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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Atomka (32 page)

BOOK: Atomka
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—Sobre todo, quiero protegerla. Lejos de aquí, está segura.

Bellanger trató de no dejarse vencer por el afecto que sentía por su subordinado. Sharko tenía un pasado y una carrera como ningún otro policía. Acciones brillantes pero también momentos mucho menos gloriosos que, a lo largo de los años, lo habían convertido en un habitual de la unidad de asuntos internos. El capitán de policía mantuvo voluntariamente un tono imperativo.

—Llevas más de treinta años en la casa y sabes que las cosas no funcionan así. Tus burradas igual me van a privar de tu presencia. ¡Ya solo me faltaría eso!

Un médico de uniforme —pijama azul y guantes de látex— salió de la sala frente a la que aguardaban los dos policías. Sharko lo reconoció: era el que se ocupó del ingreso de Gloria en urgencias y quien lo había llamado para informarle de su muerte.

—La he dejado en la cámara frigorífica hasta que sus hombres de la morgue la trasladen —dijo Marc Jouvier—. Tenemos que preparar la documentación administrativa.

El rostro del comisario reflejó su abatimiento. A partir de ese momento, se hablaría de Gloria como de una víctima más, simplemente una fuente de pistas. Y pensó en Loïc Madère, a quien pronto le comunicarían el fallecimiento de su pareja. Ese también iba a llevarse un golpe muy duro, en la cárcel. Otra historia que podría acabar en suicidio.

Sus ojos volvieron a cruzarse con los del médico.

—Llegó aquí viva. ¿Qué ha sucedido?

Jouvier se metió las manos en los bolsillos, incómodo. Era alto y corpulento, un poco encorvado, y le envolvía el olor característico de la muerte.

—No quiero decir tonterías. Ya verán las conclusiones exactas de la autopsia y de los análisis toxicológicos.

—¿No puede orientarnos? —dijo Bellanger.

El médico titubeó unos segundos. Sus ojos azules se sumergieron en los de Sharko.

—De acuerdo. A pesar de su estado crítico, probablemente habríamos podido salvarla. No le habían alcanzado ninguna arteria y no había hemorragia interna, pero…

—¿Qué?

Carraspeó. El lugar era oscuro y los fluorescentes crepitaban.

—Creemos que la causa de la muerte es un envenenamiento con medicamentos.

Sharko, que estaba ligeramente apoyado en la pared, se incorporó.

—¿Envenenamiento?

—Sí. El lavado de estómago ha revelado la presencia de residuos de cápsulas gelatinosas acompañada de un fuerte olor a alcohol. Un cóctel explosivo que no le ha dejado ninguna oportunidad. Al intervenir los cirujanos, los órganos ya estaban intoxicados. El estado de su organismo, las lesiones múltiples y las hemorragias no han ayudado. A pesar de lo que pudo hacerse, ya era demasiado tarde.

Sharko crispó los dedos en los bajos de su chaquetón. Recordaba la espuma blanca en los labios de Gloria, sus vómitos.

—En su opinión, ¿cuándo le hicieron ingerir esos medicamentos?

—Diría que entre una y dos horas, como mucho, antes de su ingreso en urgencias. En cuanto a las heridas y las fracturas, algunas se remontan a varios días atrás, dado el estado de cicatrización. La vagina también presentaba lesiones. Esa mujer sufrió torturas escalonadas en el tiempo y, sin duda, padeció un verdadero calvario.

El comisario sentía ahogo y todo daba vueltas a su alrededor. Subió la escalera a toda velocidad y salió a tomar el aire. El frío súbito lo hizo temblar de la cabeza a los pies. Castañeteó un buen rato, envuelto en la niebla de aquella noche. Su mirada se dirigió hacia las luces difusas del horizonte. Vio de nuevo en su mente los raíles del Pequeño Cinturón, el túnel, la torre de cambio de agujas. El asesino de Gloria había actuado justo antes de su llegada. Y probablemente la retenía desde el miércoles anterior, después de que Gloria y Madère hubieran hecho el amor. Seis días de calvario, apaleada y humillada. Sharko sintió que tenía que sentarse.

Más tarde, Nicolas Bellanger lo encontró en su coche, con los brazos extendidos sobre el volante. Llamó con los nudillos a la ventanilla. Sharko volvió lentamente la cabeza y abrió la portezuela. Tenía los ojos enrojecidos y Bellanger se preguntó si habría llorado.

El comisario inspiró, con el cráneo apoyado contra el reposacabezas.

—Es imposible. Ese hijoputa no pudo verme entrar en casa de Gloria y marcharse deprisa y corriendo a envenenarla. Lo recuerdo, pasé por su apartamento como una exhalación y me dirigí a París a toda velocidad para llegar lo antes posible a la torre de cambio de agujas abandonada del Pequeño Cinturón. Para él hubiera sido muy arriesgado vigilarme y actuar en el último momento. Solo tardé media hora en llegar allí. Es demasiado prudente como para basarse en el azar del tráfico. —Bellanger no respondió. Sharko meneaba la cabeza—. Quería que muriera en mis brazos. Quería que ella, en sus últimos instantes, comprendiera que todo era culpa mía.

Bellanger se agachó para situarse a la altura de Sharko.

—No es culpa tuya.

—Hay que interrogar a los habitantes del edificio de Gloria. Hay que analizar la caligrafía en el espejo de su cuarto de baño y también ir al punto de entrega en el distrito I, donde nuestro hombre recogió su impresora hace cuatro años. Tenemos que comprender qué partida de ajedrez está jugando conmigo, tiene que tener un significado importante. Vamos a…

Bellanger le puso una mano en el hombro. De su boca emanaba vaho. El frío y aquella niebla que caía del cielo le hacían gotear la nariz.

—Tendrás que quedarte aquí, Franck, ya lo sabes. Va a ser un mal rato, un interrogatorio que puede alargarse toda la noche, pero los colegas van a necesitar pistas y, sobre todo, explicaciones, si quieres que avancen. No compliques las cosas, ¿de acuerdo?

Sharko asintió y, acto seguido, retiró la llave del contacto con un suspiro.

—Haré todo lo que pueda.

Salió del coche y cerró la puerta. Su jefe le mostró una bolsita transparente a la luz de una linterna.

—Los cirujanos también han encontrado esto, estaba en el fondo de su estómago. Una antigua moneda de cinco céntimos de franco. Crees que…

No acabó la frase. Sharko se había vuelto a un lado y estaba vomitando.

39

O
ficinas de la policía criminal, en plena noche.

Una habitación abuhardillada, exageradamente iluminada con fluorescentes, un lugar donde se pueden soltar tortazos en el curso de interrogatorios violentos. En las paredes, retratos de criminales con caras de pocos amigos, carteles, dorsales de maratones y fotos personales. A través de las persianas de Velux, el cielo era oscuro, insondable, sin ni una sola estrella.

Frente a Sharko se hallaban Pascal Robillard, Julien Basquez, capitán de policía, y dos de los tenientes de este. Basquez, de cincuenta y dos años, era un veterano que había empezado su carrera casi al mismo tiempo que Sharko, pero había pasado buena parte de esos años en la brigada de lucha contra la prostitución, hasta entrar en la Criminal. Escuchaba con suma atención las palabras del comisario.

Sobre una mesa se extendían, entre paquetes de cigarrillos arrugados y vasos de plástico vacíos, dos montones de fotos y atestados antiguos. Sharko hablaba con dificultad, tremendamente emocionado. Habían transcurrido diez años durante los cuales había tratado de olvidar todos aquellos horrores. Y en aquel momento caían de nuevo sobre sus hombros como latigazos. Trató de mantener una voz neutra, sin lograrlo del todo.

—Todos conocéis mi historial y los graves problemas psicológicos que sufrí hace años…

Un silencio incómodo. Miradas huidizas o sorbos de café nerviosos. Sharko inspiró profundamente. Aunque alguna vez pensara en aquella vieja historia, o le provocara pesadillas, no había vuelto a hablar de ello desde hacía mucho tiempo. Incluso con Lucie, siempre había evitado el tema.

—Todo empezó en 2002, cuando mi mujer, Suzanne, fue secuestrada. Su desaparición duró seis meses. Seis meses interminables durante los cuales la busqué sin cesar hasta llegar a pensar que había muerto. Finalmente comprendí que su secuestro estaba relacionado con una serie de asesinatos que ensangrentaron la capital a partir de octubre de aquel año. A través de la investigación, descubrí que Suzanne había caído en manos de un asesino en serie apodado el Ángel Rojo. Era él quien la había raptado y torturado física y psicológicamente durante medio año. —Miró al suelo durante unos interminables segundos—. Acabé encontrando a Suzanne, viva, atada con los brazos en cruz en esa cabaña donde encontré el tubo de semen. Estaba embarazada de nuestra hijita, Éloïse. Cuando la raptaron, yo ignoraba que estaba embarazada.

Bellanger contenía la respiración. Oír a Sharko hablar de aquella manera, verlo expresar tamaño dolor, era insoportable. Su subordinado tenía un destino fuera de lo común, pero por desgracia no era de los que se leen en los cuentos de hadas.

—Cuando la salvé, Suzanne ya no era ella. Nunca se recuperó. Dos años más tarde, falleció junto con nuestra hija al cruzar en una curva en el momento en que se aproximaba un vehículo. Fue horrible.

Sharko estaba de pie. Apoyó una mano contra la pared y luego apoyó la frente en su brazo. El accidente ocurrió ante sus ojos y aún oía los gritos de su familia, en la noche.

Tuvo que hacer un esfuerzo para seguir dirigiéndose a sus interlocutores.

—En mi último cara a cara con el Ángel Rojo, vi la encarnación del mal. Todos nos enfrentamos a cosas horribles, a diario, y no será a un veterano de la lucha contra la prostitución o a unos tipos de la Criminal a quienes tenga que explicárselo. Pero aquello era diferente. Ese ser abominable era la figura de lo peor que pueda imaginarse en un ser humano. Vicio, barbarie, sadismo… Era alguien que uno no se atreve a imaginar que pueda existir, un individuo nacido para… para hacer el mal. —Se retorció los puños—. Justo antes de morir, me confesó que alguien había seguido de cerca su rastro de sangre. Una sombra a la que cobijó bajo su ala y a la que inició en la perversión.

Lentamente, se inclinó sobre la mesa y tendió las fotos a Basquez. El capitán de policía asió las fotos con una mueca de disgusto. Vio, entre otras cosas, el cadáver de una mujer desnuda, atada de una manera compleja y suspendida de unos ganchos de acero. Su rostro desgarrado era la pura expresión del sufrimiento.

—Esta es una de las víctimas del Ángel Rojo. Les hacía cortes, las torturaba, les arrancaba los ojos y no os digo más. Está en el informe. Su odio hacia el sexo femenino no tenía límites. Después de matarlas, les metía una antigua moneda de cinco céntimos en el fondo de la boca. Era su firma. Una moneda para cruzar el río del infierno.

Los hombres se miraron unos a otros, muy serios. Sharko hablaba con crudeza, sin tapujos. Tendió otro montón de fotos.

—Dos años y medio después de la muerte del Ángel Rojo, en mayo de 2004, se halló a una pareja descuartizada cerca de una marisma, junto al bosque de Ermenonville. El hombre se llamaba Christophe Laval, tenía veintisiete años, y su mujer, Carole, veinticinco años. Ambos tenían una moneda de cinco céntimos en la boca… En aquella época no me ocupaba del caso, me había mudado al Norte para cuidar de mi esposa y de mi hija. Sin embargo, al oír hablar del crimen, les expliqué a los investigadores exactamente lo que acabo de contaros: la posibilidad de que esa barbaridad fuera obra de un asesino nacido de la perversidad del Ángel Rojo. Un individuo que se habría codeado con el asesino en serie en el curso de los asesinatos y que habría aprovechado para «aprender».

Basquez observaba las fotos una a una, boquiabierto.

—¿Indicios?

—Nada, ni un indicio, ni un rastro. Fue su única manifestación o, por lo menos, el único asesinato claramente identificado. Es uno de los casos que la Criminal jamás ha resuelto, porque nunca hubo un móvil claro. ¿Por qué mató? ¿Y por qué no volvió a matar?

Basquez se retorcía su bigotillo gris.

—Y ahora se manifiesta de nuevo, atacándote a ti.

—No ha empezado ahora, sino que comenzó hace un año y medio, con el caso Hurault. Hallaron un pelo de mi ceja sobre el cadáver de Frédéric Hurault, las pasé moradas y estuve a punto de acabar en la cárcel por el resto de mi vida. Entre ese momento y la primera manifestación reciente del asesino, el mensaje escrito sobre la pared de la sala de fiestas de Pleubian, ni palabra. Estuvo al acecho, a buen seguro preparando la mecánica precisa de lo que está ocurriendo ahora. Jamás he visto a alguien tan paciente, tan reflexivo.

—No hay nada que pruebe que lo de Hurault esté relacionado con este caso.

Sharko se dejó caer sobre una silla, agotado.

—Nada lo prueba, es cierto, pero estoy seguro. Hace dos años salí en todas las teles en relación con un caso gordo del que me ocupé. Eso debió de encenderle una bombilla al asesino, me imagino. Quizá le recordó amargamente que fui yo quien acabó con la vida de su mentor, años antes. Imaginaos su odio, su cólera, súbitamente resurgidos en el momento menos esperado. Se fijaría entonces el objetivo de destruirme a fuego lento, porque en cierta manera también le arruiné la vida a él. Es imposible saber cómo reacciona un tarado que acompaña a un asesino en serie en su locura y descuartiza a una pareja dos años más tarde. No sabemos qué vida habrá llevado estos últimos años, ni cómo ha evolucionado. Intentó que me pudriera en la cárcel, pero fracasó. —Sharko se frotó el rostro durante un rato. No podía más—. Ahora lo intenta de otra manera. De una manera mucho más violenta y calculada. Conoce al dedillo mi pasado, a buen seguro a través del Ángel Rojo, puesto que este tuvo a mi mujer secuestrada durante seis meses. Tiene las piezas clave en su poder. Sabe dónde vivo, dónde trabajo, se anticipa a mis reacciones y me entrega poco a poco las piezas de un macabro rompecabezas. —Sharko apretó el puño con más fuerza aún y lo descargó sobre la mesa—. Gloria era una pieza del rompecabezas, le grabó una jugada de ajedrez en la frente. Tenemos que comprenderla.

Basquez había visto en contadas ocasiones tamaña determinación en los ojos de un hombre: Sharko era como un animal salvaje, acorralado pero dispuesto a defenderse hasta el último aliento. Dio una palmada y miró el reloj.

—Hagamos una breve pausa y luego nos contarás todos los acontecimientos recientes, a partir del mensaje de sangre en la sala de fiestas de Pleubian. Queremos todas las pistas, todos los detalles. Voy un segundo a estupefacientes para dejar los mensajes escritos por el asesino. Fernand Levers es un maestro del ajedrez y podrá echarles un vistazo.

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