Bellanger sopesó la dimensión de lo que acababa de oír. Si Sharko decía la verdad, el individuo en cuestión presentaba todas las características de un peligroso desequilibrado.
—¿Contamos con una descripción del agresor del enfermero?
Sharko meneó la cabeza.
—No que yo sepa. El enfermero presentó una denuncia en la comisaría de Bourg-la-Reine. Tendré que consultar el informe lo antes posible. Tal vez tengan una descripción o alguna pista.
Bellanger señaló su pantalla con el mentón, muy serio.
—¿El mensaje te sugiere algo? Con todo lo que me acabas de contar, está claro que el desconocido se dirige a ti. Sabía que su acto estrambótico haría que los gendarmes analizaran la sangre y así se llegaría hasta ti.
Sharko se inclinó hacia adelante, apoyando ambas manos sobre la mesa. Una vena muy hinchada latía en mitad de su frente.
—«Nadie es inmortal. Un alma en la vida y en la muerte. Allá, ella te espera». ¡Qué diablos! ¿Quién me espera, y dónde?
—Piensa. ¿Estás seguro de que…?
—¡Pues claro!
Volvió a caminar nervioso, con el mentón pegado al esternón. Reflexionaba y trataba de comprender el significado del extraño mensaje. Era muy difícil, dado su estado nervioso. Mientras, Bellanger conectó su ordenador a una impresora.
—Voy a explicárselo a los bretones, pero sin contarles demasiadas cosas —dijo—. ¿Qué indicios tenemos?
Sharko dobló la foto impresa que su jefe le tendió y se la metió en el bolsillo. Respondió con cierto retraso.
—¿Indicios? Ninguno. Hurault fue asesinado en su coche a golpes de un destornillador que nunca fue hallado. Aparte de mi ADN, no hay ningún otro rastro biológico ni papilar, nada. No hubo testigos. Se rastreó todo, se interrogó a las prostitutas y a los travestis del bosque de Vincennes, a los vecinos de Hurault y los indicios solo conducían a callejones sin salida. Ese ADN me causó tantos problemas que hasta estuve a punto de ir al talego. Nadie quiso creerme.
—Admite que la hipótesis del tipo que abandonó un pelo de tu ceja solo para implicarte era un poco disparatada. Fuiste el primero que intervino en la escena del crimen. Ese pelo de tu ceja pudo caerse en ese momento. La contaminación de la escena de un crimen es algo habitual, es por esa razón por la que estamos fichados.
—¿Y si yo no hubiera intervenido ese día? Habríais hallado igualmente ese pelo, y eso me hubiera hundido. Ese tipo quiere joderme. Ha sabido permanecer en silencio más de un año para reaparecer unos días antes de Navidad.
Sharko se sintió violado. Sus pelos, ahora su sangre… Si durante los últimos meses alguien había estado siguiéndolo y vigilándolo, ¿cómo se las había apañado para que él, un policía, no se diera cuenta? ¿Hasta qué punto lo conocía, ese extraño fantasma? Un loco violento se dirigía a él. Lo desafiaba abiertamente. ¿Quién era? ¿Un tipo al que había detenido y que había purgado su pena? ¿El hermano, el padre o el hijo de un presidiario? ¿O uno de los miles de enfermos que llenaban las calles de la capital? El policía ya había investigado en las fichas de excarcelaciones, incluso en los archivos de los casos de los que se había ocupado en el pasado, sin hallar nada en absoluto.
Preocupado, pensó en Lucie, en su propia esterilidad, en ese bebé que ella deseaba más que cualquier otra cosa en el mundo y que quizá nunca tendría por culpa de toda esa mierda que les devoraba las neuronas y el estómago.
—Lucie y yo nos marcharemos unas semanas —dijo, a falta de otras ideas—. Necesito pensar y tomar aliento. La investigación que tenemos entre manos con la víctima del congelador y su amiga desaparecida será muy larga y muy compleja. Y solo faltaba ahora esta historia del loco. Lo último que necesito es un psicópata que me persigue y me amenaza. Tenemos que dejar el apartamento, tenemos que… —Se apoyó contra la pared y alzó la mirada al techo—. No sé qué tenemos que hacer. Por una vez, simplemente quisiera pasar unas buenas fiestas de Navidad, lejos de toda esta mierda. Vivir como cualquier otra persona.
Bellanger lo miró sin animosidad.
—No soy yo quien debe decirte qué hacer, pero huir de los problemas nunca ha ayudado a resolverlos.
—¿Así que, para ti, un enfermo que me pisa los talones y sabe dónde vivo solo es un problema?
—Sobre todo, os necesito a los dos para la investigación. Eres el poli más tarado y el mejor que conozco. Jamás has soltado presa y menos un caso que acaba de empezar. Sin ti, el equipo no es el mismo. Los demás te escuchan a ti. Eres tú quien lleva el timón. Y lo sabes.
Franck Sharko recuperó su teléfono móvil de encima de la mesa. Tenía los músculos rígidos, agarrotados, y le dolía la nuca. Tanto estrés… Se dirigió hacia la puerta, empuñó el picaporte y, antes de abrir, añadió:
—Gracias por los piropos, pero tengo que preguntarte algo.
—Adelante.
—Lucie se ausenta a menudo de casa con excusas vagas. Dice que tiene trabajo, que tiene que ocuparse del papeleo, pero sé que es mentira. A veces vuelve tarde por la noche. ¿Os veis, tú y ella?
Bellanger abrió unos ojos como platos.
—Nos vemos, quieres decir que… —Silencio—. ¿Estás loco? ¿Por qué dices eso?
Sharko se encogió de hombros.
—Olvídalo. Creo que no tengo la cabeza muy clara, esta noche.
Con la cabeza tan pesada como un informe criminal, salió y desapareció por el pasillo.
L
ucie volvía a colocar en su lugar un marco con la foto de dos niños cuando Paul Chénaix se reunió con ella. El médico se había duchado rápidamente, se había peinado su cabello moreno hacia atrás, se había puesto ropa limpia y olía a desodorante. Tenía unos cuarenta años y era muy dinámico, de aspecto menos estricto que cuando vestía la bata, con sus gafas de cristales ovalados y su fina perilla. De hecho, era un tipo normal. Lucie y Sharko ya habían almorzado varias veces con él, y habían conversado acerca de todo excepto de muertos y de investigaciones.
—Los niños que crecen nos recuerdan lo deprisa que pasa el tiempo —dijo Lucie—. Me gustaría conocer a tus renacuajos. ¿Vendrás con ellos y con tu esposa a casa, un día de estos?
Paul Chénaix sostenía una cajita de plástico con las muestras conservadas dentro de tubos sellados y un dictáfono.
—Podemos organizarlo, claro.
—«Podemos» no, tenemos que hacerlo.
—Habrá que hacerlo, sí. ¿Te encuentras mejor?
Lucie lamentaba la flojera pasajera de la que había sido víctima un rato antes. Hubo un tiempo en que podía afrontar cualquier cosa, un tiempo en el que la oscuridad de los casos criminales la excitaba más que cualquier otra cosa. Había dejado de lado incluso a sus propias hijas, su vida amorosa, sus deseos de mujer. Ahora todo era tan diferente… Ojalá pudiera arrojar un puñado de polvos mágicos al aire, volver atrás y cambiarlo todo. Por lo menos, logró sonreírle.
—El vigilante ha tenido la amabilidad de invitarme a un enorme donut de chocolate. Mi madre se ha quedado con mi labrador,
Klark
, que adora esos donuts y, desde que está con ella, pesa diez kilos más.
—Es verdad que no es muy dietético, pero te hubiera sentado bien comerlo antes. Contrariamente a la creencia popular, siempre es mejor comer algo antes de asistir a una autopsia, porque así se evita que se remueva el estómago.
—No he tenido tiempo.
—Ya nadie tiene tiempo para nada, hoy en día. Hasta los muertos tienen prisa, hay que tratarlos inmediatamente. Ya no hay manera de hacer las cosas como es debido.
Se dirigió a su mesa de despacho y depositó las muestras de fluidos, uñas y cabellos ante Lucie.
—De todas formas, no te has perdido nada. Todos los indicios médico-forenses muestran que se trata de una muerte por hipotermia. El corazón acabó deteniéndose.
Aún de pie, abrió un cajón y extrajo un dossier de unas cuarenta páginas.
—Esto es una impresión del informe de la autopsia que me ha enviado por correo electrónico mi colega de Grenoble, a última hora de la tarde. Hemos hablado mucho por teléfono. Christophe Gamblin fue a verlo hará más de tres semanas, con la excusa de que pretendía escribir un artículo sobre la hipotermia, y se presentó como periodista de sucesos.
Depositó el documento frente a él.
—Una historia curiosa…
—Soy toda oídos.
Paul Chénaix se instaló en su silla de ruedecillas y desplegó las páginas frente a él.
—La víctima de aquel caso se llamaba Véronique Parmentier, de treinta y dos años, ejecutiva en una empresa de seguros en Aix-les-Bains. El cuerpo fue extraído del lago de Paladru, en Isère, a las nueve y doce minutos de la mañana, el 7 de febrero de 2001, a una temperatura exterior de -6 °C. La víctima residía a treinta kilómetros de allí, en Cessieu. Esa historia ocurrió hace diez años y, sin embargo, Luc Martelle aún la recordaba muy bien antes incluso de que Christophe Gamblin fuera a husmear en ese asunto… Y para responder de inmediato a la pregunta que me harás: el caso nunca fue resuelto.
—Un caso, dices. ¿Así que no fue un accidente?
—Lo entenderás enseguida. En primer lugar, ¿sabes qué sucede en caso de muerte por ahogamiento?
—Nunca he trabajado en ninguno. Explícamelo.
—Es una de las muertes en las que el forense se desplaza en todas las circunstancias para llevar a cabo las primeras constataciones para verificar que realmente se trata de un ahogamiento. En los cadáveres frescos se busca en primer lugar el hongo de espuma que aparece en la boca y las vías nasales. Es la mezcla de aire, agua y mucosidad que se crea en el último reflejo de respiración, inevitable. Por lo general, sale al exterior y, por lo tanto, es visible. También hay muchas otras señales externas inconfundibles: petequias en los ojos, piel con carne de gallina, cianosis del rostro o la lengua cortada debido a una crisis convulsiva. Y, en el caso de nuestra víctima, no había ninguna de esas señales. Su ausencia, sin embargo, no permitía descartar el ahogamiento. Solo la autopsia podía desvelar el secreto del cadáver.
—¿Y al final? No murió ahogada, ¿verdad?
—No, pero murió sumergida en el agua.
—Confieso que…
—Es normal que te cueste entenderlo. En esta historia nada está claro. —Hizo una pausa y colocó correctamente el marco con la foto de sus hijos. Probablemente se preguntaba cómo explicar de forma sencilla un caso complicado—. Cuando mi colega abrió no había ningún signo de ahogamiento. Los pulmones estaban limpios y no presentaban distensión ni derrame pleural o pericárdico. Había que investigar más. Hay un factor irrefutable que suele demostrar el ahogamiento: la presencia de diatomeas. Se trata de microalgas unicelulares que se hallan en todos los medios acuosos. En el último reflejo de respiración, el ahogado inspira agua y con ella diatomeas. Esas diatomeas se hallan en la autopsia en los pulmones, el hígado, los riñones, el cerebro y la médula ósea. En el lugar de un presunto ahogamiento, un lago, por ejemplo, se toman en teoría tres muestras del agua: una en la superficie del lago, otra a media profundidad y la última en el fondo. En general, sin embargo, se contentan con la muestra de la superficie, allí donde flota el cadáver, puesto que de lo contrario se requieren submarinistas y eso lo complica todo.
—Eso con objeto de comparar las diatomeas de las diferentes muestras de agua del lago con las presentes en los tejidos del cadáver.
—Exactamente, hay que compararlas. Date cuenta que la presencia de diatomeas en los tejidos humanos es posible incluso aunque no haya habido ahogamiento, puesto que algunas están presentes en el aire que respiramos o en los alimentos que ingerimos. Por tanto, para confirmar un ahogamiento en un lugar determinado, se requieren por lo menos veinte diatomeas comunes entre las muestras de agua obtenidas y los análisis de los tejidos de la víctima. —Tendió una hoja a Lucie—. El informe de Martelle constata que no había ninguna diatomea común. La víctima no falleció en ese lago, y no se había ahogado.
—Un cadáver al que se había asesinado en otro sitio y que fue desplazado.
—No exactamente. Agárrate, porque aún hay cosas más extrañas.
Se humedeció el índice con la punta de la lengua e hizo pasar las páginas del informe. Lucie se dio cuenta de que había aprovechado para mirar de reojo su reloj. Eran las diez y cinco de la noche. Su mujer debía de esperarlo, sus hijos ya estarían en la cama, y Madonna debía de animar al público.
—Había agua en las vías intestinales de la fallecida. Siempre hay después de varias horas de inmersión en el agua de un cadáver. Penetra naturalmente por las vías nasales o por la boca, entra en el circuito intestinal y ahí se queda. Y, al comparar las diatomeas de las muestras del lago con las presentes en el agua de los intestinos, adivina…
—¿No había coincidencias?
—Las aguas debieron de mezclarse y las diatomeas viajarían, así que por fuerza tenía que haber algunas coincidencias. Pero, en cualquier caso, no las suficientes. El agua presente en el cuerpo de la víctima no procedía del lago. Mi colega, al ver eso, pidió un análisis más pormenorizado de esa agua. Las características y las diferentes concentraciones de elementos químicos, en particular el cloro y el estroncio, no dejaban lugar a dudas: se trataba de agua del grifo, que había entrado en la víctima después de su muerte y de manera natural.
Lucie se echó el pelo hacia atrás con un gesto nervioso. Era tarde, el día había sido agotador y ese esfuerzo cerebral suplementario se le hacía cuesta arriba.
—Así que me estás diciendo que no se ahogó, sino que fue sumergida en agua del grifo una vez muerta, para luego echarla al lago…
—Exactamente.
—Es alucinante. ¿Se sabe la verdadera causa de la muerte?
—Envenenamiento. Los toxicólogos del laboratorio hicieron gala de buen olfato, porque es uno de los envenenamientos más difíciles de detectar. Los análisis pormenorizados revelaron la presencia de una elevada cantidad de sulfuro de hidrógeno en sus tejidos. Para ser exacto… 1,47 microgramos en el hígado y 0,67 microgramos en los pulmones.
—¿El sulfuro de hidrógeno es ese gas que huele a huevos podridos?
—Y que emiten a veces las cloacas o las fosas sépticas, sí. Es fruto de la descomposición de la materia orgánica por las bacterias. Se halla también junto a los volcanes. Sin duda, eso fue lo que la mató. En una cantidad escasa, ese gas puede provocar desvanecimientos y conlleva la muerte en caso de una inhalación más fuerte.