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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (167 page)

BOOK: Azteca
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«Capitán General —le dije—, usted ya está familiarizado con la tierra que está entre las costas del este y aquí. Las tierras en este lugar y la costa occidental son casi iguales y hacia el norte son tierras áridas, que casi no vale la pena de ver. Pero hacia el sur,
ayyo
, al sur de aquí hay cordilleras majestuosas de montañas y valles verdes y bosques impresionantes, y más al sur de todo, está la selva pavorosa, virgen e infinitamente peligrosa, pero tan llena de maravillas que ningún hombre debe vivir su vida sin haber penetrado en ella».

«¡Entonces, hacia el sur! —gritó como si ya estuviera ordenando que una tropa saliera en ese mismo momento—. ¿Tú ya has estado allí? ¿Conoces el lenguaje? ¿Conoces la tierra? —Le contesté que sí a todas sus preguntas, a lo cual me dio una orden—: Tú nos guiarás».

«Capitán General —le dije—. Tengo cincuenta y ocho años de edad. Ése es un viaje para hombres jóvenes, de buena condición y fuerza».

«Te proporcionaré una silla de manos y cargadores… y también unos compañeros muy interesantes», me dijo y me dejó abruptamente para ir a escoger a los soldados que irían en la expedición, así que no tuve la oportunidad de decirle nada acerca de lo poco práctico que sería una silla de manos en las faldas empinadas de las montañas o en la selva enmarañada. Pero la idea de ir no me molestó, estaría bien hacer un último viaje largo a través de este mundo, antes de mi
último y
más largo viaje, todavía, hacia el otro mundo. Aunque Beu se quedara sola mientras yo estaba fuera, estaría en buenas manos. Los sirvientes de palacio que conocían su condición siempre la habían atendido bien, con bondad y eran muy discretos, y Beu sólo tendría que ser prudente y no llamar la atención de ninguno de los residentes españoles. En cuanto a mí, a pesar de que era un anciano según el calendario, no me sentía decrépito ni inútil. Si pude sobrevivir al estado de sitio de Tenochtitlan, como lo había hecho, me supuse que podría sobrevivir a los rigores exigidos por la expedición de Cortés. Si la suerte me favorecía, podría hacer que
se perdiera o
llevar la caravana entre la gente que estaba tan asqueada de ver a los hombres blancos, que acabarían con
todos
nosotros y así mi muerte serviría de algo.

Estaba un poco perplejo sobre lo que había mencionado Cortés, acerca de unos «compañeros muy interesantes» para mí, y en aquel día de otoño en que partimos, francamente me sorprendió ver de quiénes se trataba: los tres Venerados Oradores de las tres naciones de la Triple Alianza. Me pregunté por qué Cortés deseaba que hicieran ese viaje, si era porque tenía miedo de que en su ausencia tramaran una conspiración en su contra, o porque deseaba impresionar a la gente de las tierras del sur, al ver cómo esos personajes tan augustos seguían su caravana con mansedumbre.

Y en verdad que fueron todo un espectáculo, pues como sus elegantes sillas de manos resultaron muy molestas en muchas partes del camino, los personajes tenían que bajarse y caminar, y como Cuautémoc, después de las interrogaciones persuasivas de Cortés había quedado inválido para siempre, en muchos lugares a lo largo del camino los habitantes locales tuvieron la oportunidad de ver el espectáculo que representaba Cuautémoc, el Venerado Orador de los mexica, cojear y colgarse de los hombros de los otros dos que lo sostenían: de un lado el Venerado Orador Tetlapanquétzal de Tlácopan, y del otro, el Venerado Orador Cohuanácoch de Texcoco.

Sin embargo, ninguno de los tres se quejó jamás, aunque debieron de darse cuenta, después de un tiempo, de que deliberadamente estaba guiando a Cortés, a sus jinetes y a sus soldados por los caminos más difíciles y por una tierra que no me era familiar. Lo hice sólo en parte con la intención de hacer que esa expedición fuera la menos placentera posible para los españoles y con la esperanza de que jamás pudieran regresar. También porque ése sería mi
último
viaje, así que había decidido aprovecharlo y ver algo nuevo. Después de llevarlos por las montañas más duras de Uaxyácac y luego a través de los eriales desolados en esa tierra angosta que está entre los mares del norte y del sur, me desvié hacia el noroeste, conduciéndolos por los pantanos más profundos de la tierra de Cupilco. Y allí fue en donde por fin, asqueado de los hombres blancos, asqueado de mi asociación con ellos, me fui y los dejé. Debo mencionar que con el fin de verificar la veracidad de mis traducciones por el camino, Cortés había llevado consigo a un segundo traductor. Para variar un poco, no era Malintzin, ya que en aquel entonces ella estaba amamantando a su pequeño Martín Cortés, y casi sentía su ausencia, porque cuando menos era agradable de ver. Quien la sustituía era también una mujer, pero una mujer con la cara, el quejido y el carácter de un mosquito. Pertenecía a la clase baja, de esos que se habían levantado y convertido en blancos por imitación al aprender a hablar el español y había tomado el nombre cristiano de Florencia. Pero como su otra lengua era el náhuatl, no era de ninguna utilidad en esos lugares extranjeros, excepto por el hecho de que cada noche complacía a los soldados españoles, cuando éstos, por medio de regalos o tratando de despertar la curiosidad, no habían podido atraer hacia sus petates a las prostitutas más jóvenes y deseables de la localidad.

Una noche, al principio de la primavera, después de haber pasado el día chapoteando entre un pantano particularmente desagradable, acampamos en un pedazo de tierra seca, a la vera de unos árboles de
amatl
y ceiba. Ya habíamos cenado y estábamos descansando alrededor de las varias fogatas de campamento, cuando Cortés se acercó a mí e inclinándose me puso amistosamente una mano sobre uno de mis hombros y me dijo:

«Mirad hacia allá, Juan Damasceno. Mirad, es una cosa digna de admiración». Levanté mi topacio y miré hacia donde me apuntaba: los tres Venerados Oradores estaban sentados juntos, apartados del resto de los hombres. Ya los había visto sentados así en muchas ocasiones en el transcurso del viaje, supuestamente discutiendo lo poco que puede discutir un gobernante que ya no tiene a quién gobernar. Cortés dijo: «Creedme que eso es algo que se ve con muy poca frecuencia en el Viejo Mundo. Tres reyes sentados apaciblemente juntos y que tal vez no se vuelva a ver por aquí. Me gustaría un recuerdo de ellos. Dibujadme un retrato de ellos, Juan Damasceno, tal y como están, con sus rostros inclinados en atenta conversación».

Lo tomé por una petición inocente. En verdad, tratándose de Hernán Cortés, me pareció un pensamiento poco común, por el hecho de considerar ese momento como para que valiera la pena de ser registrado. Por lo que lo complací de buena gana. Quité una tira de corteza de uno de los árboles de
amatl
y sobre la limpia superficie interior dibujé con una astilla ahumada que tomé de una fogata, el mejor dibujo que pude hacer con un material tan primitivo. Los tres Venerados Oradores se reconocían en él, individualmente, y capté la expresión solemne de sus rostros, de modo que cualquiera que viera el dibujo sabría que hablaban de cosas señoriales. No fue sino hasta la mañana siguiente, que tuve motivo para lamentar de nuevo el haber roto mi antiguo juramento de no dibujar más retratos por miedo de traerles mala suerte a quienes dibujaba.

«Muchachos, hoy no nos pondremos en camino —anunció Cortés al levantarnos—, porque en este día tendremos la desagradable tarea de llevar a efecto una corte marcial».

Sus soldados lo miraron tan extrañados y perplejos como lo hicimos los Venerados Oradores y yo.

«Doña Florencia —dijo Cortés, con un gesto hacia la mujer que sonreía afectadamente— se ha tomado la molestia de escuchar las conversaciones entre nuestros tres huéspedes distinguidos y los jefes de las aldeas por las que hemos pasado. Ella atestiguará que estos reyes han estado tramando con la gente de estos lugares, para un levantamiento en masa en contra de nosotros. Y gracias a Don Juan Damasceno, también tengo —y mostró el pedazo de corteza— un dibujo que es la prueba convincente de que se encontraban en la más profunda de las conspiraciones».

Los tres Oradores sólo habían mirado despectivamente a la despreciable Florencia, pero la mirada que dirigieron a mí estaba llena de tristeza y desilusión. Me adelanté con rapidez y grité: «¡No es verdad!».

Inmediatamente, Cortés sacó su espada y recargando su punta en mi cuello dijo: «Creo que tu testimonio y traducción en estos procedimientos no sería del todo imparcial. Doña Florencia servirá de intérprete y tú, ¡tú estarás en silencio!».

Por lo tanto seis de sus oficiales presidieron el tribunal y Cortés presentó los cargos y Florencia, su testigo, presentó la evidencia falsa que sostenía esos cargos. Quizás Cortés le había dado instrucciones previas, pero no creo que eso hubiera sido del todo necesario. Personas con su manera de ser tan baja, resentidas porque el mundo ni sabe ni se interesa de su existencia, se aprovecharán de cualquier oportunidad para ser reconocidas, aunque nada más sea por su maldad atroz. Así Florencia aprovechó la única oportunidad que tenía para que se fijaran en ella: denigrando a sus mayores, con aparente impunidad y ante una audiencia que aparentaba atención y fingía creerla. Manifestando la frustración que había llevado durante toda su vida, por ser una insignificancia, soltó un torrente de mentiras, invenciones y acusaciones, con la intención de que los tres señores parecieran unas criaturas más despreciables de lo que ella era.

No pude decir nada, no hasta ahora, y los Venerados Oradores tampoco dijeron nada. Despreciaron al mosquito con pose de buitre y no refutaron ninguna de sus acusaciones, ni se defendieron ni mostraron en sus rostros lo que pensaban de la burla de ese juicio. Florencia hubiera continuado así por días y meses, hasta hubiera podido inventar la evidencia de que los tres eran Diablos del Infierno, si hubiera tenido el intelecto para haber pensado eso. Pero al fin el tribunal se cansó de escuchar sus divagaciones, someramente le ordenaron callarse y de la misma manera dieron el veredicto de que los tres señores eran culpables de conspirar una revuelta en contra de la Nueva España.

Sin protestar o reclamar, sólo se intercambiaron despedidas irónicas entre ellos y luego los tres dejaron que los colocaran en fila bajo un árbol enorme de ceiba y los españoles lanzaron las cuerdas sobre una rama conveniente y los ahorcaron a los tres, al mismo tiempo. En aquel momento en que murieron los Venerados Oradores Cuautémoc, Tetlapanquétzal y Cohuanácoch, también murió lo que quedaba de la existencia de la Triple Alianza. No sé la fecha exacta del año, porque no había llevado un diario en esa jornada. Pero tal vez ustedes, reverendos escribanos, puedan calcular la fecha, porque cuando terminó la ejecución, Cortés gritó alegremente:

«Bien, muchachos, ¡vayamos de cacería, matemos algunas aves y hagamos una fiesta! ¡Hoy es último martes que podemos comer carne, el último día de Carnaval!».

Se divirtieron durante toda la noche, por lo que no me fue difícil escurrirme del campamento sin que se dieran cuenta y regresar por donde habíamos venido. En mucho tiempo menos del que habíamos empleado en la ida, regresé a Quaunáhuac, al palacio de Cortés. Los guardias estaban acostumbrados a mis idas y venidas y aceptaron con indiferencia mi explicación de que se me había enviado a que me adelantara al resto de la expedición. Fui a la habitación de Beu y le conté lo que había pasado.

«Ahora soy un fugitivo —le dije—, pero creo que Cortés no sabe que tengo una esposa o que ésta se encuentra residiendo aquí, y aunque lo supiera no creo que dejara caer mi castigo sobre tu cabeza. Debo huir y puedo esconderme mejor entre el gentío de Tenochtitlan. Quizás pueda encontrar una choza vacía en la sección de la gente baja. No quisiera que vivieras entre tanta pobreza, Luna que Espera, cuando puedes permanecer aquí y estar cómoda…».

«Ahora
somos
fugitivos —me interrumpió con voz ronca, pero decidida—. Hasta podré caminar si tú me guías hasta la ciudad, Zaa».

Discutí y supliqué, pero no cambió de parecer; entonces hice un paquete con nuestras pertenencias, que no eran muchas, y pedí a dos esclavos que la llevaran en una silla de manos. Viajamos por la orilla de la montaña, otra vez, hacia las tierras del lago y luego cruzamos el camino-puente del sur hacia Tenochtitlan. Y aquí hemos estado desde entonces.

Otra vez le doy la bienvenida a Su Ilustrísima, después de una ausencia tan larga. ¿Viene usted a escuchar la conclusión de mi narración? Bien. Ya casi lo he contado todo, a excepción de un pedacito.

Cortés regresó con su caravana casi un año después de haberla dejado yo y su primera preocupación fue la de hacer correr la falsa historia acerca de la insurrección planeada por los tres Venerados Oradores, y mostró mi dibujo como «prueba» de su confabulación, proclamando la justicia de haberlos ejecutado por traición. Eso causó una gran sorpresa entre la gente que había pertenecido a la Triple Alianza, porque yo no se lo había dicho a nadie, aparte de Beu. Por supuesto que toda la gente tuvo duelo y se celebraron servicios fúnebres en su memoria. También, como era de suponerse, murmuraron por lo bajo entre ellos, pero no tuvieron otra alternativa más que fingir que creían en la versión de ese incidente, contado por Cortés. Debo hacer notar que él no trajo de regreso a Florencia, para que apoyara su historia. No hubiera deseado correr el riesgo de que ella tratara de tener otro momento fugaz de reconocimiento, al publicar esa mentira dentro de sus otras mentiras. Dónde y cómo se deshizo de esa criatura, nadie lo supo o nadie se interesó jamás en investigarlo. Es seguro que Cortés se enojó porque deserté de su expedición, pero esa ira debió de esfumarse durante el año que transcurrió hasta su regreso, pues nunca ordenó que se me diera caza, o por lo menos nunca supe tal cosa. Ninguno de sus hombres anduvo indagando acerca de mi paradero; ninguno de sus perros fue puesto a olfatear mi rastro. Así que Beu y yo seguimos viviendo como pudimos.

Para entonces ya se había restaurado el mercado de Tlaltelolco, aunque había quedado muy reducido de tamaño. Fui a ver qué se estaba comprando y vendiendo, por quién y a qué precios. El mercado estaba lleno de gente como en los viejos tiempos, aunque por lo menos la mitad de la aglomeración consistía en hombres y mujeres blancos. Me fijé que la mayoría de las cosas que adquiría mi propia gente era por medio de trueque, «te cambio este gallipavo por esa cazuela», pero los compradores españoles estaban pagando con monedas: ducados, reales y maravedíes. Y mientras ellos compraban comida y otras cosas necesarias, también adquirían muchas cosas de valor únicamente decorativo y sin utilidad. Al escucharlos mientras conversaban y compraban, deduje que estaban comprando «esas curiosas artesanías nativas» para guardarlas por su «valor de curiosidad» o para enviarlas a sus parientes como «recuerdos de la Nueva España».

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