Authors: Anne Rice
Nada se interponía entre mí y este momento, entre mí y este hombre que había tratado de abatir a los tártaros, que había disparado una flecha tras otra contra sus enemigos mientras las flechas de éstos llovían sobre él sin lograr herirle.
—No te hirieron —murmuré—. Te quiero y ahora comprendo lo fuerte que eras. —¿Era audible mi voz?
Mi padre pestañeó y me miró al tiempo que se pasaba la lengua por los labios. Sus labios, de un vivo color coral, relucían entre su frondoso bigote y su poblada barba.
—Me hirieron —respondió con voz queda pero no débil—. Me alcanzaron en dos ocasiones, en el brazo y en el hombro. Pero no consiguieron matarme, y se llevaron a Andrei. Yo caí del caballo pero me levanté. No me hirieron en las piernas. Eché a correr tras ellos sin cesar de disparar. Tenía una maldita flecha clavada aquí, en el hombro.
Sacó la mano de debajo de la capa de piel y la apoyó en la curva oscura de su hombro derecho.
—No cesé de disparar contra ellos. No noté que me habían herido. Luego los vi alejarse. Se llevaron al niño. No sé si estaba vivo. Lo ignoro. No creo que se hubieran molestado en llevárselo de haber estado muerto. No dejaban de disparar sus flechas. Caía una lluvia de flechas del cielo. Eran unos cincuenta hombres. Mataron a todos mis acompañantes. Les advertí que no dejaran de disparar, ni por un instante, que no se amilanaran, que no cesaran de disparar contra aquellos salvajes, y que cuando se les acabaran las flechas desenvainaran la espada y fueran a por ellos, que se lanzaran a galope con la cabeza pegada a la de su montura y los atacaran. Quizá hicieron lo que les dije. No lo sé.
Mi padre entornó los párpados y miró a su alrededor. Deseaba incorporarse. Luego me miró y dijo:
—Dame un trago. Invítame a una copa de buen vino. El tabernero tiene jerez español. Cómprame una botella de jerez. Maldita sea, en los viejos tiempos esperaba a los comerciantes junto al río, y nunca tuve que pedirles que me invitaran a una copa. Cómprame una botella de jerez. Se nota que eres rico.
—¿Sabes quién soy? —pregunté.
Mi padre me miró confundido. Ni siquiera se le había ocurrido pensar en ello.
—Vienes del castillo. Hablas con acento lituano. Me tiene sin cuidado quién seas. Cómprame una botella de vino.
—¿Con acento lituano? —pregunté suavemente—. ¡Qué horror! Creo que hablo con acento veneciano, de lo cual me avergüenzo.
—¿Veneciano? No tienes por qué avergonzarte. Hicieron cuanto pudieron por salvar Constantinopla. Todo se ha ido al carajo. El mundo terminará en llamas. Anda, cómprame una botella de jerez antes de que el tabernero las venda todas.
Me levanté. Mientras pensaba en si llevaba dinero, apareció la figura oscura y silenciosa del maestro, el cual me entregó una botella de jerez español, descorchada y lista para que mi padre la apurara. Suspiré. El olor no me decía nada, pero sabía que era un excelente jerez, lo que mi padre me había pedido. A todo esto mi padre se había sentado en el banco, con los ojos clavados en la botella que yo sostenía. Alargó la mano para tomar y se puso a beber con la misma avidez con la que yo bebo la sangre de mis víctimas.
—Mírame bien —dije.
—Este rincón está muy oscuro, idiota —replicó mi padre—. ¿Cómo quieres que vea quién eres? Hummm, qué bueno es este jerez. Gracias.
De pronto se detuvo con la botella a escasos centímetros de sus labios. Fue un gesto extraño, como si estuviera en el bosque y acabara de ver a un oso o a otra fiera a punto de atacarlo. Mi padre se quedó inmóvil, sosteniendo la botella en la mano, moviendo tan sólo los ojos al tiempo que me contemplaba de arriba abajo.
—Andrei —murmuró.
—Estoy vivo, padre —dije suavemente—. No me mataron. Me llevaron como botín y me vendieron como esclavo. Me llevaron en un barco al sur y luego al norte, a la ciudad de Venecia, que es donde vivo ahora.
Los ojos de mi padre reflejaban una hermosa serenidad. Estaba demasiado borracho para rebelarse o para estallar de júbilo ante la sorpresa. La verdad se le reveló poco a poco, cautivándolo; él asimiló todas sus ramificaciones: que yo no había sufrido, que era rico, que gozaba de buena salud.
—Yo estaba perdido, señor —expliqué en un suave susurro que sólo él podía oír—. Estaba perdido, sí, pero me halló un hombre bondadoso, que me devolvió la tranquilidad, y no he vuelto a sufrir desde entonces. He hecho un largo viaje para decirte esto, padre. No sabía que estabas vivo. No podía soñarlo siquiera. Creí que habías muerto aquel día en que el mundo murió para mí. Y ahora he venido para decirte que no debes preocuparte nunca más por mí.
—Andrei —murmuró mi padre, pero su rostro no acusó cambio alguno, sólo un plácido asombro. Mi padre me miró fijamente, sosteniendo la botella sobre las rodillas con ambas manos, su fornida espalda erecta, su cabello rojo y cano más largo de lo que yo recordaba haberlo visto nunca, fundiéndose con la piel que adornaba su capa.
Era un hombre hermoso, muy hermoso. Yo necesitaba los ojos de un monstruo para percatarme de ello. Necesitaba la vista de un demonio para apreciar la fuerza que había en sus ojos junto con la potencia de su corpulenta figura. Sólo los ojos inyectados en sangre delataban su debilidad.
—Debes olvidarme, padre —repuse—. Olvídame, como si los monjes me hubieran enviado al extranjero. Pero recuerda esto: gracias a ti jamás me enterrarán en las fosas de barro del monasterio. Quizá me ocurran otras desgracias, pero no sufriré esa suerte. Gracias a ti, por haberte opuesto, por haberte presentado aquel día y exigir que te acompañara a cazar, que me comportara como hijo tuyo que era.
Me volví para marcharme. Mi padre se levantó apresuradamente, sosteniendo la botella por el cuello con la mano izquierda, y me sujetó por la muñeca con la derecha. Luego me atrajo hacia él, como si yo fuera un simple mortal, con su proverbial fuerza, y oprimió los labios sobre mi coronilla.
¡Señor, no dejes que se percate! ¡No dejes que intuya el cambio que he experimentado! Yo estaba desesperado. Cerré los ojos.
Pero yo era joven, y no tan duro ni frío como mi maestro, ni mucho menos. Y mi padre sólo sintió la suavidad de mi pelo, y quizás una suavidad gélida como el invierno en mi piel.
—¡Andrei, hijo mío, mi adorado y extraordinario hijo!
Me volví y le abracé con fuerza con el brazo izquierdo. Le besé en la cabeza de una forma que jamás habría hecho de niño. Lo estreché contra mi corazón.
—No bebas más, padre —le susurré al oído—. Levántate y compórtate como el cazador que has sido siempre. Sé tu mismo, padre.
—Nadie me creerá jamás, Andrei.
—¿Y quiénes son ellos para decirte eso si vuelves a ser el que siempre has sido, padre?
Ambos nos miramos a los ojos. Yo mantuve la boca bien cerrada para impedir que mi padre viera los afilados incisivos que me había procurado la sangre vampírica, unos dientes diminutos y malévolos que un hombre tan perspicaz como él, un cazador nato, vería sin duda.
Sin embargo, él no buscaba ese defecto en mí. Ansiaba sólo amor, y amor fue lo que nos dimos mutuamente.
—Debo irme, no tengo más remedio —dije—. He robado unos momentos para venir a verte. Dile a madre que fui yo quien se presentó hace un rato en la casa, que fui yo quien le di las sortijas y a tu hermano el talego de monedas.
Me separé de mi padre y me senté en el banco junto a él, quien había apoyado los pies en el suelo dispuesto a levantarse. Me quité el guante derecho y observé los siete u ocho anillos que llevaba, todos ellos de oro o plata engarzados con piedras preciosas. Luego me los quité uno tras otro y los deposité en su mano. Qué suave y caliente tenía mi padre la mano, qué roja y palpitante.
—Tómalos porque yo tengo infinidad de anillos. Te escribiré y te enviaré más, para que no tengas que hacer nada que no desees hacer, tan sólo pasear a caballo, cazar y contar historias junto al fuego. Cómprate una buena arpa con estos anillos. Cómprales unos libros a los pequeños, o lo que te apetezca.
—No quiero esto; te quiero a ti.
—Y yo te quiero a ti, padre, pero este pequeño poder es cuanto tenemos.
Le aferré la cabeza con ambas manos, demostrando mi fuerza, quizás imprudentemente, obligándole a permanecer inmóvil mientras le besaba. Luego le di un largo y cálido abrazo y me levanté.
Salí de la habitación tan repentinamente que mi padre sólo debió de ver que la puerta se cerraba.
Nevaba. Vi a mi maestro a pocos metros y, tras reunirme con él, echamos a andar colina arriba. No quería que mi padre saliera de la taberna y me viera. Deseaba alejarme de allí cuanto antes.
Cuando me disponía a rogar a Marius que abandonáramos Kíev a la velocidad de los vampiros, vi una figura que se dirigía apresuradamente hacia nosotros. Era una mujer menuda, envuelta en una capa de lana ribeteada de piel que arrastraba por la nieve. Sostenía en los brazos un objeto reluciente.
Me paré en seco, mientras mi maestro aguardaba pacientemente. Era mi madre que había venido a verme. Era mi madre que se dirigía hacia la taberna portando el icono, vuelto hacia mí, del Cristo de expresión hosca, el que yo había contemplado durante largo rato a través de la rendija del muro de la casa.
Miré pasmado a mi madre. Ella alzó el icono y me lo ofreció.
—Andrei —musitó.
—Guárdalo, madre —repuse—. Guárdalo para los pequeños. —La estreché entre mis brazos y la besé. Qué aspecto tan avejentado y estropeado tenía. Se debía a los numerosos partos, que le habían minado las fuerzas, para luego enterrar a las criaturas en unas pequeñas fosas en el suelo. Pensé en los hijos que había perdido mi madre durante mi adolescencia, y en los que habían muerto antes de nacer yo. Ella los llamaba sus ángeles, sus bebés, unas criaturas demasiado pequeñas para sobrevivir.
—Guárdalo para la familia —insistí.
—Como quieras, Andrei —respondió mi madre. Me miró con sus ojos pálidos y llenos de dolor. Vi que se moría. De pronto comprendí que no sólo estaba estropeada debido a su avanzada edad, ni a los numerosos partos. Mi madre padecía una enfermedad que la consumía por dentro. Al mirarla sentí terror, terror por el resto de los mortales. Era una enfermedad propia de la época, común e inevitable.
—Adiós, ángel mío —me despedí.
—Adiós, querido ángel —repuso mi madre—. Siento una gran alegría en el corazón y en el alma al verte convertido en un noble príncipe, pero dime, ¿aún te santiguas como es debido? Muéstramelo.
Qué desesperación había en su voz. Mi madre deseaba saber si yo había conseguido esos privilegios convirtiéndome a la fe de Occidente. Ése era el significado de su pregunta.
—Me pones una prueba muy sencilla, madre —respondí. Me santigüé a nuestro estilo, al estilo oriental, tocándome el hombro derecho antes que el izquierdo. Luego sonreí.
Ella asintió y extrajo un objeto del interior de su capa de lana, soltándolo sólo después de haberlo depositado en mi mano. Era un huevo de Pascua pintado de un intenso color rubí.
Era un huevo exquisitamente decorado. Estaba rodeado por unas largas cintas amarillas, y en el centro creado por las cintas aparecía pintada una rosa roja perfecta o estrella de ocho puntas.
Después de contemplarlo unos instantes miré a mi madre y asentí. Saqué un pañuelo de fino hilo flamenco, envolví el huevo con cuidado en él y guardé el paquetito entre los pliegues de mi camisa debajo de la chaqueta y la capa.
Me incliné y besé a mi madre en su suave y seca mejilla.
—Madre, eres la alegría que alivia mis tristezas —dije—. Eso es lo que representas para mí.
—Mi dulce Andrei —musitó ella—. Ve con Dios.
Luego miró el icono. Deseaba que yo lo viera. Lo volvió hacia mí para que yo contemplara el resplandeciente rostro dorado de Dios, impasible y hermoso como el día en que lo había pintado para ella. Pero no lo había pintado para ella. No, era el icono que yo portaba el día en que había partido con mi padre y los otros hacia el páramo.
¡Ah, qué maravilla que mi padre hubiera conseguido rescatarlo de aquella escena de muerte, de destrucción! Pero ¿por qué no iba a conseguirlo? Era una proeza digna de un hombre como mi padre.
La nieve cayó sobre el icono pintado, sobre el rostro solemne de Nuestro Salvador, que había cobrado vida bajo mi febril pincel como por arte de magia, un rostro cuyos labios apretados y suaves y ceño levemente arrugado significaba amor. Cristo, mi Señor, presentaba una expresión aún más adusta en los mosaicos de San Marcos. Pero Cristo, mi Señor, pintado al estilo que fuere y con el aspecto que fuere, rebosaba amor hacia sus hijos.
La nieve caía en gruesos copos y parecía derretirse tan pronto como tocaba el rostro de Nuestro Señor.
Temí por ese frágil panel de madera, por esa reluciente imagen lacada, destinada a resplandecer durante toda la eternidad. Mi madre también pensó en ello, y se apresuró a ocultar el icono bajo su capa para protegerlo de la humedad de la nieve.
Jamás volví a verlo.
¿Es preciso a estas alturas que alguien me pregunte qué significa para mí un icono? ¿Es preciso que alguien me pregunte por qué, cuando vi el rostro de Dios grabado en el velo de la Verónica, cuando Dora sostuvo ante mí ese velo que el mismo Lestat había traído de Jerusalén y de la hora de la pasión de Cristo, desafiando las llamas del infierno, caí de rodillas y exclamé: «¿Es éste el Señor?»
El viaje desde Kíev se me antojó un viaje hacia delante en el tiempo, hacia el lugar al que yo pertenecía.
A mi regreso, toda Venecia parecía compartir el resplandor de la cámara revestida de oro en la que yo había creado mi sepultura. Deslumbrado, pasé las noches deambulando por la ciudad, con o sin Marius, aspirando el aire fresco del Adriático y recorriendo las espléndidas mansiones y palacios gubernamentales a los que me había acostumbrado durante los últimos años.
Los oficios religiosos vespertinos me atraían como la miel atrae a las moscas. Absorbí con avidez la música de los coros, los cánticos de los sacerdotes y sobre todo la actitud gozosa y sensual de los fieles como si fuera un bálsamo para las partes de mi ser que el regreso al Monasterio de las Cuevas había dejado en carne viva.
Sin embargo, en mi fuero interno reservaba una tenaz y ardiente llama de respeto por los monjes rusos del Monasterio de las Cuevas. Tras haber vislumbrado unas palabras del santo hermano Isaac, caminé por aquel lugar imbuido de la memoria viviente de sus enseñanzas: el hermano Isaac, profundo creyente en Dios, un eremita, un visionario de espíritus, la víctima del diablo y posteriormente su conquistador en nombre de Jesucristo.