Azteca (64 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

BOOK: Azteca
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Para cuando llegamos allí, íbamos seguidos por una excitada y parlanchina multitud. Parece que los chiapa no tienen totalmente nombres individuales, como nosotros los mexica. Aunque cada persona tiene, naturalmente, uno que le distingue, es también conocida por el nombre de su familia, como los apellidos de ustedes los españoles, que no sufren cambio a través de muchas generaciones. El esclavo al cual llamábamos Matlactli o Diez, pertenecía a la familia Macoboó de Chiapán y el ciudadano que lo había reconocido, había gritado a alguien para que fuera corriendo a avisar a sus familiares de que había regresado al pueblo. Desgraciadamente Diez no estaba en condiciones de reconocer a ninguno de los otros Macoboó que llegaron, y el doctor, quien visiblemente se sentía satisfecho de tener a toda esa clamorosa multitud a su puerta, no pudo dejarlos entrar a todos. Cuando los cuatro que cargábamos a Diez, lo hubimos dejado sobre el piso de tierra, el anciano físico insistió en que todo el mundo saliera a excepción hecha de su vieja esposa que lo asistía, el paciente y yo, a quien él explicaría el tratamiento a seguir. Se presentó a sí mismo como el doctor Maásh y me explicó en un náhuatl no muy bien hablado, la teoría del doctorado-en-pulso. Él sostuvo la muñeca de Diez mientras llamaba por su nombre a todos los dioses, buenos y malos, en los que creían los chiapa. Me explicó que cuando gritara el nombre del dios que afligía al paciente, el corazón de Diez golpearía y su pulso se aceleraría. Después, ya sabiendo qué dios era el responsable de la dolencia, se sabría con exactitud qué sacrificio ofrecer al dios para persuadirlo de que dejara de molestar. Él, también, sabría entonces qué medicinas se debían administrar para reparar el daño que de algún modo hubiese causado el dios. Diez yacía sobre la piel de cuguar, sus ojos cerrados y hundidos en sus cuencas y su pecho afanándose por respirar, y el viejo doctor Maásh, sosteniendo su muñeca, se inclinó sobre él y le gritó en el oído:

«¡Kakal, el dios brillante!», después una pausa para esperar la respuesta en el pulso, luego: «¡Tótick, dios de la oscuridad!», y luego una pausa, y: «¡Teo, diosa del amor!», y «¡Antún, dios de la vida!», y «¡Hachakyum, dios poderoso!», y así siguió nombrando los dioses y diosas de los chiapa, de los cuales no me puedo acordar. Al fin, se levantó de sus cuclillas y murmuró aparentemente derrotado: «El pulso es tan débil que no puedo estar seguro de la respuesta en
ningún
nombre».

De repente Diez graznó, sin abrir los ojos: «¡
Binkizaka
me muerde!».

«¡Aja! —exclamó el doctor Maásh, muy contento—. No se me había ocurrido sugerir al bajo
binkizaka
. ¡Y de veras que hay un agujero en su mano!».

«Perdóneme, señor doctor —aventuré—. No fue ningún
binkizaka
. Fue un conejo lo que le mordió».

El físico levantó su cabeza tanto que casi incrustó su nariz en mi cara. «Joven, yo estaba sosteniendo su muñeca cuando él dijo “binkizaka” y yo conozco el pulso cuando lo siento. ¡Mujer!». Yo pestañeé, pero él le estaba hablando a su esposa. Después de un rato me explicó lo que le había dicho a ella: «Tendré que tener una plática con un experto en seres menores. ¡Fue a buscar al doctor Kamé!».

La vieja corrió fuera de la choza, pasando a fuerza de codazos entre la apretada multitud y en unos pocos momentos se nos juntó otro viejo. Los doctores Kamé y Maásh se alborotaron y murmuraron, luego sosteniendo por turnos la muñeca flácida de Diez, gritaban en su oído «
¡Binkizaka!
». Después volvían a alborotarse y se consultaban más, por fin llegaron a un acuerdo. El doctor Kamé dio otra orden a la vieja y ella salió con prisa otra vez. El doctor Maásh me dijo:

«Es inútil hacer un sacrificio al
binkizaka
, ya que son mitad bestias y no comprenden los ritos de propiciación. Éste ha sido un caso de emergencia, mi colega y yo hemos tenido que decidir en la medida radical de sacar la aflicción del paciente, quemándola. Hemos mandado traer la Piedra del Sol, el más sagrado tesoro de nuestro pueblo».

La mujer regresó seguida de dos hombres cargados con lo que parecía ser a simple vista un cuadrado de piedra. Después vi que en la superficie superior habían sido incrustados fragmentos de jade en forma de cruz. Sí, muy similar a su cruz Cristiana. En los cuatro espacios entre los brazos de la cruz, la roca había sido completamente horadada y en cada uno de esos agujeros se había colocado un pedazo de
chipilotl
, cuarzo. Sin embargo, y eso es importante para entender lo que siguió, mis señores, cada uno de esos cuarzos cristalinos habían sido tallados y pulidos de tal manera que su circunferencia era perfectamente redonda y uniformemente convexa por sus dos lados. Cada uno de aquellos vidrios transparentes de la Piedra del Sol eran como pelotas achatadas o como conchas extremadamente simétricas. Mientras los dos hombres recién llegados sostenían la Piedra del Sol sobre Diez, que en esos momentos yacía totalmente inconsciente, la vieja tomó una escoba y con el palo hizo unos agujeros en el techo de paja, dejando entrar por cada uno de ellos un rayo de sol, hasta que al fin hizo uno que dejó caer un rayo de sol directamente sobre el paciente. Los dos doctores corrieron la piel del cuguar para ajustar la posición de Diez con relación al rayo de sol y a la Piedra del Sol. Entonces sucedió la cosa más maravillosa y yo me acerqué para poder observar mejor.

Bajo la dirección de los doctores, los dos hombres sostuvieron la pesada piedra alisada, ajustándose de tal manera que un rayo de sol pasara a través de uno de los cristales de cuarzo, cayendo directamente sobre la mano ulcerada de Diez. Después, moviendo la piedra hacia arriba y hacia abajo a través del rayo de sol, concentraron todo el poder de esa luz sobre un
punto
, que caía directamente sobre la llaga. Los dos doctores sostenían la mano en ese lugar, mientras los otros dos hombres concentraban más la luz en ella, y, créanme o no, como ustedes prefieran, un poco de humo salía de la horrible llaga. Después de un momento, se escuchó un sonido siseante y se vio una pequeña llama allí, casi invisible al enejo de esa luz intensa. Los doctores movieron con mucho cuidado la mano, de tal manera que el sol formara una llama alrededor de la llaga.

Por fin, uno de ellos dijo algo y los dos hombres se llevaron la Piedra del Sol afuera de la choza, la vieja volvió a acomodar el techo de paja con su escoba y el doctor Maash se movió para que me inclinara y mirara. La úlcera había sido cauterizada limpia y totalmente como si hubiera sido hecho con una varilla de cobre al rojo vivo. Felicité a los dos físicos sinceramente, ya que nunca antes había visto algo parecido. También felicité a Diez por haber soportado esa quemada sin ninguna queja.

«Es triste decirlo, pero él no sintió nada —dijo el doctor Maash—. El paciente está muerto. Lo hubiéramos podido salvar todavía si usted nos hubiera dicho todo lo referente al
binkizaka
y evitar la rutina innecesaria de llamar a todos los dioses mayores. —Aun hablando mal el náhualt, su tono era de crítica agria—. Todos ustedes son iguales cuando necesitan un tratamiento médico, guardan un silencio obstinado acerca de los más importantes síntomas. Insisten en que el físico primero tiene que
adivinar
la enfermedad y
entonces
curarla y si no, él no ha ganado su salario».

«Estaré muy complacido en pagar todos los salarios, señor doctor —dije también agriamente—. ¿Sería usted tan amable de decirme qué es lo que ha curado?».

En esos momentos fuimos interrumpidos por una mujercita ajada de piel oscura, quien se había deslizado dentro de la choza y tímidamente dijo algo en el lenguaje local. El doctor Maash tradujo de mala gana.

«Ella ofrece pagar todos los gastos, si usted consiente en venderle el cuerpo en lugar de comérselo, como ustedes los mexica acostumbran a hacer con los esclavos muertos. Ella es… ella era su madre».

Yo rechiné los dientes y dije: «Por favor, infórmele que los mexica no hacemos tales cosas, que le devuelvo a su hijo sin cobrarle nada y que sólo siento no poder ofrecérselo vivo».

El rostro lleno de angustia de la mujer fue cambiando mientras el físico hablaba. Entonces ella le hizo otra pregunta.

«Es nuestra costumbre —tradujo él— enterrar a nuestros muertos junto con la esterilla en la que fallecen. Ella quiere comprarle esa piel maloliente de león de montaña».

«Es de ella —dije, y por alguna razón mentí—. Su hijo mató a la bestia». El doctor podría ganar su salario como intérprete, pero nada más, pues le conté toda la historia de cómo había matado al animal, solamente dándole a Diez el lugar de Glotón de Sangre, y haciendo parecer como que Diez había salvado mi vida de un eminente peligro casi a costa de la suya. Al final de la historia el rostro de la mujer brillaba de orgullo maternal.

Claramente se veía que le costaba mucho esfuerzo al disgustado doctor, pero tradujo la última frase de ella. «Ella dice que si su hijo fue tan leal al joven señor, es porque usted es un hombre bueno y digno. Los Macoboó están en deuda con usted para siempre».

Entonces, ella dijo algo y cuatro hombres más penetraron en la habitación, probablemente de la misma familia, y se llevaron a Diez sobre la maldita piel de la que ya nunca más se despegaría Yo salí de la choza después de ellos y me encontré con que mis socios habían estado escuchando por la ventana. Cózcatl estaba lloriqueando, pero Glotón de Sangre me dijo sarcásticamente:

«Eso fue muy noble. ¿Pero no se le ha ocurrido, a mi joven señor, que esta llamada expedición comercial está dando más de sí en valor, de lo que ha adquirido todavía?».

«Acabamos de adquirir algunos amigos», dije.

Y así fue. La familia Macoboó, que era muy numerosa, insistió en que todos nosotros fuéramos sus invitados durante nuestra estancia en Chiapán y nos prodigaron hospitalidad y adulación. No había cosa que pidiéramos que no se nos fuera dada completamente gratis, como yo había dado al esclavo muerto, devolviéndolo a su familia. Creo que lo primero que pidió Glotón de Sangre, después de un buen baño y de una buena comida, fue a una de las bellas primas; recuerdo que también a mí me ofrecieron una y muy bella, pero después, pues el primer favor que les pedí a los Macoboó fue que me buscaran a una persona de Chiapán que hablara y comprendiera el náhuatl. Y cuando me llevaron a ese hombre, la primera pregunta que le hice fue:

«Esos cristales de cuarzo que tiene la Piedra del Sol, ¿no podrían ser utilizados para producir fuego, en lugar de nuestros tediosos aperos?».

«Naturalmente —dijo él, sorprendiéndose de que le hiciera una pregunta tan innecesaria—. Nosotros siempre los usamos para eso».

«¿Los que están en la Piedra del Sol?».

«Oh, no, ésos no. La Piedra del Sol se utiliza sólo para prender los fuegos de los altares ceremoniales y cosas parecidas. O para curar. Quizás usted haya notado que los cristales de la Piedra del Sol son tan grandes como el puño de hombre. Un cuarzo tan claro y de ese tamaño es extremadamente raro y naturalmente los sacerdotes se apropian de éstos y los proclaman sagrados. Sin embargo, simples fragmentos sirven también para prender fuegos, cuando están adecuadamente pulidos y cortados».

Él buscó entre su manto y extrajo de la orilla de su taparrabo un cristal con la misma convexidad de una concha de mar, pero no más grande que la uña del pulgar.

«No necesito decirle, joven señor, que esto solamente funciona como instrumento para encender cuando el dios Kakal arroja sus rayos de luz a través de él. Sin embargo, aun en la noche o en un día nublado esto tiene un segundo uso… para ver de cerca cosas pequeñas. Déjeme enseñarle».

Utilizando el bordado de la orilla de su manto para ese propósito, él me lo demostró sosteniéndolo a una distancia adecuada entre el objeto y el ojo, yo casi salto de la sorpresa, cuando el diseño del tejido se aumentó tanto, que podía contar cada uno de los hilos coloreados en él.

«¿En dónde consiguen estos cristales?», pregunté, tratando de que mi voz no sonara muy ansiosa por adquirirlos.

«El cuarzo es una piedra muy común en estas montañas —dijo con franqueza—. En cualquier parte de nuestras tierras todos nos podemos tropezar con un buen puñado de cuarzo, o con un pedacito y lo guardamos hasta que podemos traerlo aquí a Chiapán. Aquí vive la familia Xibalbá y sólo ellos conocen por generaciones el secreto de cómo transformar la piedra en bruto, en estos útiles cristales».

«Oh, no es un secreto muy profundo —dijo el maestro Xibalbá, a quien todos recurrían para ese menester—. No son como los conocimientos en hechicería o profecía. —Mi intérprete nos había presentado y una vez que hubo traducido, el artesano en cristal continuó—: Es solamente cuestión de conocer cómo dar la curvatura apropiada y luego tener la paciencia de afilar y pulir cada cristal con exactitud».

Teniendo la esperanza de que mi voz sonara igualmente inexpresiva, dije: «Son cosas muy interesantes y útiles también. Me pregunto si no habrán sido ya vistos y copiados por los artesanos de Tenochtitlan».

Mi intérprete me hizo notar que probablemente nunca antes los habían visto, ya que la Piedra del Sol jamás se había exhibido a los ojos de ninguna persona de Tenochtitlan. Después tradujo el comentario del maestro Xibalbá:

«Dije, joven señor, que no es un gran secreto hacer cristales. No dije que fuera fácil de imitar. Uno debe saber, por ejemplo, cómo conservar la piedra centrada con precisión para poder afilarla. Mi bisabuelo Xibalbá aprendió el método de la Gente Jaguar, quienes fueron los primeros en vivir aquí en Chiapán».

Dijo eso con orgullo y parecía ser una simple conversación casual acerca de los secretos de su profesión, pero estoy seguro de que nunca antes había revelado esos secretos más que a su propia progenie. Y eso me cayó como anillo al dedo: que los Xibalbá fueran los únicos guardianes de ese conocimiento; que los cristales no fueran fácilmente imitables; que me dejara comprar los suficientes de ellos…

Pretendiendo incertidumbre, dije: «Yo pienso… yo creo… quizás pudiera vender estas cosas como curiosidades en Tenochtitlan o Texcoco. No estoy completamente seguro… pero sí, quizás los escribanos, para una mayor exactitud en los detalles de sus palabras-pintadas…».

Los ojos del maestro brillaron traviesos y me preguntó directamente: «¿Cuántos cree usted, joven señor, que pudiera requerir casi con seguridad?».

Yo sonreí y dejé caer mi proposición: «Eso depende de cuántos me podría usted proveer y a qué precio».

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