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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (96 page)

BOOK: Assur
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Y algo no muy distinto debió de pasar por la mente del panadero porque, después de mirar a Assur de hito en hito, le habló directamente en nórdico.

—¿Y se puede saber de que
knörr
te has caído tú? —Había descaro y seguridad socarrona en la voz del tahonero, tan ronca y poderosa que desentonaba con el escaso cuerpecillo de su dueño.

Assur sonrió encantado, sin responder, consiguiendo que el otro lo mirase con evidente suspicacia.

—¿O es que te han tirado por la borda? Si vienes a por provisiones y no eres el patrón, no haré tratos contigo —le advirtió el enano con gesto hosco—. Bastantes líos tengo ya…

—No estoy embarcado —contestó al fin Assur.

—Ya me parecía a mí, hubiera sido mucha fortuna la mía hacer un negocio semejante… ¡En estos tiempos! ¡Has tenido suerte de que no te hayan linchado!

Assur no entendió a qué venía semejante afirmación y el enano se dio cuenta.

—No sabes de qué estoy hablando, ¿verdad? —lo instó el panadero con aire circunspecto.

Assur oyó a Thyre, que traspasaba el umbral y se acercaba hasta él. Después de girarse hacia ella y volver de nuevo a mirar al pequeño tahonero de aires tan suficientes, negó moviendo la cabeza de un lado a otro.

El enano miraba a la mujer que había entrado en su negocio con evidente interés y siguió hablando con aquella voz atronadora sin apartar los ojos de ella.

—A saber de qué guindo te has caído tú… Svend Barba Hendida anda como perro rabioso, después de quitarle el sitial a Olav de debajo de su mismo culo, ahora quiere cobrarle las rentas a Ethelred por haberlo ayudado a destronar a los de Haldr —dijo apresuradamente—. Cualquier día aparecerán dos centenares de navíos negros por ese apestoso río y quemarán esta ciudad hasta sus cimientos, o eso, o Svend colocará algún pariente en el trono de Ethelred. —A Assur le sonaba vagamente la cantinela, después de lo que había oído en Groenland aquello parecía lógico—. Así que ahora, mientras Ethelred siga temiendo que le arranquen los calzones a mordiscos, hasta el último de los vendedores de vinos francos que se ha instalado en la ciudad se atreve a mirarnos a nosotros con desprecio —aseguró el enano haciendo un gesto con su mano de dedos amartillados, como pretendiendo envolverlos a los tres en aquella disquisición—. ¿Podéis imaginarlo? Yo, que nací en estas tierras, en uno de los campamentos que instaló Ivar el Sin Huesos cuando arrasó esta maldita isla… ¡Desgraciados!

Assur supuso que el enano sería descendiente de alguno de los hombres que habían dominado aquella franja de la isla de los anglos que él mismo y Thyre habían atravesado para llegar a London.

—Nosotros hemos venido por tierra, desde Jòrvik, y pretendemos seguir viaje al sur. No queremos líos —aclaró el hispano—, solo un barco que nos lleve a Jacobsland o, si no hay otra opción, a Aquitania o Frisia.

El panadero rumió aquellas palabras tasando con la mirada a la pareja.

—Así que solo queréis cruzar el canal… —repuso el enano con aire pensativo.

Por un momento todos guardaron silencio, calibrándose mutuamente. Y, de improviso, el tahonero dio dos palmadas secas que levantaron nubecillas de harina, y Thyre no pudo evitar echar un pie atrás, sobresaltada por el ímpetu de aquel curioso personaje, vestido como guerrero, pero que parecía ejercer de pacífico panadero.

—¡Por Odín y todos los dioses! ¿Y dónde está mi hospitalidad? Pasad, pasad, tomaremos algo y brindaremos por este encuentro. Creo que tengo por ahí algo de hidromiel traído desde la mismísima
isla del hielo

Y el enano se echó a andar con ajetreo de sus piernas arqueadas, lleno de una seguridad y decisión que el propio Grettir el Fuerte hubiera envidiado.

Assur y Thyre, encantados de poder escuchar palabras que comprendían por primera vez en días, lo siguieron sonriéndose cómplices, animados por la arrolladora personalidad del hombrecillo.

Tras el mostrador y los anaqueles llenos de bollos, roscas, tortas y panes de toda condición, estaba el horno, caliente aún a esa hora gracias a la piedra con la que estaba hecho. A un lado había un pequeño almacén, pulcramente ordenado, con una abundante provisión de leña menuda a lo largo de una de las paredes y, en la opuesta, montones de sacos de harina; del techo colgaban roldanas, poleas y anchas cinchas de cuero curtido que, según supuso el hispano, servirían al panadero para manejar aquellos pesos sin problema a pesar de su escasa talla. Más allá se veían en penumbra unas escaleras que debían conducir al piso superior, que, por lo que Assur intuyó, debía de ser la vivienda.

En la pared del fondo, aprovechando el tiro para dar calor a las piezas que hubiera en el piso de arriba, destacaba el horno, cerrado con dos grandes postigos de hierro, el superior para dar acceso a la gran solera de piedra donde se depositaban los bollos de masa y el inferior para servir de boca al quemadero, este último solado por una portezuela que permitía vaciar las cenizas. A su lado había una gran artesa de oscura madera y sencilla factura; la tapa, pulida por la continua labor del amasado, tenía una fina pátina de harina que la blanqueaba, y a los pies corría una tarima alargada con dos escalones para dejarle a Dvalin llegar al interior y poder trabajar.

El panadero rebuscó entre los sacos hasta hacerse con un barrilete que agitó con ansia, llenando el almacén de sonidos acuosos. Después consiguió para Assur un vaso mellado de cobre, para Thyre una sencilla copa de madera y, para él mismo, un bello cuerno labrado con filigranas. Tras servir raciones raquíticas a sus visitantes y llenarse su propio cuenco hasta rebosar, miró a la pareja con sus agudos ojos claros.

—¿Y qué se les ha perdido a dos nórdicos en un lugar como Jacobsland?

La respuesta solo podía ser la que ya habían dado en tantas ocasiones y, una vez más, no pareció resultar demasiado convincente.

—¿Peregrinos? Ya, y yo fui una vez tan alto como el mismo Thor, pero un chaparrón me cogió desprevenido y terminé encogiendo…

Assur no contestó y Thyre solo sonrió. El tono del enano les decía que su incredulidad también incluía la aceptación de la mentira, como si el panadero asumiese que el motivo del viaje de la pareja no era asunto suyo.

El tahonero apuró el contenido de su cuerno y se volvió a servir antes de hablar.

—Será mejor que empecemos de nuevo… Yo soy Dvalin, hijo de Hamal…

El enano hizo una pausa intencionada y Assur contuvo la pregunta a tiempo al notar la suspicacia del curioso panadero. Dvalin era, precisamente, uno de los nombres clásicos de los mitológicos enanos de las sagas nórdicas, pero era evidente que el tahonero no necesitaba que se lo recordasen, pues en sus ojos se veía un hartazgo palpable a las frecuentes chufas que su nombre debía de provocar.

—… Nací en Lindon, en los antiguos dominios del Danelagen conquistados bajo el estandarte del cuervo por los bravos Halfdan Ragnarsson e Ivar el Sin Huesos…

Thyre, encantada con el singular personaje, no pudo evitar sonreír al oír como el enano hablaba de sí mismo como si fuera el protagonista de una de las
eddas
recitadas por los escaldos. Pero ni ella ni Assur quisieron preguntar cómo, con tan nobles antecedentes, aquel que lucía aspecto de guerrero se dedicaba a amasar harinas y grano.

—Yo soy Ulfr Brazofuerte, y ella es Thyre, venimos de Groenland —presentó Assur escuetamente.

Dvalin contrajo el rostro valorando lo que intuía gracias a lo que aquella pareja callaba. Le habían caído bien, no habían hecho una sola mención a su estatura. Y tampoco habían puesto en duda su historia, a la que le faltaba algo de la sinceridad que siempre resultaba más fácil ocultar que revelar.

—Y… ¿ya tenéis barco apalabrado?

El enano Dvalin resultó un excelente aliado en aquella ciudad hostil. Aun a pesar de sus maneras grandilocuentes y su origen nórdico, parecía tener amigos hasta bajo las piedras de la vieja muralla romana; esa misma noche les consiguió alojamiento gracias a una viuda de imponente aspecto que respondía al rotundo nombre de Francesca Della Torre, una lombarda de pura cepa que tiempo atrás había huido de su Milán natal por culpa de las gabelas carolingias y un oscuro lío con un obispo implicado. Con la talla de un hombre corpulento, verla derrochando picardía al lado de Dvalin se antojaba más una broma que cualquier otra cosa, aunque, para regocijo de Thyre, la estrambótica pareja parecía llevar años manteniendo una curiosa relación íntima.

Después de un breve período de prosperidad, en el que las influencias traídas desde Milán habían servido a Francesca y a su marido para conseguir labrarse un modesto porvenir mercadeando con vinos en la llamada barriada de Vintry, donde los aquitanos tenían abiertas múltiples bodegas desde tiempo atrás, todo se había complicado. Un día su esposo, Pelagio, murió fulminado, sin aviso previo, quejándose de grave opresión en el pecho y de falta de aire y, desde entonces, Francesca había tenido que ir recurriendo a sus mañas para salir adelante. Había terminado en algún lugar a medio camino entre convertirse en meretriz, casera, mercachifle y adivina, gracias a una abuela mitad agarena mitad veneciana que le había enseñado a decir la buenaventura.

Tenía una casita de una planta, escondida en un rincón entre las tapias cubiertas de hiedra del caótico barrio de inmigrantes que crecía descontroladamente entre las anchas calles Cannon y Thames, ambas paralelas al cauce del gran río y próximas al arroyo Walbrook, que las cruzaba como queriendo desaguar los rumores y borrachos del cercano puerto. Era una vivienda bien arreglada, con un salón amplio y abierto a la luz del día y un par de estancias que estaban separadas por simples colgaduras de lana basta y apretada. Sin duda, había conocido tiempos mejores, aunque ahora había que conformarse con el enjalbegado que la viuda le daba una vez al año a las paredes. Se mantenía a medias vacía, con los restos de los muebles que Francesca no había querido o no había podido vender. Estaba cerca de la iglesia dedicada al santo Stephen y del gran mercado de la zona de Cheap, lo que les permitía acudir a misa para dar sentido a su pretendida peregrinación y, de tanto en tanto, darse algún capricho gastronómico comprando arceas o alondras con las que satisfacer los eventuales antojos de Thyre.

Gracias a la intermediación de Dvalin, la viuda accedió a cederles uno de los modestos cuartos de la casa por un precio módico que no los obligaría a rascar el fondo de su bolsa si su espera hasta encontrar transporte se prolongaba. Además, desde la mañana siguiente, contento de ayudar a sus compatriotas en aquellas tierras extranjeras, el enano se comprometió a emplearse a fondo y hacer correr la voz entre sus conocidos. El panadero, que bien parecía tener tratos hasta con las ratas de los embarcaderos y las palomas de los campanarios, les aseguró que antes o después encontrarían el modo de salir de aquel albañal inmundo lleno de cobardes anglos.

Pero Assur y Thyre, que no podían saber los esfuerzos que Víkar hacía por encontrarlos, no se tomaron a mal la espera, la grandilocuente Francesca los cuidaba con mimo; les preparaba excelentes comilonas en las que abundaban el ajo y los quesos, y Assur disfrutaba compartiendo con Thyre los avances del embarazo. Muchas noches Dvalin se acercaba a visitarlos y les daba nuevas sobre la ciudad, el puerto y, sobre todo, los barcos; y después de disfrutar de alguno de los rustidos de la lombarda, que parecía querer alimentar al panadero como si pudiera conseguir que creciese tres palmos más, los jóvenes salían con alguna excusa sencilla y le dejaban intimidad a la discordante pareja; sin hacer preguntas indiscretas, conformándose con sonrisas cómplices, incluso cuando entendieron que Dvalin pasaba más tiempo en la residencia de la viuda que en la vivienda que tenía sobre su propio negocio.

Thyre empezó pronto a descubrir que la carga del pequeño que crecía en su interior tenía reservados para ella muchos más inconvenientes de los que imaginaba. Ahora que las náuseas parecían haber quedado definitivamente atrás, la pesadez y el dolor de espalda se convirtieron en la novedad y, muchos días, al llegar la tarde se sentía ya derrengada y sin fuerzas. Assur, esforzado y siempre dispuesto, la atendía con todo el mimo posible, preguntándole a menudo por cómo se sentía y si es que tenía algún antojo y, cuando no las traía el propio Dvalin en sus frecuentes visitas, el arponero se encargaba de acercarse a la tahona para conseguir las tortas que tanto le gustaban a ella; aunque él mismo seguía echando en falta, después de tantos años, el fuerte y macizo pan que su madre cocía en el horno de la pequeña casa de Outeiro.

Los dos esposos hablaban con frecuencia de sus expectativas de futuro y, mientras las prácticas de castellano de Thyre se prolongaban en amorosas veladas de cuchicheos en baja voz para no importunar a la viuda, apartada de ellos únicamente por los bastos cortinajes, Assur le contaba a Thyre cosas sobre las verdes montañas y las interminables praderías garabateadas por ríos y arroyos. Le explicaba cómo sería su hogar, le hablaba sobre la bondad del clima y ella parpadeaba incrédula cuando él le decía que allí, en el sur, la nieve y el hielo solo estaban presentes en lo más crudo del invierno. Pensaban qué nombre le darían a sus hijos, qué cultivarían en sus huertos, qué animales comprarían: soñaban, y esos sueños los hacían felices.

Víkar vagó por la ciudad evitando y provocando líos por igual, pasando la mayor parte del tiempo en largos recorridos por el puerto, siempre ansioso por la posibilidad de encontrarse con sus presas.

Cada noche buscaba una taberna distinta en la que hacer preguntas discretas y dejar incentivos; no obstante, indefectiblemente, terminaba siempre borracho de alcohol y ahíto de frustración, desesperado por tener la oportunidad de despellejar a Ulfr. Sin embargo, necesitaba averiguar mucho más sobre los ritmos de los cargueros o las idas y venidas de los mercantes en el puerto y, aunque prefería pensar que había llegado a tiempo para evitar que se le escapasen, la incertidumbre lo carcomía.

Para resolver el problema del idioma optó por las bravas y, a las pocas noches de estar en London, buscó la más concurrida de las cantinas, un antro pestilente no lejos del mercado de Billingsgate cuyo descascarillado cartel de madera apolillada anunciaba como The Bald Swan. Y, tras pagar un par de jarras de carísimo vino franco, se puso a gritar a voz en cuello hasta que un ceniciento tipejo barbilampiño y escuálido que prolongaba las eses como si le fuera la vida en ello se le acercó.

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