.

Me levanté con torpeza al tiempo que Ivy se lanzaba al interior de la sala, moviéndose más deprisa de lo que jamás habría creído posible. Con su oscilante bata abierta, aferró a Quen por la garganta.

Las luces parpadearon, y los utensilios de cocina colgantes iniciaron un balanceo cuando ella le estampó contra la pared junto a la puerta.

—¿Qué estás haciendo aquí? —gruñó, con los nudillos blanquecinos de tanto apretar. Jenks se había movido con Quen, su espada aún le estaba tocando el ojo.

—¡Esperad! —exclamé, preocupada de que pudieran matarle. No es que me importase, pero entonces mi cocina se llenaría de agentes de la SI y habría papeleo. Montones de papeleo—. Calma —los tranquilicé.

Mis ojos se fijaron en Ivy, que aún sujetaba a Quen. Tenía la mano llena de glaseado y me la sacudí en mis vaqueros empapados mientras recuperaba el aliento. Estaba manchada de agua salada y tenía trozos de galleta y azúcar por todo el pelo. Parecía como si en la cocina hubiese explotado
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, el muñeco de los dónuts. Entorné los ojos hacia el glaseado morado que había en el techo. ¿Cuándo había ocurrido eso?

—Señorita Morgan —dijo Quen, antes de emitir un gorgoteo cuando Ivy intensificó su apretón. La música del cuarto de estar era lo bastante suave como para poder hablar.

Torcí el gesto por el dolor de mis costillas. Furiosa, avancé hasta donde Ivy lo sujetaba.

—¿«Señorita Morgan»? —grité, a diez centímetros de su cara enrojecida—. ¿«Señorita Morgan»? ¿Ahora soy la señorita Morgan? ¿Cuál es tu jodido problema? —chillé—. Entras en mi casa. Estropeas todas mis galletas. ¿Sabes cuánto tiempo llevará limpiar todo esto?

El volvió a gorgotear y mi ira empezó a suavizarse. Ivy le miraba fijamente con una intensidad apabullante. El olor de su miedo le había llevado más allá de sus límites. Estaba hambrienta a mediodía. Aquello no era bueno, y di un paso hacia atrás, súbitamente calmada.

—Eh, ¿Ivy? —la llamé.

—Estoy bien —contestó con aspereza; sus ojos no decían lo mismo—. ¿Quieres que lo desangre para que se calle?

—¡No! —exclamé y volví a sentir un descenso en mi interior. Quen estaba invocando una línea. Tomé aire, alarmada. Las cosas se estaban descontrolando. Alguien iba a salir herido. Yo podía trazar un círculo, pero sería a mi alrededor no en torno a él—. ¡Suéltale! —ordené—. ¡Tú también, Jenks! —Ninguno de ellos se movió—. ¡Ahora!

Ivy le levantó pegado a la pared antes de soltarlo y dar un paso atrás. Chocó contra el suelo con un sonoro golpe, y se llevó una mano al cuello mientras tosía con violencia. Lentamente, movió las piernas hasta colocarlas en una posición normal. Tras apartarse el pelo negro de sus ojos, levantó la mirada, sentado con las piernas cruzadas y descalzo.

—Morgan —dijo con la voz ronca, ocultando su garganta con una mano—. Necesito tu ayuda.

Miré hacia Ivy, quien se estaba apretando de nuevo su batín de seda negra. ¿Necesitaba mi ayuda? Sí, claro.

—¿Estás bien? —le pregunté a Ivy, y ella asintió. El anillo de color marrón que quedaba en sus ojos era demasiado fino para mantenerme tranquila, pero el sol estaba en lo alto y la tensión en la sala disminuía. Al ver mi preocupación, apretó los labios.

—Estoy bien —reiteró—. ¿Quieres que llame a la SI ahora o después de matarle?

Mis ojos peinaron el estado de la cocina. Mis galletas se habían echado a perder y estaban tiradas en pedazos mojados por todas partes. Los pegotes de glaseado que había en las paredes empezaban a resbalar hacia abajo. El agua salada estaba saliendo de la cocina, amenazando con alcanzar la alfombra del cuarto de estar. Dejar que Ivy le matase empezaba a parecerme una idea realmente buena.

—Quiero oír lo que tiene que decirme —afirmé mientras abría un cajón y colocaba tres toallas de cocina en el umbral, a modo de dique. Los niños de Jenks nos espiaban a la vuelta de la esquina. El furioso pixie frotó sus alas entre ellas, emitiendo un agudo silbido, y desaparecieron con un gorjeo.

Extraje una cuarta toalla para limpiarme el glaseado de los codos y me situé delante de Quen. Esperé con los pies bien separados y mis puños sobre las caderas. Debía ser algo grave para arriesgarse a que Jenks descubriera que era un elfo. Pensé en Ceri, al otro lado de la calle, y mi preocupación aumentó. No iba a permitir que Trent supiese que ella existía. La utilizaría de alguna forma; alguna forma horrible.

El elfo se palpó las costillas por encima de su camisa negra.

—Creo que me las has roto —me dijo.

—¿He aprobado? —inquirí maliciosamente.

—No. Pero eres lo mejor que tengo.

Ivy profirió un bufido de incredulidad, y Jenks se dejó caer ante él, manteniéndose cuidadosamente fuera de su alcance.

—Tú, cretino —dijo el hombre de diez centímetros—. Ya podríamos haberte matado tres veces.

Quen frunció el ceño.

—Vosotros. Era ella en quien estaba interesado. No en vosotros. Ella falló.

Entonces supongo que eso quiere decir que te marchas —aventuré sabiendo que no sería tan afortunada—. Observé su oscuro atuendo y suspiré. Los elfos dormían con el sol en lo alto y a medianoche, igual que los pixies.
Quen estaba aquí sin que Trent lo supiera
.

Sintiéndome más segura de mí misma, saqué una silla y tomé asiento antes de que Quen viese que mis piernas estaban temblando.

—Trent no sabe que estás aquí —le dije, y él asintió solemnemente.

—Es mi problema, no el suyo —afirmó Quen—. Voy a pagarte a ti, no a él.

Parpadeé, tratando de ocultar mi incomodidad. Trent no lo sabía. Interesante.

—Tienes un trabajo para mí del que él no sabe nada —aduje—. ¿De qué se trata?

Quen miró a Ivy y a Jenks.

Crucé las piernas sintiéndome molesta y sacudí mi cabeza.

—Somos un equipo. No voy a pedirles que se vayan para que puedas contarme en qué charco de meados andas metido.

El elfo maduro arrugó su entrecejo. Resopló con cierto enojo.

—Mira —le dije, estirando mi dedo índice para señalarle—. No me gustas. No le gustas a Jenks. Ivy quiere comerte. Así que empieza a hablar.

Se quedó completamente inmóvil. Fue entonces cuando advertí su desesperación, temblorosa tras sus ojos, como la luz en el agua.

—Tengo un problema —comenzó a decir, con el más leve rastro de temor en su grave voz.

Miré hacia Ivy. Su respiración se había acelerado y permanecía con los brazos enroscados sobre sí misma, manteniendo cerrada su bata. Parecía enfadada; su pálido rostro estaba aún más blanco de lo habitual.

—El señor Kalamack tiene un acontecimiento social…

—Hoy ya he rechazado una oferta para hacer de fulana —atajé apretando los labios.

Los ojos de Quen destellaron.

—Cállate —espetó con frialdad—. Alguien está interfiriendo en los asuntos del negocio secundario del señor Kalamack. La reunión es para tratar de llegar a un mutuo entendimiento. Quiero que estés allí para que te asegures de que eso es todo lo que hay.

¿Mutuo entendimiento? Aquello era un «Yo soy más duro que tú, así que aparta tus manos de mi territorio».

—¿Saladan? —adiviné.

Un auténtico asombro anegó su rostro.

—¿Le conoces?

Jenks revoloteaba sobre Quen, intentando averiguar lo que era. El pixie se volvía más y más frustrado; sus cambios de dirección eran bruscos y acentuados, con agudos chasquidos de sus alas de libélula.

—He oído hablar de él —afirmé, pensando en Takata. Entorné mis ojos—. ¿Por qué debería importarme que meta las narices en los asuntos del negocio «secundario» de Trent? Se trata del azufre, ¿no es así? Bien, pues por mí os podéis ir al infierno. Trent está matando gente. No es que no lo haya hecho antes, pero ahora la está matando sin motivo. —La ira me hizo levantarme de mi asiento—. Tu jefe es basura. Debería encerrarle, no protegerle. ¡Y tú —añadí subiendo la voz mientras le señalaba—, eres peor que basura por no hacer nada mientras tanto!

Quen se sonrojó, haciéndome sentir mucho mejor conmigo misma.

—¿Tan estúpida eres? —espetó, y me quedé helada—. El azufre adulterado no es del señor Kalamack; es de Saladan. Ese es el motivo de esta reunión. El señor Kalamack está intentando sacarlo de las calles y, a no ser que quieras que Saladan se adueñe de la ciudad, será mejor que empieces a mantener con vida al señor Kalamack, así como al resto de nosotros. ¿Aceptas el encargo o no? La oferta es de diez mil.

Un hiriente sonido ultrasónico de sorpresa provino de Jenks.

—Pago en metálico y por adelantado —añadió Quen, sacando un fajo de billetes de alguna parte de su cuerpo antes de arrojarlo a mis pies.

Miré el dinero. No era suficiente. Un millón de dólares no serían suficientes. Deslicé el pie sobre el suelo mojado hacia Quen.

—No.

—Coge el dinero y deja que muera, Rache —dijo Jenks desde el alféizar bañado por el sol.

El elfo vestido de negro sonrió.

—Ese no es el estilo de la señorita Morgan. —Su rostro marcado de viruela reflejaba seguridad, y yo detestaba esa mirada de confianza en sus ojos verdes—. Si coge el dinero, protegerá al señor Kalamack hasta su último aliento. ¿No es así?

—No —respondí, a sabiendas de que lo haría. Pero no iba a coger sus asquerosos diez de los grandes.

—Y aceptarás el dinero y el trabajo —aseguró Quen—, porque si no lo haces voy a hablarle a todo el mundo acerca de tus veranos en ese pequeño campamento de su padre. Eres la única persona con las mínimas posibilidades de mantenerle con vida.

Mi rostro se quedó petrificado.

—Cabrón —susurré, negándome a sentirme asustada—. ¿Por qué no me dejáis en paz? ¿Por qué yo? Me acabas de inmovilizar contra el suelo.

Quen apartó su mirada hacia abajo.

—Habrá vampiros allí —dijo con suavidad—. Son poderosos. Existe la posibilidad… —Tomó aire y me miró de nuevo a los ojos—. No sé si…

Sacudí la cabeza un tanto más tranquila. Quen no lo contaría. A Trent le molestaría bastante si me encerrasen en un cajón y me enviasen a la Antártida; aún conservaba esperanzas de hacer que me uniera a su organización.

—Si te dan miedo los vampiros, ese es tu problema —le dije—. No pienso permitir que lo conviertas en el mío. Ivy, échalo de mi cocina.

Ivy no movió un solo músculo, y me volví; mi ira desapareció en cuanto vi la expresión inerte en sus ojos.

—Ha sido mordido —susurró, sorprendiéndome con aquel nostálgico titubeo en su voz. Encogida, se reclinó sobre la pared, cerró los ojos e inhaló lentamente para olfatearle.

Mis labios se abrieron al comprenderlo. Piscary le había mordido, justo antes de que apalease al vampiro no muerto hasta dejarlo inconsciente. Quen era inframundano, y como tal no podía contraer el virus vampírico y ser transformado, pero sí podía ser vinculado mentalmente a su amo vampiro. Me encontré rodeándome el cuello con una mano, con el rostro rígido.

El Gran Al había tomado la forma y las habilidades de un vampiro cuando me rajó el cuello y trató de matarme. Me había llenado las venas con un cóctel de neurotransmisores de la misma potencia que el que ahora corría a través de Quen. Era un rasgo de supervivencia que ayudaba a asegurar que los vampiros dispusieran de una reserva de sangre voluntaria, y convertía el dolor en placer al ser estimulado por las feromonas de un vampiro. Si el vampiro tenía suficiente experiencia, podía sensibilizar la reacción de forma que él y solamente él pudiera estimular el mordisco para convertirlo en algo placentero, vinculando a la persona únicamente a él y previniendo el aprovechamiento furtivo de su reserva personal.

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