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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (16 page)

BOOK: Azteca
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Me agaché para hacer el gesto de besar la tierra y todavía arrodillado dije: «Maestro Glotón de Sangre, usted ya sabe que mi vista es mala. Siento que usted está malgastando su tiempo y su paciencia tratando de enseñarme cómo ser un guerrero. Si estas marcas fueran heridas reales hace mucho que estaría muerto».

«¿Y? —dijo él fríamente. Se agachó en cuclillas para alcanzarme—. Perdido en Niebla, te contaré acerca de un hombre a quien conocí una vez en Quatemalan, el país del Bosque Enmarañado. Esa gente, como quizá tú sepas, siempre está temerosa de morir. Ese hombre en particular corría a la menor señal de peligro; evitaba los riesgos más naturales de la existencia. Se refugiaba como un animalito en su madriguera, abrigado y protegido. Se rodeaba de sacerdotes, físicos y brujos. Comía solamente los alimentos más nutritivos y todas las pociones vivificantes de las que hubiese oído hablar. Nunca antes hombre alguno había cuidado tanto de su vida. Él vivía únicamente para seguir viviendo».

Yo esperaba que siguiera hablando, pero no dijo nada más, así es que pregunté: «¿Y qué fue de él, Maestro Quáchic?» «Murió».

«¿Y eso es todo?».

«¿Qué más le puede pasar a cualquier hombre? Ni siquiera recuerdo su nombre. Nadie recuerda nada sobre él, excepto que vivió y finalmente murió».

Después de otro silencio dije: «Maestro Glotón de Sangre, yo sé que si muero en una guerra mi muerte nutrirá a los dioses y ellos me recompensarán ampliamente en el otro mundo y quizá mi nombre no sea olvidado, pero ¿no podría estar en algún servicio en
este
mundo un poco antes de lograr mi muerte?».

«Nada más toma parte en una buena batalla, muchacho. Entonces si te matan en el próximo momento, habrás hecho
algo
con tu vida, mucho más de lo que hacen todos aquellos hombres que se afanan por seguir existiendo, hasta que los dioses se cansan de ver su futilidad y los echan al lugar del olvido. —Glotón de Sangre se levantó—. Aquí, Perdido en Niebla, está mi propia
maquáhuitl
, que por mucho tiempo me ha dado un buen servicio. Nada más siente su peso».

Debo admitir que noté un estremecimiento cuando por primera vez tuve en mis manos una verdadera espada, y no el arma de juguete hecha de madera-balsa y plumas. Era atrozmente pesada, pero su propio peso parecía decir: «Yo soy
poder
».

«Veo que la levantas y la giras con una mano —observó el maestro—. No muchos muchachos de tu edad podrían hacer eso. Ven acá, Perdido en Niebla. Éste es un
nopaü
fuerte, tírale un golpe a matar».

El
nopali
era viejo y grande casi del tamaño de un árbol, sus pencas verdes y espinosas parecían remos y su tronco parduzco era tan grueso como mi cintura. Con mi mano derecha solamente balanceé la
maquáhuitl
experimentando, dejándola caer y el filo de obsidiana mordió dentro del cacto con un hambriento
¡tchunk!
Saque la cuchilla meneándola, la agarré con las dos manos y balanceándola muy por arriba y atrás de mi cabeza, la dejé caer con todas mis fuerzas. Esperaba que la espada rajaría más profundamente dentro del tronco, pero me llevé una verdadera sorpresa cuando lo cortó limpiamente, salpicando con su savia como una sangre incolora. El
nopali
titubeó un momento sobre su base desunida antes de derrumbarse hacia la tierra, y tanto el maestro como yo tuvimos que brincar rápidamente para evitar la nube de espinas agudas que se nos venía encima.

«¡
Ayyo
, Perdido en Niebla! —dijo Glotón de Sangre admirado—. A pesar de los atributos que te faltan, sí tienes la fuerza de un guerrero nato».

Enrojecí de orgullo y de placer, sin embargo tuve que decir: «Sí, Maestro, puedo golpear y matar, pero piense en mis ojos, en mi mala visión. Suponga que hiriera erróneamente a uno de nuestros propios hombres».

«Ningún
quáchic
al mando de guerreros novatos te pondría nunca en una situación así. En una guerra de conquista, tal vez estarías asignado a los acuchilladores de la retaguardia, cuyos cuchillos dan el misericordioso alivio a aquellos compañeros y enemigos que hayan sido dejados atrás, heridos, cuando la batalla ha avanzado. O, en una guerra florida, tu
quáchic
probablemente te asignaría a los amarradores, quienes llevan las cuerdas para amarrar a los prisioneros enemigos con objeto de poderlos traer para ser sacrificados».

«Acuchilladores y amarradores —murmuré—. Obligaciones muy escasamente heroicas como para ganarme una recompensa en el otro mundo».

«Tú hablaste de
este
mundo —me recordó el maestro severamente—, y de servicio, no de heroísmo. Aun el más humilde puede servir. Recuerdo cuando marchamos dentro de la ciudad insolente de Tlaltelolco para anexionarla a nuestra Tenochtitlan. Por supuesto que los guerreros de esa ciudad pelearon contra nosotros en las calles, pero sus mujeres, niños y ancianos decrépitos se apostaban en las azoteas y nos tiraban grandes rocas, avisperos llenos de enfurecidas avispas y aun plastas de sus propios excrementos».

Aquí, debo aclarar, mis señores escribanos, que de entre las diferentes clases de guerras que peleábamos nosotros los mexica, la batalla contra Tlaltelolco fue un caso excepcional. Nuestro Venerado Orador Axayácatl simplemente se encontró en la necesidad de subyugar a esa arrogante ciudad, privarla de un gobierno independiente y por fuerza hacer que su pueblo rindiera lealtad a nuestra gran capital de Tenochtitlan. Como regla general, nuestras guerras contra otros pueblos no eran de conquista, no en el sentido en que sus ejércitos han conquistado toda esta Nueva España para hacerla una abyecta colonia de su Madre España. No. Puede ser que venciéramos y doblegáramos a otra nación, pero no la borrábamos de la tierra. Peleábamos para probar nuestra propia fuerza y para exigir tributo de los menos fuertes. Cuando una nación se sometía y nos rendía lealtad a nosotros los mexica, ésta daba una porción de sus recursos y productos nativos —oro, joyas, especies, cacao, hule, plumas, lo que fuere—, los cuales se entregarían en lo sucesivo cada año en cantidades especificadas a nuestro Venerado Orador. Tendría también que mandar a sus guerreros a pelear junto con los mexica, cuando y en el caso en que fuera necesario.

Sin embargo, esa nación retendría su propio nombre y soberanía, su propio gobernante, su forma nativa de vida y su religión Nosotros no imponíamos ninguna de nuestras leyes, costumbres o dioses. Nuestro dios de la guerra, Huitzilopochtli, por ejemplo, era nuestro dios y bajo su apoyo los mexica éramos un pueblo separado de los otros y por encima de ellos, y no compartíamos ese dios, ni lo
dejábamos
compartir. Todo lo contrario. En muchas naciones conquistadas encontramos nuevos dioses o diferentes manifestaciones de nuestros dioses ya conocidos, y, si parecían atractivos, nuestros guerreros traían copias de sus estatuas para ponerlas en nuestros propios templos.

Debo decirles también que existían naciones de las cuales jamás
pudimos
arrancar ni tributo ni lealtad. Por ejemplo, contigua a nosotros por el oriente estaba Cuauíexcalan, la Tierra de los Riscos del Águila, usualmente llamada simplemente Texcala: los Riscos. Por alguna razón ustedes los españoles optaron por llamarla Tlaxcala, lo que a nosotros los mexica nos causa risa, porque esa palabra significa tortilla.

Aunque estaba totalmente rodeada por naciones aliadas con nosotros los mexica, y por lo tanto obligada a vivir como una isla cerrada, Texcala rehusó obstinadamente someterse en cualquier forma. Esto significó que tuvo que reducir muchas de las importaciones más necesarias para la vida. Si los texcalteca, aunque de mala gana, no hubieran trocado con nosotros su sagrada
copali
, resina, que era abundante en sus bosques, no hubieran tenido ni siquiera sal para dar sabor a sus comidas, ni hule para sus
tlachtli
, pelotas. Entonces, nuestro Uey-Tlatoáni restringió severamente la cantidad de comercio entre nosotros y los texcalteca, siempre con la esperanza de dominarlos, así es que los tercos texcaltecas sufrían perpetuamente privaciones humillantes. Tuvieron que hacer bastar su magra cosecha de algodón, por ejemplo, lo que significaba que incluso sus nobles tenían que llevar mantos tejidos únicamente de una traza de algodón mezclado con cáñamo grueso o fibra de maguey; prendas que en Tenochtitlan serían llevadas solamente por esclavos o niños. Ustedes pueden comprender bien que Texcala abrigaba un odio duradero hacia nosotros los mexica y, como ustedes saben, finalmente tuvo fatales consecuencias para nosotros, para los texcalteca y para todo lo que es en este momento la Nueva España.

«Mientras tanto —me dijo el Maestro Glotón de Sangre en aquel día que conversamos— nuestros ejércitos, mantienen en este momento una pugna desfavorable con alguna otra obstinada nación del oeste. El Venerado Orador, que intentó la invasión de Michihuacan, la Tierra de los Pescadores, ha sido rechazado ignominiosamente. Axayácatl esperaba una fácil victoria, dado que los purempecha siempre han estado armados con cuchillos de cobre pero éstos han repelido y vencido a nuestros ejércitos».

«¿Cómo, Maestro? —pregunté—. Una raza pacífica, con armas e cobre suave. ¿Cómo podrían oponerse a nosotros, los invencibles mexica?».

El viejo guerrero se encogió de hombros. «Puede ser que los purémpecha sean pacíficos, pero pelean con suficiente fiereza para defender su nativo Michihuacan de lagos, ríos y tierras de labranza bien regadas. También se dice que han descubierto algún metal mágico que mezclan con su cobre mientras está todavía fundido. Cuando la mezcla se forja en hojas, se convierte en un metal tan duro que nuestra obsidiana se quiebra contra de él como si fuera papel de corteza».

«Pescadores y agricultores —murmuré— venciendo a los guerreros profesionales de Axayácatl…».

«Oh, lo intentaremos otra vez, puedes apostarlo —dijo Glotón de Sangre—. Axayácatl solamente quería tener acceso a esas aguas ricas en peces y a esos valles llenos de árboles frutales, pero ahora él querrá tener el secreto del metal mágico. Desafiará a los purémpecha otra vez y cuando lo haga, sus ejércitos requerirán de cada hombre que pueda marchar. —El maestro hizo una pausa y luego añadió significativamente—: Incluso los viejos inválidos
quáchictin
como yo, incluso aquellos que sólo pueden servir como acuchilladores y amarradores, incluso los incapacitados y los perdidos en niebla. Nos es menester estar adiestrados, endurecidos y listos, muchacho».

Pero Axayácatl murió antes de poder armar otra invasión sobre Michihuacan, la nación que ahora forma parte de lo que ustedes llaman la Nueva Galicia. Bajo el mando de los subsiguientes Venerados Oradores, nosotros los mexica y los purémpecha logramos vivir dentro de una especie de respeto mutuo. No necesito recordarles, reverendos frailes, que su comandante Beltrán de Guzmán, que más bien parece un carnicero, sigue
todavía
tratando de subyugar a las intransigentes bandas de purémpecha alrededor del lago de Chapalan y en otros remotos rincones de Nueva Galicia, que aún se niegan a someterse a su Rey Carlos y a su Señor Dios.

He estado hablando de nuestras guerras de conquista tal y como fueron. Estoy seguro que aun su sanguinario Guzmán puede comprender ese tipo de guerra, aunque también creo que jamás podría concebir una guerra, como la mayoría de las nuestras, que dejara sobrevivir independiente a la nación derrotada. Pero ahora les hablaré de nuestras Guerras Floridas, porque parece que son incomprensibles para cualquiera de los hombres blancos. «¿Cómo? —he oído que ustedes preguntan—, ¿podía haber tantas guerras inmotivadas e innecesarias entre naciones
amigas
? ¿Guerras en las cuales ninguno de los dos bandos ni siquiera trató de ganar?».

Trataré de explicarlo.

Naturalmente, cualquier tipo de guerra, daba placer a nuestros dioses. Cada guerrero vertía al morir su sangre vital, la más preciosa ofrenda que podría hacer un humano. En una guerra de conquista, el objetivo era la victoria decisiva y por eso ambas partes peleaban para matar o ser matados. El enemigo era, como dijo mi viejo maestro, cizaña para ser abatida. Comparativamente, sólo tomábamos unos cuantos prisioneros que guardábamos para un sacrificio ceremonial más tarde. Sin embargo, no importaba cómo llegase a morir el guerrero, ya en el campo de batalla o en el altar del templo, su muerte se consideraba como una Muerte Florida, honrable para sí mismo y satisfactoria para los dioses. El único problema era, si lo ven ustedes desde el punto de vista de los dioses, que estas guerras de conquista eran más o menos infrecuentes. Aunque proveían muchas Muertes Floridas, mucha sangre para nutrir a los dioses y mandaban a muchos guerreros al más allá para servirles, esas guerras eran esporádicas. Entre tanto los dioses tenían que esperar muchos años pasando hambre y sed. Esto les desagradó y en el año Uno Conejo, nos lo dejaron saber.

Eso debió de suceder unos doce años antes de que yo naciera, pues mi padre lo recordaba vívidamente y lo comentaba con frecuencia, moviendo tristemente la cabeza. En aquel año, los dioses mandaron a toda esta planicie el más crudo invierno de que se haya tenido noticia. Aparte de un frío álgido y de vientos penetrantes, que mataron a muchos infantes, ancianos débiles, a nuestros animales domésticos e incluso a los animales salvajes, nevó durante seis días, lo que acabó con todas las siembras invernales. Entonces se vieron misteriosas luces en el cielo nocturno: bandas verticales de luces frías y coloreadas que oscilaban y que mi padre describía como «los dioses caminando ominosamente por los cielos, nada de ellos era visible, solamente sus mantos tejidos con plumas de garzas blancas, verdes y azules».

Eso fue solamente el principio. La primavera no sólo puso fin al frío sino que trajo un calor insoportable. Luego llegó la temporada de lluvias, pero éstas no finieron y la sequía acabó con nuestras siembras y con nuestros animales que no habían muerto ya con las nevadas, y ni siquiera acabó todo ahí. Los siguientes años fueron igualmente crueles, sin lluvias y en sus alternativos fríos y calores. Con el frío nuestros lagos; se congelaban, con el calor se hacían tibios, se convertían en sal amarga y así nuestros peces morían y flotaban vientre arriba llenando todo el aire con su hedor.

Continuó así durante cinco o seis años y la gente mayor, en mi juventud, todavía se refería a ello como los Tiempos Duros.
Yya ayya
, debieron de ser unos tiempos en verdad terribles, porque nuestra gente, nuestros orgullosos y honrados
macehualtin
se vieron reducidos a venderse a sí mismos como
tlatlácotin
, esclavos. Pues verán ustedes que las otras naciones más allá de esta planicie, en las sierras del sur y en las Tierras Calientes de las costas, no fueron destruidas por aquel clima catastrófico. Entonces ofrecieron en trueque parte de sus abundantes cosechas, pero esto no fue generosidad pues sabían que nosotros casi no teníamos nada que cambiar más que a nosotros mismos. Esos otros pueblos, especialmente los más inferiores y hostiles a nosotros, se complacían en comprar a «los fanfarrones mexica» como esclavos y a humillarnos todavía más, pagando por nosotros una cantidad mísera y cruel. El trueque establecido fue de quinientas mazorcas de maíz Por un hombre en edad de trabajar y cuatrocientas por una mujer en edad de aparearse. Si una familia tenía un niño que se pudiera vender, ese muchacho o muchacha era cedido para que el resto de la familia pudiera comer. Si la familia sólo tenía infantes, el padre se vendía a sí mismo. ¿Pero por cuánto tiempo podría una familia sobrevivir con cuatrocientas o quinientas mazorcas de maíz?

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