Azteca (62 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

BOOK: Azteca
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Casi tuve que cogerlo de los pies y me tomó algún tiempo convencerlo de que estaba sobrio y en mis sentidos, pero al fin lo arrastré conmigo, todavía forcejeando por anudarse el manto, hacia la habitación que Gie Bele había alumbrado para nosotros. Cuando ya casi lo había empujado adentro, ella empezó a salir.

«No te vayas, quédate —dije—. Esto nos concierne a los tres. A ver, viejo gordo, traiga acá todos los papeles pertinentes al título de propiedad de esta posada y a la deuda que pesa sobre ella. Yo estoy aquí para redimirla».

Tanto él como ella me miraron igualmente atónitos y Wáyay después de farfullar algo, me dijo: «¿Es para esto por lo que me sacó de la cama? ¿Usted quiere comprar este lugar, hijo de perra? Todos podemos volver a la cama. No tengo ninguna intención de vender».

«No puede venderlo, porque no es suyo —dije—. Usted no es el propietario, sino el tenedor de derecho de retención. Cuando yo pague la deuda con todos sus intereses, usted será el transgresor. Vaya y traiga los documentos».

Había tenido cierta ventaja sobre él mientras todavía estaba confundido por el sueño; pero, cuando nos sentamos enfrente de las columnas de puntos, banderas y arbolitos, que significaban números, volvió a ser tan astuto y exigente como siempre lo había sido en sus profesiones de cambista y sacerdote. No voy a deleitarles, mis señores, con todos los detalles de nuestra negociación. Sólo quiero afirmar que yo
conocía
el arte de trabajar con números y la astucia posible que hay en ese arte.

Cuando el difunto marido explorador había pedido el préstamo, en mercancía y moneda corriente, solicitó una cantidad apreciable. Sin embargo, el interés que había quedado de acuerdo en pagar por el préstamo no era excesivo, o por lo menos no debía de haberlo sido, excepto por el método muy sagaz que empleó el prestamista. No recuerdo las cantidades, por supuesto, pero puedo explicarles un ejemplo simplificado. Si yo le presto a un hombre cien semillas de cacao por un mes, tengo derecho a que me sean pagadas ciento diez o si a él le toma dos meses pagarme, entonces serán ciento veinte semillas de cacao. Por tres meses, ciento treinta y así. Pero lo que Wáyay había hecho era agregar las diez semillas de cacao como interés al final del mes y luego tomar en cuenta el total de ciento diez semillas como base para calcular el siguiente interés, así al finalizar los dos meses él había conseguido ciento
veintiuna
semillas de cacao. La diferencia puede parecer trivial, pero sumado proporcionalmente cada mes y en una cantidad cuantiosa, la suma puede llegar a ser alarmante.

Por lo tanto, exigí un nuevo cálculo desde el principio, o sea desde que Wáyay dio el primer crédito sobre la hostería.
Ayya
, chilló él como seguramente hizo cuando despertó después de haber comido aquel hongo en sus días de sacerdote. Pero, cuando con toda calma le sugerí que podía llevar el asunto al
bishosu
de Tecuantépec para que él lo juzgara, rechinó los dientes y empezó a hacer las cuentas de nuevo, mientras yo lo observaba de cerca. Hubo muchos otros detalles que discutir, tales como, por ejemplo, los gastos y las ganancias de la hostería mientras él la estuvo administrando. Pero finalmente, cuando empezaba a alborear, llegamos a un acuerdo sobre una fuerte suma devengada y quedé que la pagaría totalmente en moneda corriente y no con mercancías. La cantidad era muy superior a lo que yo tenía en aquellos momentos en polvo de oro, cobre, estaño y semillas de cacao, pero no dije nada. En lugar de eso hablé blandamente:

«Usted ha olvidado una pequeña partida. Le debo el pago del hospedaje de mi grupo».

«Ah, sí —dijo el gordo viejo timador—. Usted es muy honesto por recordármelo». Y agregó eso al final.

Como si súbitamente hubiera recordado algo, le dije: «Oh, otra cosa».

«¿Sí?», preguntó expectante con la tiza lista para agregar algo más.

«Substraiga de ahí, cuatro años de salario devengado de la mujer Gie Bele».

«¿Qué? —dijo mirándome espantado. Ella también me miró, pero llena de admiración—. ¿Salario? —dijo mofándose—. Esta mujer quedó obligada a trabajar para mí como una
tíacotli
».

«Si su contabilidad hubiera sido honesta, ella no se hubiera visto obligada a ello. De acuerdo con la revisión que usted mismo ha hecho, el
bishosu
le hubiera concedido la
mitad
del interés sobre la hostería. Usted no sólo ha contribuido a estafar a Gie Bele, sino que también ha conspirado a avasallar a un ciudadano libre, convirtiéndolo en esclavo».

«Está bien, está bien. Déjeme hacer la cuenta. Dos semillas de cacao por día…».

«Ése es el salario de un esclavo. Usted ha tenido el servicio de la formal propietaria de la posada. El salario que gana un hombre libre por día, es de veinte semillas de cacao. —Él se tiró de los cabellos aullando. Yo añadí—: Usted es solamente un forastero apenas tolerado en Tecuantépec. Ella es de los be'n zaa, al igual que el
bishosu
. Si nosotros vamos a verle…».

Entonces, dejó su acceso de cólera y empezó furiosamente a escribir de prisa, dejando caer gotas de sudor sobre el papel de corteza. Entonces, volvió a aullar.

«¡Más de veintinueve mil! ¡No hay tal cantidad de semillas de cacao en todas las plantas de todas las Tierras Calientes!».

«Transfiéralo a cañas de polvo de oro —sugerí—. No aparecerá entonces como una suma tan grande».

«¿No? —bramó él, luego, cuando lo hubo hecho dijo—: Pues si accedo a la demanda de salario, pierdo hasta mi propio taparrabo en toda la transacción. ¡Si yo substraigo esta cantidad quiere decir que usted me pagará menos de la
mitad
de la suma original que presté!».

Su voz se había hecho tan aguda como un chillido y sudaba como si estuviera recibiendo una infusión.

«Sí —dije—. Está de acuerdo con mi propio cálculo. ¿Cómo lo quiere usted? ¿Todo en oro, o algo en estaño o en cobre?». Yo había hecho traer mi fardo de la habitación que todavía no había ocupado, y para entonces lo estaba abriendo.

«¡Esto es una extorsión! —gritó con rabia—. ¡Un robo!».

En el fardo también había una pequeña daga de obsidiana. La tomé y la apunté directamente contra la segunda o tercera papada de Wáyay.

«Sí, era extorsión y robo —le dije fríamente—. Usted engañó a una mujer indefensa para quedarse con su propiedad, luego la hizo trabajar en las cosas más desagradables durante cuatro largos años y yo sé a qué caminos tan desesperados hubiera llegado. Pero aquí está lo que usted mismo calculó, y yo se lo sostengo. Le pagaré la última cantidad a la que usted llegó…».

«¡Esto es la ruina! —ladró—. ¡La devastación!».

«Me va a extender un recibo
y
en él va a escribir que este pago anula toda la demanda sobre esta propiedad y sobre esta mujer, en estos momentos y para siempre. Después, mientras yo lo veo, romperá el viejo papel en prenda, firmado por el difunto esposo. Luego, recogerá todas aquellas cosas personales que son de su propiedad y se irá de estas posesiones».

Él hizo el último intento de oponerse: «¿Y si rehúso?».

«Lo llevaré a punta de espada a ver al
bishosu
y ya sabe usted los cargos. El castigo por robo es la muerte a garrote con lianas floridas. ¿Qué es lo que sufrirá antes por haber esclavizado a una persona libre? No puedo decirlo, ya que no conozco los refinamientos de tortura de esta nación».

Desplomándose al fin derrotado, dijo: «Aleje de mí ese puñal. Cuente el dinero. —Levantó su cabeza para gritar a Gie Bele—: Traiga papel nuevo… —luego cambiando de parecer y utilizando un tono untuoso—: Por favor, mi señora, traiga papel, pinturas y cañas para escribir».

Yo conté cañas de polvo de oro y un montón de pedacitos de estaño y cobre poniéndolos en el mantel que había entre nosotros y después de haber hecho eso, quedó un pequeño bulto en el fardo. Le dije: «Haga el recibo a mi nombre. En el lenguaje de este lugar, me llamo Zaa Nayázú».

«Nunca hubo un hombre con un nombre tan de mal agüero y tan bien puesto», murmuró, mientras empezaba a hacer las palabras pintadas y las columnas con glifos de números. Él lloraba mientras trabajaba, lo juro.

Sentí la mano de Gie Bele sobre mi hombro y la miré. Había trabajado muy duro durante todo el día anterior y también había pasado una noche sin dormir, por no mencionar algunas otras cosas pero estaba allí parada con garbo, los bellos ojos le brillaban y todo su rostro resplandecía.

Yo le dije: «Esto no tomará mucho tiempo. ¿Por qué no vas traes a las niñas? Tráelas a su casa».

Cuando mis socios despertaron y llegaron para desayunar, Cózcatl se veía descansado y sus ojos brillaban de nuevo, pero Glotón de Sangre se veía alicaído. Él ordenó un desayuno consistente sólo en huevos fritos, luego dijo a la mujer: «Mándeme al propietario. Le debo diez semillas de cacao. —Y agregó para su coleto—: Soy un libertino manirroto y a mi edad».

Ella le sonrió y le dijo: «Por esa diversión, para usted, no hay ningún cargo mi señor», y se fue.

«¿Eh? —gruñó Glotón de Sangre, viéndola salir—. Ninguna hostería ofrece este servicio gratuito».

Yo le recordé: «Cínico viejo raboverde, tú dijiste que no había primeras veces. Quizás sí».

«Puedes estar loco y ella también, pero el propietario…».

«Desde la noche pasada, ella
es
la propietaria».

«¿Eh?», dijo otra vez abruptamente. Y dos veces más volvió a decir «¿eh?». Primero cuando su desayuno fue llevado por la bellísima muchacha, casi de mi edad, y otra vez cuando su espumoso
chocólatl
fue servido por la no menos bella joven, del mechón de luz sobre su pelo.

«¿Qué ha pasado aquí? —preguntó confundido—. Nos detenemos en la primera hostería que encontramos, un establecimiento inferior, con un zoque grasiento y una esclava…».

«Y durante la noche —terminó Cózcatl por él, con voz sorprendida—, Mixtli lo convirtió en un templo lleno de diosas».

Así es que nuestro grupo se quedó otra noche en la hostería y cuando todo estuvo en silencio, Gie Bele se metió furtivamente en mi habitación, más radiante que nunca, en la nueva felicidad que había encontrado y esta vez nuestro amoroso abrazo no fue disminuido, ni forzado, ni de ninguna manera distinto del mutuo y verdadero acto de amor. Cuando cargamos nuestros bultos, listos para partir temprano, a la siguiente mañana, ella y luego cada una de sus hijas me abrazaron fuertemente y cubrieron mi rostro con besos húmedos por las lágrimas, dándome las gracias de todo corazón. Miré hacia atrás varias veces, hasta que no pude ya distinguir a la hostería dentro de la masa confusa de los otros edificios. No sabía cuándo regresaría, pero había plantado semillas allí, y en el futuro, sin importar cuán lejos o por cuánto tiempo vagara, nunca volvería a ser un extranjero entre la Gente Nube, nunca mientras las más altas tijeretas trepadoras de las enredaderas se pudieran sostener de sus raíces, en la tierra. Eso era todo lo que sabía. Lo que no podía saber o siquiera soñar, era qué fruto de esas semillas probaría… qué agradable sorpresa o estrujante tragedia, o cuánta riqueza y cuánta pobreza, o cuánta alegría y cuánta miseria. Pasaría mucho tiempo antes de que yo pudiera probar el primero de esos frutos y mucho tiempo antes de que todos ellos maduraran a su tiempo y uno de esos frutos no lo he probado completamente, todavía, hasta la semilla amarga de su corazón.

Como ustedes saben, reverendos frailes, esta tierra que ahora es la Nueva España, está circundada en toda su longitud, en ambos lados, por grandes mares que se extienden desde sus costas hasta el horizonte. Ya que esos mares están más o menos al este y oeste de Tenochtitlan, nosotros los mexica siempre nos hemos referido a ellos como a los océanos del este y del oeste. Sin embargo, de Tecuantépec en adelante, la masa de tierra se tuerce hacia el este, así es que esas aguas son llamadas allí, más adecuadamente, los océanos del norte y del sur y la tierra que los separa es un istmo bajo y delgado. No quiero decir con esto, que un hombre puede pararse en medio del istmo y escupir sobre el océano que él escoja. El ancho del istmo es de más o menos cincuenta largas-carreras de norte a sur y cerca de diez días de camino, pero de un camino fácil, porque la mayor parte de esa tierra es lisa y llana. Pero nosotros no cruzamos de una costa a otra. Viajamos hacia el este sobre esa tierra plana, mal llamada La Colina del Jaguar, con el océano del sur no muy lejos a nuestra derecha, aunque no era visible a nuestro paso. Entonces fueron las gaviotas las que revoloteaban más a menudo sobre nuestras cabezas, en lugar de los buitres. Excepto por el calor opresivo de esas tierras bajas, nuestra caminata fue fácil, casi monótona, sin nada que ver más que la hierba amarilla y los bajos arbustos grises. Marchamos con gran rapidez y encontramos fácil y abundante caza para comer, conejos, iguanas, armadillos, y como el clima era agradable para acampar en la noche, no dormimos en ninguna de las aldeas de la Gente Mixe, cuyas tierras estábamos atravesando.

Tenía una buena razón para tratar de llegar lo antes posible a nuestro destino, que eran las tierras de los maya, en donde finalmente empezaríamos a cambiar las mercancías que llevábamos por otras de mucho más valor, para transportarlas después a Tenochtitlan. Por supuesto que mis socios se habían dado cuenta de algunas de las extravagancias en que había caído últimamente, pero nunca les había dado todos los detalles y los precios que había pagado por ellas. Mucho más atrás, había hecho un negocio bastante ventajoso a lo largo del camino, cuando había vendido al esclavo Cuatro a sus parientes, pero eso había sido bastante tiempo atrás. Desde entonces había hecho solamente otras dos transacciones, las dos costosas y ninguna de ellas con una ganancia visible o inmediata, para nosotros. Había comprado el tapiz de plumas de Chimali sólo para darme la dulce venganza de destruirlo. A un precio mucho mayor, había comprado la hostería por el placer de darla. Si había sido reticente con mis socios, era porque sentía cierta vergüenza de no haberme mostrado todavía como un
pochtécatl
sagaz.

Después de varios días de viajar fácil y rápidamente a través de las llanuras coloreadas y bruñas, vimos el azul pálido de las montañas que se empezaban a levantar hacia nuestra izquierda que gradualmente se destacaron enfrente de nosotros, en un color verde-azul oscuro y de nuevo volvimos a escalar, aquella vez dentro de un espeso bosque de pinos, cedros y enebros. De allí en adelante, empezamos a encontrar las cruces que siempre han sido consideradas sagradas por las diversas naciones del lejano sur.

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