Azteca (142 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

BOOK: Azteca
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«Así es que —les dije a los otros nobles— desde aquí hasta la tierra en donde los tengamos que encontrar, yo iré descalzo, llevando sólo mi taparrabo y cargando uno de los bultos más ligeros. Ustedes guiarán la caravana, saludarán a los extranjeros y cuando hayan acampado dejarán que sus portadores se dispersen y descansen en donde quieran, pues uno de ellos seré yo y quiero tener libertad para vagar. Ustedes harán el festín y las entrevistas con los hombres blancos, y yo, de tiempo en tiempo hablaré con ustedes en privado, al anochecer. Cuando tengamos toda la información que el Venerado Orador desea, yo les avisaré para que nos vayamos».

Estoy muy contento de que usted esté otra vez con nosotros, Señor Obispo, porque sé que le gustará oír nuestra confrontación real entre su civilización y la nuestra. Por supuesto que Su Ilustrísima apreciará que muchas cosas que vi en ese tiempo eran tan nuevas y exóticas como engañosas para mí, y muchas de las que oí me sonaron como el parlotear de un mono. Pero no prolongaré mi narración repitiendo los errores tan ingenuos que cometí muy seguido, en mis primeras impresiones. No hablaré tontamente diciendo, como lo hicieron nuestros primeros observadores, que los soldados españoles tenían cuatro patas de animal. Contaré las cosas tal como las vi tiempo después, cuando comprendí claramente de qué se trataban. Las cosas que oí, se las repetiré como después las pude componer, cuando ya tenía un conocimiento más perfecto de su lenguaje.

Como pretendí ser un cargador, muy pocas veces, y siempre subrepticiamente, pude hacer uso de mi topacio para ver las cosas, pero éstas fueron las que vi primero. Como ya nos habían dicho que esperáramos ver, sólo había un barco en medio de la bahía, que estaba a cierta distancia de la playa, pero a pesar de eso era obvio que tenía el tamaño de una buena casa. Sus alas estaban aparentemente plegadas, pues desde la parte alta de su azotea sólo sobresalían unos palos muy altos, llenos de cuerdas. Aquí y allá, alrededor de la bahía, otros palos similares sobresalían un poco del agua, en donde los otros barcos habían sido quemados y hundidos. En la playa, los hombres blancos habían erigido tres señales para conmemorar el lugar en donde por primera vez habían desembarcado. Eran unas cruces muy grandes hechas de una pesada viga de madera, que había sido de uno de los barcos destruidos. Había un palo muy alto en donde tremolaba una inmensa bandera de colores sangre y oro, los colores de España, y otro palo más corto que tenía una bandera más chica, que era la insignia personal de Cortés, y era azul y blanca con una cruz roja en medio.

El Lugar En Donde Abundan Cosas Bellas, que los hombres blancos habían llamado Villa Rica de la Vera Cruz, se había convertido rápidamente en una aldea. Algunos de los albergues eran sólo unos palos que tenían una tela encima, pero otros eran las típicas cabañas costeras hechas con cañas y con tejados de palma, construidas para los visitantes por sus sumisos anfitriones, los tqtonaca. Pero ese día no había muchos hombres blancos por allí, ni sus animales, ni sus trabajadores totonaca, pues nos dijeron que la mayoría de ellos estaban trabajando en un lugar más al norte, en donde Cortés había decretado que se construyera lo que sería permanentemente la Villa Rica de la Vera Cruz, con casas sólidas de madera, piedra y adobe.

La aproximación de nuestra caravana había sido vista, por supuesto, por sus centinelas que fueron a avisar a los españoles, por lo que había un pequeño grupo esperándonos para saludarnos. Nuestra caravana se detuvo a respetable distancia y nuestros cuatro señores, tal como yo les había recomendado en privado, encendieron unos incensarios de
copali
y empezaron a balancearlos sobre sus cadenas, haciendo espirales de humo azul en el aire que estaba alrededor de ellos. Los hombres blancos creyeron entonces y por mucho tiempo después —y creo que hasta este día, según lo tengo entendido— que el balancear este humo perfumado era nuestra manera tradicional de saludar a los extranjeros distinguidos. Era sólo para tratar de poner un velo defensivo contra el hedor intolerable de esos extranjeros que jamás se bañaban.

Dos de los hombres se adelantaron a encontrar a nuestros señores, y estimo que los dos andaban alrededor de los treinta y cinco años. Iban bien vestidos, con lo que ahora sé que eran sombreros de terciopelo, capotes, justillos de manga larga y calzones abombados de merino, con largas y ceñidas botas de cuero. Uno de los hombres era más alto que yo, ancho de espaldas, musculoso y de una apariencia extraordinaria, pues tenía abundante cabello dorado y su barba era igual y flameaban a la luz del sol. Sus ojos eran azules y muy brillantes y aunque tenía la piel pálida, sus facciones eran fuertes. Los totonaca le habían puesto el nombre de su dios, Tezcatlipoca, por su parecido con él, en cuanto al color. Nosotros los recién llegados, naturalmente que lo consideramos el jefe de los hombres blancos, pero pronto supimos que era el segundo en mando y que su nombre era Pedro de Al varado. El otro hombre era más corto de estatura y mucho menos impresionante, tenía las piernas zambas y el pecho raquítico como la proa de una canoa, su piel se veía todavía más blanca que la de los otros, pues tenía el pelo y la barba negros. Sus ojos eran tan descoloridos, fríos y distantes como un cielo invernal cubierto de nubes grises. Esa persona tan poco impresionante era, según nos dijo pomposamente, el Capitán Hernán Cortés de Medellín en Extremadura, más recientemente en Santiago de Cuba y venía en representación de Alta Majestad Don Carlos, Emperador del Santo Imperio Romano y Rey de España. En aquel tiempo, como ya les he dicho, nosotros entendimos muy poco de esa introducción y título tan largo, a pesar de que nos fue repetido en xiu y en náhuatl por los dos intérpretes, que habían venido, caminando un poco atrás de Cortés y Alvarado. Uno de ellos era un hombre picado de viruelas, vestido como usualmente lo hacían sus soldados de bajo rango. El otro era una mujer joven de nuestra propia raza, vestida con la blusa y la falda amarillas de las doncellas, pero su pelo era de un color, no natural, rojo pardusco casi tan llamativo como el de Alvarado. De todas las mujeres nativas que les regalaron a los españoles, primero por el Tabascoöb de Cupilco y más recientemente por Patzinca de los totonaca, ésa era la más admirada por los soldados españoles, porque tenía el pelo rojo y ellos decían:

«Como las putas de Santiago de Cuba».

Aunque yo luego reconocí que su pelo estaba teñido con el jugo de las semillas de
achíotl
, como también pude reconocer a ambos, al hombre y a la muchacha. Él era Jerónimo de Aguilar, aquel que había sido un huésped muy desagradable de los xiu, hacía ocho años. Antes de llegar a Cupilco y luego a estas tierras, Cortés había pasado por Tiho y habiendo encontrado a ese hombre lo había rescatado. Guerrero, el compañero náufrago de Aguilar, después de haber contagiado a toda la nación maya con las pequeñas viruelas, había muerto de esa misma enfermedad. La muchacha de pelo rojo, que para entonces tenía veintitrés años de edad, seguía siendo pequeña, bonita, era la esclava Ce-Malinali a quien había conocido en Coatzacoalcos en mi camino hacia Tiho, ocho años antes.

Cuando Cortés habló en español, fue Aguilar quien tradujo sus palabras al difícil xiu que él había aprendido durante su cautividad y fue Ce-Malinali quien las tradujo a nuestro náhuatl, y cuando nuestros señores emisarios hablaron, el proceso se invirtió. No me tomó mucho tiempo el darme cuenta de que las palabras de ambos, los dignatarios mexica y los españoles, muy a menudo eran traducidas imperfectamente y no siempre porque los intérpretes se vieran embrollados en ese sistema de tres lenguas. Sin embargo, no dije nada y ninguno de los dos intérpretes se dio cuenta de que yo estaba entre los cargadores y yo deseaba que no se dieran cuenta, por lo menos por un tiempo.

Estuve presente cuando los señores mexica presentaron ceremoniosamente los regalos que les había mandado Motecuzoma. Un brillo de avaricia iluminó los ojos opacos de Cortés, conforme cada cargador posaba su carga y desenvolvía su contenido: los grandes batintines de oro y plata, los artículos trabajados en pluma, las gemas y las joyas. Cortés dijo a Alvarado:

«Llamad al lapidario de Flandes», y pronto se les unió otro hombre blanco, que evidentemente había llegado con los españoles con el solo propósito de valuar los tesoros que pudieran encontrar en estas tierras. Sea lo que sea Flandes, el caso es que él hablaba español y aunque sus palabras no fueron traducidas para nosotros, pude pescar el sentido de casi todas. Él dijo que el oro y la plata eran de gran valor, lo mismo que las perlas, los ópalos y las turquesas. Las esmeraldas, los jacintos, los topacios y amatistas, dijo, eran todavía más valiosos, pero por encima de todo, las esmeraldas, aunque él hubiera preferido que estuvieran cortadas en facetas y no talladas como flores, animales y demás, en miniatura. Él sugirió que los mantos y penachos de pluma, podrían ser valiosos como curiosidad para algunos museos. Muchas de las piedras de jade laboriosamente trabajadas, las hizo a un lado desdeñosamente, aunque Ce-Malinali trató de explicarle que por su aspecto religioso, debían ser los regalos más respetados.

El lapidario la miró, se encogió de hombros y le dijo a Cortés: «No son como el jade de Cathay, ni siquiera como el jade falso. Sólo son piedrecillas talladas en serpentina verde, Capitán, que difícilmente valdrán un poco más que nuestras cuentas de vidrio».

Entonces yo no sabía lo que era el vidrio y todavía no sé lo que es el jade de Cathay, pero siempre he sabido que nuestras piedras de jade sólo poseían un valor ritual. Por supuesto que hoy en día ni siquiera valen eso, ahora son cosas con las que pueden jugar los niños y que pueden chupar los infantes. Pero en aquel entonces todavía significaban algo para nosotros y yo estaba muy enojado por la forma en que los hombres blancos habían recibido nuestros regalos, poniéndole precio a todo, como si nosotros sólo fuéramos unos mercaderes importunos tratando de vender una mercancía falsa. Y lo que más nos molestó y causó pena, fue que aunque los españoles tan altaneramente valuaron todo lo que les dimos, ni siquiera supieron apreciar esas obras de arte, sino que sólo las consideraron de valor por el simple metal, pues quitaron todas las gemas de las montaduras de oro y plata y las pusieron en unos sacos, mientras que las montaduras de filigranas de oro y plata fueron rotas y aplastadas dentro de unas vasijas de piedra y luego éstas fueron puestas sobre un fuego muy caliente, ya que para avivar ese fuego tenían un extraño invento de cuero que al oprimirlo echaba mucho aire y así derritieron todo el metal. Mientras tanto, el lapidario y sus ayudantes, cavaron unas depresiones muy pequeñas en la arena húmeda de la playa y sobre ellas dejaron caer el metal derretido, hasta que éste se enfrió y endureció. Así es que eso fue todo lo que quedó del tesoro que les dimos, aun esos enormes discos, bellos e irreemplazables que le habían servido a Motecuzoma como batintín, se convirtieron en barritas de oro y plata que no tenían ninguna belleza, sino que parecían pequeños adobes.

Mientras mis compañeros hacían sus tareas señoriles, yo pasé los siguientes días yendo y viniendo, entre la masa de soldados comunes. Los conté a ellos y a sus armas, también a sus caballos y sabuesos amarrados, y otras de sus pertenencias aunque no podía adivinar para qué servían, cosas como unas bolas muy pesadas de metal que tenían almacenadas y unas sillas de cuero, curvas, muy extrañas. Tuve el cuidado de no atraer su atención al verme vagar ocioso. Como todos los demás hombres totocana, a quienes los españoles habían forzado a trabajar, yo siempre iba cargado con algo, como una tabla de madera o alguna otra cosa, para que pareciera que la estaba llevando a algún lado. Ya que había un constante tráfico de soldados españoles y cargadores totonaca entre el campamento de la Vera Cruz al pueblo que se estaba levantando de la Vera Cruz y como los españoles clamaban (como lo siguen haciendo hasta ahora) «que no les podían hacer entender a esos malditos indios que se hicieran a un lado», yo anduve desapercibido como una simple hoja de caña que se extiende a lo largo de la costa. Cualquier cosa que cargara, no interfería para que pudiera utilizar mi topacio subrepticiamente, hacer notas de las cosas y personas que conté y rápidamente describirlas con palabras pintadas.

Lo único que hubiera deseado es haber podido cargar un incensario en lugar de las otras cosas, cuando estaba entre los españoles, pero debo conceder que éstos no olían tan mal como recordaba de los otros. Aunque todavía no demostraban ninguna inclinación por limpiarse y tomar baños de vapor, por lo menos al final de un día duro de trabajo, se desnudaban mostrando su piel espantosamente blanca y quedándose sólo con su sucia ropa interior, se metían vadeando en el mar. Me di cuenta de que ninguno de ellos sabía nadar, pero chapoteaban lo suficiente como para que se les cayera el sudor que habían acumulado durante el día. No crean que eso hacía que olieran a flores, sobre todo porque luego se volvían a poner sus ropas rancias y llenas de costras, pero por lo menos no olían tan mal como su fétido aliento de buitre.

Mientras vagaba de un lado a otro, pasé varias noches lo mismo en el campamento que en el pueblo de la Vera Cruz, manteniendo mis oídos y ojos bien abiertos. Aunque rara vez pude escuchar algo que realmente me sirviera como información, pues los soldados la mayor parte del tiempo se lo pasaban hablando y gruñendo acerca de esas indias lampiñas, que no tenían ni sus horquillas ni sus sobacos llenos de cómodo vello, como sus mujeres allende el mar; y así, yo volví a comprender el español y mejoré mis conocimientos en esa lengua. También fui muy cauto, para que ninguno de los soldados me oyera cuando estaba repitiendo, para mí mismo, sus palabras y sus frases.

Para prevenir que no me fueran a coger con esa impostura, tampoco conversé con ninguno de los totonaca, así es que no pude preguntar a nadie acerca de unas cosas curiosas que había visto repetidamente y que me causaban mucha perplejidad. A lo largo de la costa y especialmente en la ciudad capital de Tzempoalan, hay muchas pirámides erigidas a Tezcatlipoca y a otros dioses, incluso hay una que no es cuadrada sino como una torre redonda, cuyas terrazas van disminuyendo de tamaño al ascender y está dedicada al dios del viento Ehécatl; esta pirámide había sido construida así para que pudiera soplar su aliento libremente, sin que éste tuviera que hacer ángulo en los rincones.

Cada una de las pirámides de los totonaca tenía un templo en la cumbre, pero todos esos templos habían sido cambiados en una forma sorprendente. Ninguno de ellos contenía ya una estatua de Tezcatlipoca o Ehécatl o cualquier otro dios. A todos se les había raspado y limpiado la sangre coagulada acumulada en ellos. A todos se les había dado por dentro una capa de agua de cal y en todos ellos sólo había una rígida cruz de madera y una simple y pequeña figurita, también de madera aunque tallada en una forma muy burda; ésta representaba a una mujer joven con su mano derecha levantada en un vago gesto admonitorio. Su cabello estaba pintado de negro sin ningún matiz, su vestido en un azul suave y sus ojos del mismo color, su piel blanca-rosada como la de los españoles, pero lo más singular de todo era que llevaba una corona circular dorada, que era tan grande para ella, que no podía sostenerse sobre su cabeza, sino que estaba atada en la parte de atrás de su pelo.

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