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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (19 page)

BOOK: Azteca
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Pactli tenía la autoridad para ordenarle presentarse, pero no creo que hubiese sido necesario de que le ordenara nada, pues demostró ser muy complaciente e incluso una participante vigorosa en los juegos sexuales.
Ayya
, supongo que la pobre perra tenía razón. Era desaliñada, regordeta, sus muslos eran un amasijo y tenía una protuberancia cómica por nariz, así es que ella no tenía muchas esperanzas de casarse ni siquiera con un hombre de su propia clase
Úacotli
. Así fue como tomó su nueva ocupación de
maátitl
con un abandono lujurioso.

Como ya he dicho, éramos de seis a ocho muchachos acampando cada tarde en nuestros puestos de guardia. Cuando Regalo de los Dioses había ya servido a cada uno de éstos, el primero de la fila volvía a empezar y daban la vuelta otra vez. Regalo de los Dioses era tan insaciablemente lujuriosa que hubiera podido seguir así toda la noche, pero después de un rato de esa actividad estaba tan llena de
omícetl
, tan pegajosa y babosa, dando ya un hedor como de pescado enfermo, que los mismos muchachos de común acuerdo la mandaban a su casa. Aunque de todos modos, la siguiente tarde volvía allí otra vez completamente desnuda, mostrándose ampliamente abierta y ansiosa por comenzar.

Yo no había tomado parte en esas cosas, pues no había hecho otra cosa más que mirar; hasta que una tarde cuando Pactli había terminado de usar a Regalo de los Dioses, le susurró algo a ella y levantándose se acercó a donde yo estaba sentado.

«Tú eres Topo, ¿verdad? —me dijo mirándome con lascivia—. Pactzin me dice que tienes un problema». Hizo movimientos tentadores con sus partes tepili sueltas y empapadas, exactamente enfrente de mi cara sonrojada. «Quizá tu lanza estaría más feliz si estuviera dentro de mí y no en tu puño». Mascullé que no la necesitaba para nada en ese momento, pero no podía protestar demasiado con seis o siete compañeros parados a mi alrededor y sonriendo maliciosamente de mi turbación.

«
¡Ayyo!
—exclamó ella, después de que con sus manos había aventado mi manto y desamarrado mi taparrabo—. ¡De veras que el tuyo es magnífico, joven Topo! —Lo sopesó en la palma de su mano—. Aun sin despertar es más grande que los
tépultin
de todos los muchachos grandes. Es mayor aun que el del noble señor Pactzin». Mis compañeros se reían y se codeaban unos a otros. No levanté a ver al hijo de Garza Roja, pero sabía que Regalo de los Dioses me acababa de ganar un enemigo.

«Claro —dijo ella— que un benigno
macehuali
no le negará un placer a una humilde
tlacotli
. Deja armar mi guerrero con tu lanza». Ella cogió mi miembro entre la masa de sus grandes pechos, apachurrándolos juntos con un brazo y empezando a darme masaje con ellos. No pasó nada. Entonces me hizo otras cosas, atenciones con las que no había favorecido ni siquiera a Pactli. Él se volvió y con cara furiosa se alejó altivamente. Pero no pasó nada… Sí, sí, ya me apresuro a terminar con este episodio.

Regalo de los Dioses por fin se dio por vencida. Aventó mi miembro contra mi vientre y dijo con petulancia: «El orgulloso cachorro de guerrero guarda su virginidad sin duda para una mujer de su propia clase». Y dando una patada en el suelo me dejó abruptamente agarrando a otro muchacho y dejándose caer a tierra con él, empezó a caracolear como un venado picado por una avispa…

¡Ay de mí! Su Ilustrísima me pidió que hablara de sexo y
pecado
, ¿no es así, reverendos frailes?, pero parece que no puede escuchar por mucho tiempo sin ponerse tan encarnado como su sotana y sin que huya fuera de aquí. Por lo menos me hubiera gustado que supiera hacia dónde se dirigía mi cuento. Aunque naturalmente se me olvidaba que Su Ilustrísima puede leerlo cuando esté en calma. Entonces, ¿puedo proseguir, mis señores?

Chimali se vino a sentar junto a mí y me dijo: «Yo no soy de los que se ríen de ti, Topo, a mí tampoco me excita».

«No es tanto por lo fea que es», dije a Chimali y le expliqué lo que mi padre me había dicho recientemente acerca de esa enfermedad llamada
nanaua
que puede venir de una práctica sexual sin higiene, esa enfermedad que aflige tanto a sus soldados españoles y que tan fatalmente llaman «el fruto de la tierra».

«A las mujeres que hacen una carrera decente de su sexo no hay motivo alguno para temerlas —le dije a Chimali—. Las
auyanime
de nuestros guerreros, por ejemplo, siempre se conservan limpias y son revisadas periódicamente por los físicos del ejército. Sin embargo es mejor evitar a las
máatime
que se acuestan con cualquiera y con gran cantidad de hombres. La enfermedad proviene de que esas partes íntimas no se conservan limpias, y observa ahí a esa mujer, ¿quién puede saber con cuántos esclavos escuálidos se ha acostado antes de llegar a nosotros? Si alguna vez te llegas a infectar con el
nanaua
, no tendrás curación. Puede pudrir tu
tepule
hasta que se caiga por sí mismo y puede infectar tu cerebro hasta convertirte en un idiota tarado y tartamudo».

«¿Es verdad todo eso. Topo? —preguntó Chimali con el rostro ceniciento. Luego miró al muchacho y a la mujer que, sudorosos, se revolcaban en el suelo—. Y yo que pensaba acostarme con ella, nada más que para que no se mofaran de mí, pero prefiero pasar por afeminado a llegar a ser un idiota».

Y se fue inmediatamente a informar a Tlatli. Ellos debieron de correr la voz, porque desde esa tarde la fila para putear disminuyó considerablemente y, en la casa de vapor, vi muy seguido a mis compañeros examinándose a sí mismos para ver si no tenían síntomas de putrefacción. Así fue como la mujer llegó a ser llamada por una variante de su nombre: TeteoTlayo, Desecho de los Dioses. A pesar de todo esto, algunos cachorros siguieron acostándose con ella y uno de ésos fue Pactli. Mi desprecio por él debió de ser tan obvio como su disgusto por mí, pues un día se me acercó y me dijo amenazadoramente:

«¿Así es que el Topo es tan cuidadoso de su salud como para no revolcarse en la tierra con una
maátitl
? Sé que sólo es una simple excusa para tu miserable impotencia, pero ha implicado una crítica a
mi
conducta y te prevengo de no calumniar a tu futuro hermano. —Bostecé notoriamente—. Sí, antes de que se me pudra como tú has predecido, pienso casarme con tu hermana y aunque llegue a ser un idiota tarado, ella no podrá rehusar a un
pili
. Claro que prefiero que llegue a mí por su propia voluntad. Así es que te, lo advierto, mi futuro hermano, nunca le digas a Tzitzitlini mi diversión con Desecho de los Dioses o te mataré».

Se alejó a grandes zancadas sin esperar mi respuesta, que, en cualquier caso no se la hubiese podido dar en ese momento, pues me quedé mudo del susto. No es que le tuviera miedo a Pactli, ya que yo era el más alto de los dos y probablemente el más fuerte, pero aunque él hubiese sido un débil enano enfermizo era el hijo de nuestro
tecutli
y me había ganado su inquina. De hecho había estado viviendo con miedo desde que los muchachos empezaron primero con sus juegos sexuales solitarios y luego a aparearse con Desecho de los Dioses. Mi ínfima actuación y las burlas de que fui objeto, esas vergüenzas, no hirieron tanto mi pueril vanidad sino más bien pusieron el miedo en mi corazón. En verdad, tenía que pasar como un impotente y por un afeminado. Pactli no era muy listo, pero si hubiera llegado a sospechar que la verdadera razón de mi aparentemente débil sexualidad se debía a que la estaba prodigando en algún otro lado, no hubiera sido tan estúpido como para no imaginarse en dónde y sobre todo, en nuestra pequeña isla, no le hubiera tomado mucho tiempo averiguar de que no me estaba citando con ninguna mujer excepto…

Tzitzitlini había notado por primera vez el interés de Pactli cuando ella era solamente un capullo en flor, cuando había visitado el palacio para asistir a la ejecución de su hermana, la princesa adúltera. Más recientemente, Pactli había visto a Tzitzi bailar en la primavera, en la fiesta del Gran Despertar; ella había ido a la cabeza de los danzantes en la plaza de la pirámide y él quedó tontamente prendado y enamorado de ella. Desde entonces, él trató varias veces de encontrarse con ella en público y de hablarle, una violación a las costumbres que no se permitía a ningún hombre, aunque fuera un
pili
. También había inventado excusas para visitar nuestra casa, dos o tres veces, «para discutir con Tepetzalan asuntos relacionados con la cantera», y así poder entrar. Sin embargo, la fría recepción que le daba Tzitzitlini y su visible aversión hacia él, hubiera sido suficiente para que cualquier hombre joven con buenos sentimientos se alejara voluntariamente.

Y en esos momentos el vil Pactli me decía que se iba a
casar
con Tzitzi. Cuando regresé a casa aquella noche, después de que todos nos sentamos alrededor de nuestra cena y de que nuestro padre delante de nosotros dio gracias a los dioses por la comida, solté bruscamente.

«Pactli me dijo que piensa tomar a Tzitzitlini por esposa. No puntualizó si ella lo aceptaba o si la familia daba su consentimiento, sino que afirmó que iba a hacerlo».

Mi hermana se envaró y me miró con fijeza. Pasó su mano ligeramente a través de su rostro, como siempre lo hacen todas nuestras mujeres cuando algo inesperado ocurre. Nuestro padre pareció incómodo, pero nuestra madre siguió comiendo plácidamente y con la misma placidez dijo: «Él ha hablado sobre eso, Mixtli, sí. Pactzin pronto terminará su
telpochcali
, escuela, pero todavía tendrá que pasar varios años en la
calmécac
, escuela, antes de que pueda tomar esposa».

«Él no puede tomar a Tzitzi —dije—. Pactli es estúpido, avaricioso y malvado».

Nuestra madre, inclinándose a través del mantel, me abofeteó el rostro con fuerza. «Esto es por hablar irrespetuosamente de nuestro futuro gobernador. ¿Quién eres tú? ¿En dónde está tu alta clase social como para que te atrevas a difamar a un noble?».

Tragándome peores palabras dije: «No soy el único en esta isla que sabe que Pactli es un ser depravado y vil…».

Ella me volvió a pegar. «Tepetzalan —dijo nuestra madre—. Si este joven desobediente dice una palabra más, tendrás que corregirlo. —Y a mí me dijo: Cuando el hijo
pili
del Señor Garza Roja se case con Tzitzitlini, todos nosotros seremos también
pípiltin
. ¿En dónde están tus grandes proyectos? Sólo tienes la inútil pretensión de estudiar las palabras pintadas ¿y crees acaso que con eso podrás brindar tanta eminencia a tu familia?».

Nuestro padre se aclaró la garganta y dijo: «No me importa mucho el -tzin para nuestros nombres, pero no me gusta la descortesía y la infamia. El rehusar a un hombre noble una petición, especialmente declinando el honor que Pactli nos hace al pedir la mano de nuestra hija, sería un insulto para él, una desgracia para todos nosotros con la que no podríamos vivir, y si es que nos dejaban vivir, todos nosotros tendríamos que irnos de Xaltocan».

«No, no todos nosotros —por primera vez Tzitzi habló y lo hizo con firmeza—. Me iría yo sola. Si esa bestia degenerada de Pactli… No, no levantes la mano contra mí, madre. Ya soy una mujer y te devolvería el golpe».

«¡Tú eres mi hija y ésta es mi casa!», gritó nuestra madre.

«Hijos, ¿pero qué ha pasado con vosotros?», suplicó mi padre.

«Solamente digo esto —continuó Tzitzi—. Si Pactli me pide y tú aceptas, ni tú ni él me volveréis a ver. Me iré de la isla para siempre. Si no puedo conseguir prestado o robar un
acali
, me iré nadando. Si no alcanzo a llegar a tierra firme, me ahogaré. Ni Pactli ni ningún otro hombre me tocará excepto aquel al que
yo
me quiera entregar».

«En todo Xaltocan —refunfuñó nuestra madre— no hay otra hija tan desagradecida, tan desobediente y desafiante, tan…».

Esta vez mi padre no la dejó terminar cuando dijo, y lo hizo en forma solemne:

«Tzitzitlini, si tus palabras han sido escuchadas fuera de estas paredes, ni siquiera yo podría perdonarte o evitar el castigo que mereces. Serías desnudada, golpeada y tu cabeza rapada. Si yo no lo hiciera, lo harían todos nuestros vecinos como un ejemplo para sus propios hijos».

«Lo siento, padre —dijo ella en tono más bajo de voz—. Tienes que escoger entre una hija desobligada o no tener hija».

«Le doy gracias a los dioses porque no tengo por qué hacerlo esta noche. Como tu madre ya dijo, faltan todavía algunos años para que el joven Señor Alegría pueda casarse. Así es que no hablemos más del asunto, ni con ira ni en ninguna otra forma. Muchas cosas pueden pasar de aquí a entonces».

Nuestro padre tenía razón: muchas cosas podían pasar. Yo no sabía si Tzitzi pensaba realmente hacer todo lo que dijo y no tuve oportunidad de interrogarla esa noche ni al día siguiente. Sólo osábamos intercambiar miradas anhelantes y preocupadas de vez en cuando, pero cualquier cosa que ella decidiera el respecto era desolador para mí. Si huía de Pactli, yo la perdería, si se sometía y se casaba con él, yo la perdería. Si iba a su tálamo, no importaba ya que conocía las artes para convencerlo de que era virgen, pero si antes de eso, mi conducta hacía que Pactli sospechara que otro hombre ya la había poseído y de todos los hombres,
yo
, su rabia sería monumental y su venganza inconcebible. Cualquiera que fuera la forma más horripilante que escogiese para matarnos, Tzitzi y yo ya no estaríamos más juntos.
Ayya
, muchas cosas sucedieron y una de ellas fue la siguiente. Cuando al atardecer del día siguiente fui a la Casa del Desarrollo de la Fuerza encontré en la lista de guardia mi nombre y el de Pactli, como si hubiese sido dispuesto por un dios irónico. Cuando todo nuestro grupo llegó al lugar asignado entre los árboles, Desecho de los Dioses ya nos estaba esperando, desnuda, abierta de piernas y lista. Para pasmo de Pactli y de nuestros otros compañeros, inmediatamente arrojé lejos mi taparrabo y me eché encima de la mujerzuela. Mi comportamiento fue lo más torpe que pude y mi actuación lo suficientemente calculada como para hacer creer a los demás muchachos que ésa era mi primera experiencia, y con ello no di a la puta más placer que a mí. Cuando juzgué que ya era suficiente me preparé para desunirme, pero entonces la repugnancia me ganó y vomité copiosamente sobre la cara y el cuerpo desnudo de la mujer. Los muchachos rodaron por el suelo muertos de risa y aun la desventurada. Desecho de los Dioses fue capaz de reconocer un insulto. Tomó su ropa y se alejó corriendo y nunca más regresó.

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