La noche anterior, después de que todos los prisioneros se habían confesado con los sacerdotes de La Que Come Suciedad, nuestros prisioneros texcalteca fueron movilizados hacia una parte de la isla divididos en tres grupos, así ellos podrían caminar hacia la Gran Pirámide a lo largo de las anchas avenidas que conducían a la plaza. El primer prisionero en aproximarse, bien separado del resto, fue el mío: Tlaui-Cólotl. Él había declinado arrogantemente el ser conducido en una silla de manos a su Muerte Florida, pero llegó pasando sus brazos sobre los hombros de dos campeones, solícitos en hermandad quienes por supuesto eran mexica. Escorpión-Armado se balanceaba en medio de los dos, los restos de sus piernas colgaban como raíces roídas. Yo estaba al pie de la pirámide, cuando me uní a ellos y los acompañé escaleras arriba hacia la plataforma en donde todos los nobles estaban esperando. A mi amado hijo, Auítzotl le dijo: «Como nuestro
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de más alto rango y mayor distinción, Escorpión-Armado, usted tiene el privilegio de ser el primero en ir a su Muerte Florida. Sin embargo, como campeón Jaguar de reputación grande y notable, puede usted escoger luchar por su vida en la plataforma de Piedra de Batalla. ¿Qué es lo que usted prefiere?».
El prisionero suspiró: «Yo ya no tengo más vida, mi señor. Sin embargo sería bueno para mí pelear por última vez. Si puedo escoger, prefiero la Piedra de Batalla».
«La decisión de un guerrero valeroso —dijo Auítzotl—. Y usted será honrado con oponentes igualmente valientes, nuestros campeones de más alto rango. Guardias, ayuden al estimado Tlaui-Cólotl en su camino hacia la piedra y denle una espada para que combata mano a mano».
Lo seguí para poder observar. La Piedra de Batalla, como ya he dicho antes, había sido la única contribución del desaparecido Uey-Tlatoani Tixoc para la plaza: esa ancha roca volcánica, gruesa y en forma de círculo que estaba situada entre la pirámide y la Piedra del Sol. Estaba reservada para cualquier guerrero de gran mérito que escogiera la distinción de morir como había vivido, guerreando. Pero el prisionero que escogiera el duelo en la Piedra de Batalla, se veía obligado a pelear con más de un oponente. Si, con astucia y valentía, vencía a un hombre, otro campeón mexica tomaba su lugar, y luego otro y otro, hasta que fueran cuatro en total. Uno de éstos debía matarlo o por lo menos así habían acabado todos los duelos antes.
Escorpión-Armado fue vestido con la coraza acojinada de algodón de batalla, además de su vestimenta de campeón, su yelmo y piel de jaguar. Después fue conducido hacia la piedra y acomodado allí, ya que sin pies él no podía pararse. Su oponente, armado con una espada de obsidiana
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, tendría la ventaja de poder atacar desde cualquier dirección, saltar o moverse por el pedestal. A Tlaui-Cólotl se le habían dado dos armas para defenderse, pero éstas eran insignificantes. Una era una simple vara de madera para ponerse en guardia y para parar los golpes de su atacante. La otra era una
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, pero de juguete, un arma inofensiva de las que se usaban para enseñar a los guerreros novatos: sus filos de obsidiana habían sido reemplazados por penachos de plumas.
Él se sentó cerca de la orilla de la piedra, en una postura de casi relajada anticipación, con la espada sin filo en su mano de recha y la vara de madera débilmente agarrada con su mano izquierda que descansaba sus rodillas. Su primer oponente fue uno de los dos campeones Jaguares que lo habían ayudado a llegar a la plaza. El mexícatl saltó dentro de la Piedra de Batalla por el lado derecho de Escorpión-Armado; esto era del lado en que él tenía su arma más ofensiva, la
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. Sin embargo, Escorpión-Armado sorprendió al hombre. Él ni siquiera movió la
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, en su lugar usó la vara como defensa. La balanceó fuertemente, formando con ella un amplio arco. El mexícatl, quien difícilmente hubiera podido esperar ese ataque con una simple vara, fue alcanzado en la barbilla. Su mandíbula se rompió y perdió totalmente el conocimiento con el golpe. Parte de la multitud murmuró con admiración y otros lo ovacionaron con el grito del búho. Escorpión-Armado simplemente se quedó sentado, con la vara de madera ahora descansando lánguidamente sobre su hombro izquierdo.
El adversario número dos fue el otro campeón Jaguar que ayudó a Escorpión-Armado. Naturalmente supuso que si el prisionero había ganado, se debía sólo a un golpe de suerte y también se acercó a la piedra por el lado derecho de Escorpión-Armado, con su hoja de obsidiana apuntando al frente, sus ojos fijos en la
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del hombre sentado. Esta vez, Escorpión-Armado lo azotó con su vara defensiva, pasándola sobre su mano, levantándola por encima de la mano del campeón y luego moviéndola de tal manera que la vara se incrustó en medio de las orejas de la cabeza-yelmo de jaguar del mexícatl. El hombre cayó hacia afuera de la Piedra de Batalla, con el cráneo fracturado y murió antes de que cualquier físico pudiera atenderlo. Los murmullos y gritos de los espectadores aumentaron de volumen. El oponente número tres era un campeón Flecha y fue mucho más precavido acerca de la vara, aparentemente inofensiva, del texcaltécalt. Subió a la piedra por el lado izquierdo y lanzó su espada al mismo tiempo. Escorpión-Armado otra vez levantó su vara, pero sólo para desviar la espada hacia un lado. Entonces también utilizó su
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aunque en una forma muy poco usual. Pinchó con fuerza, dirigiéndola hacia arriba, con la afilada punta para matar y lo hizo con todas sus fuerzas, atravesando la garganta^ del campeón Flecha; le traspasó ese prominente cartílago que ustedes los españoles llaman «la nuez de Adán». El mexícatl cayó en agonía y se asfixió hasta morir, allí mismo en la Piedra de Batalla. Mientras los guardias recogían el despojo y lo llevaban fuera de la piedra, la multitud alborotaba con gritos y ovaciones de aliento, no para sus propios guerreros mexícalt, sino para el texcaltécatl. Incluso los nobles en lo alto de la pirámide estaban discutiendo acerca de eso y conversando excitadamente. En la memoria de ninguno de los presentes había un prisionero, incluso un prisionero con el uso de sus pies, que hubiera vencido hasta entonces a tres de sus oponentes en duelo.
Pero el siguiente oponente era el que con toda seguridad lo mataría, porque el cuarto era nuestro más raro peleador zurdo.
Prácticamente casi todos los guerreros eran por naturaleza diestros, habían aprendido a pelear con la mano derecha y habían guerreado en esta forma toda su vida. Así, como es bien conocido, cuando un guerrero diestro se enfrenta en combate con un zurdo, se queda perplejo y confundido. Se siente totalmente desvalido contra este efecto, que es como una imagen sorprendente de un espejo.
El hombre zurdo, un campeón de la Orden Águila, se tomó su tiempo para escalar la Piedra de Batalla. Llegó pausadamente hacia el duelo, sonriendo cruel y confiadamente. Escorpión-Armado seguía sentado, su vara en su mano izquierda y su
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naturalmente en su mano derecha. El campeón Águila, con su espada en la mano izquierda, se movía despacio hacia atrás y hacia adelante en la orilla de la piedra, estimando su mejor ángulo de ataque. Muy precavido, amagó un movimiento y después saltó hacia el prisionero. Cuando Jo hizo, Escorpión-Armado repentinamente se ladeó moviéndose como cualquier acróbata de la mañana y con un movimiento rápido lanzó al aire su vara y su
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cambiándolas de mano. El campeón mexícatl ante ese inesperado despliegue ambidiestro, frenó su estocada como si quisiera ganar tiempo y reconsiderar, pero no tuvo esa oportunidad. Escorpión-Armado atrapó entre su vara y su espada la muñeca izquierda del campeón, retorciéndosela y la
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del hombre voló de su mano. Sosteniendo fuertemente la muñeca del mexícaltl prendida entre sus armas de madera, como el poderoso pico de un loro, Escorpión-Armado se movió por primera vez de su posición sentada, hasta arrodillarse sobre sus rodillas y muñones. Con una fuerza increíble, le retorció todavía más sus dos armas y el campeón Águila tuvo que torcerse con ellas y cayó sobre sus espaldas. El texcaltécatl inmediatamente soltó la aprisionada muñeca y puso la orilla de su espada de madera a través de la garganta expuesta del hombre. Colocando cada una de sus manos en las respectivas orillas del arma, se arrodilló todavía más apoyándose sobre él pesadamente. El hombre forcejeaba bajo de él y Escorpión-Armado levantó su cabeza mirando hacia la pirámide, a los nobles.
Auítzotl, Nezahualpili, Chimalpopoca y todos los demás que estaban en la terraza conferenciaban y sus gestos expresaban admiración y asombro. Entones Auítzotl se paró a la orilla de la plataforma y levantando la mano hizo un gesto con ella. Escorpión-Armado dejó de apretar y quitó su
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del cuello del hombre caído. Éste se sentó, tembloroso y frotándose la garganta, miráronse ambos perplejos y confundidos.
Tanto él como Escorpión-Armado fueron llevados juntos a la terraza. Yo los acompañé, inflamado de orgullo por mi bienamado hijo. Su cuerpo no tenía ninguna marca de combate, no tenía más que el brillo del sudor y ni siquiera respiraba agitadamente. Auítzotl le dijo:
«Tlaui-Cólotl, usted ha hecho algo jamás visto. Ha peleado por su vida en la Piedra de Batalla, con un impedimento con el que ningún otro duelista lo ha hecho y ha vencido. Este fanfarrón que fue el último que usted derrotó, tomará su lugar como
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en el primer sacrificio. Usted queda libre para regresar a su casa, a Texcala».
Escorpión-Armado negó firmemente con su cabeza. «Aunque pudiera caminar hacia mi casa, mi Señor Orador, no lo haría. Un prisionero que es cogido, es un hombre destinado por su
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por los dioses a morir. Avergonzaría a mi familia, a mis compañeros campeones, a todo Quautexcalan, si yo regresara deshonrosamente vivo. No, mi señor, yo he obtenido lo que pedí, una última batalla y ésta ha sido muy buena. Deje que su campeón Águila viva. Un guerrero zurdo es demasiado raro e invaluable para ser descartado».
«Si es éste su deseo —dijo el Uey-Tlatoani—, entonces él vivirá. Nosotros deseamos concederle cualquier otro deseo que usted quiera. Solamente tiene que hablar».
«Que sea enviado a mi Muerte-Florida y al mundo del más allá de los guerreros».
«Concedido —dijo Auítzotl y entonces magnánimamente agregó—. El Venerado Orador Nezahualpili y yo tendremos el honor de enviarlo a ese mundo».
Escorpión-Armado habló solamente una vez más, a su captor, a mí, pues era la costumbre hacer la pregunta de rigor: «¿Tiene mi reverendo padre algún mensaje que le gustaría que yo entregara a los dioses?».
Yo sonreí y dije: «Sí, mi bienamado hijo. Dígale a los dioses que solamente deseo que usted sea recompensado en muerte tanto como lo merecía en vida. Que usted viva en riqueza en otras vidas, siempre y por siempre».
Él inclinó su cabeza asintiendo y luego poniendo sus brazos alrededor de los hombros de los dos Venerados Oradores subió los ciento cuatro escalones restantes hasta la piedra de los sacrificios. Los sacerdotes, casi con un frenesí deleitante por los buenos auspicios de los sucesos acaecidos en ese primer día de sacrificio, hicieron un gran espectáculo, moviendo los incensarios alrededor, haciendo que saliera humo de colores de las urnas y cantando invocaciones a los dioses. Al guerrero Escorpión-Armado se le otorgaron dos últimos honores. El mismo Auítzotl sostuvo el cuchillo de obsidiana y el que arrancó su corazón fue Nezahualpili, quien lo llevó dentro de un cucharón al templo de Huitzilopochtli y lo dejó caer dentro de la boca abierta del dios.
Con esto terminaba mi participación en la ceremonia, por lo menos hasta que llegaran las festividades nocturnas, así es que descendí de la pirámide y me quedé a un lado de ella. Después de haber terminado con Escorpión-Armado, todo lo demás vino a ser insignificante, a excepción de la absoluta magnitud del sacrificio: miles de
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, más de los que jamás antes habían sido llevados a su Muerte-Florida en un solo día.
El Uey-Tlatoani Auítzotl transportó el corazón del segundo prisionero hasta meterlo en la boca de la estatua del dios Tláloc, luego él y Nezahualpili descendieron otra vez a la terraza de la pirámide. Ellos y sus compañeros gobernantes cuando se cansaron de observar los procedimientos, se pusieron a platicar ociosamente de esas cosas que los Venerados Oradores acostumbran a hablar. Mientras tanto, las tres largas hileras de prisioneros se iban mezclando hasta formar una sola conforme convergían de las avenidas Tlacopan, Ixtapalapan y Tepeyaca, dentro del Corazón del Único Mundo y en medio de las filas cerradas y aprisionadas por los espectadores, uno tras otro detrás, subiendo la escalera de la pirámide. Los corazones arrancados de los primeros cientos de
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, quizá doscientos, fueron ceremoniosamente puestos dentro de las bocas de Tláloc y Huitzilopochtli, hasta que los hoyos de las estatuas estuvieron totalmente llenos y no pudieron caber más. Los labios de piedra de los dioses babeaban y chorreaban de sangre. Por supuesto, que en siguientes celebraciones esos corazones, que llenaban las cavidades de las estatuas, con el tiempo se hubieran podrido convirtiéndose en cieno, si así se requería. Pero ese día, como los sacerdotes tenían una sobreabundancia de corazones los últimos fueron arrancados e inceremoniosamente arrojados en tazones preparados anticipadamente. Cuando éstos estuvieron llenos de montones de corazones, todavía húmedos y débilmente palpitantes, los ayudantes de los sacerdotes los tomaron y con prisa descendieron de la Gran Pirámide, hacia la plaza y las calles del resto de la isla. Ellos entregaron estas sobras generosas a cada una de las otras pirámides, templos y estatuas de dioses, tanto en Tenochtitlan como en Tlaltelolco, y, al caer la tarde, también a los templos de las ciudades de la tierra firme. Los prisioneros que iban a ser sacrificados ascendían por el lado derecho de la escalera, mientras que los cuerpos acuchillados de sus predecesores eran arrojados y rodaban dando saltos y volteretas hacia abajo por el lado izquierdo, pateados por jóvenes sacerdotes colocados a intervalos, y mientras, el desagüe entre las dos escaleras llevaba un continuo arroyo de sangre que se agitaba entre los pies de la multitud de la plaza. Después de los doscientos
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, más o menos, los sacerdotes abandonaron todos sus esfuerzos por pretender una ceremonia. Los que estaban recostados a un lado de sus incensarios, de sus banderas y de sus sagradas insignias, cesaron sus cantos y ayudaron, trabajando rápida e indiferentemente como los acuchilladores en el campo de batalla, dando a entender que no podían trabajar muy diestramente.