Atomka (3 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Atomka
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Sharko empujó suavemente a su colega y pareja hacia atrás y volvió a abrir. Examinó de nuevo el cadáver y se volvió, mirando a derecha e izquierda.

—En el salón… —dijo Lucie—. Hemos hallado cinta adhesiva y sangre en una silla. Allí es donde ha sido torturado. Lo han atado, amordazado y lo han cortado en las extremidades y el vientre, tal vez con un cuchillo. Luego lo han arrastrado hasta aquí, para encerrarlo en el congelador. Hay sangre por todas partes en el suelo. Luego, lo han observado mientras moría.

Ella se dirigió hacia la ventana, aún con los brazos cruzados. Sharko sentía que tenía los nervios a flor de piel. Desde el drama de sus hijas, a Lucie a veces le costaba mantener la cabeza fría. Ya no asistía a las autopsias. En cuanto a los casos relacionados con niños, nunca se los asignaban.

El comisario Sharko prefirió no darle importancia de momento y concentrarse en su minucioso trabajo de observación. Se dirigió al salón para constatar la información. La silla, las ataduras, la sangre… Los policías, alrededor, registraban los cajones. Sharko vio el retrato de un hombre y una mujer, enmarcado. Estaban maquillados, llevaban un sombrero y soplaban unos matasuegras. Eran felices. Uno de ellos era la víctima. Rubio, delgado, con verdaderas ganas de vivir centelleando en la mirada.

Sin embargo, alguien había decidido abreviar su existencia.

Volvió a la cocina y se dirigió al forense.

—¿Por qué iba a poner la ropa de la víctima en el congelador? ¿Crees que lo hizo antes o después de la muerte? Quizá para él fuera simbólico y…

Chénaix y él eran amigos. Almorzaban e iban a tomar copas juntos, una o dos veces al mes. El especialista no se contentaba con realizar autopsias, y le gustaba seguir de cerca la investigación, conversar con los policías y conocer el detalle de aquellas historias de las que él abría la primera página sin cerrar jamás el libro.

—No tiene nada de simbólico. Creo que la víctima estaba vestida al entrar ahí. Habrá que echarle un vistazo más preciso a la ropa cuando se haya descongelado, pero los cortes en los vaqueros y la camisa tienden a probar que no lo desnudó para torturarlo. Fue él quien se desnudó en el congelador.

—Eso me lo tendrás que explicar.

—¿Nunca has recogido a un vagabundo muerto de frío? A algunos los encuentran desnudos, con la ropa justo al lado. Eso pasa cuando hace mucho frío, es lo que se conoce como desnudo paradójico. La víctima cree que tendrá menos frío completamente desnuda. En la mayoría de los casos, el acto tiene lugar justo antes de la pérdida definitiva de conciencia. Ese comportamiento se debe a cambios en el metabolismo cerebral. Digamos que el cerebro empieza a hacer gilipolleces y la víctima hace o dice cualquier disparate.

Lucie contemplaba su reflejo en la ventana. Afuera, los copos zigzagueaban lentamente. Si sus hijas hubieran estado allí, habrían gritado de alegría, se hubieran puesto los guantes y los chaquetones y habrían salido corriendo. Más tarde, habrían aparecido los muñecos de nieve, las batallas de bolas de nieve y las carcajadas.

Con infinita tristeza, inspiró y permaneció frente al cristal.

—¿Cuánto tardó en morir? —preguntó ella sin volverse.

—A primera vista, los cortes son superficiales. Debió de perder el conocimiento cuando su temperatura corporal descendió por debajo de 28 °C. Todo sucede muy deprisa cuando alrededor de uno hace -18 °C. Los gráficos lo confirmarán, pero diría que apenas una hora.

—Una hora es mucho.

Sharko se incorporó y se frotó las manos. Se habían tomado fotos para inmortalizar la escena. Podría visualizarla cuando quisiera, por la mañana o por la noche, desde todos los ángulos. Ya no servía de nada seguir en aquella maldita habitación. Dejó finalmente que intervinieran los técnicos de Identificación Judicial. Los hombres de blanco cerraron las puertas, enchufaron los calefactores eléctricos encima del congelador y los pusieron en marcha. Podrían haber acelerado las cosas con un secador eléctrico o un soplete, pero se correría el riesgo de destruir alguna pista.

Bajo la luz de los proyectores, los cristales de hielo centellearon e hicieron aún más evidente la atroz desnudez del cuerpo mutilado. Aquella gruta de escarcha fue su último refugio y se había hecho un ovillo como si tratara de calentarse por última vez. Muerto de frío, Sharko se acercó de nuevo, con el ceño fruncido. Se inclinó sobre el interior del congelador.

—¿Son imaginaciones mías o hay inscripciones en el hielo, debajo de los codos?

Lucie no reaccionó, aún cruzada de brazos, con la mirada fija en el cielo cargado. A su espalda, Chénaix se aproximó al congelador y se asomó.

—Llevas razón, ha tratado de escribir algo…

Se incorporó y se dirigió a los técnicos:

—Rápido, ayúdennos a sacar el cadáver sin estropearlo, antes de que el hielo se derrita.

Se pusieron manos a la obra sin la ayuda de Lucie y, tan delicadamente como fue posible, lograron despegar a Christophe Gamblin, arrancándole un mínimo de piel.

El comisario trató de descifrarlo:

—Parece que esté escrito… ACONLA, o… ¡Maldición, algunas letras están medio borradas!

—La C podría ser una G —dijo Chénaix—, y la L una Í. Eso daría AGONÍA. Coincide con lo que ha sufrido, ¿verdad?

3

L
a ley protege a la persona dentro de su cuerpo, pero no protege al cuerpo ya solo, que se convierte en un objeto de difusos límites jurídicos. A ojos de la ley, Christophe Gamblin ya no era una persona, sino un cuerpo. Y a medida que pasaban las horas, la autopsia del escenario del crimen revelaba toda su intimidad. Abrían sin miramientos sus cajones, registraban sus facturas y trataban de averiguar a quién había visto últimamente y cuándo, interrogando a sus vecinos y allegados.

Sabían ya, sin haber hurgado demasiado, que vivía en la casa de su padre divorciado, que tenía un crédito para su coche y podían listar parte de sus contratos y suscripciones. En unas fotos reveladas recientemente aparecía en compañía de una mujer —la del sombrero y el matasuegras— y de amigos en unas fiestas particulares. Habría que interrogar a todas esas personas. A su pobre perro se lo había llevado la Sociedad Protectora de Animales, a la espera de que algún allegado quisiera recuperarlo. Los policías rebuscaban en su vida, en su tiempo libre, entre sus sábanas. Pasaban su domicilio por el rodillo compresor.

Lucie y Sharko dejaron que se llevara a cabo la investigación de proximidad y abandonaron el lugar del crimen a eso de la una del mediodía, para dirigirse a la redacción de
La Grande Tribune
, en pleno distrito IX de París. Era la dirección que figuraba en las tarjetas de visita profesionales de la víctima y tal vez fuera allí donde fue visto por última vez. Se siguieron en sus respectivos coches, bajo los tímidos copos, y una hora más tarde aparcaron cerca del bulevar Haussmann, en un aparcamiento subterráneo.

Una vez juntos, salieron a la superficie. El viento hacía ondear las bufandas y se metía por las bocas del metro. Los adornos navideños y la nieve conferían un aire festivo a los grandes bulevares. Lucie contempló con tristeza las enormes bolas rojas suspendidas sobre la calle.

—En Lille, con las niñas, siempre poníamos el árbol de Navidad el 1 de diciembre y les daba a cada una un calendario de adviento, que hacía yo misma, con sorpresas. Una sorpresa para cada día.

Se metió las manos en los bolsillos y calló. Sharko no sabía qué decir. Solo sabía que las fiestas, las vacaciones escolares o los anuncios de juguetes eran para ambos un verdadero infierno. Lucie asociaba cada ruido, sonido u olor a un recuerdo relacionado con sus hijas, y se las acercaba cual velitas que se encendieran sin cesar. Sharko volvió a su sórdido caso.

—Por el camino he recibido noticias. Han encontrado el móvil de Christophe Gamblin, pero no hay ni rastro de la presencia de algún ordenador. Sin embargo, sus facturas indican que compró un nuevo ordenador hará algo más de un año.

A Lucie le llevó un tiempo deshacerse de sus pensamientos y adentrarse en la conversación.

—¿Alguna denuncia por robo?

—No. Y en cuanto a su conexión a internet, estaba abonado a Wordnet… No tenemos suerte.

Lucie hizo un mohín. Wordnet era uno de los operadores que no daban ninguna información acerca de las cuentas de sus abonados, ni siquiera muertos en el marco de un caso criminal. Se estaban preparando leyes que permitirían el acceso a datos confidenciales, pero, de momento, tendrían que apañárselas. Lo único que la policía podría obtener serían los
logs
de conexión: los lugares y las horas de conexión de Christophe Gamblin mediante su cuenta y solo a lo largo de los últimos seis meses. En ningún caso tendrían acceso a sus correos electrónicos, a las páginas que consultaba o a sus contactos…

—Así que el asesino se ha llevado el ordenador. ¿Se tratará de un asunto en el que trabajaba Gamblin? ¿Lo habrá hecho alguien a quien conoció a través de internet? ¿O será un medio de apropiarse aún más de la víctima?

Sharko se encogió de hombros.

—Por lo que respecta a la palabra grabada en el hielo: la búsqueda de «Aconla» no ofrece ningún resultado, pero la de «Agonía» es más prometedora. Es el título de una novela, de una película italiana, el nombre de una agencia de marketing.

—¿Por qué lo escribiría?

—Robillard lo investigará. También está examinando las facturas de teléfono, pero son un lío. Hay números por todas partes. Gamblin era periodista, así que su teléfono era como su tercer brazo.

Los locales de
La Grande Tribune
se hallaban en un antiguo aparcamiento, y eso les confería una arquitectura muy particular. El diario nacional empleaba a más de ciento treinta periodistas y cuarenta corresponsales, y tenía una tirada de ciento sesenta mil ejemplares. Se accedía de una planta a otra siguiendo un itinerario en espiral, cubierto de moqueta gris. Los dos policías tenían cita en la tercera planta, con el redactor jefe de la víctima. Por doquier había gente que se desplazaba ajetreadamente, los ordenadores zumbaban y unos y otros desaparecían detrás de inmensas pilas de papeles. Últimamente, la conquista del espacio ocupaba los titulares de todos los periódicos. El director de la Agencia Federal Espacial Rusa había anunciado que pronto se hallarían en condiciones de enviar hombres al lejano espacio, a Júpiter y más allá, y prometía nuevas soluciones a la interminable duración del viaje de los astronautas.

Las miradas siguieron a los policías y a su paso se impuso un extraño silencio. Un tipo vestido con traje y de rostro pétreo… Una mujer en vaqueros, botas militares, cazadora corta y cola de caballo, y a la que se le adivinaba la pipa con solo mirar su cazadora abrochada… No cabía duda de que todos los empleados ya habían sido informados del asesinato de Christophe Gamblin por el redactor jefe, a quien la policía se lo había comunicado antes de mediodía.

Sébastien Duquenne recibió a los policías con aspecto grave. Cerró la puerta de su pequeño despacho lleno de papeles y los invitó a tomar asiento.

—Lo que ha sucedido es horrible.

Intercambiaron algunas banalidades y Lucie pidió al tipo alto y delgaducho, bien entrada la cuarentena, que les hablara de su colega.

—Por lo que sé, primero se ocupó de la crónica judicial y luego de sucesos. Trabajamos juntos desde hace seis años, pero no puedo decir que lo conociera bien. La mayor parte del tiempo redactaba sus artículos en casa y me los enviaba por correo electrónico. Trabajaba solo, sin fotógrafo. Independiente y perspicaz. Nunca se metía en líos, para nada.

—¿Qué temas trataba?

—Se dedicaba a los perros atropellados y otras historias de poca monta, en la mayoría de los casos muy sórdidas. Accidentes, ajustes de cuentas, asesinatos… Antes, pasaba el tiempo en los juzgados, escuchando los casos más horribles. Quince años hartándose de crímenes, quieras o no. —Se aclaró la voz, azorado, consciente de que las dos personas que tenía ante él no ejercían un oficio mucho más envidiable—. Nunca fue a ver a la competencia. A pesar de todo, creo que aquí se sentía a gusto. Frecuentaba a mucha gente y conocía el oficio.

—¿Le gustaba el oficio?

—Sí, era un apasionado.

—¿Se movía mucho?

—Siempre estaba en la calle, sí, pero no se iba muy lejos, París y los alrededores. Ese era su coto de caza. Nuestro periódico pertenece a un grupo que posee diversas redacciones regionales, cada una con sus titulares y sus sucesos. Sin embargo, hay unas páginas comunes para la actualidad.

—Nos gustaría leer sus últimos artículos.

—No se preocupen. Se los haré llegar enseguida si me dan un correo electrónico.

Sharko le entregó una tarjeta de visita y prosiguió con las preguntas habituales. Según el redactor jefe, Christophe Gamblin no tenía ningún problema en particular en su lugar de trabajo. Ni disputas ni enemigos, a parte de alguna bronca aquí y allá. Cuando estaba allí, trabajaba en el
open space
, a menudo en lugares diferentes, y siempre utilizaba su propio ordenador portátil para ahorrar tiempo.

Lucie bajó la vista hacia un organigrama mural, a espaldas de él, en el que podía leerse el nombre de los empleados, con su foto y los días de presencia indicados con pequeñas pastillas de colores.

—Hay una foto y un nombre en el organigrama: «Valérie Duprès»… La hemos visto en un retrato enmarcado en casa de Christophe Gamblin. Ausente desde hace seis meses, según sus datos. ¿Le ha sucedido algo grave?

—No, no especialmente. Disfruta de un año sabático. Quiere escribir un libro sobre un tema que la hará viajar por el todo mundo. Valérie es periodista de investigación, anda detrás de lo desconocido, de lo que nos ocultan. Tiene mucho talento.

—¿De qué trata el libro?

Se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe. Será una gran sorpresa. Hemos intentado averiguarlo, pero Valérie sabe guardar un secreto. En cualquier caso, estoy convencido de que su libro será la bomba. Valérie es brillante y concienzuda en su trabajo.

—Ella y Christophe Gamblin parecían muy próximos.

Asintió.

—Lleva usted razón, eran muy próximos, pero no estaban juntos, creo. Valérie llegó hará unos cinco años y ella y Gamblin enseguida hicieron migas. Sin embargo, Valérie no es una empleada fácil. Ligeramente paranoica, hipercerrada y cabrona como pocos, si me permiten la expresión. Una periodista de investigación en todo su esplendor.

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