Azteca (42 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

BOOK: Azteca
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«Tendríamos mucha suerte si atrapáramos tantos como un conejo —gruñó el guerrero de pelo gris. Se puso de pie y dijo al resto de nosotros—: Todos aquellos
yaoquizque
que combatís por primera vez, es bueno que sepáis esto. Antes de poneros la coraza, id hacia los arbustos y evacuar hasta que quedéis bien vacíos. En cuanto los tambores empiecen a sonar se removerán vuestras tripas y no tendréis la oportunidad de quitaros esos apretados trajes acolchados».

Él se fue lejos a seguir su propio consejo y yo le seguí. Cuando estaba agachado oí que murmuraba cerca de mí: «Casi olvido esto». Yo miré por encima de su hombro. Él sacó de su morral un pequeño objeto envuelto en un papel. «Un hombre t orgulloso de ser padre por primera vez, me dio esto para que lo enterrara en el campo de batalla —dijo—. El cordón umbilical de su hijo recién nacido y un pequeño escudo de guerra». Lo dejó caer a sus pies, lo enterró bien en el fango, luego se puso P de cuclillas y orinó y defecó sobre él copiosamente.

«Bien —pensé para mí—, es mucho para el
tonali
de un niñito». Me preguntaba si mi propio escudo y cordón habían corrido la misma suerte.

Mientras la mayoría de nosotros nos poníamos nuestros trajes acolchados, los campeones se ponían los suyos llamativos que les hacían verse espléndidos. Había tres órdenes de
tlamahuichíhuantin
: la del Jaguar, la del Águila y la de la Flecha. Un guerrero podía ser distinguido con las dos primeras cuando él a su vez había descollado en muchas batallas, y a la de la Flecha sólo pertenecían aquellos que habían obtenido el campeonato de tiro con arco o jabalina, matando a muchos enemigos con esas armas inexactas.

El campeón Jaguar llevaba una verdadera piel de jaguar como una especie de capa, con la cabeza del gran gato como yelmo; la calavera por supuesto había sido quitada, pero los colmillos curvos seguían pegados en su lugar, así es que éstos colgaban sobre la frente del campeón y los de abajo sobresalían de su barbilla. La coraza que cubría su cuerpo estaba moteada como la piel de ese animal: tinta con manchas ovaladas pardo-oscuro. Un campeón Águila llevaba un yelmo de imitación, más o menos, del tamaño de la cabeza de un águila, hecho de papel pesado y hule cubierto con verdaderas plumas de águila, con el gran pico sobresaliendo sobre su frente y debajo de su barbilla. La coraza también estaba cubierta con plumas de águila y en sus sandalias llevaba unas garras artificiales que sobresalían de los dedos de sus pies, su manto de plumas era más o menos como unas alas plegadas. Un campeón Flecha llevaba un yelmo hecho como la cabeza de cualquier pájaro que él escogiera, tan grande como lo fuera una cría de águila, y su coraza estaba cubierta con las mismas plumas que él utilizara para empenachar sus flechas.

Todos los campeones llevaban escudos de piel, madera o mimbre cubiertos con plumas, pero éstas estaban trabajadas en forma de mosaicos de gran colorido y cada campeón llevaba diseñado el glifo de su nombre en su escudo. Muchos campeones habían adquirido tal renombre por su heroísmo y valor, que llegaban a ser conocidos aun por los guerreros de las naciones enemigas. Así es que era un acto de osadía el que ellos fueran a la batalla ostentando sus nombres en sus escudos, ya que éstos podían ser vistos por cualquier guerrero enemigo, quien estaría ansioso de enaltecer su propio nombre como «el hombre que aventajó al gran Xococ» o el que fuere. Nosotros los
yaoquizque
portábamos escudos sin adorno y nuestra coraza era uniformemente blanca, hasta que llegaba a ser uniformemente fangosa. No se nos permitía llevar blasones, pero algunos de los hombres más viejos se ponían brillantes plumas entre sus cabellos o veteaban sus caras con listas pintadas para significar que por lo menos ésa no era su primera batalla.

Una vez dentro de nuestras corazas, yo y otros numerosos guerreros novatos marchamos hacia la retaguardia, con los sacerdotes, a quienes jorobaríamos con nuestras confesiones, necesariamente breves, a Tlazoltéotl, y después ellos nos dieron una medicina que se suponía que era para prevenir nuestra patente cobardía en la próxima batalla. Yo en realidad no creía que cualquier cosa que tragara podría apaciguar el miedo que existía en mi recalcitrante cabeza y en mis pies, pero obedientemente tomé mi sorbo de poción: agua fresca de lluvia mezclada con arcilla blanca, poderosa amatista, hojas de cáñamo, flores de matacán, planta del cacao y orquídea campana. Cuando regresamos a reunimos con el grupo bajo la bandera de Xococ, el campeón mexica nos dijo:

«Sepan esto. El objeto de la batalla de mañana es tomar prisioneros para ser sacrificados a Huitzilopochtli. Golpearemos con las partes planas de nuestras armas, como debe ser. Heriremos, atontaremos, para poder tomar al hombre vivo. —Hizo una pausa y luego dijo siniestramente—: Sin embargo, mientras que para nosotros ésta es solamente, una Guerra Florida, para los texcalteca no lo es. Ellos pelearán por sus vidas y lo harán para matarnos. Los acolhua sufrirán más, o ganarán el mayor honor. Pero quiero que todos ustedes, mis hombres, recuerden: si se encuentran con un enemigo que huye, sus órdenes son capturarlo. Las órdenes de él serán matarlos a ustedes».

Con este no muy inspirado discurso nos dejó, en medio de la oscuridad lluviosa. Cada uno de nosotros estaba armado con una lanza y una
maquáhuitl
y nuestra posición estaba hacia el norte en ángulo directo a la previa línea de marcha, dejando intervalos entre las diferentes compañías de hombres a lo largo del camino. La compañía de Glotón de Sangre fue la primera en ser movilizada y cuando los otros ya habían sido destacados, el
quáchic
nos hizo una última y pequeña indicación:

«Los que ya habéis luchado antes y tomado anteriormente un prisionero enemigo, sabéis que debéis tomar el siguiente sin la ayuda de nadie o esto no será considerado como un ascenso de rango, por el contrario será considerado de poca hombría. Sin embargo, vosotros los nuevos
yaoquizque
, sí tenéis la oportunidad de coger a vuestro primer cautivo, tenéis permitido llamar pidiendo ayuda hasta cinco de vuestros compañeros y todos compartiréis equitativamente el crédito de la captura. Por supuesto, cuantos menos seáis más alto será el honor para cada uno. Ahora, seguidme… Aquí hay un árbol. Tú, sube y escóndete entre sus ramas… Tú ahí, agáchate entre ese montón de rocas… Perdido en Niebla, tú debajo de ese arbusto…».

Y así fuimos esparcidos a lo largo de una amplia línea hacia el norte y nuestros lugares estaban separados por cien pasos largos o más. Incluso cuando la luz del día llegara, ninguno de nosotros podría ver al siguiente hombre, pero sí podríamos llamarnos a la distancia. Dudo mucho de que alguno de nosotros durmiera esa noche, a excepción quizás de los veteranos viejos y endurecidos. Yo no pude, pues el arbusto en el que estaba solamente me ofrecía escondite estando en cuclillas. La lluvia continuaba cayendo en una fina llovizna. Mi
tlamaitl
, sobremanto, estaba totalmente empapado y también mi coraza, hasta sentirla tan pegajosa y pesada que dudaba que alguna vez me fuera posible levantarme y enderezarme otra vez. Después de lo que me pareció una gavilla de años de misena, escuché indistintos sonidos hacia el sur, hacia mi derecha. El cuerpo principal de las tropas de los acolhua se estaría preparando para movilizarse, algunos emboscándose y otros para hacer frente a los texcalteca. Lo que escuché fue el canto del gran sacerdote de Huitzilopochtli, entonando la oración que precede a la batalla, si bien solamente parte de ella me era audible a esa distancia.

«Oh, poderoso Huitzilopochtli, dios de la guerra, una batalla está por comenzar… Escoge en estos momentos, oh gran dios, a aquellos que deben matar, a aquellos que deben morir, a aquellos que deben ser tomados como
xochimique
de los cuales tú beberás la sangre de sus corazones… Oh señor de la guerra, nosotros te suplicamos que sonrías sobre aquellos que morirán en este campo o en tu altar… Déjalos llegar derecho hacia la casa del sol, para vivir otra vez amados y glorificados, entre los valientes que les precedieron…».

¡
Ba-ra-ROOM
! Entumecido como estaba, me sacudí violentamente con el retumbar combinado de los diferentes «tambores que rompen el corazón». Ni siquiera el ruido de la continua lluvia pudo silenciar el tembloroso retumbido y mucho menos el temblor de los huesos. Tenía la esperanza de que ese sonido aterrorizador, no asustara a los guerreros texcalteca haciéndoles huir antes de que pudieran ser atraídos al cebo que les tenía reservado Nezahualpili. El rugido de los tambores se unió a los largos clamores, gemidos y balidos de las trompetas de concha, entonces todo ese tumulto empezó a disminuir, conforme los músicos fueron guiando a la parte del ejército que sería el señuelo, lejos de mí, a lo largo del camino que guiaba hacia el río y hacia el enemigo que esperaba.

Cubierto por nubes de lluvia a todo lo largo de un brazo sobre nuestras cabezas, el día empezó con nada que se le pareciera a una alborada, pero ya había luz perceptible. Suficiente luz, de todas maneras, para que yo pudiera ver que el arbusto bajo en el cual había estado agachado toda la noche era un mustio y casi sin hojas
huixachi
, en el cual no se hubiera podido esconder ni siquiera una ardilla de tierra. Tenía que buscar un lugar mejor para refugiarme y tenía suficiente tiempo para eso. Me levanté con un crujido de huesos llevando mi
maquáhuitl y
arrastrando mi lanza para que no fuera visible al sobresalir de entre los arbustos de los alrededores. Así me fui moviendo lo más agachado posible. Lo que no podría decirles aún hasta este día, reverendos frailes, ni aunque me pusieran bajo las persuasiones inquisioriales, es por qué fui en la dirección en que lo hice. Para encontrar otro escondite, pude moverme hacia la retaguardia o a cualquiera de los dos lados y todavía estaría a la distancia de un grito de los otros hombres de mi compañía. Pero me dirigí hacia el este, hacia el lugar en donde la batalla pronto empezaría. Lo único que puedo conjeturar es que algo dentro de mí me estaba diciendo: «Nube Oscura, estás al margen de tu primera guerra, quizá la única guerra en la que tomarás parte. Sería una lástima que permanecieras al margen, que no experimentaras todo lo que puedes».

Sin embargo no llegué cerca del río en donde los acolhua se enfrentaban con los texcalteca. Ni siquiera escuché ruidos de lucha hasta que los acolhua, pretendiendo consternación, regresaron huyendo del río y del enemigo, que como Nezahualpili había esperado, se precipitaba sobre ellos con toda su fuerza. Entonces escuché los bramidos y la algarabía de los gritos de guerra, los alaridos y las maldiciones de los hombres heridos y, por encima de todo, los silbidos de las flechas y el suave susurro del vuelo de las jabalinas. Todas nuestras armas de imitación en la escuela no hacían ningún ruido distintivo, pero lo que escuchaba en aquellos momentos eran verdaderas armas de guerra, aguzadas y cortantes con afilada obsidiana, y, como si se sintieran alegres en su intento y habilidad de repartir la muerte,
cantaban
cuando volaban por el aire. Después de eso, siempre que yo dibujaba una historia en la cual estuviera incluida una batalla, pintaba las flechas, lanzas y jabalinas con el glifo curvo y en espiral del canto.

No estuve más cerca que no fuera solamente del ruido de la batalla, llegando enfrente a mi derecha, en donde los acolhua y los texcalteca se habían encontrado en el río, luego progresivamente más lejos hacia mi derecha, como si los acolhua huyeran y el ejército texcala les diera caza. Entonces, a una señal de Nezahualpili, el abrupto retumbar de los tambores hizo que las paredes del corredor se cerrasen, y en el tumulto de la batalla los sonidos se multiplicaron y crecieron en volumen: el choque de las armas al quebrarse unas con otras, los ruidos sordos de las armas contra los cuerpos, los gritos de guerra inspiradores de miedo como el aullido del coyote, el gruñido del jaguar, los chillidos del águila y los gritos del búho. Podía imaginarme a los acolhua tratando de refrenar su vehemencia y su empuje, mientras que los texcalteca peleaban desesperadamente con todas sus fuerzas y destreza matando sin ningún remordimiento.

Me hubiera gustado verlo, pues hubiera sido una instructiva exhibición de la destreza guerrera de los acolhua. Por la naturaleza de la batalla, su destreza
tenía
que ser un gran arte. Pero había un declive enfrente de mí y el lugar de la batalla, los arbustos y las copas de los árboles, una cortina gris de lluvia y por supuesto mi corta visión. Estaba pensando en si podría tratar de ir más cerca, pero fui interrumpido en mis pensamientos por un golpecito trémulo dado en mi hombro.

Aun estando protectoramente agachado, giré con rapidez y levanté mi lanza y por poco agujereo a Cózcatl antes de reconocerlo. El muchacho estaba también agachado a un lado, con un dedo sobre sus labios previniéndome. Con el aire que me quedaba jadeé o más silbé:

«¡Maldita sea, Cózcatl! ¿Qué estás haciendo aquí?».

Él susurró: «Siguiéndolo a usted, mi amo. He estado cerca de usted toda la noche. Pensé que necesitaría un par de ojos mejores».

«¡Majadero impertinente! Todavía no tengo…».

«No, amo, no todavía —dijo—. Pero en estos momentos, sí. Un enemigo se aproxima. Él le hubiera visto antes de que usted pudiera verlo a él».

«¿Qué? ¿Un enemigo?». Me agaché todavía más.

«Sí, mi amo. Un campeón Jaguar con todas sus insignias. Debió de haber escapado a la emboscada —dijo Cózcatl arriesgándose a levantar la cabeza lo suficiente como para echar una mirada—. Yo creo que piensa rodear en un círculo y caer sobre nuestros hombres en una dirección inesperada».

«Mira otra vez —dije con urgencia—. Dime exactamente dónde está y hacia dónde se dirige».

Mi pequeño esclavo se alzó y se agachó otra vez rápidamente y dijo: «Está quizás a cuarenta largos pasos en línea directa de su hombro izquierdo y el río, mi amo. Se está moviendo muy lentamente, bien agachado, aunque no parece estar herido sino más bien tomando precauciones. Si continúa en la misma dirección, pasará entre los dos
mízquitin
, árboles, que están a diez pasos largos directamente enfrente de usted».

Con esas instrucciones hasta un ciego podía interceptarlo. Dije: «Yo iré adonde están esos árboles. Tú quédate aquí vigilándolo discretamente. Si él se da cuenta de mis movimientos o tropiezo con uno de los arbustos, tú lo notarás. Grita y luego corre hacia la retaguardia».

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