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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (95 page)

BOOK: Assur
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—No estoy segura, pero creo que será para el final del verano… Principios del otoño.

El hispano bajó el mentón para afirmar y meditó unos instantes.

—¿Y crees que podrás viajar?

—No lo sé —confesó ella encogiendo los hombros. Recordaba las historias sobre náuseas matutinas, dolores de espalda y calores inesperados que había oído desde niña—. Yo por ahora no me siento diferente…

Assur empezó a considerar las opciones que tenían, lo poco que sabía de la preñez de las mujeres se limitaba a lo que podía recordar de los últimos embarazos de madre, a lo que había visto en el caso de Toda y a las escasas referencias que los años, en sus idas y venidas, le habían brindado. Y no tenía idea de si tardarían mucho en encontrar un barco que los transportase al sur, de cuánto llevaría la travesía y desde dónde deberían continuar viaje para poder acercarse a Compostela, donde pensaba llegarse al obispado e intentar seguir la pista de Ilduara.

Sabía que existían varias rutas posibles: en lugar de navegar hasta Galicia, podían buscar un navío que los llevase a Frisia o Wendland y seguir el camino franco a la seo del apóstol, así pasarían menos tiempo embarcados, pero luego tendrían que afrontar un viaje por tierra mucho más largo. Aunque, en cualquiera de los casos, seguir pretendiendo pasar como devotos en santo peregrinaje parecía la opción más asequible.

—Será mejor que vayamos paso a paso —dijo aturullado—, lo primero será llegar a Lundenwic, luego ya veremos…

Thyre decidió que lo dejaría a él encargarse de tomar esas decisiones y, sin darse cuenta de que era su embarazo el que la obligaba, desayunó con glotonería; comiendo una ración mayor incluso que la del propio Assur.

Al día siguiente, sin embargo, Thyre entendió mucho de lo que hasta entonces había sido un misterio para ella. Como si el hecho de haber anunciado su condición hubiera servido para ponerla de manifiesto. Se despertó perezosa y derrengada, sintiendo que las últimas millas del día anterior le pesaban como una losa, y no solo no fue capaz de desayunar ni una sola migaja, sino que terminó vomitando los restos de la cena, presa de violentas arcadas.

Assur la atendió con todo cariño, sujetándole la frente y apartando los largos cabellos, susurrándole palabras animosas. Y luego, mientras ella se quejaba de fuertes olores que él no podía percibir, le preparó una tisana con las hojas de una mata de camomila que encontró a la vera de la travesía.

No se pusieron en camino hasta bien entrada la tarde y, a partir de entonces, ralentizaron la marcha para que ella no se sintiera incómoda. Necesitaron todavía tres días más para llegar hasta la gran urbe de los anglos.

El rey Egbert, encumbrado por sus vasallos tras ser capaz de someter a los pueblos de Kent, Mercia, Northumbría y a los rebeldes de la Anglia Occidental, dejando solo para los nórdicos la vieja franja del este de la isla que los de Danemark habían arrasado años atrás, había nombrado a la villa de Winton como la más importante de todos sus dominios, unificados por fin bajo su gobierno desde las antiguas invasiones de jutos y sajones a aquellas tierras aisladas por un hosco mar. Sin embargo, en aquellos convulsos tiempos en que los anglos debían seguir defendiéndose de la sempiterna amenaza normanda, la antigua Lundenwic le había ganado la partida a la ciudad elegida por el viejo rey.

Con gran parte de las murallas que los romanos habían construido allí todavía en pie, la población, servida por el navegable Thames, había medrado en la ribera norte hasta extenderse mucho más allá de la fortificación que los legionarios del antiguo imperio habían levantado. A pesar de los continuos ataques a la ciudad y a todas las costas del sur de la isla, los comercios de London crecían sin parar y sus barrios se llenaban de gentes llegadas desde todos los rincones de aquellos territorios unificados por el viejo Egbert; inmigrantes que se mezclaban con exiliados de las presiones carolingias, con buscadores de fortuna que esperaban medrar en la promesa de la gran ciudad y con más y más clérigos, que fundaban una iglesia tras otra e intentaban encaminar las almas descarriadas que llegaban hasta allí expandiendo con sus monasterios y cenobios el imparable arraigo de la nueva regla de San Benito.

El gremio de los carpinteros construía a destajo, y casas de toda condición se levantaban en la ribera del Thames albergando a nobles, mercaderes y artesanos cuyos dineros atraían a furcias desesperadas y tahúres ansiosos que se refugiaban en las tabernas y posadas que brotaban cerca de los embarcaderos.

Si para Assur, que había conocido Compostela y Nidaros, el asombro fue absoluto, para Thyre, que apenas recordaba otra cosa que las colonias de las
tierras verdes
, lo que sus ojos veían resultaba tan fantástico como los cuentos de dragones y orcos que había oído de niña.

Todo a su alrededor era un maremágnum. Gentes de todo tipo esquivaban carros y carretas cargadas con mercancías ordinarias y exóticas, y también evitaban palanquines en los que nobles y ricos de ampulosas hopalandas de terciopelo presumían de condición y posición. Grandes calles abiertas se enredaban con oscuros callejones apestosos cubiertos por charcos de orín. Y entre las enormes casas de los gremios y los ostentosos palacios de los mercaderes afortunados en los negocios se inmiscuían las casuchas apretujadas de los oficiales y maestros, las de los comerciantes con menos éxito y las de simples desgraciados que se apilaban unos sobre otros en exiguas chozas levantadas entre callejuelas.

Había judíos que dejaban ver los flecos blanquiazules de sus
tzitzit
bajo las costuras de sus jubones, y algunos eran francos que hablaban con el mismo deje que tantos años atrás Assur había escuchado de labios de Jesse. También germanos de voces que recordaban al nórdico, algún sarraceno despistado que había sabido encontrar destino y que llenaba los mercados de melodiosos regateos, y frailes que utilizaban el latín para discutir con sacerdotes de aspecto serio.

La pareja descubrió pronto que los anglos hablaban entre sí en un idioma que les era desconocido y, aunque muchas palabras les resultaron familiares, enseguida entendieron que sus ropas y acento causaban recelo en aquellos a los que preguntaban; y Assur supuso que sería, precisamente, por los continuos ataques que sufrían a manos de los nórdicos de Danemark, una ironía que no se le escapó al hispano, pues también se cruzaron con otros normandos que se dedicaban, simplemente, al mercadeo.

Era su primer día en la ciudad. Habían llegado acompañados de vientos racheados que anunciaban chubascos y, a medida que las nubes se fueron oscureciendo, ellos se introdujeron en el dédalo de calles.

Dieron vueltas y vueltas hasta encontrar la orilla del río y ver los grandes embarcaderos de pilotes en los que bosques de mástiles se alzaban entre pasarelas por las que se descargaban todas las mercaderías imaginables; casi siempre gracias al ingente esfuerzo de desgraciados esclavos de cabeza rapada que, vestidos con harapos deshilachados, sufrían bajo el peso de sus cargas llenando el aire con el hedor reseco y salino de sudores pasados, jugándose la vida entre carromatos sobrecargados y tiros de enormes caballos.

Pero, por más que preguntaron, no consiguieron terminar de entenderse con ninguno de aquellos con los que se toparon. Y se vieron obligados a seguir avanzando, inmersos en la marabunta, buscando alternativas entre miradas reprobatorias y algún gesto obsceno que les recordaban la opinión que los suyos merecían en el lugar.

Cuando comenzaron a caer las primeras gotas, buscando refugio descendieron por la vera del río hacia el este y llegaron a una gran confluencia de calles apelotonadas que alimentaba un espectacular puente que cruzaba las mansas aguas del Thames hasta la orilla sur, donde un pequeño barrio parecía emerger de entre las ciénagas, como si la vida de la ciudad, imparable, no pudiera ser contenida ni siquiera por el enorme brazo de agua. Y Assur se dio cuenta de que, mientras aquellas gentes no se decidieran a fortificar las riberas con torres y castillos como los que el obispo Sisnando había levantado en el Ulla, seguirían sufriendo la acometida de los afilados barcos de los nórdicos.

Sin lograr decidirse por una alternativa mejor, a medida que la lluvia calaba sus ropas, continuaron moviéndose por la populosa ribera septentrional y, ya por la tarde, cruzaron un enorme mercado en el que se exhibían gordas truchas, salmones, sábalos, platijas y mil pescados más de curioso aspecto bajo los gritos e improperios de tenderos descarados que parecían capaces de jurar en todas las lenguas conocidas.

Allí encontraron a un mercio que, entre aspavientos de manos cubiertas de brillantes escamas que llevaban hasta ellos el olor punzante del pescado, fue capaz de chapurrear en nórdico lo suficiente como para que averiguasen que estaban en un lugar llamado Billingsgate y que, si querían buscar acomodo, podían hacerlo si regresaban sobre sus pasos hasta la desembocadura del arroyo Walbrook, cerca de donde los inmigrantes se instalaban, en un barrio llamado Dowgate.

Agotados y desesperados, empapados por el aguacero que arreciaba, tras muchos intentos infructuosos por entre las callejuelas de aquel lugar, consiguieron establo para las monturas y un rincón en la sala de una tabernucha de los aledaños del embarcadero; un lugar umbrío donde se durmieron preocupados y apretando su bolsa, temiendo un robo.

Por la mañana tomaron con desgana unas desagradables gachas aguadas acompañadas de pan mohoso. Y Thyre se sintió incómoda desde que abrió los ojos, con el estómago revuelto y un apetito indeciso que le impedía optar entre el ayuno y la gula.

Cuando salieron del cargado ambiente de la taberna, les pareció haber sido cacheteados por la densa mezcla de olores que les sacudió el rostro. Era un bochornoso día que, bajo nubes que crecían alimentándose con la humedad del río, se prometía agobiante y largo.

—Será mejor que seamos pacientes —dijo Assur con resignación.

Thyre se limitó a asentir con desgana.

Fueron a comprobar que el dueño de los establos no les había engañado y, tras ver que la mula y los caballos estaban bien atendidos, se dispusieron a pasar otra jornada callejeando por la zona portuaria, intentando encontrar barcos que partiesen al sur esa temporada y sin imaginar que, en cualquier esquina, podían encontrarse con el hombre que venía dándoles caza desde su partida de Groenland.

Cubriendo la jornada al galope, Víkar alcanzó la orilla del Thames a tiempo para adelantarse al aguacero que ensombrecía el horizonte. Sin embargo, para su desesperación, entre todos aquellos a los que rebasó en su enfebrecida carrera hacia London, no distinguió a sus presas.

A pesar de sus denodados esfuerzos, se le habían escapado. Por poco; pues en Venonis había sabido que solo le llevaban dos días de ventaja. Únicamente dos, pero se le habían escapado igualmente.

No podían haber llegado mucho antes, aunque eso no le sirvió de consuelo. Fuera como fuese, no había conseguido atraparlos, y Víkar, viendo la lluvia bañar aquel millar de callejuelas, comprendió con rencor que encontrar a aquella pareja entre la turbamulta que atestaba la ciudad iba a ser desesperantemente difícil.

Aquel lugar era enorme, un auténtico laberinto en el que resultaba impensable mantener el rastro fresco. Y enseguida se dio cuenta de que, si esos dos todavía seguían allí, la única opción que tenía era patrullar incansablemente el gigantesco puerto. Sabía que buscaban transporte al sur e imaginó que, quizá con las preguntas adecuadas en manos cargadas de la plata de la que estaba dispuesto a desprenderse, podría dar con ellos. Y su odio no le permitió desfallecer, no pensaba rendirse. Estaba dispuesto a encontrarlos, costase lo que costase.

En su primera noche, resguardándose del chaparrón, consiguió ahogar su ira a base de fuerte licor especiado que le sirvieron abundantemente en cuanto apoyó un trozo de
hacksilver
del tamaño de un huevo de gorrión en el mostrador de uno de los tugurios cercano a los pantalanes.

Y en cuanto despertó, con el palpitar de la resaca royéndole el cogote, su ira se reavivó al recordar lo cerca que había estado de capturarlos. Lo que sirvió para que la oleada de odio que lo embargó reafirmara su empeño; los encontraría antes de que consiguiesen un pasaje al sur.

Parecía haber pulgas suficientes para que hasta el más canijo y tiñoso de los perros callejeros cargase en su lomo regimientos enteros y, cuando se cansaron de pasar los días rascándose desesperadamente las molestas picaduras, dedicaron toda una jornada a buscar un nuevo alojamiento saneado y limpio que, además, les procurase algo de la intimidad que deseaban, ausente en los salones comunes, los tugurios y las posadas que habían probado. Sin embargo, sus esfuerzos resultaron infructuosos, o bien no lograban hacerse entender, o bien recibían frías contestaciones en las que, por las pocas palabras que comprendían y los ademanes de sus interlocutores, el desprecio era obvio.

Después de dos largos días sin pena ni gloria en los que el cese de las náuseas de Thyre fue la novedad más relevante, la suerte se les puso por fin de cara por pura casualidad. En una calle que parecía responder al nombre de Bush Lane encontraron una coqueta tahona en la que se vendían tortas de pan ácimo como las que elaboraban los nórdicos. Y a Thyre, después de las grasosas y pobres comidas de tabernas y cantinas, se le antojó recuperar aquel sabor de infancia.

Entornando los ojos como una niña traviesa, le pidió a Assur que comprase unas cuantas de aquellas piezas redondeadas de blanca corteza y escasa miga.

Contento de ver renovado el baqueteado apetito de su esposa, el hispano se preparó para un duelo de signos y palabras entrecortadas chapurreadas con esfuerzo y, con aire paciente, se dispuso a cumplirle el capricho a Thyre. Pero le bastó ver el aspecto del panadero para, después de la sorpresa inicial, soltar un suspiro de alivio.

De no ser por la corta talla que, aun subido en una tarima, apenas le dejaba mostrar el cuello y la cabeza por encima del mostrador de la tahona, el panadero podría haber pasado por un todopoderoso
jarl
de las tierras del norte. Aunque la neblina harinosa que desprendía en cada uno de sus movimientos rompía un tanto la ilusión, el pequeño hombre de largas guedejas y barba tupida tenía los fieros ojos claros de los nórdicos. Sus rasgos, apenas disimulados por su enanismo, recordaban a aquellos que tantas veces Assur había visto en los hombres con los que se había topado en sus viajes. Vestía ropas de
vathmal
sin teñir, un brazalete de oro labrado como un dragón se enredaba en el músculo de uno de sus cortos brazos combados, y de su escaso pero grueso cuello pendía un enorme colgante tallado con la forma del martillo sagrado de Thor. De haber estado rodeado de escudos y espadas en lugar de panes y palas, bien hubiera podido pensarse que el menudo hombrecillo se preparaba para la guerra.

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