Durante el camino, antes de llegar, Tes-disora me dio a entender que él era uno de los cazadores de la aldea. Por medio de gestos yo le pregunté que cómo era eso posible, si él no llevaba nada en las manos. ¿Dónde estaban sus armas? Él sonrió e hizo que dejara de andar, me hizo señas para que nos agacháramos bajo unos arbustos. Sólo esperamos, allí en la floresta, un momento, luego Tes-disora me dio un codazo y me señaló un lugar, yo sólo pude ver vagamente una sombra veteada que se movía entre unos árboles. Antes de que pudiera levantar mi cristal, Tes-disora saltó de repente de donde estaba, y salió disparado como una flecha lanzada desde el arco.
El bosque era tan espeso, que ni aun con la ayuda de mi topacio pude seguir cada momento de la «cacería», pero vi lo suficiente como para quedarme con la boca abierta, sin poder creer lo que veía. Esa forma veteada era una joven gacela que había huido, casi al mismo instante que Tes-disora había salido en persecución de ella. La gacela corría muy rápido, pero él lo era todavía más. Corrió zigzagueante todo el tiempo, pero de algún modo, él se anticipaba a cada uno de sus movimientos, de su desesperada carrera. En menos tiempo del que yo tardo en contarlo, él se acercó a la gacela, cayó sobre ella de un brinco y le rompió el cuello con sus propias manos. Mientras comíamos la carne de uno de los animales cazados, por medio de gestos le demostré a Tes-disora mi asombro ante su rapidez y agilidad. Él me respondió igualmente, con modestia, que era uno de los corredores menos ágiles de los Pies Veloces, pues había otros cazadores que corrían mucho más rápido, y que en todo caso, una gacela no era un reto comparado con un venado totalmente desarrollado. Entonces, él a su vez, me demostró por gestos, su asombro ante el cristal que había usado para encender el fuego para cocinar. Él me dio a entender que nunca había visto un instrumento tan útil y maravilloso en posesión de ningún otro bárbaro.
«¡Mexícatl!», repetí varias veces muy enojado. Él sólo asintió con su cabeza y dejó de hablar, tanto con la boca como con las manos, ocupando éstas en comer con gran apetito la suave carne asada.
Guagüey-bo estaba situada en otra de las espectaculares barrancas de aquella nación, y era una aldea, en el sentido de que abrigaba a varias veintenas de familias, quizás unas trescientas personas, pero sólo tenía una residencia visible, una pequeña casa muy limpia, hecha de madera, en donde vivía el Si-ríame. La palabra significa: jefe, brujo, doctor y juez, pero no quiere decir que sean cuatro personas; en una comunidad rarámuri todos esos oficios eran investidos a una sola persona. La casa del Si-ríame y varias otras estructuras —unas casitas de vapor con techo de arcilla, algunos refugios enramados que hacían las veces de bodega, una plataforma con el piso de laja, para ceremonias comunitarias— se encontraban en el fondo del cañón, a lo largo de la ribera de una corriente de agua clara, que lo cruzaba. El resto de la población de Guagüey-bo vivía en cuevas, ya sean naturales o excavadas en las paredes que se elevaban a ambos lados de la inmensa hondonada.
El hecho de que los rarámuri habitaran en cuevas, no quiere decir que fueran primitivos o débiles, sino más bien prácticos. Si todos ellos lo hubieran querido, habrían podido tener casas, tan buenas como la del Si-ríame. Pero las cuevas estaban disponibles o fáciles de excavar, y sus ocupantes las convertían en viviendas muy agradables. Dividían una estancia muy amplia de roca, en varios cuartos y cada uno tenía una abertura para dejar entrar luz y aire. Cubrían el suelo con olorosas ramitas de pino, que parecía una alfombra, y diariamente renovaban esas ramitas. Las aberturas exteriores se cubrían con cortinas y sus paredes estaban decoradas con pieles de venados pintadas en vividos dibujos. Esas habitacionescuevas eran tan cómodas, confortables y bien orientadas como muchas de las casas de la ciudad en las que había estado.
Tes-disora y yo llegamos a la aldea, moviéndonos con toda la rapidez que nos permitía la percha que teníamos entre los dos. Quizá suene increíble, pero esa misma mañana, muy temprano, él había corrido detrás de un gran venado matándolo, de una gacela y de un verraco de buen tamaño. Les quitamos las tripas a todos los animales y después de desmembrarlos, nos apuramos para llegar a Guagüey durante la mañana, cuando todavía hacía fresco. La aldea rebosaba de comida que sus cazadores y recolectadores de frutas habían llevado, porque, según me informó Tes-disora, el festival
tes-güinápuri
estaba por llegar. Silencio-mente me felicité a mí mismo por haber tenido la buena suerte de encontrar a ese rarámuri, en un momento en que todos ellos se sentían hospitalarios. Sin embargo, luego me di cuenta de que solamente por una verdadera casualidad no hubiera podido encontrar a ningún rarámuri gozando de una festividad, o preparándose para una, o descansando de una. Sus ceremonias religiosas no eran solemnes, sino muy alegres —la palabra
tes-güinápuri
puede ser traducida como «ahora, pongámonos borrachos»— y en total esas ceremonias ocupaban la tercera parte de un año completo de los rarámuri.
Ya que sus bosques y ríos les daban gratis caza y comida, cueros y pieles, fuego y agua, los rarámuri no tenían necesidad como otros pueblos de trabajar para poder suplir las necesidades de la vida. Lo único que ellos cultivaban era el maíz, pero la mayor parte de él no era para comer, sino para hacer el
tesgüino
, un brebaje fermentado que de alguna manera era más embriagador que el
octli
que nosotros los mexica bebíamos, y un poquito menos que el
chápari
, el licor de miel de abeja de los purémpecha. Al este de las montañas, en las tierras más bajas, los rarámuri recolectaban un pequeño cacto muy potente, que se podía masticar y al que llamaban
jípuri
, que quiere decir «la luz de Dios», por razones que luego explicaré. Teniendo tan poco trabajo que hacer y tanto tiempo libre, ese pueblo tenía muy buena razón para pasar una tercera parte del año alegremente borrachos con
tesgüino
y dichosamente drogados con
jípuri
y placenteramente dándoles gracias a los dioses por su bondad. En el camino a la aldea, yo aprendí de Tes-disora algunas palabras de su lenguaje y después tanto él como yo nos comunicamos con más facilidad. Así es que dejaré de mencionar nuestros gestos y muecas y sólo contaré la substancia de nuestras siguientes conversaciones. Cuando hubimos entregado nuestra cacería a unas viejas que se encargaban de los grandes fuegos para cocinar, que estaban a un lado del río, él me sugirió que fuéramos a sudar a una de las casas de vapor, para bañarnos. También me sugirió con cierta delicadeza, que después de bañarme me proveería de ropa limpia, si no me importaba tirar los harapos que traía al fuego. Yo estaba encantado de complacerlo.
Una vez que nos desvestimos a la entrada de la casa de vapor, me llevé una ligera sorpresa al ver a Tes-disora desnudo pues observé que le crecían unos mechones de pelo abajo de los sobacos y otro entre las piernas, e hice un comentario al respecto. Tes-disora sólo se encogió de hombros, y apuntando su vello dijo: «Raramurime», y luego apuntando mi carencia de vello dijo: «Chichimecame». Lo que quiso decir fue que él no era una rareza; a los rarámuri les crecía abundante ymaxtli alrededor de los genitales y bajo sus brazos; a los chichimeca, no.
«Yo no soy de los chichimeca», le contesté, pero lo dije abstraído, pues estaba pensando. De todos los pueblos que había conocido, sólo a los rarámuri les crecía ese pelo superfluo. Supuse que eso se debía al tiempo extremadamente frío que tenían que soportar durante parte del año, ya que no había visto ese vello en los lugares en donde esa protección contra el frío no era necesaria. Y entonces se me ocurrió otro pensamiento y le pregunté a Tes-disora:
«¿Vuestras mujeres tienen ese mismo vello?».
Él se rió y dijo que claro que lo tenían. Me explicó que la presencia de ese
ymaxtli
, vello, era uno de los primeros signos de que la niñez se aproximaba a la juventud. Lo mismo en los hombres que en las mujeres, ese vello se convertía en cabello, no un cabello largo y no era una molestia ni un impedimento, pero sin lugar a dudas, era pelo. También había observado, en los breves momentos que llevaba en la aldea, que la mayor parte de las mujeres rarámuri, aunque muy musculosas, eran muy bien formadas y muy bellas de cara. Lo que quiere decir que yo ya las había encontrado atractivas, aun antes de saber esa distintiva peculiaridad, lo que me hacía preguntarme: ¿qué se sentirá al copular con una mujer cuyo
tepili
no fuera del todo visible, o sólo velado por un fino vello, sino totalmente obscurecido y atormentadoramente escondido tras un pelo como el de su cabeza?
«Fácilmente lo puedes averiguar —dijo Tes-disora, como si él hubiera podido adivinar mi pensamiento—. Durante los juegos de
tes-güinápuri
, simplemente caza a una mujer, corre detrás de ella y así podrás verificar por ti mismo ese hecho».
Cuando entré en Guagüey-bo, fui objeto de ciertas miradas, muy comprensibles, de preocupación y desprecio por algunos de los aldeanos, pero cuando salí peinado, limpio y vistiendo un taparrabos y un manto de mangas largas, de piel de venado, no me miraron ya más con desdén. Desde entonces, y a excepción de las risitas que se echaban cuando yo cometía grandes errores al hablar en su lenguaje, los rarámuri fueron muy corteses y amistosos conmigo. Y mi estatura excepcional, atrajo sobre mí algunas miradas especulativas y aun de admiración de parte de las muchachas y las solteras de la aldea. Me pareció que había algunas entre ellas que estarían muy gustosas de correr para darme caza. Casi siempre estaban corriendo, a cualquier parte,
todos
los rarámuri, hombres o mujeres, jóvenes o viejos. Excepto los que estaban en edad de hacer pinitos o en la edad senil, todos los demás corrían durante todo el tiempo del día, a menos que estuvieran inmovilizados por hacer alguna tarea o llenos de
tesgüino
o deslumbrados con la luz del dios, el
jípuri
, ellos corrían. Cuando no estaban corriendo en parejas o en grupos, lo hacían solos, hacia un lado y otro del cañón, o hacia arriba y hacia abajo de la barranca. Los hombres corrían usualmente, golpeando con los pies una pelota, ésta era totalmente redonda y cuidadosamente pulida, hecha de dura madera y del tamaño de la cabeza de un hombre. Las mujeres corrían usualmente, también, llevando en sus manos un aro hecho de mimbre, que empujaban con un palito, una lo tiraba primero lo más lejos que podía, y los otras corrían compitiendo para poder alcanzar el aro y lanzarlo a su vez. Todo ese movimiento frenético e incesante me pareció que tenía muy poco objeto hasta que Tes-disora me explicó:
«En parte es para mantenernos alegres y conservar nuestra energía animal, pero es algo más que eso. Es una ceremonia incesante con la cual, después de hacer ese ejercicio y de sudar mucho, rendimos homenaje a nuestros dioses Ta-tevarí, Ka-laumarí y Ma-tinierí».
Difícilmente podía imaginarme a cualquier dios que necesitara ser nutrido con sudor en lugar de sangre, pero los rarámuri habían escogido esos que Tes-disora había nombrado, y cuyos nombres significaban Abuelo Fuego, Madre Agua y Hermano Venado. Quizás la religión reconozca a otros dioses, pero ésos son los únicos tres que nunca antes había oído mencionar. Considerando las pocas necesidades de los habitantes de la floresta, los rarámuri, supongo que ésos eran suficientes.
Tes-disora dijo: «Nuestras continuas carreras son para demostrar a nuestros dioses creadores que la gente que ellos crearon todavía están vivos, felices y muy agradecidos de ser así. También mantiene a nuestros hombres en buen estado para los rigores de la caza. También es una práctica para los juegos que vas a ver, o a tomar parte en ellos, espero, durante este festival. Y esos juegos son solamente una práctica».
«Ten la bondad de decirme —le dije suspirando, y sintiéndome cansado sólo de oírle hablar de tanto ejercicio—, ¿practicar para qué?».
«Para la
verdadera
carrera, por supuesto. El
ra-rajípuri
. —Sonrió ante la expresión de mi rostro—. Ya lo verás. Es el gran final de toda celebración».
El
tes-güinápuri
tuvo lugar al día siguiente, cuando toda la población de la aldea se reunió a un lado del río, en la casa de madera esperando a que el Si-ríame saliera y ordenara que las festividades empezaran. Todo el mundo estaba vestido con sus mejores trajes, los más finos y mejor decorados en colores; la mayoría de los hombres con mantos y taparrabos de piel de venado y las mujeres con faldas y blusas de la misma piel. Muchos de los aldeanos, habían pintado sus rostros con puntos y rayas onduladas en color amarillo brillante, y muchos llevaban plumas en sus cabellos, aunque los pájaros de esas regiones no tienen plumas muy deslumbrantes. Muchos de los cazadores veteranos de Guagüey-bo ya estaban sudando, pues llevaban puestos trofeos que ya habían ganado: trajes largos hasta los tobillos hechos con piel de cuguar o chaquetas de pieles pesadas o gruesas del gran saltador, de cuernos grandes, de la montaña.
El Si-ríame salió de la casa, su traje estaba hecho totalmente con brillantes pieles de jaguar, llevaba un gran bastón rematado en su punta por una bola de plata en bruto. Estaba tan asombrado, que levanté mi topacio para estar seguro de lo que veía. Habiendo oído que el jefe debía ser sabio, brujo, juez y doctor, naturalmente había esperado que toda esa maravilla estuviera en la persona de un hombre viejo y de cara solemne, Pero no era un hombre, no era viejo, no era solemne. Ella no era más vieja que yo, y era muy bonita y todavía me lo pareció más cuando sonrió.
«¿Vuestro Si-ríame es una mujer?», exclamé cuando empezaban a rezar sus oraciones ceremoniales.
«¿Y por qué no?», dijo Tes-disora.
«Nunca había oído de un pueblo que escogiera a un gobernante que no fuera un hombre».
«Nuestro último Si-ríame fue un hombre. Pero cuando un Si-ríame muere, cualquier otra persona madura de la aldea, ya sea hombre o mujer, puede ser elegida para sucederle. Todos nos reunimos, masticamos mucho
jípuri
y nos ponemos en trance. Vemos visiones y unos corren salvajemente, mientras otros tienen convulsiones. Pero esta mujer fue la única bendecida por la luz-del-dios, o por lo menos fue la primera en despertar y decirnos que había visto y hablado con el Abuelo Fuego, con la Madre Agua y con el Hermano Venado. Indudablemente que la luz-del-dios resplandeció sobre ella, y ése es el único y supremo requisito para Regar a ser el Si-ríame».