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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Atomka (35 page)

BOOK: Atomka
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La partida constaba de veintitrés.

Dos jugadas más que conducían irremediablemente a la muerte del rey negro.

Clac, clac, Sharko seguía haciendo desfilar las fotos y trataba de visualizar mentalmente una silueta. Si el asesino se identificaba con Adolf Anderssen debía de poseer una personalidad de un rigor ejemplar. Anderssen era un teórico del juego clásico, sin jugadas alocadas, un devorador de literatura ajedrecista más que un luchador compulsivo. «La Inmortal», con todas sus piezas negras presentes pero ineficaces, podía mostrar la imagen que el asesino tenía de los policías: un ejército de incompetentes de los que se reía abiertamente, incapaces de atraparlo. ¿Sentiría un odio sin límites hacia la policía?

En su análisis mental, el policía vio también a un viajero, un hombre en la sombra, un metrónomo, que sabía dónde y cuándo golpear, con la mayor discreción. Hoy, ese monstruo tenía un objetivo último, un único motivo: la destrucción. Había convertido a Sharko en un cristal de odio, una pieza a aniquilar pero no demasiado deprisa. Para ello, probablemente había dejado de lado todas sus actividades anexas, su ocio, para consagrarse a esa monstruosa venganza (como Anderssen, jugando al ajedrez durante las vacaciones, pues era profesor de instituto) sin que nadie se diera cuenta de nada.

Clac… Aquella vieja torre de cambio de agujas fotografiada hasta el menor rincón. Sharko cerró los ojos y reflexionó. ¿Por qué habría elegido ese edificio en particular? El asesino había buscado un lugar aislado, oculto a la vista de cualquiera que pasara, donde estaba seguro de que no lo molestarían. Pero alrededor de París había cientos de lugares así. ¿Por qué habría elegido ese?

Sharko desplegó un mapa de la capital que había traído consigo. Trazó unas cruces en los puntos estratégicos. La impresora del distrito I. Aquel lugar, en el distrito XVIII, a solo unos kilómetros. Garges-lès-Gonesse, donde Gloria había sido raptada. El policía sabía que ese tipo de perverso actúa en la mayoría de las ocasiones en entornos que le son familiares. El hombre había recorrido una veintena de kilómetros para depositar a Gloria especialmente allí. ¿Viviría cerca? ¿Cómo había dado con aquel lugar abandonado?

Clac, los cuerpos descuartizados de una pareja. Sharko respiró hondo sin dejar de mirar la foto. Los jóvenes habían sufrido cruelmente y aún gritaban su dolor en el papel satinado. Fueron hallados en 2004 en una marisma, asesinados por el tipo al que Sharko perseguía. En aquella época, la policía habló de un conocedor de la anatomía humana dada la precisión de la disección. Un tipo cultivado, astuto, aplicado en su «trabajo». ¿Cuál era el motivo de aquella violencia extrema? ¿Por qué se detuvo tras su primer crimen? ¿Era solo una demostración? ¿Encontró estabilidad afectiva? ¿Se debió a una imposición externa, como su internamiento en un hospital psiquiátrico? ¿Se marchó durante mucho tiempo al extranjero o estuvo en prisión?

Poco importaba: ese enfermo era agudo y reflexivo, puesto que el macabro doble crimen de 2004 nunca había sido resuelto, a pesar de los denodados esfuerzos de la policía criminal. Sobre todo, el asesino conocía las técnicas de las fuerzas de seguridad, los análisis de ADN, las fichas de datos genéticos… Formaba parte de ese cinco por ciento a los que nunca se atrapa, porque hacen gala de inteligencia en cada uno de sus actos.

El comisario estaba furioso, no tenía nada a su disposición, aparte de un perfil fantasmagórico y las malditas estadísticas: probabilidad de que fuera un hombre blanco en un setenta y cinco por ciento, edad estimada de entre treinta y cuarenta y cinco años, socialmente integrado, soltero, quizá, pero nada impedía que tuviera familia e hijos. Alguien con quien uno podía cruzarse por la calle cualquier mañana sin sospechar de sus actividades y que, sin duda, poseía un empleo estable. Y blablablá.

El policía se puso en pie y golpeó la pared gritando:

—¡Malditas gilipolleces!

Las fotos no le decían nada, los lugares no le decían nada, nada le decía nada. ¿Dónde estaban sus intuiciones, que en el pasado le habían permitido resolver casos de ese tipo? ¿Qué esperaba? ¿Conseguirlo solo? El capitán Basquez, por su parte, iba a encargarse de cribar el vecindario de Gloria, interrogar a los vecinos, hacer una investigación de proximidad allí, a un centenar de metros, entre las empresas de transporte. Seguramente tenía más probabilidades de lograrlo que él, Sharko, encerrado en ese lugar maldito dando vueltas sobre sí mismo.

Lamentó no haber informado a sus colegas cuando comprendió el sentido del mensaje de Pleubian. Al menos, habrían ganado tiempo y tal vez habrían evitado la muerte atroz de Gloria.

¿Cómo iba a reaccionar Lucie cuando descubriera toda esa historia y hasta qué punto le había mentido?

Recogió las fotos y, de nuevo, las arrojó al suelo, con un gesto mecánico. Sus ojos miraban fijamente el hormigón, se le dilataban las pupilas. Oyó los gritos y sintió el miedo de Gloria, su desesperación. No sintió hambre, ni frío, ni sed, todo se volvió borroso, sin consistencia.

Unos minutos más tarde, recuperó el conocimiento cuando sonó el teléfono. Era su jefe, que le anunciaba una relativa buena noticia: no estaba suspendido de sus funciones. Sharko colgó sin el menor sentimiento de alegría. Se sacudió el polvo del traje con el dorso de la mano, miró por última vez la columna de hormigón y la sangre, justo delante de sus zapatos y, acto seguido, se marchó, abatido y con la cabeza gacha.

Por la tarde fue a recoger una nueva pistola a la armería del 36. Una Sig Sauer nueva, de dieciocho balas, en un estuche, y una pistolera. Acarició un buen rato la culata, pasándose el arma de una mano a la otra, hasta que la guardó en su costado izquierdo. Curiosamente, siempre le había gustado ese gesto tranquilizador, siempre le había enorgullecido, a pesar de todo. Cuando subió al despacho, Bellanger se estaba poniendo el abrigo. Sharko se acercó a él y le tendió la mano.

—Creo que debo darte las gracias.

Se estrecharon las manos con firmeza. El comisario saludó también a Robillard y se dirigió de nuevo a su jefe.

—¿Hay novedades?

—Sí, y no son buenas.

—¿Es que has visto algún atisbo de esperanza en este caso desde el principio? Cuéntame.

—En primer lugar, un cirujano ha echado un vistazo a las fotos de los niños tendidos sobre la mesa de operaciones, en particular a la del de la cicatriz. Según él, se trata de una operación de corazón o para establecer una circulación extracorpórea.

Sharko frunció el ceño.

—Como esa historia de cardioplegia fría…

—Es la opción que me parece más evidente, en efecto.

Esas reflexiones crearon un silencio malsano. Desde su mesa, Pascal Robillard escuchaba la conversación. Bellanger dirigió la mirada hacia una hoja que estaba frente a él.

—Son los resultados del análisis sanguíneo del chiquillo que encontramos en el estanque, me los han enviado por fax del laboratorio hace un momento. Era una buena intuición investigarlo porque han descubierto que su sangre es particularmente intrigante.

—¿Por qué motivo?

—En primer lugar, el nivel de TSH, que es la hormona relacionada con la glándula tiroides, es inferior a la media. Eso significa que el niño tenía hipertiroidismo. Nada hace pensar en un cáncer de tiroides pero, en cualquier caso, es anormal para un niño de esa edad.

Sharko conocía esa glándula, situada a la altura del cuello. Se había hablado mucho de ella con motivo de la catástrofe nuclear de Fukushima, en Japón, porque almacenaba el yodo radiactivo que se había escapado de la central nuclear. Eso le hizo pensar en el viaje de Duprès a Perú y en la alucinante cifra de niños que padecían saturnismo.

—¿Y el plomo? —preguntó—. ¿Han encontrado plomo?

—El plomo en la sangre… Ahora te lo cuento. El nivel de plomo en la sangre que obliga al médico a declararlo a las autoridades sanitarias es normalmente, y lo leo, de diez microgramos por decilitro. El niño tenía un tercio, o sea tres microgramos, que es relativamente bajo pero igualmente anormal.

—En ese niño todo parece anormal. La tiroides, el plomo en la sangre…

—Sí, y eso no es todo. Los expertos del laboratorio también han detectado rastro de radionúclidos en las células sanguíneas, en particular derivados de uranio y, sobre todo, cesio 137.

Sharko frunció el ceño. La cuestión nuclear volvía a estar sobre la mesa. Pensó en el viaje de Lucie, en la foto de Einstein y Marie Curie y en los ataúdes que crepitaban.

—¿Cesio y uranio? ¿Así que ese chiquillo estuvo en contacto con un entorno de contaminación nuclear?

—Probablemente, sí. Recuerda que tenía también unas cataratas incipientes, arritmia y problemas renales… Un montón de disfunciones que podrían ser consecuencia de radiaciones directas o indirectas, según los especialistas.

—¿A qué te refieres al hablar de radiaciones indirectas?

—A problemas genéticos transmitidos por padres contaminados, pero también a la absorción de agua o alimentos que hubieran estado en contacto con elementos radiactivos. Alimentos envenenados de manera invisible, y que destruyen el organismo a fuego lento.

Sharko recordaba perfectamente el rostro del niño, en el hospital, y que parecía sereno y en buena salud. Sin embargo, su organismo y sus células se degradaban lenta e irremediablemente. El comisario reaccionó cuando Bellanger cerró la cremallera de su chaqueta.

—¿Y en Francia dónde hay esos niveles de cesio o uranio?

—En ningún sitio las concentraciones son demasiado elevadas. Ahora es evidente que ese chaval vino del extranjero.

—¿De dónde?

—No lo sé. De algún lugar muy contaminado, eso seguro. ¿Estados Unidos? ¿Rusia? ¿Japón? ¿La región de Chernóbil?

—Ucrania… Podría ser compatible con ese tipo irradiado hasta los tuétanos que llegó a la abadía hace veinticinco años. Ese famoso Extranjero que desembarcó en Francia con su manuscrito maldito. Volvemos una y otra vez a lo mismo.

Se estremeció. Chernóbil… Un nombre que seguía dándole miedo y que, por desdicha, volvía a estar de actualidad tras la catástrofe en Asia. El policía había visto reportajes sobre el tema y tenía aún en mente la imagen de las criaturas nacidas monstruosas y deformes, de hombres quemados por las radiaciones, de mujeres calvas. Pensó igualmente en las fotos del Extranjero, agonizando en la cama del hospital.

Volvió a oír la voz de Bellanger.

—Los chicos del laboratorio prosiguen sus investigaciones. Se pondrán en contacto con los organismos de salud especializados nacionales e internacionales, establecerán el nivel exacto de cesio en el organismo del chaval y lo compararán con las bases de datos de individuos que presentan ese tipo de problemas sanguíneos. Esperemos que así demos con una pista seria. Sin embargo, hay una cosa segura: se trata de sangre enferma, contaminada, no tiene valor comercial alguno. No puede salvar vidas ni venderse. Se trata pura y simplemente de una monstruosidad, el triste resultado de los horrores engendrados por el propio hombre. —Con una expresión de disgusto, se metió el teléfono móvil en el bolsillo y se dirigió al pasillo—. Sígueme. Voy a ver al experto en análisis de documentos. Se trata de las fotos de los chavales halladas en casa de Dassonville. ¿Recuerdas la primera foto de ese chaval con el cuerpo intacto y la segunda, en la que aparece cosido en el pecho? —Sharko asintió en silencio—. Pues bien, parece que algo no cuadra —dijo Nicolas Bellanger—, que hay una incongruencia.

43

A
gran velocidad, Lucie se metió entre el tráfico y enseguida llegó al Big I, el nudo principal entre la I25 y la I40, y luego atravesó Albuquerque por el centro. Central Avenue, la antigua Ruta 66, estaba bordeada, a lo largo de varios kilómetros, de lavanderías, pequeños comercios, restaurantes típicos o moteles con rótulos absolutamente delirantes. Dominaban los colores amarillos, rojos y azules, y había semáforos tricolores horizontales suspendidos a gran altura sobre la calzada. Sin embargo, Lucie, sumida en sus cavilaciones, apenas se percataba del paisaje. No cabía duda de que Dassonville andaba también tras la pista de Eileen Mitgang y, como en las ocasiones anteriores, llevaba una ligera ventaja.

El
Albuquerque Daily
se hallaba apenas a un kilómetro de la Universidad de Nuevo México. Debido a las vacaciones, el gigantesco campus estaba desierto. Una ausencia de vida impresionante, locales vacíos, terrenos de baloncesto y de béisbol desiertos. Lucie estacionó sin dificultad frente al diario, un pequeño edificio de tonos rosa y blanco, de tejado almenado y grandes vidrieras en las que podían verse fotografías gigantes, en especial las de miles de globos aerostáticos al asalto de un cielo azul y, al fondo, las majestuosas montañas Sandia.

En la recepción se presentó como policía francesa y pidió hablar con la periodista Eileen Mitgang. La joven recepcionista la miró con curiosidad durante unos segundos. Demasiados, le pareció a Lucie. Finalmente descolgó el auricular del teléfono, marcó un número y habló en inglés en voz baja, con la cabeza vuelta hacia un lado. Sonrió con fingida simpatía tras colgar.

—Ahora la recibirán.

Lucie asintió, aguardó nerviosa junto a un distribuidor de bebidas y patatas. No había prevenido a nadie en París de su hallazgo, y se había concedido aún una o dos horas antes de pedir que se abriera un procedimiento que pondría a la policía americana tras la pista. Sabía que Sharko se pondría histérico si supiera que Dassonville estaba en Albuquerque y, encima, que ella iba tras su pista.

Finalmente apareció un hombre muy corpulento. Tenía el cuello como el de un pelícano, dedos como salchichas y una silueta de luchador de sumo embutido en un traje de la talla XXL. Le sacaba una cabeza a Lucie y tenía unas manos como palas.

—David Hill, redactor jefe del diario. ¿Puede decirme qué sucede con Eileen Mitgang?

—Solo quiero hablar con ella.

A la vista de la relativa lentitud con la que Lucie articulaba las palabras, él disminuyó el ritmo de su discurso.

—Han venido dos personas preguntando por ella. Una mujer hará dos meses, y un hombre, hace apenas una hora. También solo querían hablar con ella. ¿Es usted de la policía francesa, como me han dicho?

Lucie acusó el golpe. Apenas una hora… François Dassonville estaba allí, palpable, al alcance de la mano. Sacó la foto de Valérie Duprès y se la mostró.

—Sí, policía criminal de París. Esta mujer ha desaparecido y estoy buscándola. Mi investigación me ha traído hasta aquí. Fue ella la primera persona que vino preguntando por Eileen Mitgang, ¿verdad?

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