Azteca (141 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

BOOK: Azteca
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Negué con la cabeza sin tener una idea clara. «No soy un adivino-que-ve-en-la-lejanía. Todo lo contrario. Sin embargo, el final de El Único Mundo ya ha sido profetizado varias veces, así como también el regreso de Quetzalcóatl, con o sin sus tolteca. Si este Cortés es sólo un merodeador nuevo y diferente, podemos pelear contra él y probablemente lo venceremos, pero si su venida es hasta cierto punto un cumplimiento de todas esas viejas profecías… bien, será como cuando llegó la inundación veinte años atrás, contra la cual ninguno de nosotros pudo hacer nada. Yo no pude, y eso que estaba en los mejores años de mi primera juventud. Ni siquiera el Orador Auítzotl, tan fuerte y tan temido, pudo hacer nada. Ahora estoy viejo y tengo muy poca confianza en el Orador Motecuzoma».

Beu me miró pensativamente y luego dijo: «¿Estás pensando que quizás deberíamos tomar nuestras pertenencias y huir a algún lugar más seguro? Aunque hubiera cierta clase de calamidad aquí en el norte, la ciudad de Tecuantépec, mi antiguo, hogar, podría estar fuera de peligro».

«Ya
he
pensado en eso —dije—, pero como por mucho tiempo he estado implicado en la suerte de los mexica, sentiría que estaba desertando si tuviera que partir en el momento crítico. Y quizás sea una perversidad de mi parte, pero si esto es algún tipo de final, cuando esté en Mictlan me gustaría poder decir: yo lo vi todo».

Motecuzoma hubiera podido seguir vacilando o alargando el asunto por mucho tiempo, si no hubiera sido por lo que pasó esa misma noche. Hubo otro augurio y tan alarmante como para que Motecuzoma por lo menos se animara a mandarme llamar. Un paje del palacio vino muy perturbado a levantarme de la cama, para que lo acompañara inmediatamente al palacio. Mientras me vestía, podía oír un alboroto que como un ronroneo venía de la calle y gruñí:

«¿Y ahora qué está pasando?».

«Se lo mostraré, Campeón Mixtli —dijo el joven mensajero—, tan pronto como estemos afuera».

Cuando lo estuvimos, él apuntó al cielo y dijo en voz baja: «Miré ahí». Aunque ya pasaba de la medianoche, nosotros no éramos los únicos que estábamos en la calle viendo esa aparición." La calle estaba llena de gente, todos mis vecinos, escasamente vestidos con aquello que encontraron a la mano, y todos ellos miraban hacia el cielo, murmurando inquietos excepto cuando iban a despertar a otros vecinos. Levanté mi topacio y miré al cielo y al principio me maravillé como todos los demás, pero luego recordé algo que estaba en mi mente desde hacía mucho tiempo y de alguna manera eso hizo que disminuyera, por lo menos para mí, el temor que podría despertar ese espectáculo. El paje me miró de reojo, esperando quizás, a que yo hiciera alguna exclamación de miedo, pero sólo suspiré y dije:

«Esto era todo lo que nos faltaba».

En el palacio, el mayordomo a medio vestir se apresuró en conducirme escalera arriba hacia el piso alto y luego por otra escalera hacia la azotea del gran edificio. Motecuzoma estaba sentado en una banca en su jardín y creo que estaba temblando, aunque la noche primaveral no era fría y a pesar de que estaba envuelto en varios mantos que caían pesados alrededor de él. Sin dejar de ver al cielo me dijo:

«Después de la ceremonia del Fuego Nuevo hubo un eclipse de sol; luego la caída de estrellas; luego las estrellas humeantes. Todas esas cosas que sucedieron durante los años pasados, ya eran augurios suficientemente malos, pero por lo menos los conocíamos por lo que ellos representaban. En cambio
esta
aparición jamás se había visto antes».

Yo dije: «Discúlpeme si le corrijo, Señor Orador… ya que sólo deseo disminuir sus aprensiones. Si usted despertara a sus historiadores, mi señor, y los pusiera a buscar en los archivos, seguramente ellos encontrarían que esto ya
había
ocurrido antes. En el año UnoConejo que precedió a la última gavilla de años, durante el reinado de su abuelo, su tocayo».

Él se me quedó mirando, como si de repente yo le hubiera confesado que era cierta clase de adivino. «¿Hace sesenta y seis años? Mucho antes de que usted naciera. ¿Cómo puede saberlo?».

«Recuerdo que mi padre me habló de unas luces como éstas, mi señor. Él clamaba que eran los dioses caminando en el cielo, pero que lo único visible de ellos eran sus mantos, pintados con todos estos mismos colores fríos».

Y así era como se veían esas luces aquella noche: como si fueran unas telas drapeadas en forma singular, pendiendo de algún punto arriba del cielo y dejándose caer hacia atrás de las montañas que estaban en el horizonte y se movían y se estiraban como si un viento suave soplara sobre ellas. Pero no había ningún ruido silbante mientras se mecían. Solamente brillaban frías, con colores blancos, verdes y azul pálido. Conforme se movían esas cortinas drapeadas, suavemente ondulando, los colores sutilmente cambiaban de lugar y algunas veces emergían. Era una noche muy hermosa, pero ese espectáculo hacía que a uno se le erizara el pelo.

Mucho después, por casualidad mencioné el espectáculo de esa noche a uno de sus marineros españoles y le conté cómo nosotros los mexica habíamos interpretado eso, como el aviso de que muchas cosas espantosas iban a suceder. Él se rió y me llamó salvaje supersticioso. «Nosotros también vimos esas luces aquella noche —dijo él—, y estábamos muy sorprendidos de verlas tan al sur. Pero yo sé que eso no significa nada, ya que las he visto muchas veces cuando navegamos en los océanos fríos del norte. Es muy común ver eso en los mares enfriados por Bóreas, el viento del norte. Y por eso las llamamos nosotros Luces Boreales».

Pero aquella noche, yo sólo sabía que esas luces pálidas, bellas y atemorizantes, se habían visto por primera vez en El Único Mundo hacía sesenta y seis años y le dije a Motecuzoma: «De acuerdo con mi padre, fue el augurio que presagió el principio de los Tiempos Duros».

«Ah, sí —asintió sombríamente Motecuzoma—. He leído la historia de esos años devastadores. Sin embargo, pienso que esos Tiempos Duros no significarán nada en comparación con los que nos esperan ahora. —Se quedó ahí sentado en silencio por un rato y pensé que se estaba adormeciendo, pero de repente me dijo—: Campeón Mixtli, deseo que usted haga otro viaje».

Yo protesté lo más cortésmente que pude: «Mi señor, ya soy un hombre viejo».

«Le proveeré nuevamente con una silla de manos y una escolta, y no es un camino muy riguroso de aquí a la costa totonaca».

Protesté todavía con más fuerza: «El primer encuentro formal entre los mexica y los blancos españoles, mi señor, no debería ser confiado a personajes de menos categoría que sus nobles del Consejo de Voceros».

«Muchos de ellos son mucho más viejos que usted y por lo tanto menos apropiados para viajar. Ninguno de ellos tiene su facilidad para registrar los hechos con palabras-pintadas o sus conocimientos sobre lenguas extranjeras. Y lo más importante, Mixtli, usted tiene bastante destreza para pintar a la gente como es en realidad. Eso es algo que nosotros no tenemos todavía, no desde la llegada de los primeros forasteros a las tierras maya… un buen retrato de ellos».

Le dije: «Si eso es todo lo que mi señor desea, todavía puedo dibujar de memoria los rostros de los dos que visité en Tiho y le aseguro que puedo hacer un retrato bastante reconocible y pasable».

«No —dijo Motecuzoma—. Usted mismo dijo que ellos eran sólo artesanos comunes. Deseo ver la cara de su capitán, el hombre llamado Cortés».

Me aventuré a decirle: «¿Entonces, mi señor ha llegado a la conclusión de que Cortés es un hombre?».

Él sonrió de forma torcida: «Usted siempre ha desdeñado la idea de que él pudiera ser un dios, pero han habido muchos augurios y coincidencias. Si él no es Quetzalcóatl, si sus guerreros no son los tolteca que regresan, todavía podrían ser los
enviados
de los dioses. Tal vez como alguna clase de retribución». Estudié su rostro que se veía muerto por las luces verdes que brillaban en el cielo. Me preguntaba si cuando él había hablado de retribución estaba pensando en cómo le había arrebatado el trono de Texcoco al Príncipe Heredero Flor Oscura o si estaba pensando en algunos otros pecados secretos y privados. Pero de repente se enderezó y dijo en su forma usual, tajante: «Esta parte del asunto es algo que a usted no debe interesarle. Sólo tráigame el retrato de Cortés y un recuento en palabras-pintadas de sus fuerzas, la descripción de sus armas misteriosas, la manera en que ellos pelean y cualquier otra cosa que nos ayude a conocerlos mejor».

Traté de hacer una última objeción: «Sea lo que sea ese hombre Cortés, mi señor, juzgo que él no es ningún tonto. Él no es de la clase de hombre que permite que un escribano espía vague tranquilamente por todo su campamento, contando sus guerreros y examinando sus armas».

«Usted no irá solo, sino acompañado de muchos nobles, ricamente ataviados de acuerdo a su rango y todos ustedes se dirigirán al hombre Cortés, tratándolo de igual a igual, como a un noble. Eso lo halagará. También llevará una caravana de cargadores portando ricos regalos, lo que apaciguará sus suspicacias y no se fijará en las verdaderas intenciones que usted lleva. Usted será un alto emisario del Venerado Orador de los mexica y de El Único Mundo, yendo al encuentro y a saludar a los emisarios del Rey Don Carlos de España. —Luego hizo una pausa y me miró—. Cada uno de ustedes debe ser un auténtico señor, representando a la nobleza mexica».

Cuando regresé a casa, me encontré a Beu despierta. Después de haber estado viendo las luces en el cielo por un tiempo, se había puesto a hacer
chocólatl
para cuando yo regresara. La saludé de una manera un poco más efusiva de lo usual: «Ha sido una noche completa, mi Señora Luna que Espera».

Obviamente, ella tomó eso por un cumplido y me miró asombrada y complacida, pues pienso que en todo el tiempo que llevábamos casados, jamás le había dicho una palabra de cumplido.

«Pero, Zaa —dijo enrojeciendo de placer—, si tú sólo me llamaras “esposa” eso alegraría mi corazón, pero…
¿mi señora?
¿Por qué esta repentina muestra de afecto? ¿Ha pasado algo…?».

«No, no, no —la interrumpí. Por tantos años había estado tan satisfecho de tener cerca a Beu, pero conteniendo sus muestras de amor, que entonces no quería que ella de repente se me pusiera sentimental—. Hablo con la debida formalidad. “Señora” es el título con que ahora se deben dirigir a ti. Esta noche el Venerado Orador me acaba de otorgar el -tzin a mi nombre, y queda conferido también a ti».

«Oh —dijo ella como si hubiera preferido otra clase de beneficio, aunque rápidamente volvió a su manera de ser, fría y sin emoción—. Me imagino que estás complacido, Zaa».

Yo me reí un poco irónicamente. «Cuando era joven soñaba con hacer grandes hazañas, con tener una gran riqueza y llegar a ser noble. Y hasta ahora que ya he pasado mi gavilla de años, he llegado a ser Mixtzin, el Señor Mixtli de los mexica y quizás sólo por un breve espacio de tiempo, Beu… Quizás sólo por el tiempo que
haya
señores, sólo por el tiempo en que haya mexica…».

Me acompañaron otros cuatro nobles, quienes no estuvieron muy contentos de que Motecuzoma me hubiese puesto al mando de la expedición y de la misión que teníamos que cumplir, pues yo había sido un plebeyo elevado al rango de noble, mientras que ellos lo eran de nacimiento.

«Ustedes se deben ganar la estima y atención del hombre Cortés, así como halagarlo —dijo el Venerado Orador cuando nos dio sus instrucciones—, y a todos aquellos hombres que le acompañan, que ustedes se den cuenta de que son de alto rango. Cada vez que puedan deben festejarlos. En su caravana van cocineros muy capaces que llevan un amplio surtido de las más deliciosas golosinas. Los cargadores llevan también muchos regalos, que ustedes deben presentar con pompa y gravedad, diciendo que Motecuzoma los envía como una muestra de amistad y de paz entre nuestros dos pueblos. —Hizo una pausa y luego murmuró—: Además de las otras riquezas, va suficiente oro como para mitigar todas sus enfermedades del corazón».

«Seguro que sí», pensé. Además de los medallones, diademas, máscaras y otros adornos de oro sólido, las más bellas piezas trabajadas de su colección particular y de otros Venerados Oradores anteriores; muchas piezas de gran antigüedad e inimitable belleza, Motecuzoma estaba enviando también los dos grandes dioses de oro y plata que habían estado a un lado de su trono y que le servían de batintín para llamar a sus empleados y guerreros. También había espléndidos mantos de pluma y penachos para la cabeza; esmeraldas, ámbar, turquesas y otras joyas exquisitamente talladas, incluyendo una cantidad extravagante de nuestras piedras de jade sagradas.

«Pero, por encima de todo —dijo Motecuzoma—, desanimen a los hombres blancos para que vengan aquí o siquiera deseen venir aquí. Si ellos sólo buscan riquezas, este regalo será más que suficiente para mandarlos a buscar en otras naciones de la costa. Si no, díganles que el camino hacia Tenochtitlan es duro y peligroso y que nunca podrán salir vivos de ese viaje. Si eso falla, entonces díganles que su Uey-Tlatoani está demasiado ocupado para poderlos recibir o que es muy viejo o que está enfermo o también que no es digno de ser visitado por tan distinguidos personajes. Díganles
cualquier
cosa con tal de que pierdan el interés de venir a Tenochtitlan».

Cuando cruzamos el camino-puente del sur, desviándonos hacia el este, yo iba en cabeza de la caravana más larga y con tantas riquezas, que ningún
pochtécatl
había guiado jamás. Nos desviamos hacia el sur rodeando la tierra de nuestros enemigos los texcalteca, para seguir hacia Chololan. Allí y en otras ciudades, pueblos y aldeas en donde descansamos a lo largo de nuestra ruta, los habitantes ansiosos nos molestaban preguntándonos acerca de los «monstruos blancos», que sabían que estaban causando disturbios cerca y de los planes que teníamos para mantenerlos a distancia. Cuando hubimos dado la vuelta a la base del poderoso volcán Citlaltépetl, empezamos a descender por la última nación montañosa, hacia las Tierras Calientes. En la mañana de ese día que nos llevaría directo a la costa, mis compañeros señores se pusieron sus trajes esplendorosos, sus penachos, sus mantos, insignias y demás, pero yo no.

Yo había decidido agregar un poco de astucia a nuestros planes e instrucciones. Por un lado, habían pasado unos ocho años desde que yo había aprendido lo poco que sabía de español y ya se me había olvidado mucho, así es que deseaba mezclarme con los españoles sin ser observado y escucharles hablar en su propio lenguaje y absorberlo lo mejor posible, para que volviera a hablarlo con cierta fluidez antes de cualquier reunión formal con nuestros señores y los suyos. También, en ese tiempo podría estar espiando y tomando nota de lo que ellos hacían y todas esas tareas las podría hacer mejor si ellos no se fijaban en mí.

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