Atomka (7 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Atomka
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Lucie se estremeció. Los pesados copos de nieve se acumulaban sobre su cazadora de piel, sobre la carrocería de los automóviles y en los tejados. Parecía que el tiempo se hubiera detenido y que la algarabía cotidiana de la capital hubiera sido absorbida bruscamente por la nieve. Bajo la luz de las farolas, la teniente de policía se sentía inmersa en el decorado de una película de serie negra.

Se dio ánimos y entró en el instituto Médico Legal de París. Una vez que hubo comprobado su documentación, el vigilante nocturno le indicó la sala donde tenía lugar la autopsia de Christophe Gamblin. Tras una profunda inspiración, se adentró por los pasillos iluminados con fluorescentes con paso tan rápido como le era posible. Las imágenes más terribles ya afluían a su cabeza. Veía los cuerpos calcinados, tan pequeños. Sentía el olor de la carne quemada, tan espantoso que no había manera de describirlo. Los fantasmas y las vocecillas femeninas aún la perseguían, y entre aquellas paredes su presencia se acentuaba aún más y la aterrorizaba. Nunca, jamás en la vida, debería haber asistido al examen post mórtem de una de sus propias hijas. Lo que sintió y vivió aquel día no tenía nada de humano.

Apretó el paso para llegar a la sala de disección, incapaz de volverse, de reflexionar y ni siquiera de dar media vuelta. La intensa luz de la lámpara cialítica, la presencia de Paul Chénaix y del fotógrafo de Identificación Judicial la aliviaron. Sin embargo, no pudo ignorar durante mucho tiempo el cadáver, blanco y desnudo sobre la mesa, del que cada herida y cada equimosis evocaba el infierno que Gamblin debía de haber vivido.

—No deberías estar aquí —dijo Chénaix—. Supongo que Franck no debe de estar al corriente…

—Supones acertadamente.

—Sabes que incluso un año y medio después puede producirse una transferencia. Tú…

—Estoy lista y no haré ninguna transferencia. Este cadáver no tiene nada que ver con los cuerpos de dos pequeñas gemelas de nueve años. Lo resistiré, ¿vale?

Chénaix jugueteó con su perilla rala, como si meditara.

—De acuerdo. Bueno… Ya lo he pesado, medido y radiografiado. Hemos tomado las primeras fotos. He procedido también al examen externo, para ganar tiempo. Esta noche, a las diez, hay un concierto de Madonna en la tele y…

—¿Tus conclusiones?

Chénaix se aproximó al cadáver, que en esos momentos le pertenecía. Lucie pensó en la araña que envuelve a su presa en hilo antes de almacenarla. Inspiró suavemente y avanzó a su vez. A sus ojos les fue difícil soportar la mirada ya vidriosa de la víctima.

—Los cortes han sido realizados con una hoja delgada —asió un escalpelo por la mitra— como esta, y muy cortante, puesto que ha atravesado la ropa como si fuera mantequilla, sin desgarros. Los grados de cicatrización de las heridas son diferentes. Comenzó por los brazos y luego pasó al abdomen y las piernas. Treinta y ocho cortes realizados, creo yo, en una hora escasa. La víctima estaba vestida.

Lucie no se había quitado la cazadora, hacía mucho frío y en aquella sala nada desprendía calor. Crispó los dedos en el nailon de las mangas. El asesino había hecho sufrir a su víctima antes de encerrarla en el congelador.

—Menudo hijo de puta.

Paul Chénaix intercambió una breve mirada con el fotógrafo y tosió.

—Hay numerosas lesiones en las muñecas y los tobillos. Estaba atado y trató de forcejear, en vano.

—¿Hay abuso sexual?

—No, no hay rastro de ello.

Lucie se frotó los hombros. El cabrón que había mutilado a Christophe Gamblin por lo menos le había ahorrado eso.

—¿Y después de torturarlo, lo congeló?

—Supongo. Ninguna de las lesiones causadas con el escalpelo era mortal.

—El asesino no se ha puesto nervioso ni se ha dejado dominar por la cólera en ningún momento.

—En cualquier caso, esos cortes no son lo bastante profundos como para que la víctima se desangrara. ¿Te has cortado alguna vez los dedos con una hoja de papel? Es muy doloroso, pero sangra muy poco. Esto es lo mismo.

Lucie se quedaba un buen rato en silencio antes de preguntar. No lograba apartar la vista de los dedos destrozados de la víctima. Había rascado con ellos el hielo hasta sangrar. Christophe Gamblin había querido huir de la trampa de cristales, había intentado evitar el abrazo de la muerte, pero no lo había conseguido.

—En tu opinión, ¿el asesino tiene conocimientos de anatomía?

—No puedo asegurarlo. Cualquiera puede hacer algo semejante. Lo hizo así —chasqueó los dedos—, para hacer daño.

—¿Puedes calcular la hora de la muerte?

—He estudiado los gráficos de temperatura y las características del congelador. Creo que falleció alrededor de medianoche, con un margen de dos horas más o dos horas menos.

Chénaix continuaba preparando minuciosamente su material.

—Después de la autopsia, tengo que hablarte del caso de Grenoble del que me han enviado el informe esta tarde. ¿Estás al corriente?

Lucie pensó en el suceso que acababa de leer en el coche y que la tenía en vilo.

—Pascal Robillard me ha comentado brevemente el asunto de la ahogada en un lago de montaña. También he venido por esto.

Paul Chénaix se ató firmemente la bata azul a la espalda y, con expresión adusta, se situó detrás del cadáver.

—Voy a escalpar y abrir, retroceded un poco. Lucie, no estás obligada a…

—Sigue. No pasa nada.

Chénaix se puso manos a la obra. No llevaba mascarilla: Lucie se había enterado de que un día adivinó que la víctima había ingerido ron nada más abrirle el estómago, husmeando los olores. La policía retrocedió unos pasos y se dio cuenta de que sus piernas la sostenían menos. La primera fase de la autopsia en la que el médico retiraba la piel del rostro para acceder al cráneo y luego al cerebro era la más difícil de soportar. En primer lugar, debido al ruido de la sierra, por los fragmentos de hueso que salían despedidos y las salpicaduras de sangre pero, sobre todo, porque con ello se privaba al cadáver del resto de humanidad que conservaba. Sus ojos, su nariz y su boca.

El forense siguió el procedimiento de la autopsia al pie de la letra, mientras el fotógrafo no cesaba de disparar fotos con su cámara que podrían ser utilizadas en caso de un peritaje médico-legal, en el juicio, por ejemplo. Ablación del cerebro, incisión del mentón al pubis, toma de muestras del humor vítreo en los ojos. A lo largo de la primera hora, todos los órganos pasaron bajo la lámpara y por la báscula. Pesado, estudio del aspecto y del color en un eventual envenenamiento —rojo frambuesa en el caso del monóxido de carbono, bermellón en el del cianuro…— y exploración de posibles heridas internas. Bajo la mesa de acero inoxidable, los fluidos negruzcos y rojizos desaguaban por los tubos de evacuación. Mediante gestos precisos, milimetrados, el forense examinó el contenido del estómago. Tomó diversas muestras que vació en dos tubitos que etiquetó con precaución. Abrió la vejiga por encima y también de allí tomó muestras.

—Está llena de orina. El frío debió de impedirle aliviarse. Todo esto irá al laboratorio de toxicología.

Lucie se restregó el rostro con una mano. No podía sentir los olores —sus células olfativas estaban saturadas—, pero el cuerpo mantenía aún su consistencia. El hombre allí tendido ante ella clamaba a gritos el calvario, el dolor y la impotencia vividos. Lucie pensó en los padres: debían de haber recibido ya la noticia, debían de haberse hundido. Su mundo no volvería a ser el mismo. Imaginó sus rostros, sus reacciones. ¿Gamblin era su único hijo? ¿Se frecuentaban aún?

Lucie se sintió transportada en el tiempo y en el espacio. La sala de autopsias se oscureció súbitamente. La policía se hallaba en otro lugar. Recordaba los golpes en la puerta de su apartamento, la noche en que… Las linternas que iluminaban habitaciones oscuras, lejos, muy lejos de su casa… El cuerpecito carbonizado del que solo los pies habían quedado intactos porque debían de haber sido protegidos de las llamas.

El deslumbrante resplandor de la cialítica le hirió los ojos. De repente, se volvió, empujó la puerta batiente y salió corriendo al pasillo, tambaleándose. Vomitó y se dejó resbalar apoyándose en la pared, con la cabeza entre las manos. Todo daba vueltas a su alrededor.

Chénaix llegó unos segundos más tarde.

—¿Quieres estirarte un poco?

Lucie negó con la cabeza. Tenía los ojos anegados y la boca pastosa. Se incorporó con dificultad.

—Lo siento mucho, no me había pasado nunca. Creía que…

Calló. Chénaix la sostuvo e hizo que caminara por el pasillo.

—Voy a limpiar esto. Es un leve síncope vasovagal, no te preocupes. Acabaré la autopsia y diremos que estuviste hasta el final. Vete a mi despacho, en la primera planta. Hay un sillón y podrás descansar. Te traeré todas las muestras que hay que entregar en toxicología.

Lucie se negó.

—No, tienes que contarme lo del caso de Grenoble, hay que…

—Dentro de una hora nos vemos allí arriba. Tendrás que tener la cabeza despejada para escuchar lo que tengo que contarte. —Ya se había vuelto y se dirigía a la sala. Su voz resonaba aún mientras la puerta se cerraba a sus espaldas—: Porque esa historia es muy extraña. Muy, muy extraña…

9

S
harko entró en tromba, sin resuello, en el
open space
donde aún trabajaban Pascal Robillard y Nicolas Bellanger. Los pasillos del 36, en el ala de la Criminal, estaban vacíos. La mayoría de colegas de los otros equipos habían regresado a su casa, junto a su familia, o charlaban tomando una copa en algún bar de la capital. En cuanto Bellanger lo vio se puso en pie, con el ordenador portátil bajo el brazo, y lo condujo a un despacho vacío. Tras darle a un interruptor, cerró la puerta y abrió su ordenador.

—Los gendarmes de Pleubian me han enviado fotos de la sala de fiestas por correo electrónico. Mira.

Sharko se quedó inmóvil frente a él. Sus dedos palparon el respaldo de una silla y tuvo que sentarse. Unos copos de nieve aún se fundían entre sus cabellos grisáceos y sobre las hombreras de su chaquetón negro.

—¿Has dicho Pleubian? ¿Pleubian, en Bretaña?

—Sí, Pleubian, en Bretaña. ¿Lo conoces?

—Es… Es el pueblo donde nació mi mujer, Suzanne.

Bajó la mirada durante unos segundos. ¿Cuántos años hacía que no había vuelto a pronunciar el nombre de aquella minúscula localidad de Côtes-d’Armor? Unos curiosos recuerdos volvieron a su memoria, de golpe. El olor de las hortensias, del azúcar quemado, de las manzanas demasiado maduras. Vio a Suzanne girar sobre sí misma y reír, al son de la música celta. Creía que esas imágenes se habían desvanecido para siempre, pero allí estaban, ocultas en lo más hondo de su cabeza.

—Es él —dijo, conteniendo la respiración.

Bellanger se sentó frente a su subordinado. Como todos los demás, conocía el horrible pasado de Sharko. Nueve años atrás, su mujer, Suzanne, fue secuestrada por un asesino en serie —al que Sharko abatió a sangre fría— y fue hallada completamente loca. A finales de 2004, falleció junto con su hija, atropelladas por un coche en la curva de una carretera nacional. Entonces Sharko se hundió por completo y, de hecho, nunca había vuelto a salir del hoyo.

—¿Quién es «él»? —preguntó Bellanger.

—El asesino de Frédéric Hurault.

El capitán de policía trató de comprender qué pretendía decir Sharko. Había oído hablar del caso Hurault, en el que su colega trabajó, en otro equipo. En 2001, Frédéric Hurault fue considerado penalmente irresponsable del asesinato de sus propias hijas, a las que había ahogado en la bañera en un arrebato de locura. Fue el equipo de Sharko el que investigó el caso y procedió a su arresto. Tras un juicio caótico, Hurault acabó internado en un hospital psiquiátrico. Poco tiempo después de su alta, en 2010, Frédéric Hurault fue hallado asesinado en el bosque de Vincennes, en el interior de su coche, con un destornillador clavado. Al examinar la escena del crimen, los técnicos de la policía científica hallaron ADN de Sharko en la víctima.

El comisario se llevó las manos al rostro y resopló.

—En agosto de 2010 se encontró un pelo de ceja mío en el cadáver de Hurault. En diciembre de 2011, se desparrama mi sangre en el pueblo natal de Suzanne. Un tarado conoce mi pasado y el de mi mujer, y utiliza mis huellas biológicas para implicarme en su delirio y dirigirse a mí.

Nicolas Bellanger encaró su ordenador hacia Sharko e hizo desfilar unas fotos: la puerta de la sala de fiestas forzada o el mensaje escrito en letras de sangre sobre la pared blanca con un palo.

—No lo entiendo. ¿Cómo puede haber obtenido tu sangre?

Sharko se puso en pie y se dirigió hacia la ventana, que daba al bulevar del Palais. Escrutó las aceras y el puñado de vehículos que se aventuraban sobre la nieve aún fresca. En algún lugar, un tipo lo seguía, lo observaba y analizaba minuciosamente su vida.

Se volvió bruscamente hacia su jefe.

—¿Dónde está Lucie?

Bellanger apretó los dientes, azorado.

—La he enviado a la autopsia.

Sharko iba y venía de un lado a otro, incapaz de contener su nerviosismo.

—¿A la autopsia? ¡Mierda, Nicolas! Ya sabes que…

—Todo el mundo estaba ocupado, no había nadie más. Me ha asegurado que no habría problema.

—¡Pues claro que te ha dicho que no habría problema! ¿Qué querías que te dijera?

Furibundo, Sharko marcó el teléfono de su pareja. Nadie respondió. Inquieto, dejó con un golpe el teléfono sobre la mesa de despacho y se volvió hacia la pantalla del ordenador.

—Todo lo que voy a explicarte ahora no debe llegar de ninguna manera a oídos del equipo, y aún menos de Lucie. ¿Está claro? Le hablaré de esta historia y de estas fotos personalmente, cuando llegue el momento oportuno. ¿Me das tu palabra?

—Eso dependerá de lo que me cuentes.

Sharko inspiró y trató de serenarse. Había tenido un día horrible y la pesadilla se volvía cada vez más espantosa con el paso de las horas.

—Últimamente me he hecho un montón de análisis de sangre y Lucie no lo sabe.

—¿Estás enfermo?

—No, no. Solo quería asegurarme de que estaba bien y de que el cuerpo aún podía aguantar. Los análisis habituales. No quería que Lucie se preocupara sin razón. En fin, el caso es que, hará un mes, el enfermero que me atendía fue agredido cerca de mi domicilio, junto al parque de la Roseraie. Le dieron un golpe en la cabeza, se desplomó y le vaciaron los bolsillos. La documentación, el dinero y el reloj. El agresor se llevó también su maletín. En el interior había las muestras de sangre de aquella mañana, entre las que se hallaban las mías. Seguramente, la sangre aparecida en la pared de la sala de fiestas procede de ahí.

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