Azteca (76 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

BOOK: Azteca
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Si hay algo bueno que decir de un temblor, debo hacer notar que su singular movimiento ayuda a una muchacha virgen a disfrutar su desfloración, que rara vez se consigue de otra manera. Zyanya se deleitó tanto con eso que me retuvo hasta que nos entregamos el uno al otro dos veces más y tanto vigor me había dado el temblor, que en todo ese tiempo no nos desunimos. Después de cada eyaculación mi
tepuli
naturalmente se encogía, pero entonces el pequeño círculo de músculos que Zyanya tenía allí, lo apretaba tan atormentadoramente que mi miembro se volvía a alargar. Hubiéramos podido seguir así por más tiempo sin ninguna pausa, pero la boca del túnel se oscureció en esos momentos en un singular color gris-rojizo y como deseaba saber cuál era nuestra situación antes de que cayera la noche nos escurrimos hacia afuera y nos pusimos de pie. Era después del ocaso, pero el volcán o el temblor había lanzado una nube de polvo hacia el cielo y en ella todavía se reflejaban los rayos de Tonatíu, desde Mictlan, o desde donde se encontraba en ese momento. El cielo, que había estado azul oscuro, estaba entonces luminosamente rojo y coloreaba de rojo el mechón que Zyanya tenía en el pelo. También reflejaba la suficiente luz para que nosotros pudiéramos ver alrededor. El océano estaba bullendo y agitándose espumosamente, alrededor de un área mayor de rocas. El camino que habíamos tomado para escalar la montaña ya no era reconocible; en muchas partes tenía montones de cascajo, en otras se había abierto en profundas y anchas grietas. A un lado de nosotros la montaña se había hundido formando un agujero negro, exactamente en donde había estado la caverna de los murciélagos.

«Parece —reflexioné—, que las rocas al deslizarse aplastaron a todos nuestros perseguidores y quizá también su aldea desapareció. Si no fue así, seguro que nos culparán del desastre y tratarán de vengarse más».

«
¿Culparnos?
», exclamó Zyanya.

«Yo profané el lugar sagrado de su poderoso dios. Supondrán que provoqué su ira. —Pensé acerca de eso interrogándome, y dije—: A lo mejor lo hice. —Después volví a la realidad—. Pero si pasamos aquí la noche en este lugar escondido, y mañana nos levantamos temprano y nos vamos antes del amanecer, creo que Podemos poner bastante distancia a cualquier tipo de persecución. Cuando otra vez tengamos a la vista a Tecuantépec…».

«¿Podremos regresar, Zaa? No tenemos provisiones, ni agua…».

«Todavía tengo mi
maquáhuitl
. He cruzado peores montañas de las que hay de aquí a Tecuantépec. Cuando regresemos… Zyanya, ¿querrás casarte conmigo?».

Se sorprendió de mi abrupta proposición pero no exactamente por ese hecho. Ella dijo suavemente: «Yo supuse que ya había contestado antes de que tú me
lo
preguntaras. Quizá sea inmodesto de mi parte lo que voy a decir, pero no puedo culpar totalmente al
zyuüu
por… lo que pasó».

Dije sinceramente: «Le doy las gracias al
zyuüu
, por haber hecho esto posible. Sin embargo, desde hace mucho tiempo te quiero, Zyanya».

«¡Está bien, entonces!», dijo ella, y sonrió hermosamente haciendo un gesto con sus brazos, como diciendo, está hecho. Yo negué con mi cabeza, dando a entender de que no era tan fácil y su sonrisa desapareció para dejar paso a cierta ansiedad. Dije: «Para mí, tú eres el más grande tesoro que jamás tuve la esperanza de encontrar. Para ti, yo no lo soy. —Ella empezó a hablar, pero yo moví otra vez mi cabeza—. Si tú te casas conmigo, serás proscrita para siempre de tu gente, la Gente Nube. No es un pequeño sacrificio el ser relegado por este pueblo unido, orgulloso y admirable».

Ella pensó un momento, luego me preguntó: «¿Me creerías si te dijera que eres una persona de mucho valor?».

«No —dije—, porque estoy mejor informado de mi valor o de mi falta de valor, más de lo que tú sabes».

Ella asintió como si ya esperara una respuesta parecida. «Entonces lo único que puedo decir es que amo más a un hombre llamado Zaa Nayázú, que lo que amo a la Gente Nube».

«¿Por qué, Zyanya?».

«Pienso que te he amado siempre… pero no hablemos de lo pasado. Solamente te digo que te amo hoy y que te amaré mañana. Porque el pasado se ha ido. Los hoy y los mañanas serán todos los días que podrán ser. Y en cada uno de estos días te diré, te amo. ¿Puedes creer eso, Zaa? ¿Puedes tú decir lo
mismo
?».

Yo le sonreí. «Puedo, y más que puedo, lo haré. Te amo, Zyanya».

Ella me devolvió la sonrisa y dijo de una manera traviesa: «No sé por qué estamos discutiendo eso. De todas maneras, parece que estamos marcados por nuestros destinos, por tu
tonali
, o por el mío o por los dos». Y ella apuntó su pecho y el mío. El colorante que el sacerdote me había embarrado estaba todavía húmedo cuando nos acostamos juntos. Así es que, en esos momentos, cada uno de nosotros tenía una mancha púrpura idéntica, ella en su blusa y yo en mi manto.

Y luego dije tristemente: «He estado mucho tiempo enamorado de ti, Zyanya, y ahora que tenemos promesa de ser esposo y esposa quisiera preguntarte lo que nunca pensé preguntarte, ¿qué significa tu nombre?».

Cuando me lo dijo, yo creí que bromeaba y solamente después de su solemne insistencia, la pude creer.

Como seguramente ya se habrán dado cuenta hasta ahora, mis señores, todas las gentes de todas las naciones tenían nombres que tomaban prestados de alguna cosa de la naturaleza, o de alguna cualidad natural o alguna combinación de los dos. Esto se evidencia en mi propio nombre de Nube Oscura y de
otros
de los que ya he hablado: Algo Delicado, Glotón de Sangre, Estrella del Atardecer, Flor Llameante. Así es que me costó mucho trabajo creer que una muchacha tuviera un nombre que no significaba absolutamente
nada
. Zyanya es sólo una palabra común y corriente y no significa nada en el mundo más que siempre. Siempre.

I H S

S. C. C. M.

Santificada, Cesárea, Católica Majestad,

el Emperador Don Carlos, nuestro Señor Rey:

Muy Laudable Majestad, nuestro Mentor y Monarca, desde esta Ciudad de México, capital de la Nueva España, en este día de San Próspero, en el año de Nuestro Señor Jesucristo de mil quinientos treinta, os saludo.

Como de costumbre, Señor, va anexado aquí la última emanación del azteca que reside entre nosotros, y también, como de costumbre: muy poco de
vis
y mucho de
vomitas
. Por la carta más reciente de Vuestra Majestad, es evidente que nuestro Soberano todavía considera esta historia lo suficientemente entretenida, como para que cinco hombres útiles continúen sujetos a escuchar y a transcribir.

Quizá, Vuestra Delicada Majestad, también pueda estar interesado en saber que los misioneros dominicos que nos, enviamos, han regresado sanos y salvos del sur, de la región llamada Oaxaca, para dar testimonio a nuestro azteca que clamaba que esos indios han estado adorando por mucho tiempo a un solo y omnipotente dios de dioses, extravagantemente conocido por el Aliento Poderoso, y que también han estado utilizando la cruz como un símbolo santo.

El hermano Bernardino Minaya y sus compañeros frailes han atestiguado que vieron en ese país muchas cruces similares a las Cristianas, por lo menos cruces en forma heráldica llamada
croix botonéee
. Sin embargo, éstas no se utilizan para un fin religioso, sino que tienen un uso práctico, puesto que solamente sirven para marcar los lugares en donde hay agua fresca. Así es que el vicario de Vuestra Majestad se ha visto inclinado a considerar esas cruces con escepticismo agustino. Según nuestra apreciación, Señor, no son más que una manifestación más, astutamente maligna, del Adversario. Claramente anticipándose a nuestra llegada a la Nueva España, el Diablo debió de enseñar apresuradamente a cierto número de idólatras, una imitación profana de varias creencias, ritos y objetos sagrados Cristianos, con la esperanza de frustrar y confundir la Verdadera Fe, que más tarde nos, introduciríamos. También, como los dominicos pudieron comprobar (aunque tuvieron dificultades lingüísticas), el Aliento Poderoso no es un dios sino un gran brujo (o sacerdote, o alguien como nuestro cronista) que tiene dominio sobre las criptas subterráneas, en las ruinas de esa ciudad llamada Mitla, considerada formalmente por los nativos como su Hogar Santo. Los frailes informados por nos, acerca de esos entierros páganos y de esos suicidios criminales o inmolaciones de vida voluntarios, en ese lugar, obligaron al brujo a permitirles acceso a esas criptas.

Como Teseo se aventuró en el Laberinto de Dédalo, fueron desenrollando un cordón detrás de ellos, mientras caminaban a la luz de las antorchas a través de las diferentes cuevas y de los tortuosos pasajes subterráneos. Fueron embestidos por la pestilencia de la carne corrompida y caminaron sobre los huesos de incontables esqueletos que yacían plácidamente allí. Desdichados y a diferencia de Teseo, perdieron su valor antes de haber podido caminar algunas leguas. Cuando se encontraron ante ratas y víboras gigantes y gordas, y otras clases de alimañas, su determinación se disolvió en horror y huyeron de la manera más indigna. Una vez afuera, ordenaron que las entradas de los túneles fueran permanentemente tapadas y selladas con muchas piedras, «para poner un muro y esconder para siempre esa puerta trasera del Infierno», según la frase de Fray Bernardino. Eso se llevó a efecto, a pesar de las protestas y lamentaciones de los indios. La acción, por supuesto, estaba justificada y aunque ya ha pasado mucho tiempo y sin querer rebajar en la comparación, nos recuerda a Santa Catalina de Siena, quien rogaba que su cuerpo impecable fuera arrojado al Pit, para que así no hubiera más pobres pecadores que se arrojaran sobre sus aguas. No obstante, nos apena que nunca lleguemos a saber, ahora, la total extensión de esas cavernas talladas bajo tierra, y ya nunca podremos recobrar los tesoros que de seguro tenían en sus tumbas los personajes de alto rango de ese pueblo. Y lo que nos, más tememos, lo peor de todo, es que la acción impetuosa de los dominicos, ha hecho que los indios de esa región sean menos perceptibles a la Fe o que sientan muy poco amor hacia nosotros, que se la llevamos. También con pena, tenemos que deciros que nos, personalmente, no somos mucho más amados por nuestros compañeros españoles, aquí en la Nueva España. Los encargados del Real Archivo de las Indias de Vuestra Majestad, quizás hayan recibido ya algunas cartas de personas que se quejan de nuestra «interferencia» en asuntos seculares. Dios sabe que ellos se han quejado lo suficiente con nosotros, sobre todo los hacendados, quienes emplean un gran número de trabajadores indígenas en sus granjas, ranchos y plantaciones. Esos señores propietarios han hecho un juego de palabras con nuestro nombre y ahora, irreverentemente, se dirigen a nos, como el Obispo Zurriago, «el Azote». Es por esto, Señor, que nosotros nos atrevimos a denunciar desde el pulpito sus prácticas de hacer trabajar a los indios literalmente hasta morir.

«¿Y por qué no lo hemos de hacer? —preguntan ellos—. Todavía quedan en estas tierras unos quince mil hombres rojos por cada hombre blanco. ¿Qué hay de malo en reducir esa peligrosa disparidad, especialmente si podemos forzar a trabajar a esos desgraciados, como lo hacemos?».

Los españoles que sostienen esa actitud, dicen que tienen una buena justificación religiosa para ello, porque como nosotros los cristianos rescatamos a esos salvajes de su adoración al demonio y de su inevitable condenación, y porque nosotros les trajimos la esperanza de su salvación, por eso, los indios deben estar eternamente agradecidos a nosotros, sus redentores. El capellán de Vuestra Majestad, no puede negar que hay cierta lógica en ese argumento, pero nosotros no creemos que el agradecimiento de los indios los obligue a morir indiscriminada y arbitrariamente, por golpes, por marcas de hierro, por falta de alimentación y otros malos tratos, y ciertamente, antes de que hayan sido bautizados y totalmente confirmados dentro de la Fe.

Ya que los datos recopilados por el censo y catastro de la Nueva España, todavía tienden a ser, necesariamente, irregulares e incompletos, nos, sólo podemos ofreceros un cálculo imperfecto sobre el número de la población nativa, pasada y presente. Sin embargo, hay razón para creer que aproximadamente seis millones de hombres rojos vivían en tiempos pasados dentro de los confines de lo que hoy es la Nueva España. Naturalmente, las guerras de conquista acabaron con una considerable cantidad de ellos. También, desde entonces y desde hace nueve años, se ha estimado que dos millones y medio de indios han muerto, bajo la autoridad española, de diferentes enfermedades, y sólo Dios sabe cuántos más están muriendo aún en las regiones no conquistadas y en todas partes, en gran número. Aparentemente agrada a Nuestro Señor el que esa raza roja sea peculiarmente vulnerable a ciertas enfermedades que parece que no existían antes en estas tierras. Mientras que la pestilencia de la sífilis era conocida aquí (cosa que no es de sorprender en vista de su gente licenciosa), parece que las plagas de la fiebre bubónica, del cólera morbus, de viruelas negras, de viruelas blancas y del sarampión, no lo eran. Ya sea que esas enfermedades hayan hecho su aparición por coincidencia con la derrota de estos pueblos, o que sean un castigo que Dios en Su Juicio dejó caer sobre ellos, éstas han devastado a los indios con mucha más virulencia que a los europeos.

Pero aun así, esa pérdida de vidas, aunque es una calamidad de gran magnitud, como sea es debido a una causa natural, a un acto de Dios inescrutable y por lo tanto nuestros compatriotas no están obligados a sentirse afectados por ello. Sin embargo, nos, debemos poner un alto, como lo haremos, a la matanza de hombres rojos que deliberadamente cometen nuestros compatriotas. Vuestra Majestad nos dio otro oficio aparte del de Obispo e Inquisidor y nos, sostendremos ese título de Protector de los Indios, aunque eso signifique llevar sobre nos, el odioso título de Azote puesto por nuestros compañeros.

Si los indios nos ofrecen un trabajo barato y útil, debe esto considerarse desde un punto secundario para poder salvar sus almas paganas. Nuestro éxito en esta noble tarea se ve disminuido cada vez que un indio muere sin ser Cristiano. Si muchos de ellos mueren así, el nombre de la Iglesia sufrirá menoscabo. Además, si todos esos indios mueren, ¿quiénes construirán nuestras catedrales e iglesias, nuestras capillas y monasterios, nuestros conventos y claustros, nuestros santuarios y casas de retiro y todos los demás edificios Cristianos?

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