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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (165 page)

BOOK: Azteca
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Sin embargo no se acercaron a verlo, porque el hombre gordo desapareció rápidamente, mientras una horda de hombres mucho más delgados se alzaron repentinamente detrás de las ruinas de los edificios que estaban cerca, y lanzaron una lluvia de jabalinas. Muchos de los merodeadores cayeron en esos momentos, otros trataron de avanzar, pero sólo para encontrarse con guerreros armados con
maquáhuime
y otros se hicieron para atrás en donde se encontraron con una lluvia de flechas. Todos los que sobrevivieron ante esa fuerte y sorprendente defensa, retrocedieron todo el camino hacia la tierra firme. Estoy seguro de que informaron a Cortés acerca de la aparición de ese hombre gordo, bien comido y que se estaba alimentando con carne, y estoy seguro de que Cortés se rió de aquel patético gesto de valentía de nuestra parte, pero ellos debieron de haberle informado también, con bastante realismo, que ahora las ruinas les estaban proporcionando una mejor defensa a los ocupantes de la ciudad, que si ésta hubiera quedado intacta.

«Muy bien —dijo el Capitán General de acuerdo con ese último informe—. Tenía la esperanza de poder salvar parte de ella, para que nuestros compatriotas se maravillaran al verla, cuando vinieran a colonizarla. Pero la arrasaremos… no dejaremos en pie ni una piedra, ni una viga… la destruiremos de tal manera que ni un escorpión pueda esconderse, para luego arrastrarse ante nosotros».

Y por supuesto, eso fue lo que hizo. Mientras los cañones de sus barcos seguían derrumbando la parte norte de la ciudad, Cortés llevó varios de los que tenía en la playa hacia los camino-puentes del sur y del oeste; los cañones fueron arrastrados a lo largo de las calzadas seguidos por soldados, unos a pie y otros montados que a su vez eran seguidos por los sabuesos y otros hombres seguían a éstos, sólo armados con mazos, hachas, palancas de hierro y arietes. Primero los cañones fueron utilizados para barrer todo obstáculo que tuvieran enfrente y matar a los guerreros que se pudieran esconder allí, o por lo menos mantenerlos agachados sin poder pelear. Luego los soldados avanzaban dentro del área devastada y cuando nuestros guerreros se levantaban para pelear, eran coceados por los caballos y los soldados que iban a pie les caían encima. Nuestros hombres lucharon valientemente, pero ya estaban muy débiles por el hambre y medio aturdidos por los cañonazos que habían tenido que soportar, y casi todos murieron; los que pudieron escapar lo hicieron hacia el centro de la ciudad.

Algunos de ellos trataron de permanecer ocultos en sus escondites, mientras los soldados pasaban por allí, pues tenían la esperanza de matar por lo menos a uno de ellos lanzándole una jabalina o una
maquáhuitl
por detrás, pero ninguno tuvo esa oportunidad, ya que los encontraban rápidamente por medio de los perros. Esos sabuesos podían oler a un hombre desde mucha distancia, sin importar lo bien escondidos que pudieran estar y si ellos mismos no acababan con él, por lo menos descubrían su posición a los soldados. Entonces, en cuanto un área quedaba libre de peligro y de defensores, las cuadrillas de trabajadores empezaban a utilizar sus herramientas de demolición, limpiando todo a su paso. Echaron abajo casas, torres, templos y monumentos, y le prendieron fuego a todo lo que podía arder. Cuando terminaron de hacer eso, sólo quedaba una tierra lisa y llana.

Eso equivalía a un día de trabajo. Al siguiente día, los cañones podían avanzar mejor sin ningún impedimento en su camino, y luego cañoneaban otra parte de la ciudad, a lo que seguirían sus soldados, sus perros y sus demoledores. Así lo hicieron día tras día, y la ciudad iba desapareciendo poco a poco, como si fuera Comida Por Los Dioses. Nosotros, los que todavía no estábamos en esa parte de la ciudad, podíamos ver desde nuestras azoteas cómo avanzaban y cómo al nivelar la ciudad se iban acercando cada vez más a nosotros. Recuerdo el día en que los destructores llegaron al Corazón del Único Mundo. Primero se divirtieron lanzando flechas incendiarias a aquellas inmensas banderolas de plumas, que aunque estaban destrozadas todavía flotaban majestuosas y tristes por encima de nuestras cabezas y esas banderas fueron desapareciendo poco a poco en medio de las llamas. Sin embargo, se requirieron muchos días para destruir esa ciudad que estaba dentro de una ciudad, sus templos, sus patios de
tlachtli
, su barra de calaveras, los palacios y los edificios de la corte. Aunque la Gran Pirámide ya era una ruina que se desmoronaba por sí sola y que difícilmente podría servir de escondite a alguien, Cortés debió de pensar que tenía que derribarla porque era el símbolo que distinguía la magnificencia de Tenochtitlan. No la pudo demoler tan fácilmente a pesar de tener trabajando en ello a cientos de obreros con sus pesadas herramientas, pero al fin fue cayendo capa tras capa, revelando las antiguas pirámides que estaban dentro de ella, cada una de ellas más pequeña y más primitiva, hasta que también éstas desaparecieron. Cortés hizo que los hombres que trabajaban en la demolición del palacio de Motecuzoma Xocóyotl lo hicieran con mucho cuidado, pues obviamente esperaba encontrar el tesoro de la nación otra vez puesto bajo las gruesas paredes de las habitaciones, pero no fue así, y al no hallarlo la destrucción fue terminada con rabia.

También recuerdo que quemó el gran zoológico, pues ese día yo estaba observando desde la azotea de una casa que se encontraba lo suficientemente cerca y podía escuchar los rugidos, los aullidos y los gritos de sus ocupantes al ser quemados vivos. Es verdad que la población del zoológico había quedado muy reducida, ya que nos tuvimos que comer a parte de sus ocupantes, pero todavía habían allí animales maravillosos, pájaros y reptiles. Algunos de ellos no los podrán nunca reponer, si alguna vez ustedes los españoles deciden poner un lugar así. Por ejemplo, en aquel tiempo el zoológico exhibía unos jaguares totalmente blancos, un tipo de animal muy raro que nosotros los mexica nunca antes habíamos visto y que nunca más se volverán a ver.

Cuautémoc, conociendo bien la debilidad de sus guerreros, les dio órdenes de que solamente lucharan en retirada, obstaculizando el avance del enemigo lo más posible y tratando de matar a la mayor parte de los invasores, pero los mismos guerreros estaban tan indignados y enfurecidos por la demolición de El Único Mundo que, desobedeciendo las órdenes y sacando fuerzas de flaqueza tomaron la ofensiva, así es que muchas veces, surgiendo de entre los escombros, golpeaban sus escudos y lanzaban sus gritos de guerra atacando. Incluso nuestras mujeres estaban tan enfurecidas por eso, que se les unieron y tiraron nidos llenos de avispas desde las azoteas de sus casas y piedras y otras cosas menos mencionables sobre las cabezas de los destructores.

Nuestros guerreros sí mataron a algunos de los soldados y de los demoledores y atrasaron en lo que pudieron su obra de destrucción, pero muchos de nuestros hombres murieron haciendo eso y cada vez tenían que retroceder más. Sin embargo, para no temer ese hostigamiento, Cortés mandó que sus cañones continuaran hacia el norte, abatiendo la ciudad por ese lado, y sus soldados, sus perros y sus obreros siguieron a los cañones, dejando el terreno liso por donde iban pasando. A que avanzaron hacia el norte se debe el que no destruyeran esta Casa del Canto en la cual estamos sentados ahora y a que dejaran algunos pocos edificios en pie, aunque no muy importantes, en la mitad del sur de la isla. Sin embargo, no quedaron muchos edificios en pie en ninguna parte y los pocos que resistieron parecían como si fueran los últimos dientes en la boca desdentada de un anciano, y mi casa no fue de las que quedaron en pie. Supongo que debo de estar contento de que cuando mi casa fue demolida yo no estuviera adentro, pero por ese tiempo, toda la población que quedaba en la ciudad se había ido a refugiar al barrio de Tlaltelolco y en medio de él, para quedar lo más lejos posible del incesante tronar de los proyectiles de los cañones y de las flechas incendiarias que lanzaban los barcos que rodeaban la isla. Los guerreros y los supervivientes que estaban más fuertes vivían en las partes abiertas del mercado, mientras que las mujeres y la gente más débil se amontonaban en las casas, ya de por sí llenas, de la gente de ese barrio. Cuautémoc y su corte ocupaban el antiguo palacio que había sido de Moquíhuix, el último gobernante de Tlaltelolco, cuando esa ciudad todavía era independiente. Como yo formaba parte de esa corte, pues ya era un Señor, se me concedió un pequeño cuarto que compartía con Beu. Aunque había protestado otra vez en contra de ser movida de su casa, esa vez yo la cargué en mis brazos. Así, con Cuautémoc y muchos otros más, estuve parado en la pirámide de Tlaltelolco viendo cómo los demoledores de Cortés llegaban a Ixacualco, el barrio en donde yo había vivido. No pude ver, entre el humo del cañón y el polvo de la cal pulverizada, en qué momento exacto cayó mi casa, pero cuando el enemigo se retiró antes de que el día terminara, el barrio de Ixacualco era, como la mayor parte del extremo sur de la isla, un desierto vacío. No sé si jamás Cortés llegó a saber que cada
pochtécatl
rico de nuestra ciudad tenía en su casa, al igual que yo, un cuarto en donde esconder su tesoro. Por lo visto no lo sabía entonces, porque su grupo de trabajadores tiraron todas las casas con la mayor indiferencia y entre el humo y el polvo del derrumbamiento de cada casa nadie jamás alcanzó a ver los paquetes envueltos o los bultos de oro, joyas, plumas, tintes y demás que quedaron enterrados entre el escombro y que más tarde fue hecho a un lado para dar lugar a la ampliación de la ciudad. Por supuesto que si Cortés se hubiera apoderado de todos esos objetos valiosos que tenían los
pochteca
, éstos hubieran sido sólo una fracción del tesoro perdido hasta la fecha, pero todo eso aún hubiera constituido un regalo capaz de asombrar y de alegrar a su Rey Don Carlos. Así es que observé ese día la devastación de mi casa con irónica satisfacción, aunque cuando ese día terminó, me convertí en pobre, un anciano más pobre de lo que lo fue el niñito que había visto Tenochtitlan por primera vez. Bien, así estábamos todos los mexica que aún quedábamos vivos, incluyendo al Venerado Orador. El fin llegó poco después y cuando llegó, lo hizo rápido. Por incontables días, nosotros no habíamos tenido comida y estábamos tan débiles que no teníamos humor ni para movernos, hablarnos o escucharnos. Cortés y su ejército, tan implacable y voraz como esas hormigas que acaban con bosques enteros, llegaron al fin a la plaza y al mercado de Tlaltelolco y empezaron a demoler la pirámide, lo que significaba que nosotros los fugitivos, que nos apretujábamos en el pequeño espacio que había quedado para esconderse, difícilmente teníamos ya espacio para pararnos cómodamente. Aun así, Cuatémoc se había mantenido de pie, y lo hubiera seguido haciendo aunque sólo se hubiera parado sobre un pie, pero, después de que yo, el Mujer Serpiente y otros consejeros hubimos conferenciado privadamente fuimos hacia él y le dijimos:

«Señor Orador, si los extranjeros lo capturan, toda la nación mexica caerá con usted, pero si escapa, el gobierno de los mexica irá a donde usted vaya. Aunque cada persona en esta isla cayese muerta o capturada. Cortés no habrá vencido a los mexica».

«¿Escapar? —dijo lentamente—. ¿Adónde? ¿Y para hacer qué?».

«A exiliarse, sólo con sus familiares más cercanos y con algunos de los señores principales. Es verdad que ya no tenemos aliados en ninguna parte en las tierras cercanas, pero hay naciones más lejanas en donde puede encontrar aliados. Puede que pase mucho tiempo antes de que usted tenga la esperanza de volver triunfalmente y con una gran fuerza, pero aun así, y sin importar el tiempo que le lleve, los mexica seguirán siendo invictos».

«Pero ¿a qué naciones lejanas voy a ir?», preguntó sin entusiasmo.

Los otros señores me miraron y yo le dije: «A Aztlán, Venerado Orador. Regrese a donde se encuentran nuestro orígenes».

Me miró como si me hubiera vuelto loco, pero yo le recordé que hacía relativamente poco habíamos reanudado los lazos que nos ataban con nuestros primos que habitaban en el lugar de nuestros orígenes y le di un mapa que había hecho para señalarle el camino, y agregué:

«Puede tener la seguridad de que será bien recibido. Señor Cuautémoc. Cuando su Orador Tlilectic-Mixtli se fue de aquí, Motecuzoma mandó con él una fuerza de guerreros mexica y cierto número de familias adiestradas para construir allí una ciudad moderna. Posiblemente se encuentre con la existencia de una pequeña Tenochtitlan, o por lo menos esos azteca podrían ser la semilla del maíz, como una vez lo fueron antes, para crear otra nación poderosa y nueva».

Me tomó mucho tiempo persuadir a Cuautémoc para que estuviera de acuerdo con eso, pero no les contaré todo ya que fue inútil. Todavía pienso que el plan hubiera podido tener éxito, pues estaba bien concebido, pero los dioses decretaron otra cosa y el plan no resultó. Al atardecer, cuando los botes de batalla cesaban su cañoneo después de un largo día de trabajar y empezaban a volver hacia la tierra firme, un buen número de nuestros hombres acompañó a Cuautémoc y a las personas que se habían escogido para acompañarlos, a la orilla de la isla. Todos subieron en las canoas y a una sola señal éstas se desbandaron en todas direcciones, para parecer que querían escurrirse para ponerse a salvo. El
acali
que llevaba a Cuautémoc y a su pequeña corte, se dirigió hacia una pequeña bahía que estaba entre Tenayuca y Aztcapotzalco. Como no había habitantes allí o si los había eran muy pocos, era de suponer que no habría guardias o centinelas o algún campamento de Cortés, y Cuautémoc podría con facilidad deslizarse desde allí hacia el norte, tierra adentro hacia el Aztlán. Sin embargo, los botes de guerra se dieron cuenta de esa repentina salida de los
acaltin
desde la isla y regresaron navegando lo más rápido que pudieron para determinar si en realidad llevaban una
ruta
. Y por mala suerte, el capitán de uno de los botes fue lo suficientemente astuto como para notar que los ocupantes de cierta canoa, iban vestidos más ricamente que si fueran sólo simples guerreros. Ese barco dejó caer unos ganchos de hierro sobre la canoa y capturándola la sujetó fuertemente hacia uno de sus costados y subiendo al Venerado Orador al barco, lo llevó directamente ante el Capitán General Cortés. Aunque no estuve presente en ese encuentro supe más tarde lo que Cuautémoc dijo a Cortés por medio de su intérprete Malintzin: «Yo no me rindo. Era por el beneficio de mi gente que los estaba eludiendo, pero como me han atrapado limpiamente —y señaló la daga que Cortés llevaba al cinto—, y puesto que estamos en guerra, yo merezco y exijo que me maten como a un guerrero. Le pido que me mate ahora, aquí en donde estoy parado».

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