Azteca (131 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

BOOK: Azteca
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El Uey-Tlatoani me había provisto con una silla de manos dorada y enjoyada, en la cual podía viajar cómodamente cuando estaba cansado de caminar y otra silla de manos llena de regalos para el jefe xiu, Ah Tutal, además de otros regalos que debía presentar a los dioses, si éstos no los despreciaban y si probaban serlo. Además de los hombres que cargaban las sillas de mano y de los cargadores que llevaban nuestras provisiones de viaje, me acompañaba una tropa que Motecuzoma escogió entre los hombres más altos, robustos e imponentes de su guardia de palacio, y todos ellos iban magníficamente vestidos y armados. Creo que no necesito decir que ningún bandido o villano se atrevió a atacar nuestra caravana; tampoco necesito decir la gran hospitalidad con que fuimos recibidos y regalados cada vez que paramos a lo largo de nuestra ruta. Sólo contaré lo que pasó una noche en que nos detuvimos en Coatzacoalcos, un pueblo-mercado que está en la costa norte, sobre esa tierra angosta comprendida entre los dos océanos.

Llegamos casi a la puesta del sol, en uno de esos días que parecían ser uno de los de más movimiento en el mercado, y por eso no llegamos hasta el centro de la población en donde hubiéramos sido alojados como huéspedes distinguidos. Sólo levantamos un campamento en un lugar para ello, fuera del pueblo, en donde otras caravanas que llegaron más tarde estaban haciendo lo mismo. Una de ellas, la que estaba más cerca de nosotros, era la de un mercader de esclavos que llevaba un considerable número de hombres, mujeres y niños, para venderlos en el mercado. Después de que todos hubimos comido, yo vagué por el campamento de esclavos, medio pensando que quizás podría encontrar uno bueno para reemplazar a mi difunto siervo, Estrella Cantadora, y que quizás pudiera hacer un trato al comprar uno de ellos antes de que los hombres fueran subastados públicamente en el mercado del pueblo, al día siguiente.

El mercader me dijo que había conseguido todo ese hato de seres humanos de dos en dos, en las tierras interiores de Coatlícamac y Cupilco. El cordón de hombres que traía era en realidad un cordón, puesto que viajaban, descansaban, comían y aun dormían, atados unos a otros por una larga cuerda, que cada hombre llevaba atravesada por una argolla que le colgaba del puente de la nariz. Las mujeres y las niñas, sin embargo, andaban libres para poder trabajar en los quehaceres del campamento, prendiendo hogueras, cocinando, acarreando agua y leña y cosas por el estilo. Mientras caminaba por los alrededores, ociosamente poniendo mis ojos sobre la mercancía, una muchachita que llevaba un cántaro de agua con una pequeña jícara, se aproximó tímida y me preguntó con dulce voz:

«¿Le gustaría a mi Señor Campeón Águila refrescarse con un trago de agua fresca? En el lado más lejano de este campo hay un arroyo claro que corre hacia el mar y metí mi cántaro lo suficiente como para que todas las impurezas se asentaran en el fondo».

Yo la miré, a través de la jícara mientras bebía. Era una muchacha sencilla del campo, pequeña de estatura y delgada, no muy limpia y vestía una blusa larga hasta la rodilla de tela corriente. Sin embargo no era de complexión oscura ni tosca, era bastante bonita, en la forma en que puede serlo una adolescente cuyas líneas todavía son suaves y no están bien formadas. Ella, a diferencia de todas las demás mujeres del campamento, no estaba mascando
tzictli
y obviamente no era una ignorante, como se hubiera esperado.

«Me hablas en náhuatl —le dije—. ¿Cómo llegaste a aprenderlo?».

La muchacha, con una expresión de tristeza, murmuró: «Una viaja mucho, siendo, repetidamente, comprada y vendida. Por lo menos así se educa de cierta manera. Yo nací hablando la lengua de Coatlícamac, mi señor, pero he aprendido algunos dialectos maya y la lengua de los mercaderes, el náhuatl».

Yo le pregunté cómo se llamaba y ella me respondió: «Ce-Malinali».

«¿Uno-Hierba? —dije—. Eso es sólo la fecha del calendario, por lo tanto sólo medio nombre».

«Sí —dijo ella suspirando trágicamente—. Hasta los hijos de los esclavos reciben un nombre en su cumpleaños número siete, pero yo no. Yo estoy todavía más abajo de un esclavo nacido de esclavos. Señor Campeón. He sido huérfana desde mi nacimiento».

Y me lo explicó. Su desconocida madre había sido una mujerzuela que había quedado embarazada de alguno de los hombres con quien se había ido a horcajar al camino. La mujer había dado a luz en el surco de un campo de labranza, un día, mientras trabajaba allí, y luego, como si hubiese simplemente defecado, había dejado a la recién nacida allí, sin importarle en lo más mínimo, como si sólo hubiera dejado su excremento. Otra mujer, con más corazón o quizás porque ella misma no podía tener hijos, encontró al bebé abandonado antes de que pereciera, se lo llevó a su casa y lo socorrió.

«Pero ya no me acuerdo de quien tan bondadosamente me recogió —dijo Ce-Malinali—. Yo era muy pequeña cuando ella me vendió, por maíz, para poder comer, y desde entonces he pasado de amo en amo. —Ella me miró como quien ha sufrido mucho, pero ha perseverado—. Sólo sé que nací el día Uno-Hierba del año Cinco-Casa».

Yo exclamé: «Vaya, ése fue el mismo día y año en que mi hija nació en Tenochtitlan. Ella también fue Ce-Malinali hasta que recibió el nombre de Zyanya-Nochipa a la edad de siete años. Tú eres muy pequeña para tu edad, niña, pero tienes exactamente la edad que ella…».

La muchacha me interrumpió con excitación: «¡Entonces, quizás usted me compre, Señor Campeón, para ser la criada personal y la compañía de su joven y señora hija!».

«
Ayya
—dije con pena—. Esa otra Ce-Malinali… murió… hace casi tres años…».

«Entonces cómpreme para ser una sirviente en su casa —me urgió—. O para esperar por usted, en la casa, como su hija lo hubiera hecho. Lléveme con usted cuando regrese a Tenochtitlan. Haré cualquier clase de trabajo, o —y ella bajó modestamente los ojos— si mi señor
no
desea de mí ningún servicio como hija, puede utilizar mi agujero. —Como en ese momento estaba tomando otra vez un sorbo de agua, lo eché fuera. Ella continuó con rapidez—: O puede revenderme en Tenochtitlan, mi señor, quizás entre los viejos raboverdes».

Yo dejé caer: «Bribonzuela impertinente, la mujer que yo desee ardientemente, ¡no necesito comprarla!».

No se sintió afectada ante mis palabras, sino que dijo con ardor: «¡Yo tampoco deseo ser vendida nada más por mi cuerpo, Señor Campeón! Tengo otras cualidades, yo lo sé, y anhelo tener la oportunidad para hacer uso de ellas. —Se agarró de mi brazo para enfatizar su ruego—. Deseo ir a donde sea apreciada, no solamente por ser mujer; deseo probar fortuna en una gran ciudad. Tengo ambiciones, mi señor, tengo sueños, pero serán vanos si estoy condenada a ser una esclava para siempre en estas secas provincias».

Yo dije: «Un esclavo es siempre un esclavo, aun en Tenochtitlan».

«No siempre, no necesariamente para siempre —insistió ella—. En una ciudad, con hombres civilizados, quizás mi valía, mi inteligencia y mis aspiraciones podrán ser reconocidas. Un señor podría elevarme a la posición de concubina y aún más, podría hacerme una mujer libre. ¿No han dado algunos señores la libertad a sus esclavos, cuando éstos han demostrado merecerlo?».

Le dije que sí, que inclusive yo lo había hecho una vez.

«Sí —me dijo, como si hubiera arrancado una concesión de mí. Y oprimiendo mi brazo, con voz persuasiva me dijo—: Usted no necesita una concubina, Señor Campeón. Usted es un hombre fuerte y bien parecido, lo suficiente como para no tener que comprar una mujer, pero hay otros hombres, viejos o feos, quienes deben hacerlo y lo hacen. Usted me puede vender a uno de ellos en Tenochtitlan y sacar una buena ganancia».

Supongo que debía de haber sentido simpatía por esa muchacha, pues yo también había sido joven una vez y también había estado lleno de ambición y anhelando probar fortuna en la más grande de todas las ciudades. Pero había algo tan duro y tan intenso en la forma en que Ce-Malinali trataba de congraciarse, que me dio la impresión de que ella no suplicaba. Así es que le dije: «Parece que tienes una gran opinión de ti misma y una opinión muy baja de los hombres».

Se encogió de hombros. «Los hombres siempre han usado a las mujeres para tener placer. ¿Por qué una mujer no habría de usar a los hombres para avanzar en la vida? Por otra parte, a mí no me gusta el acto sexual, pero puedo pretender que sí lo disfruto, y aunque todavía no he sido usada muy a menudo, puedo llegar a ser muy buena en eso. Si ese talento me puede ayudar a salir de la esclavitud… bueno… He oído que una concubina de un gran señor puede llegar a gozar de más privilegios y poder que su legítima primera esposa. Y aun al Venerado Orador de los mexica le gusta coleccionar concubinas, ¿no es así?».

Yo me reí: «Ah, pequeña perra, sí que tienes grandes ambiciones».

Ella dijo agriamente: «Yo sé que puedo ofrecer más de un agujero entre mis piernas, aunque todavía esté lo suficientemente suave y cerrado. ¡Un hombre puede comprar una perra
te-chichi
y tener también eso!».

Me liberé de la garra que apretaba mi brazo. «Recuerda esto, muchacha. Algunas veces un hombre conserva a un perro sólo por el afecto de su compañía. No puedo ver ninguna capacidad de afecto en ti. Un
techichi
puede ser también un alimento nutritivo. Tú no estás limpia ni eres lo suficientemente apetitosa como para cocinarte. Solamente eres una rapaz de una región apartada, sin nada que ofrecer a excepción de tus ventosas jactancias, una codicia bien escondida y una idea patética de tu propia importancia. Tú misma admites que ni siquiera te
gustaría
emplear ese agujero apretado del que tanto haces gala y que es la única cosa por la que vales. En lo único en que tú estás por encima de tus hermanas esclavas es solamente en tus vanas presunciones».

Me dijo con rabia: «¡Podría ir adonde está el río y bañarme hasta estar más que limpia, podría también hacerme apetitosa y tú no podrías rechazarme! ¡Con ropa fina podría pasar perfectamente como una señora! ¡Puedo pretender tanto afecto que hasta tú lo creerías! —Hizo una pausa y entonces se burló sonriendo—: ¿Qué otra mujer pudo haber hecho algo más por ti, mi señor, cuando ella aspiraba a ser algo más que el recipiente de tu
tepuli
?».

Mis dedos se crisparon con el deseo de castigar su impertinencia, pero aquella esclava desaliñada ya era lo suficientemente grande como para ser golpeada como una niña y demasiado joven para ser azotada como una mujer. Así es que sólo puse mis manos sobre sus hombros, pero las sostuve allí lo más fuerte que pude para causarle daño y le dije entre dientes:

«Es verdad que he conocido a otras mujeres como tú; venales, falsas y llenas de perfidia, pero he conocido a otras que no lo fueron. Una de ellas fue mi hija, que nació con el mismo nombre que tú llevas y si ella hubiera vivido se habría hecho un nombre del que hubiese estado orgullosa». No pude reprimir la ira que me llegaba como oleadas y mi voz se levantó al decir: «¿Por qué ella tuvo que morir, mientras tú estás viva?».

Sacudí tan fieramente a Ce-Malinali que ella dejó caer su cántaro de agua, que se rompió entre el ruido del barro y el agua, pero no presté atención a ese hecho de mala suerte. Grité tan fuerte que varias cabezas se volvieron hacia donde estábamos y el mercader de esclavos llegó corriendo para suplicarme que no maltratara la mercancía. Creo que en ese momento, se me concedió por un breve tiempo la visión de los adivinos-que-ven-a-lo-lejos, pues como si viera el futuro le grité:

«¡Tú harás que ese nombre sea vil, sucio y despreciable y toda la gente al pronunciarlo escupirá en él!».

Noto la impaciencia de Su Ilustrísima porque me he detenido en ese encuentro que parecía no significar nada, pero ese episodio aunque breve, no es trivial. Quién era esa muchacha, lo que ella llegó a ser cuando fue adulta y por último a qué la llevó su precoz ambición, todas esas cosas son de lo más significativo. Si no hubiera sido por esa muchacha, podría ser que Su Ilustrísima, no fuera ahora nuestro ilustre Obispo de México.

Sin embargo, cuando me fui a dormir esa misma noche, bajo la estrella humeante de mal agüero que colgaba arriba en el cielo negro, ya había olvidado totalmente a la muchacha. Al día siguiente nuestra caravana se puso en camino, más allá de Coatzacoalcos y manteniéndonos sobre la costa pasamos las ciudades de Xicalanca y Kimpech, y por último llegamos al lugar en donde se suponía que nos esperaban los dioses, el pueblo llamado Tiho, capital de los xiu, una tribu maya que estaba al extremo norte de la península de Uluümil Kutz. Llegué en todo el esplendor de mi traje de campeón Águila e insignias, y por supuesto que fuimos respetuosamente recibidos por la guardia personal del jefe xiu, Ah Tutal, y conducidos en solemne procesión a través de todas las calles de esa ciudad blanca, hasta su palacio. No era realmente un palacio, ya que no se puede esperar mucho de esos descendientes de los maya, pero sus edificios de adobe, de una sola planta y con techos de palma tejida, como todos los demás del pueblo, relucían con su cubierta de cal blanca, y los edificios del palacio estaban distribuidos en un cuadrado alrededor de un patio interior.

Ah Tutal era un señor noble más o menos de mi edad, completamente bizco, quien quedó adecuadamente impresionado con los regalos que le mandó Motecuzoma, y como era lo debido me recibió con un festín; mientras comíamos conversamos acerca de su salud, de la mía, de todas nuestras relaciones y de nuestros amigos. No nos hubiéramos preocupado lo más mínimo por esos intercambios triviales, pero el propósito de eso era medir mis conocimientos en su dialecto maya. Cuando más o menos habíamos determinado la extensión de mi vocabulario en xiu, empezamos a hablar sobre la razón de mi visita.

«Señor Madre —le dije, pues ése era el título (ridículo) adecuado para dirigirse a cualquier jefe de cualquier comunidad en esos lugares—, dígame usted, ¿esos forasteros recién llegados, son dioses?».

«Campeón Ek Muyal —dijo el Madre, utilizando mi nombre en el lenguaje maya—, cuando mandé avisar a su Venerado Orador, estaba seguro de que lo eran, pero ahora…». Y puso cara de incertidumbre.

Le pregunté: «¿Cree usted que alguno de ellos pueda ser el dios Quetzacóatl, quien se fue hace mucho tiempo, prometiendo que regresaría; el dios que ustedes llaman en estas tierras Kukulkán?».

«No. De ningún modo, ninguno de esos forasteros tiene la forma de la Serpiente Emplumada. —Luego suspiró y encogiéndose de hombros dijo—: De todas maneras, si no hay un aspecto exterior como para maravillarnos, ¿cómo podemos reconocer a un dios? Estos dos parecen humanos en apariencia, aunque tienen mucho pelo y más largo de lo normal. Son más altos que nosotros».

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