Assassin's Creed. La Hermandad (19 page)

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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Assassin's Creed. La Hermandad
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Entonces, tras otro beso prolongado, se marchó por la puerta por la que había entrado mientras Lucrezia, que parecía alicaída, se iba en dirección opuesta.

¿Adónde iba Cesare? ¿Se marchaba de inmediato? Por su despedida, eso parecía. Rápidamente, Ezio rodeó la circunferencia de la pared hasta que estuvo en una posición desde la que podía ver la puerta principal del Castel.

Estuvo el tiempo suficiente, puesto que mientras observaba, la puerta se abrió en medio de los gritos de los guardias:

—¡Atención! ¡El capitán general parte hacia Urbino!

Y poco después, sobre un caballo negro, Cesare salió cabalgando, acompañado de un pequeño séquito.

—¡
Buona fortuna, padrone
Cesare! —gritó uno de los oficiales de la guardia.

Ezio observó cómo su archienemigo se adentraba en la noche.

«Ha sido una visita relámpago —pensó para sus adentros—, Y no he tenido la oportunidad de matarlo. Nicolás estará muy decepcionado».

Capítulo 24

Ezio volvió a centrar su atención en la tarea que tenía entre manos: encontrar a Caterina. Arriba, en la parte occidental del castillo, distinguió una ventanita hundida en la pared, de la que salía una luz débil. Se dirigió hacia allí. Cuando la alcanzó, vio que no había alféizar sobre el que descansar, pero en su lugar había un estrecho travesaño que salía de la ventana de arriba, al que podía agarrarse bien con una mano.

Miró en la habitación. Estaba vacía, aunque ardía una antorcha en la pared y su aspecto de calabozo le hizo pensar a Ezio que estaba en el camino correcto.

Más adelante, a la misma altura, había una ventana similar. Ezio se acercó y se asomó entre los barrotes, aunque no tenían ningún sentido. Nadie era lo bastante delgado como para escapar por aquella ventana, bajar cuarenta y cinco metros hasta el suelo y seguir por el río hacia algún lugar seguro. La luz era más tenue, pero Ezio vio de inmediato que era una celda.

De repente, respiró hondo. ¡Allí, aún encadenada, estaba Caterina! Se hallaba sentada en un banco áspero contra una pared, pero Ezio no podía ver si estaba atada a él. Tenía la cabeza hacia abajo y Ezio no sabía si estaba despierta o dormida.

Dormida o no, la mujer levantó la cabeza al oír el atronador golpe de la puerta.

—¡Abrid! —oyó Ezio que gritaba Lucrezia.

Uno de los dos guardias de afuera que estaban durmiendo se apresuró a obedecer.

—Sí,
Altezza
. Enseguida,
Altezza
.

En cuanto entró en la celda, seguida de uno de los guardias,

Lucrezia no perdió el tiempo. De la conversación que Ezio había oído, podía suponer el motivo de su enfado: celos. Lucrezia creía que Caterina y Cesare se habían hecho amantes. Él no podía creer que fuera cierto. Su mente se negaba a aceptar la idea de que aquel monstruo depravado hubiera deshonrado a Caterina.

Lucrezia cruzó la celda como una flecha y puso a Caterina de pie estirándola de los pelos para acercar la cara de la prisionera a la suya.

—¡Zorra! ¿Qué tal viaje tuviste de Forli a Roma? ¿Fuiste en el carruaje privado de Cesare? ¿Qué hicisteis?

Caterina la miró a los ojos.

—Eres patética, Lucrezia. Y más patética eres aún si crees que vivo bajo tus mismos parámetros.

Enfurecida, Lucrezia la tiró al suelo.

—¿Qué te dijo? ¿Te contó los planes que tiene para Nápoles? —Hizo una pausa—. ¿Te... gustó?

Caterina se limpió la sangre de la cara y dijo:

—La verdad es que no me acuerdo.

Su sosegada indolencia hizo que Lucrezia montara en cólera. Apartó al guardia de un empujón, cogió la barra de hierro que se usaba para asegurar la puerta y la llevó con fuerza hacia la espalda de Caterina.

—¡A lo mejor sí te acordarás de esto!

Caterina gritó por el intenso dolor y Lucrezia retrocedió, satisfecha.

—Bien. Eso por fin te ha puesto en tu lugar.

Tiró al suelo la barra de hierro y salió de la celda a grandes zancadas. El guardia la siguió y la puerta se cerró de un portazo. Ezio se dio cuenta de que tenía un enrejado.

—Cierra y dame la llave —ordenó Lucrezia desde afuera.

Se oyó un repiqueteo y un chirrido oxidado cuando giró la llave, y luego hizo ruido una cadena cuando le entregó la llave.

—Aquí tenéis,
Altezza
.

Al hombre le temblaba la voz.

—Bien. Si vuelvo y te pillo durmiendo en tu puesto, te haré azotar. Cien latigazos. ¿Entendido?

—Sí,
Altezza
.

Ezio escuchó los pasos de Lucrezia, cada vez más débiles. La mejor manera de llegar a la celda sería desde arriba.

Trepó hasta que llegó a otra abertura, que daba a un puente de vigilancia. Esta vez se encontró a unos centinelas de guardia, pero por lo visto sólo eran dos y patrullaban juntos. Calculó que debían de tardar cinco minutos en completar el circuito, así que esperó hasta que pasaron y entró otra vez de un salto.

Agachado, Ezio siguió a los guardias de lejos hasta que llegó a una entrada en la pared desde donde unos peldaños de piedra conducían al piso de abajo. Sabía que había subido dos plantas más por encima de donde estaba la celda de Caterina, así que tras bajar dos tramos de escalera se encontró en un pasillo similar a aquel donde había presenciado el encuentro entre Cesare y Lucrezia, sólo que en esta ocasión estaba revestido de piedra, no de madera. Volvió sobre sus pasos hacia la celda de Caterina. No se encontró con nadie, pero sí pasó por varias puertas pesadas, con rejas, que sugerían que eran celdas. Cuando la pared describió una curva, siguiendo la línea del castillo, oyó voces más adelante y reconoció el acento piamontés del guardia que había hablado con Lucrezia.

—Este no es sitio para mí —estaba refunfuñando—. ¿Has oído cómo me ha hablado? Ojalá estuviera de vuelta en el puto Torino.

Ezio se inclinó hacia delante. Los guardias estaban de cara a la puerta cuando Caterina se asomó a la reja. Vio a Ezio detrás de ellos, ocultándose entre las sombras.

—Oh, mi pobre espalda —les dijo a los guardias—. ¿Podéis darme un poco de agua?

Había una jarra de agua en la mesa junto a la puerta, ante la que los dos guardias se hallaban sentados. Uno de ellos la cogió y la acercó a la reja.

—¿Necesitáis algo más, princesa? —preguntó con sarcasmo.

El guardia de Turín se rio por lo bajo.

—Venga, ten piedad —dijo Caterina—. Si abres la puerta, puede que te enseñe algo que valga la pena.

Los guardias de inmediato se pusieron más formales.

—No hay necesidad de eso, contessa. Tenemos órdenes. Tened.

El guardia con la jarra de agua descorrió el pestillo de la reja, se la pasó a Caterina y volvió a cerrar la reja otra vez.

—Es la hora del relevo, ¿no? —dijo el guardia piamontés.

—Sí, Luigi y Stefano ya deberían estar aquí.

Se miraron el uno al otro.

—¿Crees que esa zorra de Lucrezia volverá pronto?

—No creo.

—Entonces ¿por qué no vamos a echar un vistazo al cuarto de guardia para averiguar qué les retiene?

—De acuerdo. Tan sólo serán un par de minutos.

Ezio observó cómo desaparecían al girar por la curva de la pared y después fue hasta la reja.

—Ezio —susurró Caterina—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?

—Visitando a mi sastre. ¿Tú qué crees?

—Por Dios santo, Ezio, ¿crees que tenemos tiempo para bromas?

—Voy a sacarte. Esta noche.

—Si lo haces, Cesare te dará caza como a un perro.

—Ya va detrás de mí, pero, a juzgar por esos dos, sus hombres no parecen tan fanáticos. ¿Sabes si los guardias tienen otra llave?

—No lo creo. Le han dado la suya a Lucrezia. Me ha hecho una visita.

—Ya lo sé. La he visto.

—¿Y por qué no has hecho nada para detenerla?

—Estaba al otro lado de la ventana.

—¿Ahí fuera? ¿Estás loco?

—Soy atlético. Bueno, si Lucrezia tiene la única llave, será mejor que vaya a buscarla. ¿Sabes dónde está?

Caterina reflexionó.

—Le oí mencionar que sus aposentos están arriba del todo del Castel.

—Excelente. La llave ya es mía. Quédate aquí hasta que vuelva.

Caterina le lanzó una mirada, le echó un vistazo a las cadenas y luego a la puerta de la celda.

—Vaya, ¿adónde crees que podría ir? —dijo con una seca sonrisa.

Capítulo 25

Ya se estaba acostumbrando a las curvas de las paredes exteriores del Castel Sant'Angelo y descubrió que, cuanto más alto subía, más fácil era encontrar puntos de agarre. Pegado como una lapa, con su capa ligeramente hinchada por la brisa, no tardó en estar a la misma altura que el parapeto más alto y en silencio se impulsó hacia él.

No había mucha caída por el otro lado, tan sólo un metro hasta una estrecha pasarela de ladrillo, desde la que bajaban unas escaleras, a intervalos aislados, hasta un jardín de azotea en el centro de lo que era un edificio de piedra, de una planta, con un tejado plano. El edificio tenía amplias ventanas, así que no era una fortificación adicional, y la luz de muchas velas, que brillaba en el interior, revelaba unas habitaciones de gran opulencia y decoradas con buen gusto.

La pasarela estaba desierta, pero el jardín, no. En un banco, bajo un mangle, estaba sentada Lucrezia con recato, cogida de la mano de un joven apuesto que Ezio reconoció como uno de los actores románticos más destacados de Roma, Pietro Benintendi. ¡Cesare no estaría muy contento si se enterara de aquello! Ezio, una mera silueta, reptó por la pasarela hasta acercarse a la pareja lo máximo que se atrevió, agradecido por la luna que ya había salido, no sólo por la luz que daba sino por los focos de sombra confusos y camuflantes.

—Te quiero tanto que quiero cantarlo al cielo —dijo Pietro ardientemente.

Lucrezia hizo que se callara.

—Por favor, debes susurrarlo sólo para tus adentros. Si Cesare se entera, quién sabe lo que podría hacer.

—Pero estás libre, ¿no? Desde luego he oído lo de tu último marido y lo siento muchísimo, pero...

—¡ Cállate, tonto! —Los ojos color avellana de Lucrezia brillaron—. ¿No sabes que Cesare mandó asesinar al duque de Bisceglie? ¡Estrangularon a mi marido!

—¿Qué?

—Es cierto.

—¿Qué ocurrió?

—Amaba a mi marido y Cesare se puso cada vez más celoso. Alfonso era un hombre apuesto y Cesare era consciente de los cambios que la Nueva Enfermedad le había producido en su cara, aunque sabe Dios que son leves. Hizo que sus hombres detuvieran a Alfonso y le dieran una paliza. Pero Alfonso no era un títere. Le devolvió el golpe cuando aún se estaba recuperando del ataque y ordenó que sus propios hombres contraatacaran. ¡Cesare tuvo suerte de escapar al destino de San Sebastián! Pero entonces ese hombre cruel hizo que Micheletto da Corella fuera a sus aposentos donde estaba tumbado para recuperarse de sus heridas y le estranguló allí mismo.

—No es posible.

Pietro parecía nervioso.

—Quería a mi esposo. Ahora miento a Cesare para disipar sus dudas, pero es una serpiente; siempre alerta, siempre venenosa. —Miró a los ojos de Pietro—. Gracias a Dios que te tengo para consolarme. Cesare siempre ha tenido celos de a quien le ofrezco mis atenciones, pero eso no debería disuadirnos. Además, se ha marchado a Urbino para continuar su campaña. No hay nada que nos estorbe.

—¿Estás segura?

—Mantendré nuestro secreto, si quieres —dijo Lucrezia apasionadamente. Soltó una mano de entre las suyas para moverla a su muslo.

—¡Oh, Lucrezia —suspiró Pietro—, cómo me llaman tus labios!

Se besaron, con delicadeza al principio, y luego cada vez con más pasión. Ezio cambió un poco de posición y sin querer le dio a un ladrillo suelto, que cayó al jardín. Se quedó inmóvil.

Lucrezia y Pietro se separaron de un salto.

—¿Qué ha sido eso? —dijo—. No se le permite a nadie el acceso a mi jardín ni a mis aposentos sin que yo lo sepa. ¡A nadie!

Pietro ya se había puesto de pie y miraba a su alrededor con miedo.

—Será mejor que me vaya —dijo a toda prisa—. Tengo que prepararme para mi ensayo y medir mis versos para mañana. Debo marcharme. —Se inclinó para darle a Lucrezia un último beso—. Adiós, mi amor.

—Quédate, Pietro. Estoy segura de que no ha sido nada.

—No, es tarde. Debo irme.

Con una expresión melancólica, se escabulló del jardín y desapareció por una puerta que había en la pared del otro extremo.

Lucrezia esperó un momento, luego se levantó y chasqueó los dedos. Detrás del refugio de unos altos arbustos que crecían por allí cerca, uno de sus guardias personales salió e hizo una reverencia.

—He oído toda la conversación,
mia signora
, y puedo dar fe de ella.

Lucrezia frunció la boca.

—Bien. Cuéntaselo a Cesare. Veremos cómo se siente ahora que se han cambiado las tornas.

—Sí,
signora
.

El guardia hizo otra reverencia y se retiró.

Una vez que se quedó a solas, Lucrezia cogió una margarita de un macizo de flores que crecía por allí y comenzó a quitarle los pétalos uno a uno.

—Me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere...

Ezio se escabulló por la escalera más cercana y se acercó a ella. Se había vuelto a sentar y le miró al ver que se aproximaba, pero no mostró ningún miedo, tan sólo cierta sorpresa. Bueno, si tenía más guardias escondidos en el jardín, Ezio se desharía de ellos.

—Por favor, continúa. No pretendía interrumpirte —dijo Ezio, que le hizo una reverencia, aunque en su caso era con ironía.

—Vaya, vaya, Ezio Auditore da Firenze. —Le ofreció su mano para que se la besara—. Qué alegría conocerte por fin como es debido. He oído hablar mucho de ti, sobre todo últimamente. Bueno, me imagino que no hay nadie más responsable de los pequeños disgustos que hemos vivido en Roma. —Hizo una pausa—. Es una pena que Cesare ya se haya marchado. Hubiera disfrutado mucho con esto.

—No tengo nada personal en contra de ti, Lucrezia. Libera a Caterina y me retiraré.

Su voz se endureció un poco.

—Me temo que es imposible.

Ezio extendió las manos.

—Entonces no me dejas otra opción.

Salvó las distancias entre ambos, pero con cautela. Aquella mujer tenía las uñas largas.

—¡Guardias! —gritó y dejó al instante de ser una aristócrata para convertirse en una arpía con la intención de arañarle los ojos, pero él la agarró a tiempo por las muñecas.

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