Azteca (97 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

BOOK: Azteca
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En tiempos pasados. Señor, era una práctica muy común entre los españoles a quienes se les concedieron tierras y haciendas, en estas provincias, que también se apropiaran de muchos indios que vivían en los alrededores de ellas y acostumbraban marcarlos con hierros en las mejillas con una «G» de «guerra», proclamándolos como prisioneros de guerra, tratándolos cruelmente y explotándolos a la vez. Por lo menos esa práctica se ha mejorado a tal grado, que a los indios ya no se les puede sentenciar a ser esclavos, a menos de que se les hallen culpables de algún crimen por las autoridades seculares o eclesiásticas. También, la ley de la Madre España se aplica ahora más estrictamente en esta Nueva España, así es que los indios aquí, como los judíos allá, tienen los mismos derechos como cualquier español cristiano y no pueden ser condenados por un crimen sin ser procesados, juzgados y convictos. Naturalmente que el testimonio de un indio, como el de un judío y aun el de un converso cristiano, no se le puede permitir tener el mismo peso del de un cristiano que lo ha sido durante toda su vida. De aquí que, si un español desea adquirir como esclavo a algún robusto hombre rojo o a alguna mujer roja de buena presencia, todo lo que tiene que hacer para conseguirlo es dejar caer sobre ese indio cualquier acusación que sea capaz de inventar.

Porque nos, tenemos la convicción de que muchos de los cargos contra los indios son falsos, y porque nos, tememos por las almas de nuestros compatriotas, quienes aparentemente se están engrandeciendo a sí mismos y a sus propiedades por medios tortuosos, impropios de Cristianos, nos, que sentimos tristeza, hemos actuado. Utilizando la influencia de nuestro título de Protector de los Indios, nosotros hemos tenido éxito en persuadir a los jueces de la Audiencia de que todos los indios que tengan que ser marcados, en el futuro deben ser registrados bajo nuestro cargo. Por eso es que desde ahora los hierros de marcar están encerrados en una caja que se debe abrir con dos llaves y una de éstas está en nuestra posesión.

Ya que ningún indio convicto puede ser marcado sin nuestra colaboración, firmemente, nosotros hemos rehusado en esos casos que son flagrantes abusos de la justicia y esos indios han sido liberados a la fuerza. El ejercer esa autoridad propia de nuestro oficio de Protector de los Indios, nos ha ganado el odio de muchos de nuestros compatriotas, pero podemos sobrellevarlo con ecuanimidad, sabiendo que actuamos para el bien de todos los que están involucrados en eso. Sin embargo, la prosperidad económica de toda la Nueva España podría resentirse (y disminuiría el quinto correspondiente a las riquezas del Rey) si también nos, duramente obstruyéramos el reclutamiento de esclavos de labor, de donde depende la prosperidad de estas colonias. Así es que ahora, cuando un español desea adquirir algún indio como esclavo, no hace uso del arma secular; los cargos que él hace en contra del indio, siendo éste un cristiano converso, es que ha cometido algún
lapsus fidei
. Ya que nuestro oficio de Defensor de la Fe está muy por encima de nuestros otros oficios y de sus problemas, en esos casos nosotros no detenemos el hierro marcador.

Con eso hemos hecho que se cumplieran tres cosas simultáneamente y que estamos seguros que hallarán favor a los ojos de Vuestra Majestad.
Primus
, prevenimos efectivamente la negligencia legal en la ley civil.
Secundus
, firmemente protegemos el dogma de la Iglesia, para que no se deje de observar por los conversos.
Tertius
, no impedimos el mantenimiento de una labor proveedora, firme y adecuada.

Incidentalmente, sepa Vuestra Majestad, que el hierro marcador de mejilla, no lleva más la «G», que impone el deshonor al vencido en guerra. Ahora nosotros, aplicamos las iniciales del nuevo propietario del esclavo (a menos que el convicto sea una bella mujer, cuyo amo no quiera desfigurar). Aparte de que la marca sirve para identificar al propietario y al esclavo que huye, esa clase de señal sirve también para distinguir a esos esclavos desesperados que se rebelan, e incapaces de trabajar. Muchos de esos descontentos intratables, habiendo cambiado varias veces de amo, llevan ahora en sus caras numerosas iniciales sobrepuestas, como si sus pieles fueran un palimpsesto.

Hay un toque evidente de buen corazón, en vuestra última carta, cuando Vuestra Compasiva Majestad hace mención de nuestro cronista el azteca, en lo concerniente a la muerte de su mujer: «Aunque es de una raza inferior, parece un hombre con emociones humanas, capaz de sentir felicidad y dolor tan vehementemente como nosotros». Vuestra simpatía es muy comprensible, ya que el amor continuo de Vuestra Majestad para vuestra joven Reina Isabel y vuestro hijito Felipe, es un cariño notorio y tierno, muy admirado por todos.

Sin embargo, nos, muy respetuosamente sugerimos que Vos no extendáis demasiado vuestra compasión sobre esas personas que Vuestra Majestad no puede conocer tanto como nos, y especialmente sobre ese que una y otra vez demuestra ser indigno de ello. Éste, ocasionalmente en algún tiempo, pudo sentir emoción o se entretuvo, ocasionalmente, con un pensamiento humano, que no disminuye ante el de un hombre blanco. Sin embargo] Vuestra Majestad habrá notado que aunque él profesa ahora como Cristiano, el viejo chocho murmuró mucho acerca de que su hembra muerta todavía anda vagando por este mundo y ¿por qué?

¡Porque ella no llevaba encima cierto guijarro verde cuando murió! También, como Vuestra Majestad podrá percibir, el azteca no se dejó abatir por mucho tiempo por esa aflicción. En estas siguientes páginas de su narración, él se divierte otra vez como un coloso y vuelve a las antiguas andanzas.

Señor, no hace mucho tiempo, oímos a un sacerdote más sabio que nos, decir esto:

«Que ningún hombre puede reír sin reservas, mientras todavía esté vivo y navegando sobre el mar incierto de la vida. Ni él ni ningún otro, puede saber si podrá sobrevivir a todas las tempestades que le acechan y a los arrecifes ocultos y a los cantos perturbadores de las sirenas, para llegar a salvo al puerto. Ese hombre puede considerarse justamente glorificado, cuando Dios sea su guía, de tal manera que él pueda finalizar sus días en el puerto de la Salvación, pues la
Gloria
es cantada solamente al final».

Quiera Nuestro Señor Dios seguir sonriendo sobre y a favor de Vuestra Imperial Majestad, cuyos reales pies son besados por vuestro capellán y siervo,

(ecce signum)
ZUMÁRRAGA

OCTAVA PARS

Mi tragedia personal eclipsó naturalmente todo lo que me rodeaba en el mundo, pero no pude evitar el darme cuenta de que la nación mexica había sufrido también una tragedia, más grande que la demolición de su ciudad capital. La súplica frenética y poco característica de Auítzotl a Nezahualpili, para detener el chorro del manantial, fue su último acto como UeyTlatoani. Él estaba dentro de su palacio cuando éste se vino abajo y aunque eso no lo mató, es muy probable que él lo hubiera preferido, ya que fue golpeado en la cabeza por una viga y desde entonces —como me lo contaron, ya que nunca lo volví a ver vivo— quedó tan falto de entendimiento como el madero que lo golpeó. Vagaba sin objeto por los alrededores, hablando incoherentemente consigo mismo, mientras un asistente seguía al que una vez fue un gran estadista y guerrero, por todas partes que fuera, para poder cambiarle el taparrabo que continuamente ensuciaba.

La tradición prohibía que Auítzotl fuera destituido de su título de Venerado Orador, mientras viviera, aunque sólo pudiera decir incoherencias y no pudiera ser venerado más de lo que podría serlo un vegetal ambulante. En lugar de eso, tan pronto como fue factible, el Consejo de Voceros convino en elegir a un regente que guiara a la nación, durante la incapacidad de Auítzotl. Sin duda por venganza, ya que Auítzotl había matado a dos de sus ancianos durante el pánico en el camino-puente, esos viejos rehusaron considerar al candidato más lógico, el primogénito Cuautémoc. Escogieron como regente a su sobrino, Motecuzoma El Joven, porque ellos anunciaron: «Motecuzoma Xocóyotzin ha probado sucesivamente su habilidad como sacerdote, comandante militar y administrador colonial. Como ha viajado mucho, conoce a conciencia todas las tierras más lejanas de los mexica».

Yo recordé las palabras de Auítzotl, cuando una vez me vociferó: «¡Nosotros no sentaremos sobre este trono a un tambor hueco!». Si Auítzotl hubiera muerto en forma correcta, o sea, con sus cinco sentidos, él habría subido de los abismos más profundos de Mitlan y habría sentado su cadáver sobre el trono en lugar de Motecuzoma. Como llegaron a ponerse las cosas, casi hubiera sido mejor para los mexica, tener a un muerto por gobernante. Un cuerpo, por lo menos se puede mantener en una posición firme.

Pero en aquel tiempo, yo no estaba interesado en absoluto en intrigas de la Corte; yo mismo me estaba preparando para abdicar por un tiempo, por varias razones. Una era que mi casa se había convertido en un lugar de recuerdos dolorosos, del que quería escapar. Incluso el contemplar a mi hija me causaba dolor, porque en su rostro veía mucho de Zyanya. Otra razón era que tenía que inventar algo, de tal manera que Cocoton no sintiera demasiado la pérdida de su madre. Y todavía había otra, que cuando mi amigo Cózcatl y su esposa Quequelmiqui vinieron a confortarme y a darme sus condolencias, dejaron caer la noticia de que estaban sin hogar, ya que su casa había sido una de las que se cayeron con la inundación.

«No estamos tan alicaídos como deberíamos estarlo —dijo Cózcatl—. A decir verdad, nos estábamos sintiendo apretados e incómodos, ya que ambos, nuestro hogar y la escuela, estaban bajo un mismo techo. Ahora que por fuerza tenemos que volver a construir, haremos dos edificios separados».

«Y mientras tanto —dije— ésta será vuestra casa. Viviréis aquí. De todas maneras yo estoy a punto de partir, así es que la casa y los sirvientes serán todos vuestros. Sólo os pido un favor de compensación. ¿Podréis los dos sustituir a la madre y al padre de Cocoton por el tiempo que yo esté ausente? ¿Podréis jugar a Tene y a Tata para una criatura huérfana?».

Cosquillosa dijo: «¡
Ayyo
, qué idea tan maravillosa!».

Cózcatl dijo: «Lo haremos con mucho gusto… no, con agradecimiento. Será la única vez que nosotros tendremos familia».

Yo dije: «La niña no da problemas. La esclava Turquesa atiende a sus necesidades diarias. Vosotros no tendréis que hacer nada, más que darle la seguridad de su presencia… y demostrarle afecto de tiempo en tiempo».

«¡Por supuesto que lo haremos!», exclamó Cosquillosa, y había lágrimas en sus ojos.

Yo continué: «Ya le he explicado a Cocoton, quiero decir que le he mentido, la ausencia de su madre durante estos días pasados. Le dije que su Tene había ido al mercado a comprar las cosas que necesitamos, ella y yo, para el largo viaje que tenemos que hacer. La niña sólo asintió con la cabeza y dijo: “largo viaje”, pues para ella, a su edad, significa muy poco. Pero, si vosotros continuáis recordándole a Cocoton que su Tata y su Tene están viajando por lugares lejanos… bien, tengo la esperanza de que se haya acostumbrado a estar sin su madre para cuando yo regrese, así ella no se sentirá demasiado acongojada cuando le diga que su Tene no regresó conmigo».

«Pero también se acostumbrará a no estar contigo», me previno Cózcatl.

«Supongo que sí —dije resignadamente—. En lo único que puedo confiar, cuando regrese, es que ella y yo nos volvamos a familiarizar. Mientras tanto, yo sé que Cocoton está bien cuidada y que es amada…».

«¡Sí lo será! —dijo Cosquillosa dejando caer su mano sobre mi brazo—. Nosotros viviremos aquí con ella todo el tiempo que sea necesario. Y no dejaremos que te olvide, Mixtli».

Se fueron a preparar el traslado de las posesiones que habían podido salvar de las ruinas de su casa, y esa misma noche yo hice un fardo de viaje ligero y compacto. Muy temprano, a la mañana siguiente, fui al cuarto de la niña, desperté a Cocoton y le dije a la somnolienta niñita:

«Tu Tene me pidió que te dijera adiós por los dos, Migajita, porque… porque ella no puede dejar a nuestra caravana de cargadores o ellos se escaparían corriendo como unos ratoncitos. Pero éste es un beso de despedida de parte de ella. ¿No te supo exactamente como a un beso de ella? —Para mi sorpresa, así fue por lo menos para mí—. Ahora, Cocoton, con tus dedos toma el beso de tu Tene de tus labios y guárdalo en tu mano, así, para que tu Tata pueda besarte también. Ahora pon el mío con el suyo y guarda ambos apretadamente en tu mano, mientras te vuelves a dormir. Cuando te levantes, pon los besos en algún lugar seguro y guárdalos para que nos los vuelvas a dar cuando regresemos».

«Regresemos», dijo ella adormilada y sonrió y su sonrisa era la de Zyanya y cerró sus ojos, los ojos de Zyanya.

Abajo, Turquesa lloriqueaba y Estrella Cantadora se sonó varias veces las narices mientras nos despedíamos, y entonces les encargué que atendieran bien la casa, y les recordé que hasta mi regreso debían obedecer a Cózcatl y a Quequelmiqui, como su amo y ama. Me detuve sólo una vez antes de salir de la ciudad, en la Casa de los Pochteca, y dejé un mensaje para que lo llevara la próxima caravana de mercaderes que fuera en dirección de Tecuantépec. El papel doblado era para avisar a Beu Ribé, con las palabras-pintadas menos dolorosas que pude componer, la muerte de su hermana y la forma en que murió. No se me ocurrió pensar que el flujo normal del comercio mexica había sido considerablemente roto, y que mi mensaje tardaría en poder ser entregado.

La franja de
chinampa
que circundaba Tenochtitlan había quedado bajo el agua durante cuatro días, en la estación en que las semillas de maíz, frijol y otras verduras estaban justamente germinando. Aparte de inundar esas plantas, el agua también había invadido los almacenes de semillas, que se conservaban para emergencias, y había arruinado todos los alimentos secos abodegados en ellos. Así es que, durante muchos meses, los
pochteca
mexica y sus cargadores estuvieron solamente ocupados en proveer a la devastada ciudad. Eso los mantuvo viajando constantemente, pero sin separarse mucho de los caminos principales y fue por eso que Luna que Espera no recibió el aviso de la muerte de Zyanya hasta un año más tarde.

Yo también estuve viajando constantemente durante ese tiempo, vagando como una flor de brisa, dejándome llevar hacia donde el viento soplara, o a cualquier parte en donde algún paisaje maravilloso me atrajese, o siguiendo cualquier camino que encontrara y que fuera lo suficientemente tentador, como si por siempre me estuviera diciendo: «Sígueme. Exactamente en el siguiente recodo está la tierra del olvido, en donde los corazones pueden descansar». Por supuesto que ese lugar no existía. Un hombre puede caminar hasta el final de todos los caminos existentes y hasta el final de sus días, pero no puede deshacerse de su pasado, ni alejarse de él, ni dejar de echar una mirada atrás.

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