Así habló Zaratustra (16 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: Así habló Zaratustra
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Mas pueblo seguís siendo vosotros para mí, incluso en vuestras virtudes, pueblo de ojos miopes, ¡pueblo que no sabe qué es espíritu!

Espíritu es la vida que se saja a sí misma en vivo:
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con el propio tormento aumenta su propio saber - ¿sabíais ya esto?

Y la felicidad del espíritu es ésta: ser ungido y ser consagra­do con lágrimas para víctima del sacrificio - ¿sabíais ya esto? Y la ceguera del ciego y su buscar y tantear deben seguir dando testimonio del poder del sol al que miró - ¿sabíais ya esto?

¡Y el hombre que conoce debe aprender a edificar con montañas! Es poco que el espíritu traslade montañas
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- ¿sa­bíais ya esto?

Vosotros conocéis sólo chispas del espíritu: ¡pero no veis el yunque que él es, ni la crueldad de su martillo!

¡En verdad, no conocéis el orgullo del espíritu! ¡Pero aún menos soportaríais la modestia del espíritu, si alguna vez ella quisiera hablar!

Y nunca todavía os ha sido lícito arrojar vuestro espíritu a una fosa de nieve; ¡no sois bastante ardientes para ello! Por esto tampoco conocéis los éxtasis de su frialdad.

Para mí vosotros os tomáis en todo demasiadas confianzas con el espíritu; y de la sabiduría hacéis con frecuencia un asi­lo y un hospital para malos poetas.

No sois águilas: por ello no habéis experimentado tampo­co la felicidad que hay en el terror del espíritu. Y quien no es pájaro no debe hacer su nido sobre abismos.

Me resultáis tibios:
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pero fría es la corriente de todo cono­cimiento profundo. Gélidos son los pozos más íntimos del es­píritu: un alivio para manos y trabajadores ardientes.

Respetables estáis ahí para mí, y tiesos, y con la espalda de­recha, ¡vosotros, sabios famosos! - a vosotros no os empujan un viento y una voluntad poderosos.

¿No habéis visto jamás una vela caminar sobre el mar, re­dondeada e hinchada y temblorosa por el ímpetu del viento? Igual que la vela, temblorosa por el ímpetu del espíritu, ca­mina mi sabiduría sobre el mar - ¡mi sabiduría salvaje!

Pero vosotros servidores del pueblo, vosotros sabios famo­sos, ¡cómo podríais vosotros marchar junto a mí!

Así habló Zaratustra.

* * *

La canción de la noche
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Es de noche: ahora hablan más fuerte todos los surtido­res. Y también mi alma es un surtidor.
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Es de noche: sólo ahora se despiertan todas las canciones de los amantes. Y también mi alma es la canción de un amante.

En mí hay algo insaciado, insaciable, que quiere hablar. En mí hay un ansia de amor, que habla asimismo el lenguaje del amor.

Luz soy yo: ¡ay, si fuera noche! Pero ésta es mi soledad, el es­tar circundado de luz.

¡Ay, si yo fuese oscuro y nocturno! ¡Cómo iba a sorber los pechos de la luz!

¡Y aun a vosotras iba a bendeciros, vosotras pequeñas es­trellas centelleantes y gusanos relucientes allá arriba! - y a ser dichoso por vuestros regalos de luz.

Pero yo vivo dentro de mi propia luz, yo reabsorbo en mí todas las llamas que de mí salen.

No conozco la felicidad del que toma; y a menudo he soña­do que robar tiene que ser aún más dichoso que tornar.
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Ésta es mi pobreza, el que mi mano no descansa nunca de dar; ésta es mi envidia, el ver ojos expectantes y las despejadas noches del anhelo.

¡Oh desventura de todos los que regalan! ¡Oh eclipse de mi sol! ¡Oh ansia de ansiar! ¡Oh hambre ardiente en la saciedad!

Ellos toman de mí: ¿pero toco yo siquiera su alma? Un abis­mo hay entre tomar y dar; el abismo más pequeño es el más difícil de salvar.
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Un hambre brota de mi belleza: daño quisiera causar a quienes ilumino, saquear quisiera a quienes colmo de regalos: tanta es mi hambre de maldad.

Retirar la mano cuando ya otra mano se extiende hacia ella; semejante a la cascada, que sigue vacilando en su caída: tanta es mi hambre de maldad.

Tal venganza se imagina mi plenitud; tal perfidia mana de mi soledad.

¡Mi felicidad en regalar ha muerto a fuerza de regalar, mi virtud se ha cansado de sí misma por su sobreabundancia!

Quien siempre regala corre peligro de perder el pudor; a quien siempre distribuye fórmansele, a fuerza de distribuir, callos en las manos y en el corazón.

Mis ojos no se llenan ya de lágrimas ante la vergüenza de los que piden; mi mano se ha vuelto demasiado dura para el tem­blar de manos llenas.

¿Adónde se fueron la lágrima de mi ojo y el plumón de mi corazón? ¡Oh soledad de todos los que regalan! ¡Oh taciturni­dad de todos los que brillan!

Muchos soles giran en el espacio desierto: a todo lo que es oscuro háblanle con su luz, para mí callan.

Oh, ésta es la enemistad de la luz contra lo que brilla, el re­correr despiadada sus órbitas.

Injusto en lo más hondo de su corazón contra lo que brilla: frío para con los soles, así camina cada sol.

Semejantes a una tempestad recorren los soles sus órbitas, ése es su caminar. Siguen su voluntad inexorable, ésa es su frialdad.

¡Oh, sólo vosotros los oscuros, los nocturnos, sacáis calor de lo que brilla! ¡Oh, sólo vosotros bebéis leche y consuelo de las ubres de la luz!

¡Ay, hielo hay a mi alrededor, mi mano se abrasa al tocar lo helado!
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¡Ay, en mí hay sed, que desfallece por vuestra sed!

Es de noche: ¡ay, que yo tenga que ser luz! ¡Y sed de lo noc­turno! ¡Y soledad!

Es de noche: ahora, cual una fuente, brota de mí mi deseo, hablar es lo que deseo.

Es de noche: ahora hablan más fuerte todos los surtidores. Y también mi alma es un surtidor

Es de noche: ahora se despiertan todas las canciones de los amantes. Y también mi alma es la canción de un amante. –

Así cantó Zaratustra.

* * *

La canción del baile

Un atardecer caminaba Zaratustra con sus discípulos por el bosque; y estando buscando una fuente he aquí que lle­gó a un verde prado a quien árboles y malezas silenciosamen­te rodeaban: en él bailaban, unas con otras, unas muchachas. Tan pronto como las muchachas reconocieron a Zaratustra dejaron de bailar; mas Zaratustra se acercó a ellas con gesto amistoso y dijo estas palabras

«¡No dejéis de bailar, encantadoras muchachas! No ha lle­gado a vosotras, con mirada malvada, ningún aguafiestas, ningún enemigo de muchachas.

Abogado de Dios soy yo ante el diablo: mas éste es el espí­ritu de la pesadez. ¿Cómo habría yo de ser, oh ligeras, hostil a bailes divinos? ¿O a pies de muchacha de hermosos tobillos?

Sin duda soy yo un bosque y una noche de árboles oscuros: sin embargo, quien no tenga miedo de mi oscuridad encon­trará también taludes de rosas debajo de mis cipreses.

Y asimismo encontrará ciertamente al pequeño dios que más querido les es a las muchachas: junto al pozo está tendi­do, quieto, con los ojos cerrados.

¡En verdad, se me quedó dormido en pleno día, el haragán! ¿Es que acaso corrió demasiado tras las mariposas?

¡No os enfadéis conmigo, bellas bailarinas, si castigo un poco al pequeño dios! Gritará ciertamente y llorará, ¡mas a risa mueve él incluso cuando llora!

Y con lágrimas en los ojos debe pediros un baile; y yo mis­mo quiero cantar una canción para su baile:

Una canción de baile y de mofa contra el espíritu de la pe­sadez, mi supremo y más poderoso diablo, del que ellos dicen que es “el señor de este mundo”».
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Y ésta es la canción que Zaratustra cantó mientras Cupido y las muchachas bailaban juntos:

En tus ojos he mirado hace un momento, ¡oh vida!
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Y en lo insondable me pareció hundirme.

Pero tú me sacaste fuera con un anzuelo de oro; burlona­mente te reíste cuando te llamé insondable.

«Ése es el lenguaje de todos los peces, dijiste; lo que ellos no pueden sondar, es insondable.

Pero yo soy tan sólo mudable, y salvaje, y una mujer en todo, y no virtuosa:

Aunque para vosotros los varones me llame ‘la profunda’, o ‘la fiel’, ‘la eterna’, ‘la llena de misterio’.

Vosotros los varones, sin embargo, me otorgáis siempre como regalo vuestras propias virtudes - ¡ay, vosotros virtuo­sos!»

Así reía la increíble; mas yo nunca la creo, ni a ella ni a su risa, cuando habla mal de sí misma.

Y cuando hablé a solas con mi sabiduría salvaje, me dijo en­colerizada: «Tú quieres, tú deseas, tú amas, ¡sólo por eso ala­bas tú la vida!»

A punto estuve de contestarle mal y de decirle la verdad a la encolerizada; y no se puede contestar peor que «diciendo la verdad» a nuestra propia sabiduría.

Así están, en efecto, las cosas entre nosotros tres. A fondo yo no amo más que a la vida - ¡y, en verdad, sobre todo cuando la odio!

Y el que yo sea bueno con la sabiduría, y a menudo dema­siado bueno: ¡esto se debe a que ella me recuerda totalmente a la vida!

Tiene los ojos de ella, su risa, e incluso su áurea caña de pescar: ¿qué puedo yo hacer si las dos se asemejan tanto?

Y una vez, cuando la vida me preguntó: ¿Quién es, pues, ésa, la sabiduría? - yo me apresuré a responder: «¡Ah sí!, ¡la sabidu­ría!

Tenemos sed de ella y no nos saciamos, la miramos a través de velos, la intentamos apresar con redes.

¿Es hermosa? ¡Qué se yo! Pero hasta las carpas más viejas continúan picando en. su cebo.

Mudable y terca es; a menudo la he visto morderse los la­bios y peinarse a contrapelo.

Acaso es malvada y falsa, y una mujer en todo; pero cabal­mente cuando habla mal de sí es cuando más seduce.»

Cuando dije esto a la vida ella rió malignamente y cerró los ojos. «¿De quién estás hablando?, dijo, ¿sin duda de mí?

Y aunque tuvieras razón, ¡decirme eso así a la cara! Pero ahora habla también de tu sabiduría.»

¡Ay, y entonces volviste a abrir tus ojos, oh vida amada! Y en lo insondable me pareció hundirme allí de nuevo.

Así cantó Zaratustra. Mas cuando el baile acabó y las mucha­chas se hubieron ido de allí sintióse triste.

«Hace ya mucho que se puso el sol, dijo por fin; el prado está húmedo, de los bosques llega frío.

Algo desconocido está a mi alrededor y mira pensativo. ¡Cómo! ¿Tú vives todavía, Zaratustra?

¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué? ¿Hacia dónde? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿No es tontería vivir todavía?

Ay, amigos mios, el atardecer es quien así pregunta desde mí. ¡Perdonadme mi tristeza!

El atardecer ha llegado: ¡perdonadme que el atardecer haya llegado!»

Así habló Zaratustra.

* * *

La canción de los sepulcros
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Allí está la isla de los sepulcros, la silenciosa; allí están también los sepulcros de mi juventud. A ella quiero llevar una corona siempre verde de vida».

Con este propósito en el corazón atravesé el mar.

¡Oh vosotras, visiones y apariciones de mi juventud! ¡Oh vosotras, miradas todas del amor, vosotros instantes divinos! ¡Qué aprisa habéis muerto para mí! Me acuerdo de vosotros hoy como de mis muertos.

De vosotros, muertos queridísimos, llega hasta mí un dul­ce aroma que desata el corazón y las lágrimas. En verdad, ese aroma conmueve y alivia el corazón al navegante solitario.

Aún continúo siendo el más rico y el más digno de envidia - ¡yo el más solitario! Pues yo os tuve a vosotros, y vosotros me tuvisteis a mí: decid, La quién le cayeron del árbol, como a mí, tales manzanas de rosa?
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Aún continúo siendo heredero de vuestro amor, y tierra que en recuerdo vuestro florece con multicolores virtudes sil­vestres, ¡oh vosotros amadísimos!

Ay, estábamos hechos para permanecer próximos unos a otros, oh propicios y extraños prodigios; y vinisteis a mí y a mi deseo no como tímidos pájaros - ¡no, sino como confiados al confiado!

Sí, hechos para la fidelidad, como yo, y para delicadas eter­nidades: y ahora tengo que denominaros por vuestra infideli­dad, oh miradas e instantes divinos: ningún otro nombre he aprendido todavía.

En verdad, demasiado aprisa habéis muerto para mí, voso­tros fugitivos. Pero no huisteis de mí, tampoco yo huí de vo­sotros: inocentes somos unos para otros en nuestra infideli­dad.

¡Para matarme a mí os estrangularon a vosotros, pájaros cantores de mis esperanzas! Sí, contra vosotros, queridísi­mos, disparó la maldad siempre sus flechas - ¡para dar en mi corazón!

¡Y acertó! Porque vosotros erais lo más querido a mi cora­zón, mi posesión y mi ser-poseído: ¡por eso tuvisteis que mo­rir jóvenes y demasiado pronto!

Contra lo más vulnerable que yo poseía dispararon ellos la flecha: ¡lo erais vosotros, cuya piel es semejante a una suave pelusa, y, más todavía, a la sonrisa que fenece a causa de una mirada!

Pero estas palabras quiero decir a mis enemigos: ¡qué son todos los homicidios al lado de lo que me habéis hecho!

Algo peor me habéis hecho que todos los homicidios; algo irrecuperable me habéis quitado: ¡así os hablo a vosotros, enemigos míos!

¡Pues habéis asesinado las visiones y los amadísimos prodi­gios de mi juventud! ¡Me habéis quitado mis compañeros de juego, los espíritus bienaventurados! En recuerdo suyo depo­sito esta corona y esta maldición.

¡Esta maldición contra vosotros, enemigos míos! ¡Pues acortasteis mi eternidad, así como un sonido se quiebra en noche fría! Casi tan sólo como un relampagueo de ojos divi­nos llegó hasta mí, ¡como un instante!

Así dijo una vez en hora favorable mi pureza: «Divinos de­ben ser para mí todos los seres».

Entonces caísteis sobre mí con sucios fantasmas, ¡ay, adón­de huyó aquella hora favorable!

«Todos los días deben ser santos para mí» - así habló en otro tiempo la sabiduría de mi juventud:
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¡en verdad, pala­bras de una sabiduría gaya!

Pero entonces vosotros los enemigos me robasteis mis no­ches y las vendisteis a un tormento insomne: ay, ¿adónde huyó aquella sabiduría gaya?

En otro tiempo yo estaba ansioso de auspicios felices: enton­ces hicisteis que se me cruzase en el camino un búho monstruo­so, repugnante. Ay, ¿adónde huyó entonces mi tierna ansia?

A toda náusea prometí yo en otro tiempo renunciar: enton­ces transformasteis a mis allegados y prójimos en llagas puru­lentas. Ay, ¿adónde huyó entonces mi más noble promesa?

Como un ciego recorrí en otro tiempo caminos bienaven­turados: entonces arrojasteis inmundicias al camino del ciego: y él sintió náuseas del viejo sendero de ciegos.

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