Authors: Anne Rice
En aquellos instantes Riccardo lanzó un grito de dolor. El chico había muerto.
Eché a correr hacia la escalera.
—¡Aquí estoy, Harlech! —bramé—. ¡Cerdo cobarde, asesino de niños! Tengo preparada una piedra para atártela al cuello.
—Está ahí —murmuró Riccardo indicándome que me volviera—. Voy contigo —añadió, desenvainando su espada en un santiamén. Manejaba la espada con más destreza que yo, pero esta pelea era mía.
El inglés se hallaba en el otro extremo del vestíbulo. Confiaba en que estuviera borracho, pero no tuve esa suerte. De inmediato comprendí que todo sueño que pudiera haber albergado de llevarme con él a Inglaterra se había desvanecido; había asesinado a dos muchachos, y sabía que su lujuria le había llevado a una situación desesperada. No era un enemigo disminuido por amor.
—¡Que Dios nos ampare! —murmuró Riccardo.
—¡Harlech! —grité—. ¡Cómo te atreves a irrumpir en casa de mi maestro!
Me aparté de Riccardo para que ambos tuviéramos suficiente espacio para maniobrar e indiqué a Riccardo, que se hallaba junto a la escalera, que se adelantara. Sopesé mi florete, que era excesivamente ligero, lamentando no haber practicado más con él.
El inglés avanzó hacia mí; su airosa capa oscilaba al ritmo de sus movimientos. Era más alto de lo que yo recordaba y tenía los brazos largos, lo cual suponía una gran ventaja para él. Calzaba unas botas recias, en una mano sostenía su florete y en la otra, su larga daga italiana. Al menos, no esgrimía una espada pesada y contundente.
Aunque parecía un enano comparado con las inmensas dimensiones de la estancia, el conde era un hombre de gran estatura que ostentaba la típica cabellera encrespada y cobriza de los ingleses. Sus ojos azules estaban inyectados en sangre, pero se movía con paso firme, y su mirada era la de un asesino. Por su rostro rodaban unas lágrimas amargas.
—Amadeo —dijo, avanzando hacia mí. Su voz resonó por la espaciosa habitación—. ¡Me arrancaste el corazón del pecho cuando aún estaba vivo y respiraba, y te lo llevaste! ¡Esta noche nos reuniremos en el infierno!
El vestíbulo, una estancia alargada y de techo elevado, era un lugar perfecto para morir. No contenía nada que pudiera dañar su maravilloso suelo de mosaico con sus círculos de piedras de mármol de colores y su alegre dibujo de guirnaldas de flores y diminutas aves salvajes.
Disponíamos de todo el espacio para pelear, sin una sola silla que entorpeciera nuestros movimientos y nos impidiera matarnos.
Avancé hacia el inglés antes de poder darme cuenta de que aún no manejaba la espada con soltura, de que nunca había mostrado grandes aptitudes como espadachín y de que no tenía ni remota idea de lo que mi maestro habría deseado que hiciera en aquel momento, mejor dicho, qué me habría aconsejado de haber estado él allí.
A punto estuve de alcanzar a lord Harlech con mi espada en varias ocasiones, pero él se zafó con tal habilidad que comencé a desmoralizarme. En el preciso instante en que me detuvo para recobrar el resuello, pensando incluso en salir a escape, él me atacó con su daga y me hirió en el brazo izquierdo. La herida me escocía, lo cual me enfureció.
Me precipité de nuevo sobre él y esta vez tuve la suerte de herirle en el cuello. Fue un mero rasguño, pero la sangre le empapó la camisa y el inglés se mostró tan furioso como yo de haber resultado herido.
—¡Eres un maldito y repugnante diablo! —gritó—. ¡Hiciste que te adorara para poder despedazarme a tu antojo! ¡Prometiste que regresarías junto a mí!
El inglés no cesó en sus andanadas verbales durante toda la pelea. Quizá las necesitaba a modo de estímulo, como un tambor de guerra o el sonido de unas gaitas.
—¡Vamos, acércate ángel de las tinieblas, que te arrancaré las alas! —bramó.
Harlech me obligó a retroceder en varias ocasiones con sus hábiles arremetidas. Tropecé, perdí el equilibrio y caí al suelo, pero logré levantarme, apuntándole con el florete a la entrepierna, lo cual le hizo retroceder espantado. Yo le perseguí, convencido de que no merecía la pena prolongar el duelo.
Él esquivó mis estocadas, se rió de mí y me hirió con el cuchillo, esta vez en la cara.
—¡Cerdo! —le espeté sin poder contenerme. No me había percatado de mi propia vanidad. Me había herido, me había producido un corte en el rostro. Noté que sangraba copiosamente, como suelen sangrar las heridas en el rostro. Me lancé de nuevo al ataque, prescindiendo de todas las normas de la esgrima, agitando enloquecido el florete y describiendo unos círculos en el aire. Mientras Harlech trataba de esquivar mis estocadas a diestro y siniestro, yo le hundí la daga en el vientre, produciéndole una herida vertical hasta el cinturón de cuero incrustado con adornos de oro.
El inglés se precipitó sobre mí, tratando de liquidarme con sus dos armas, obligándome a retroceder. Pero de pronto las soltó, se agarró el vientre y cayó al suelo de rodillas.
—¡Remátalo! —gritó Riccardo. Dio un paso atrás, como habría hecho cualquier hombre de honor—. Acaba con él, Amadeo, o lo haré yo. Piensa en las atrocidades que ha cometido bajo este techo.
Yo alcé mi espada.
De pronto Harlech agarró la suya con una mano ensangrentada y la blandió furioso, pese a que la herida le hacía gemir y retorcerse de dolor. Acto seguido, se levantó y trató de atacarme. Yo me aparté de un salto y él cayó de nuevo de rodillas. Soltó la espada y volvió a agarrarse el vientre. No murió, pero no podía seguir luchando.
—¡Dios! —exclamó Riccardo. Empuñó su cuchillo, pero no era capaz de rematar a aquel hombre desarmado postrado en el suelo.
El inglés cayó de costado, con las rodillas encogidas. Apoyó la cabeza en el suelo de piedra, boqueando y con el rostro contraído en un rictus de dolor. Sabía que estaba herido de muerte.
Riccardo se acercó y apoyó la punta de su espada en la mejilla de lord Harlech.
—Está agonizando, déjalo morir —dije. Pero el inglés seguía respirando.
Yo deseaba matarlo, pero era imposible matar a un hombre que yace en el suelo plácidamente, haciendo gala de un increíble valor. Sus ojos adquirieron una expresión sabia, poética.
—Esto es el fin —anunció, con una voz tan débil que supuse que Riccardo no lo oyó.
—Sí, se acabó —repuse—, compórtate con nobleza hasta el fin.
—¡Pero, Amadeo, ha matado a los dos aprendices! —protestó Riccardo.
—¡Toma tu daga, Harlech! —le ordené, acercándole el arma de un puntapié—. ¡Tómala, Harlech! —repetí. La sangre se deslizaba sobre mi rostro y cuello, caliente y viscosa. No podía soportarlo. Deseaba enjugarme las heridas en lugar de preocuparme por esa sabandija.
El inglés se tumbó de espaldas. De la boca y la herida en el vientre manaban sendos chorros de sangre. Tenía el rostro húmedo y reluciente, y respiraba con dificultad. Ofrecía un aspecto tan joven como cuando me había amenazado, un niño grande con una espesa mata de rizos pelirrojos.
—Piensa en mí cuando empieces a sudar, Amadeo —dijo el inglés con voz ronca, casi inaudible—. Piensa en mí cuando comprendas que tu vida ha llegado a su fin.
—Remátalo de una vez —murmuró Riccardo—. Puede tardar dos días en morir.
—Tú no dispondrás de dos días —respondió lord Harlech, jadeando—, gracias a las heridas que te he causado con la hoja envenenada de mi espada. ¿No lo notas en los ojos? ¿No te escuecen, Amadeo? El veneno se ha introducido en tu sangre, y te atacará primero en los ojos. ¿No estás mareado?
—¡Canalla! —gritó Riccardo, clavándole el puñal en el pecho una, dos y hasta tres veces. Lord Harlech hizo una mueca de dolor. Pestañeó ligeramente y de su boca brotó un último chorro de sangre. Estaba muerto.
—¿Veneno? —murmuré. ¿Su espada estaba envenenada? Instintivamente me palpé la herida del brazo. Pero era en el rostro donde me había producido un corte profundo—. No toques su espada ni su cuchillo. ¡Están envenenados!
—El inglés mentía —me tranquilizó Riccardo—. Ven, no perdamos tiempo. Deja que te lave.
Ricardo me agarró del brazo, pero yo me resistía a salir del vestíbulo.
—¿Qué vamos a hacer con él, Riccardo? ¿Qué podemos hacer? Estamos solos, el maestro no regresará hasta dentro de unos días. En esta casa hay tres cadáveres, o quizá más.
En éstas, oí unos pasos a ambos extremos del vestíbulo. Al cabo de unos momentos aparecieron los pequeños aprendices, quienes habían permanecido ocultos. Iban acompañados por un tutor, quien supuse que había permanecido con ellos durante mi pelea con el inglés.
Confieso que al verlos experimenté unos sentimientos ambivalentes, pero esos jóvenes eran pupilos de Marius, y el tutor iba desarmado, estaba indefenso. Los chicos mayores habían salido, como solían hacer por las mañanas. O eso creí.
—Vamos, debemos trasladarlos a todos a un lugar seguro —dije—. No toquéis esas armas —añadí, indicando a los pequeños aprendices que me siguieran—. Instalaremos al inglés en el mejor dormitorio. Y a los chicos también.
Los pequeños me siguieron tal como les había ordenado, algunos de ellos llorando de miedo.
—¡Échanos una mano! —ordené al tutor—. Ojo con esas armas, están envenenadas. —El hombre me miró desconcertado—. No te miento. Están envenenadas.
—¡Pero si estás sangrando, Amadeo! —gritó el tutor aterrorizado—. ¿A qué armas envenenadas te refieres? ¡Que Dios nos ampare!
—¡Basta! —le espeté.
No soportaba esa situación. Cuando Riccardo se hizo cargo de trasladar a los niños y el cadáver del inglés, entré apresuradamente en la alcoba del maestro para curar mis heridas.
Con las prisas, vertí toda la jarra de agua en la palangana y tomé una toalla para restañar la sangre que se deslizaba por el cuello y me empapaba la camisa. «¡Qué porquería!», exclamé. La cabeza me daba vueltas y por poco me caigo redondo. Me sujeté en el borde de la mesa y me dije que era un idiota por creer las mentiras de lord Harlech. Riccardo tenía razón. El inglés se había inventado lo del veneno. ¡Cómo iba a untar de veneno la hoja de la espada!
Sin embargo, mientras trataba de convencerme, observé por primera vez un rasguño en el dorso de la mano que deduje que el inglés me había hecho con su daga. Tenía la mano hinchada como si me hubiera picado un insecto venenoso. Me palpé el rostro y el brazo. También estaban hinchados; alrededor de las heridas se habían formado unas ampollas. Volví a sentirme mareado. El sudor me chorreaba por la cara y los brazos y caía en la palangana, que estaba llena de un agua sanguinolenta que parecía vino.
—¡Dios, esto es obra del diablo! —grité. Al volverme, la habitación empezó a dar vueltas y a flotar. Apenas me sostenía en pie.
Alguien me sujetó para evitar que cayera al suelo. No me fijé en quién era. Traté de pronunciar el nombre de Riccardo, pero tenía la lengua hinchada y no pude articular palabra. Los sonidos y los colores se confundían en un amasijo ardiente que me producía vértigo. De golpe vi sobre mi cabeza, con pasmosa claridad, el dosel del lecho del maestro. Riccardo estaba junto a mí.
Me dijo algo con insistencia, atropelladamente, pero no le entendí. Hablaba en una lengua extranjera, una lengua dulce y melodiosa, pero no comprendí una palabra.
—Tengo calor —dije—. Estoy ardiendo; me ahogo de calor. Necesito agua. Méteme en la bañera del maestro.
Riccardo no me hizo caso, sino que siguió hablando en esa lengua extraña, como si me implorara algo. Sentí su mano en mi frente; estaba tan caliente que me abrasó. Le rogué que no me tocara, pero no me oyó, y yo tampoco. Por más que me esforzara en hablar, tenía la lengua hinchada y pastosa y no lograba articular ningún sonido. «¡Te envenenarás!», deseaba decirle, pero no pude.
Cerré los ojos y me sumí en un beatífico sueño. Vi un vasto y refulgente mar, las aguas que bañaban la isla del Lido, onduladas y muy bellas bajo el sol del mediodía. Floté en ese mar, quizá sobre un pequeño tronco, o sobre mi espalda. No sentí el agua, pero tuve la impresión de que nada se interponía entre mi cuerpo y las grandes y perezosas olas sobre las que me mecía lentamente. A lo lejos distinguí el resplandor de una ciudad. Al principio creí que era Torcello, o quizá Venecia, y que me había girado y flotaba hacia la costa. Pero entonces observé que era mucho mayor que Venecia, con unas gigantescas y afiladas torres en las que se reflejaban el sol, como si toda la ciudad fuera de cristal. Era un espectáculo increíble.
—¿Me dirijo allí? —pregunté.
Entonces tuve la sensación de que las olas me cubrían, no como si me ahogara, sino como si el mar fuera un sereno y pesado manto de luz. Abrí los ojos. Contemplé el tafetán rojo del dosel. Vi el fleco dorado de las cortinas de terciopelo del lecho, y vi a Bianca Solderini de pie junto a mí, sosteniendo una toalla en la mano.
—Esas armas no tenían el suficiente veneno para matarte, sólo para que te pusieras enfermo. Escúchame, Amadeo, debes respirar hondo, con fuerza, y tratar de superar esta enfermedad. Pide al aire que te dé fuerzas, confía en que te pondrás bien. Así, respira profunda y lentamente, muy bien; estás eliminando el veneno a través del sudor; no temas, ese veneno no es lo suficientemente poderoso para matarte.
—El maestro averiguará lo ocurrido —aseguró Riccardo. Parecía agotado y deprimido; le temblaban los labios y tenía los ojos llenos de lágrimas. Una señal de mal agüero, sin duda—. El maestro no tardará en averiguarlo. Él lo sabe todo. En cuanto se entere, suspenderá su viaje y regresará a casa.
—Lávale la cara —dijo Bianca con voz serena—. Lávale la cara y guarda silencio. —Qué mujer tan valiente.
Yo moví la lengua, pero no pude articular palabra. Deseaba pedirles que me comunicaran cuándo hubiera anochecido, pues entonces existía la posibilidad de que regresara el maestro, pero no antes de que se pusiera el sol.
Volví la cabeza. La toalla me abrasaba la piel.
—Suavemente, con calma —indicó Bianca—. Eso es, respira hondo y no temas.
Permanecí tendido en el lecho largo rato, semiconsciente, agradecido de que no hablaran en voz alta. No me molestaba que me lavaran, pero sudaba copiosamente y perdí toda esperanza de que lograran bajarme la fiebre.
No cesaba de revolverme en el lecho y, en una ocasión, traté de incorporarme, pero sentí náuseas y vomité. Bianca y Riccardo me obligaron a tenderme de nuevo.
—Aprieta mis manos —me pidió Bianca. Sentí sus dedos oprimir los míos, pequeños y calientes, calientes como todo lo demás, como el infierno, pero yo estaba demasiado enfermo para pensar en el infierno o en cualquier otra cosa que no fuera vomitar hasta arrojar los intestinos en una palangana y sentir el aire fresco sobre mi piel. ¡Abrid las ventanas, aunque estemos en invierno! ¡Abridlas!