Entonces percibí que mi cabeza estaba realmente entre los senos de una mujer, entre unos senos muy amplios. Mis sentidos de tacto y gusto no habían sido afectados por la droga. La Si-ríame me había cogido y puesto entre su blusa abierta y se había unido a mí hasta su fondo y así nos elevamos juntos hasta las nubes. Puedo decir que una parte de mi cuerpo se estaba elevando más rápidamente que las otras. Mi
tepuli
ya se había levantado antes, pero para entonces lo sentía más largo, más tieso, más caliente y me palpitaba con urgencia, como si un temblor de tierra hubiera sucedido sin que yo me diera cuenta. La Si-ríame soltó una risa alegre, y yo la saboreé, era como frescas gotas de rocío y sus palabras me supieron a besos.
«Ésta es la mayor bendición de la luz-del-dios, Su-kurú, su calor y su brillo se añade al acto de
ma-rákame
. Combinemos los fuegos que el dios nos ha dado».
Ella tiró lejos su falda de piel de jaguar y yació desnuda, o por lo menos tan desnuda como lo puede estar una mujer rarámuri, porque en verdad que tenía un triángulo de pelo en la parte baja de su abdomen, y entre sus muslos podía ver la forma de ese colchoncito excitante y su textura rizada, pero su color negro como todos los otros colores hasta ese momento, no era un color sino un aroma. Me incliné cerca para inhalarla y era una fragancia cálida, húmeda y almizcleña…
Cuando copulamos por primera vez, sentí que su
ymaxtli
me picaba y me hacía cosquillas en mis partes lampiñas como si restregara la parte baja de mi cuerpo sobre las frondas de un lujurioso helecho. Pronto, nuestros jugos fluyeron tan rápido, que su pelo se tornó húmedo y suave, y si yo no hubiera sabido que lo tenía no me habría dado cuenta. Sin embargo, puesto que lo sabía, sentí que mi
tepuli
era abrazado más que por carne, que era agarrado por primera vez por una densa y afelpada
teptli
, y el acto tuvo un nuevo sabor para mí. Sin duda les he de parecer que estoy delirando cuando cuento todo esto, pero en realidad estaba delirando. Me sentía aturdido por estar en aquellas alturas, fuera ilusión o realidad; e igualmente por la sensación que producían en mi boca los gritos, las palabras y los gemidos de la mujer, como también, por la sensación que me producía cada parte de su cuerpo, cada curva y los matices de su color que llegaban a mí en fragancias distintas y sutiles. Y los efectos del
jípuri
enriquecían cada una de esas sensaciones, como también cada movimiento que hacíamos y cada uno de nuestros contactos.
Supongo que debí de haber sentido un poco de miedo también, y el miedo hace que cualquier sensación humana sea más aguda, cada emoción más vivida. Ordinariamente los hombres no vuelan hasta las alturas, más a menudo caen de una de esas alturas y generalmente esas caídas son fatales. Sin embargo, la Si-ríame y yo estábamos suspendidos sobre un piso que no se podía ver y sin ningún soporte bajo de nosotros. Y como no teníamos ningún soporte, ni ninguna traba, nosotros nos movíamos tan libremente y tan ligeros, como si hubiéramos estado bajo el agua, pero pudiendo respirar con facilidad. Esa libertad que gozábamos en todas las dimensiones nos permitió tomar algunas posiciones muy placenteras, con contorsiones y torsiones, que de otra manera no hubieran sido posibles. En cierto momento, la Si-ríame jadeó algunas palabras y éstas me supieron a su
tepili
empenachado.
«Ahora sí creo que has cometido más pecados de los que puedes contar». No tengo ni idea de cuántas veces ella alcanzó el orgasmo, ni cuántas veces eyaculé durante el tiempo que la droga nos hizo elevarnos y extasiarnos, pero para mí fueron muchas más veces de las que he gozado en tan poco tiempo.
Me pareció que había pasado muy poco tiempo. Me empecé a dar cuenta de que estaba oyendo y no saboreando los sonidos cuando ella suspirando dijo: «No te preocupes, Su-kurú, si nunca llegas a ser un buen corredor».
Para entonces, yo veía los colores otra vez, en lugar de olerlos; olía los olores en lugar de oírlos; y descendía de las alturas y de la exaltación. No lo hice como si fuera un pedazo de plomo, sino que bajé despacio, suavemente, como una pluma que cae. La Si-ríame y yo estábamos otra vez dentro de su casa y a un lado de nosotros estaban nuestras ropas arrugadas. Ella yacía de espalda, completamente dormida y con una sonrisa en su rostro. El pelo de su cabeza se desparramaba alrededor, pero el de su
ymaxtli
ya no estaba rizado ni negro; estaba mate y claro pintado por mi
omícetl
blanco. Había otras sustancias secas entre sus pesados pechos y en algunas otras partes. También yo estaba lleno de emanaciones y de mi propio sudor seco, y también estaba terriblemente sediento, sentía la boca como si tuviera un estropajoso
ymaxtli
que me estuviera creciendo adentro; más tarde supe que ésos eran los efectos posteriores del
jípuri
.
Moviéndome en silencio y con cuidado para no despertar a la Si-ríame, me vestí para ir fuera de la casa a buscar un trago de agua. Antes de partir eché un último vistazo apreciativo, con mi topacio, a la bella mujer que yacía totalmente relajada sobre la piel de jaguar. Era la primera vez, reflexioné, que había tenido relaciones sexuales con una soberana. Y me sentí muy orgulloso de mí mismo, aunque no por mucho tiempo.
Cuando salí de la casa, me encontré con que el sol todavía brillaba en lo alto y que las celebraciones continuaban. Después de haber bebido mucho, al levantar mis ojos de la jícara mojada que tenía en la mano, me encontré con la mirada acusadora de la muchacha que había tratado de
cazar
. Le sonreí lo más inocentemente que pude y le dije:
«¿Corremos otra vez? Ahora ya puedo mascar
jípuri
, pues he sido adecuadamente iniciado».
«No necesitas vanagloriarte de eso —dijo hablando entre dientes—. Por haber tenido medio día, toda una noche, y casi otro día de iniciación».
Me quedé con la boca abierta estúpidamente, pues no podía creer que había pasado tanto tiempo cuando a mí me pareció muy poco, y me sonrojé cuando la muchacha continuó diciéndome acusadoramente:
«
Siempre
consigue a los primeros y mejores
ma-rdkame
que quieran iniciarse en la luz-del-dios. ¡Eso no es justo! Y no me importa si dicen que soy rebelde e irreverente. Ya lo he dicho antes y lo vuelvo a repetir, que sólo
pretendió
recibir la luz-del-dios del Abuelo, de la Madre y del Hermano.
Mintió
para que la escogieran como Si-ríame, pues así ella podía tener derecho sobre todos los primeros
ma-tuane
que fueran a pedirle ese favor».
Eso de alguna manera bajó la alta estimación en que me había tenido unos momentos antes, por haberme acostado con una soberana ungida, para darme cuenta que no era en ningún modo superior a cualquier mujer de las que van a horcajarse en el camino. Mi propia estimación sufrió todavía más, pues durante todo el tiempo que me quedé en la aldea, la Siríame no me ordenó presentarme ante ella otra vez. Evidentemente sólo deseaba lo «primero y lo mejor» que cada hombre podría ofrecer bajo la influencia de la droga. Pero por lo menos fui lo suficiente capaz como para apaciguar a la enojada muchacha, después de haber dormido y recuperado mis energías. Su nombre era, según supe, Vi-rikota que quiere decir Tierra Santa, que también es el nombre de aquella nación que está en las montañas del este y donde se consigue el
jípuri
.
Las celebraciones duraron muchos días más y yo persuadí a Vi-rikota para que me dejara cazarla otra vez, pero entonces tuve buen cuidado de no comer demasiado ni tomar excesivo
tesgüino
, y creo que la capturé muy bien.
Cogimos varios
jípuris
secos que estaban en las ramadas y nos separamos de los otros para ir a un claro del bosque, muy agradable. Tuvimos que mascar una gran cantidad de ese cacto menos potente para aproximarnos a los efectos que yo había disfrutado en casa de la Siríame, pero después de un rato, sentí que mis sentidos empezaban a cambiar sus funciones.
Esa vez, los colores de las mariposas y de las flores que estaban alrededor de nosotros
cantaban
.
Por supuesto que Vi-rikota también tenía ese medallón de
ymaxtli
entre sus piernas, que en su caso era un colchoncito menos encrespado y más blando, y como seguía siendo una novedad para mí, otra vez me provocó una extraordinaria energía. Sin embargo, ella y yo nunca alcanzamos el éxtasis que yo conocí durante mi iniciación. Nunca tuvimos la ilusión de estar ascendiendo hacia el cielo, pues todo el tiempo estuvimos conscientes de la suave hierba en donde yacíamos. También, Vi-rikota era demasiado joven y aun pequeña de cuerpo para su edad, y una mujer-niña simplemente no puede extender totalmente sus muslos, como para que el cuerpo grande de un hombre, pueda estar lo suficientemente cerca, como para penetrar totalmente su
tepuli
. Además de eso, nuestra copulación
tuvo
que ser menos memorable que la de la Si-ríame porque Vi-rikota y yo no tuvimos acceso a la
verdadera
luz-del-dios, o sea a ese
jípuri
verde y fresco de cinco gajos.
No obstante, nos entendimos tan bien que no intercambiamos otros compañeros durante todo el festival y muchas veces hicimos el acto del
ma-rákame y
sentí una verdadera pena al tener que separarme de ella, cuando el
tes-güinápuri
concluyó. Nos separamos sólo porque mi anfitrión Tes-disora insistió: «Ha llegado el momento de la
verdadera
carrera, Su-kurú, y debes verla. El
ra-rajípuri
es la competición entre nuestros mejores corredores y los de Guacho-chi».
Yo le pregunté: «¿Y dónde están ellos? No he visto a ningún extranjero».
«No todavía. Ellos llegarán después de que nosotros nos hayamos ido, y llegarán corriendo. Guacho-chi está bastante lejos de aquí, hacia el sudeste».
Él me dijo la distancia, en la forma en que los rarámuri contaban, pero ya lo he olvidado, aunque recuerdo que calculé a unas quince largas-carreras de los mexica o quince leguas españolas. Sin embargo, él estaba hablando de esa distancia en línea recta, pero una carrera en esa nación tan desigual de terreno, tendría que llevarse a efecto siguiendo un curso tortuoso, con vueltas y revueltas a través de barrancos y montañas. Calculé que la distancia total a correr entre Guagüey-bo y Guacho-chi debía de ser de cerca de cincuenta y una largas carreras. Luego Tes-disora dijo casualmente:
«Correr de una aldea a la otra, de ida y de vuelta, pateando la pelota de madera durante todo el camino, le toma a un buen corredor un día y una noche».
«¡Imposible! —exclamé—. ¿Cien largas-carreras? Pero si eso es lo que le tomaría a un hombre correr, desde la ciudad de Tenochtitlan hasta la lejana ciudad de Kerétaro. —Yo negué con mi cabeza enfáticamente—. ¿Y la mitad de ese camino, durante la oscuridad de la noche? ¿Y sobre eso, pateando una pelota? ¡Imposible!».
Por supuesto que Tes-disora no sabía nada acerca de Tenochtitlan o Kerétaro, y de la distancia que mediaba entre esas ciudades. Él se encogió de hombros y dijo: «Si tú crees que es imposible, Su-kurú, entonces debes venir con nosotros para verlo por ti mismo».
«¿Yo? ¡Yo sé que es imposible para mí!».
«Entonces sólo ven parte del camino y luego nos esperas para regresar con nosotros. Tengo un par de sandalias fuertes, de piel de verraco, que tú puedes llevar. Y ya que no eres uno de los corredores de nuestra aldea, no será una trampa si no corres en el
ra-rajípuri
descalzo con nosotros».
«¿Trampa? —dije más que asombrado—. ¿Quieres decir que hay reglas en este juego?».
«No muchas —dijo con toda seriedad—. Nuestros corredores saldrán de aquí en la tarde, exactamente en el preciso instante en que el Abuelo Fuego —y él lo señaló— toque con su arco la orilla más alta de esa montaña. La gente de Guacho-chi tiene una forma similar para juzgar el momento exacto y sus corredores partirán también. Nosotros correremos hacia Guacho-chi y ellos correrán hacia Guagüey-bo. Entre esos puntos, en alguna parte del camino, nos pasaremos unos a otros gritándonos saludos, maldiciones e insultos amistosos. Cuando los hombres de Guacho-chi lleguen aquí nuestras mujeres les ofrecerán algo con qué refrescarse y tratarán astutamente de entretenerlos lo más que puedan, y lo mismo harán las suyas con nosotros, pero puedes estar seguro de que no les haremos caso, sino que nos daremos la vuelta inmediatamente y continuaremos corriendo, hasta nuestras respectivas aldeas. Para entonces, Abuelo Fuego estará otra vez tocando esa montaña o desapareciendo detrás de ella, o un poco arriba de ella y así podremos determinar el tiempo y duración de nuestra carrera. Los hombres de Guacho-chi harán lo mismo y enviaremos mensajeros para intercambiar los resultados y así sabremos quién ha ganado la carrera».
Le dije: «Al ver el consumo de tiempo y esfuerzo, espero que el premio para el ganador sea algo que valga la pena».
«¿Premio? No hay premio».
«¿Qué? ¿Hacéis todo eso por nada, ni siquiera un trofeo? ¿Ni tampoco por una meta que alcanzar y obtener? ¿Sin ninguna aspiración al final más que llegar exhausto a vuestras propias casas y mujeres de nuevo? ¿A nombre solamente de sus tres dioses? ¿
Por qué
?».
Se encogió de hombros nuevamente. «La hacemos porque es lo mejor que sabemos hacer».
No dije nada más porque sabía que es inútil discutir cualquier asunto razonable con personas irrazonables. Sin embargo, más tarde le presté más atención a la contestación que Tes-disora me dio en aquella ocasión y entonces ya no me pareció tan insensata. Si alguien me hubiera preguntado el porqué de mi preocupación de toda la vida, por el arte de conocer las palabras, no hubiera podido dar una respuesta tan adecuada.
Únicamente seis hombres robustos acreditados como los mejores corredores de Guagüey-bo fueron los verdaderos participantes en el
ra-rajípuri
. Los seis, uno de los cuales era Tes-disora, se habían hartado de
jípuri
para aliviar la fatiga antes de que comenzara la carrera y cada uno cargaba un pequeño saco con agua así como una bolsita de
pinoli
, ambos alimentos se podían consumir casi sin necesidad de disminuir su velocidad, al ir corriendo. También sujetados a las cinturas de sus taparrabos llevaban unos pequeños sacos de piel seca, que tenían una piedrecita cuyo ruido les ayudaba a no caer dormidos. El resto de los corredores del
ra-rajípuri
eran todos los hombres físicamente hábiles de Guagüey-bo, desde los adolescentes hasta hombres mayores que yo, y su trabajo consistía en ayudar a levantar el ánimo de los corredores. Muchos se habían adelantado desde temprano en la mañana. Eran hombres capaces de correr asombrosamente rápido por poco tiempo, pero tendían a debilitarse en largas distancias. Se fueron deteniendo a diferentes intervalos del camino entre las dos aldeas. Y cuando los corredores escogidos pasaban por cada uno de esos intervalos, éstos corrían a su lado para animar a los participantes a dar lo más posible de sí mismos.