Atomka (30 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Atomka
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—Tenemos noticias de Chambéry. El monje, ese abad François Dassonville, está implicado.

Lucie apretó los puños.

—Lo sospechaba.

—Han hallado un montón de fotos espantosas muy escondidas al registrar su domicilio. Son de chiquillos. Con lo que pasó ayer, no sé yo si…

Lucie ya no lo escuchaba.

Acababa de empujarlo a un lado y había entrado en la sala.

35

G
ARGES-LÈS-GONESSE.

Los edificios dormitorio, con sus bicicletas, sus macetas con plantas muertas, sus papás Noel de plástico colgados de los minúsculos balcones. Sharko llegó a la carrera al vestíbulo de un edificio menos cutre que los otros, donde, según Madère, residía Gloria Nowick. Zarandeó ligeramente al joven que fumaba un porro sentado en los peldaños y subió al cuarto piso. Jadeando, llamó con el puño a la puerta y, al no obtener respuesta, empujó con el codo contra el picaporte.

Estaba abierto.

Para sus adentros se dijo que a fin de cuentas era lógico: lo estaban esperando.

El policía entró con prudencia, consciente de que podía tratarse de una encerrona. Sin su arma se sentía como un chiquillo vulnerable, pero esa serie de enigmas, esas piezas del rompecabezas que había que ordenar le decían que no iba a necesitarla. No de forma inmediata, en cualquier caso.

¿Qué querría Gloria de él? ¿Era posible que se hallara tras aquella mascarada desde el inicio? Sharko no se lo podía creer. Tampoco podía imaginar la otra posibilidad —la más horrible— que se imponía en su mente.

En el interior del estudio, todo parecía en orden. La ropa, los libros y los objetos de decoración se apilaban y era patente la falta de espacio. En la época en que Sharko aún veía a Gloria era cajera en un supermercado y trabajaba muy duro para salir adelante. Una chica valiente, que nunca había tenido suerte en la vida. La prueba era Loïc Madère.

Sharko no tocó nada, sobre todo no quería dejar huellas. Con un nudo en la garganta, se dirigió al dormitorio. La cama estaba hecha y en un rincón había varios pares de zapatos y ropa. En un marco, una foto del preso. Gloria tenía que estar muy enamorada para seguir con un tipo que iba a pasar aún quince años tras las rejas. En otra foto se la veía a ella en la playa, a orillas del mar, y parecía radiante. Una hermosa mujer morena de cuarenta y pocos años, que ocultaba perfectamente los años de calle si no fuera por esa cicatriz de la que no podría librarse jamás.

Sharko salió del dormitorio y fue en el baño donde halló una de las pistas del misterio.

En el espejo estaba escrito, con lápiz de labios: «2.º 21’ 45 E». Segunda parte de las coordenadas GPS. La caligrafía era aplicada, uniforme. Femenina. Se habían tomado su tiempo para escribir el mensaje.

Sharko memorizó las cifras y salió del apartamento menos de cinco minutos después de haber entrado. Cerró la puerta a su espalda y, una vez dentro de su vehículo, introdujo esos nuevos datos en su GPS, completando así los que había hallado en la nevera: 4.º 53’ 51 N, 2.º 21’ 45 E.

Funcionaba: el aparato le indicó un destino próximo a la puerta de la Chapelle, en el distrito XVIII de París. En el pequeño mapa que aparecía en el aparato, el policía descubrió que el destino final se hallaba fuera de cualquier tipo de calle, junto a las vías del tren.

Puso el coche en marcha, pisando a fondo el acelerador y guiado por la voz del GPS. Estaba muy nervioso. Aquella voz era como la de su adversario, que jugaba con él y lo manipulaba. Pensó en Gloria, bruscamente reaparecida en su universo. Había estado muy unida a Suzanne y a él. Le vinieron a la cabeza demasiados recuerdos que lo hirieron en lo más profundo.

Había conducido muy deprisa y al cabo de media hora se acercaba ya a su destino. Rodeó una rotonda y el paisaje urbano cambió. Las calles rectas y animadas de la ciudad dejaron paso a inmensos almacenes de empresas de transporte. Por doquier, camiones inmóviles perfectamente alineados y estacionados junto a los muelles de carga. Zonas de asfalto interminables, avenidas desiertas, blancas de nieve, en las que se entrecruzaban centenares de huellas de vehículos. El Renault 21 atravesó la zona industrial y se detuvo en el extremo de una calle sin salida. Quedaban por recorrer quinientos metros pero el destino final indicado por el aparato era inaccesible en coche.

Sharko salió, con el GPS en mano, se puso los guantes, el gorro y se abotonó el chaquetón negro hasta el cuello. Seguía haciendo mucho frío y el viento le azotaba la cara y le hacía rechinar los dientes. A lo lejos, se oía el zumbido de motores y sierras eléctricas. El aire parecía electrificado y el cielo tenía un color cenagoso.

A la carrera, el policía atravesó un espacio de tierra helada y llegó a las vías férreas aparentemente abandonadas. Oteó el horizonte —los edificios en ruinas, las torres lejanas, las líneas de alta tensión— y de repente se dio cuenta de que probablemente se hallaba junto al Pequeño Cinturón, la vía férrea que rodeaba París y cuyo tráfico ferroviario se interrumpió en los años treinta.

Desde entonces, la naturaleza había reconquistado el terreno.

Sharko saltó una valla en mal estado y bajó a las vías. Asió una barra de hierro y, acto seguido, torció a la derecha, como le indicaba la pantalla de su aparato. Sus pasos crujían sobre los guijarros que sobresalían de la nieve dura y helada. Allí hacía aún más frío, sin duda debido a aquellos vastos terrenos vacíos barridos por el viento. Se metió en un largo túnel en parte obstruido por arbustos. Las bombillas estaban rotas y los porosos ladrillos chorreaban por la humedad. Era lúgubre, oscuro y sin vida. Los raíles se hundían entre la vegetación descarnada. A un lado y otro, el aspecto urbano se difuminaba y dejaba paso a una maleza que se extendía por todo el horizonte.

Sharko observaba a su alrededor, al acecho. ¿Estarían vigilándolo en aquel preciso instante? Buscó una silueta, una sombra sobre el talud o huellas de pasos en la nieve, en vano. El GPS indicaba que se hallaba aún a doscientos metros, hacia adelante. El policía miró a lo lejos y el corazón le dio un vuelco cuando descubrió un único edificio, junto a las vías: una torre de cambio de agujas recubierta de
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.

Como si estuviera grabado al rojo en su pecho, supo que aquel era el lugar de la cita. Apagó el GPS, se lo guardó en el bolsillo y volvió a apretar el paso, encorvado, bordeando los arbustos silvestres.

¿Qué le aguardaba allí esta vez? ¿Otro mensaje?

O bien…

Asió con fuerza su arma improvisada.

Tan discretamente como le fue posible, rodeó el edificio por la parte posterior y subió la escalera. Sus suelas aplastaban vidrios, pues habían roto los cristales. La garganta le silbaba. El vaho que le salía de la boca se dispersaba en el aire gélido. La capital parecía muy lejos a pesar de que vibrara allí mismo, en derredor.

Con la punta del pie, el comisario empujó la puerta rota.

El horror le saltó a la cara.

Una mujer yacía en el suelo, atada a una columna de hormigón. Su rostro era todo él un enorme bulto amoratado, tenía el pómulo derecho roto y sus ojos apenas eran visibles debido a la hinchazón de la carne. Unas manchas púrpuras, casi secas, le chorreaban por el pantalón y el jersey de lana.

Junto a ella, una barra de hierro ensangrentada.

Sharko se abalanzó sobre ella gritando, al ver que entre los labios inertes estallaba una burbuja de sangre.

El ser irreconocible aún estaba vivo.

En la frente le habían grabado un código con un instrumento cortante: «Cxg7+». Y tenía una cicatriz en la mejilla derecha. Una antigua herida que arrancaba del ojo.

—¡Gloria!

El policía se agachó, asustado, a punto de echarse a llorar. No sabía ni cómo tocarla porque parecía que fuera a romperse en pedazos. Le habló, trató de tranquilizarla, repitiéndole que estaba a salvo mientras con un trozo de cristal cortaba las gruesas sogas que le ataban las muñecas amoratadas. Gloria gemía con una voz apenas audible y cayó de lado como un peso muerto, respirando con dificultad. Tenía la nariz tapada por la sangre coagulada.

Durante unos segundos, Sharko se sintió perdido, sin saber qué hacer. Tenía un móvil nuevo y podía pedir auxilio, pero si advertía a la policía se descubriría lo del semen y todo lo demás, y la situación se le escaparía de las manos. Al llegar había visto un hospital, a dos kilómetros de allí. La alzó delicadamente del suelo y la llevó en brazos. Le pareció que estaba destrozada.

Descendió la escalera y se dirigió a la vía férrea, sin resuello. No aguantaba más, los músculos le ardían, pero corría tan rápido como podía, impulsado por el valor y la rabia. Gloria estaba acurrucada contra él como una chiquilla, casi inconsciente, y trataba de hablar pero solo alcanzaba a emitir unos balbuceos incomprensibles. Vomitó una especie de líquido blanquecino sobre el traje de Sharko.

—Aguanta, Gloria, te lo suplico. Hay un hospital a dos minutos de aquí. A solo dos minutos, ¿me oyes?

El comisario vio que también le habían roto los dientes y su rabia se encendió aún más. ¿Qué monstruo podía haberla apaleado de esa manera? ¿Qué ser inmundo había podido recuperar el semen de dentro de ella para meterlo en un tubo de ensayo?

La tendió delicadamente en el asiento trasero de su coche y se dirigió a toda velocidad al hospital más cercano, el que había visto al llegar. Se saltó todos los semáforos en rojo y no respetó la prioridad a la derecha.

Inconsciente, Gloria ingresó en urgencias del hospital Fernand-Widal, a las once y diecisiete, y la atendió un médico llamado Marc Jouvier. Había perdido muchísima sangre, sufría traumatismo múltiple y seguía escupiendo aquella espuma blanca. Jouvier la transfirió de inmediato a un
box
.

Sharko, por su lado, se ocupó de los trámites de ingreso y del papeleo. Le temblaban las manos y las piernas, pero trató de disimular su agitación y su cólera. Presentó su deteriorada identificación policial y afirmó ser el oficial de la policía judicial al cargo de aquel caso. Así no se comunicaría el ingreso a la comisaría más próxima. El hecho de que estuviera solo hizo titubear unos segundos a uno de los administrativos, pero el policía dio con las palabras adecuadas para engañarlo. En los últimos tiempos se había acostumbrado a mentir.

Ningún otro policía iría allí a meter las narices en sus asuntos.

El doctor Jouvier volvió. Debía de tener unos treinta y cinco años, llevaba la cabeza afeitada y parecía tan cansado como él. Vestía un pijama azul y unos guantes de látex ligeramente manchados de Betadine.

—Seguramente va a estar mucho rato en el quirófano, porque la intervención se ha complicado.

—¿Cómo que se complicado?

—Lo siento, de momento no puedo decirle nada más. Vaya a la sala de espera o márchese, pero no se quede en el pasillo, por favor. No servirá de nada.

Sharko rebuscó en su bolsillo.

—¿Tiene un papel? No me quedan tarjetas de visita.

El médico le tendió una hoja de un cuaderno y Sharko escribió su nuevo número de teléfono.

—Llámeme en cuanto tenga alguna noticia.

Jouvier asintió y se guardó el papel. Apretó los labios.

—Lo que le han hecho es muy feo. Si sale de esta, nada será como antes. —Calló unos segundos y añadió—: ¿Ha comprendido la marca de su frente? ¿Ese «Cxg7+»? —Sharko meneó la cabeza. El médico prosiguió, muy serio—: Se trata de la notación de una jugada de ajedrez. El caballo captura la pieza de la casilla g7 y hace jaque al rey.

Sharko lo relacionó de inmediato con el mensaje precedente: «Cuando llega la vigésima, el peligro parece momentáneamente alejado». La vigésima jugada de una partida de ajedrez… Pero ¿cuál?

El médico se despidió y desapareció tras las puertas batientes.

Sharko salió del hospital. Solo en el coche, golpeó con todas sus fuerzas contra el salpicadero y los huesos de sus manos crujieron.

Más tarde, tras pasar por el apartamento a cambiarse, metió su traje manchado en el fondo del cubo de la basura, en el sótano del edificio.

Se juró a sí mismo que atraparía al torturador que había hecho aquello, a cualquier precio.

Y lo mataría.

36

N
icolas Bellanger caminaba presa del nerviosismo por la habitación cerrada, con aspecto retraído. Las cortinas estaban echadas y el pequeño ventilador conectado al retroproyector roncaba apaciblemente. Nadie rechistaba, como si el tiempo se hubiera detenido. Al final, el jefe de grupo miró a Lucie, que exteriorizaba su nerviosismo moviéndose sin cesar en su asiento.

—Pierre Chanteloup me ha llamado hará cosa de una hora. Ayer por la mañana el archivo de matriculación le confirmó que François Dassonville posee un Mégane azul. Gracias a la declaración que tú y Sharko hicisteis, así como a los elementos en su posesión, ha obtenido la comisión rogatoria para el registro.

Cogió un vaso de café de la mesa. Estaba vacío, lo aplastó con la mano y lo arrojó a la papelera con un gesto nervioso. Lucie rara vez lo había visto en semejante estado de agitación.

—Dassonville aún no ha regresado a su domicilio y, por las huellas en la nieve, no ha estado allí después de vuestra visita de anteayer. Quizá se haya dado a la fuga y por el momento esa parece la hipótesis más probable. Los gendarmes van a introducirse en el círculo católico e interrogarán a sus antiguos superiores, y me alegra que no tengamos que ocuparnos de ese jaleo.

Tomó una hoja y tendió a Lucie una foto impresa de Dassonville.

—Sabemos que el día en que los monjes fueron quemados, en 1986, Dassonville se supone que asistía a una serie de congresos y seminarios internacionales sobre ciencia y religión en Roma.

Robillard mascaba su sempiterno palo de regaliz, mientras Lucie observaba la foto. Dassonville tenía un rostro huesudo, con las mejillas huecas y una barbita negra. A Lucie le recordó al profesor Tornasol de las aventuras de Tintín.

—Aquí tengo su biografía, y tiene una vida poco corriente. Primero estudió filosofía en un instituto de filosofía en la frontera italiana y luego ingresó en la abadía de Notre-Dame-des-Auges. En esa época, estaba dirigida por un prelado abierto a las aficiones de Dassonville en lo referente a la ciencia. Gracias al jardín botánico y a la inmensa biblioteca de la abadía, nuestro hombre dedicó su tiempo libre al estudio de las ciencias naturales. En los años setenta, se marchó dos años enteros para estudiar en el instituto de física de París donde, además de las asignaturas obligatorias, cursó botánica, química orgánica, entomología y aún más cosas. Se publicaron algunos de sus trabajos sobre la velocidad y el proceso de descomposición de los organismos vivos. Se convirtió en jefe del monasterio a la muerte de su predecesor. En resumen, se trata de un monje abierto e inteligente, que conoce a mucha gente entre la comunidad científica y al que, por esas mismas razones, podría haberle interesado el manuscrito.

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