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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (80 page)

BOOK: Azteca
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«No bebas mucho —le dije y todos lo oyeron—. Necesitarás una mente clara en la mañana. Al amanecer, Chimali, en el bosque de Chapultépec. Solamente nosotros dos, pero con cualquier clase y número de armas que tú quieras. A muerte».

Me miró con una mezcla de disgusto, desprecio y cierta diversión, luego miró a sus vecinos que engullían a su alrededor. En privado, hubiera podido rehusar ese desafío, o poner condiciones e incluso evitarlo humillándose. Pero como ese desafío fue acompañado de un golpe insultante, que había sido visto y oído por cada uno de los ciudadanos más importantes de Tenochtitlan, él se encogió de hombros, alcanzó la copa de
octli
de otra persona, la levantó en un saludo perverso y dijo claramente: «Chapultépec. Al amanecer. A muerte». Se lo bebió de un trago, se levantó y salió orgullosamente del salón.

Cuando regresé al tablado, la multitud empezó a murmurar y a platicar otra vez, detrás de mí, pero de algún modo su charla se oía como sojuzgada y atemorizada. Zyanya me miró con perplejidad, pero no me preguntó nada, ni se quejó de que hubiera convertido una ocasión tan feliz en otra cosa. El sacerdote, sin embargo, me vio con una mirada funesta de mal de ojo y empezó:

«Muy poco auspiciable, joven…».

«¡Cállese! —gruñó entre dientes el Venerado Orador, y el sacerdote cerró la boca. Auítzol me dijo a través de los dientes—: Su repentina entrada a la madurez y el desposorio ya le han trastornado».

Yo dije: «No, mi señor. Estoy cuerdo y tengo una buena razón para…».

«¡Razón! —dijo interrumpiéndome sin levantar la voz, lo cual nacía que ésta sonara todavía más iracunda que si estuviera gritando—. ¿Una razón como para hacer un escándalo público en el día de su boda? ¿Una razón como para haber echado a perder una ceremonia arreglada para usted, como si fuera nuestro propio hijo? ¿Una razón como para agredir a nuestro palaciego e invitado personal?».

«Siento mucho si he ofendido a mi señor —dije, pero añadí con obstinación—: Mi señor hubiera pensado aún más mal de mí, si yo hubiera pretendido no darme cuenta de la burla que un enemigo me hacía con su presencia».

«Sus enemigos son su problema. El artista de palacio es nuestro y usted lo ha amenazado de muerte. Y, mire allá, él todavía no ha terminado de decorar toda una pared de este salón».

Yo dije: «Puede ser que la termine todavía, Señor Orador. Chimali era un luchador mucho más capacitado que yo, cuando los dos estuvimos juntos en la Casa del Desarrollo de la Fuerza».

«Así es que en lugar de perder a nuestro artista de palacio, nosotros perderíamos entonces al consejero por cuyo consejo y al demandante por cuyo patrocinio, nosotros estamos preparándonos para marchar dentro de una nación extranjera. —Y todavía en esa media voz baja y amenazante me dijo—: Le prevengo ahora, y una prevención del UeyTlatoani Auítzotl no es como para tomarse a la ligera. Si cualquiera de los dos muere mañana; ya sea nuestro valioso pintor Chimali o Mixtli quien ocasionalmente nos ha dado valiosos consejos, será Mixtli a quien culpemos. Será Mixtli quien pagará, aunque él fuese el que muriera».

Muy despacio, para que no pudiera equivocarme de lo que quería decir, volvió sus ceñudos ojos hacia Zyanya.

«Deberíamos de estar rezando, Zaa», dijo Zyanya con suavidad.

«
Estoy
rezando», le dije honesta y fervientemente.

Nuestra recámara contenía todos los muebles necesarios, excepto la cama, que no nos sería entregada hasta cuatro días después de la ceremonia. Los días y las noches intermedias se suponía que debíamos pasarlas ayunando, refrenándonos los dos en alimentación y en la consumación de nuestra unión, mientras rezábamos a nuestros dioses favoritos para que fuéramos buenos el uno con el otro y para que nuestro matrimonio llegara a ser un matrimonio feliz.

Pero yo estaba silencioso y devotamente empeñado en otra clase muy diferente de plegaria. Sólo estaba pidiendo a todos los dioses existentes, que Zyanya y yo pudiéramos sobrevivir a la mañana siguiente para poder
tener
un matrimonio. Antes, ya había pasado en situaciones muy precarias, pero nunca como ésa, de la cual era muy posible que no pudiera salir adelante, sin importar lo que hiciera. Si por una proeza o buena fortuna, o porque mi
tonali
así lo destinara, pudiera acertar a matar a Chimali, entonces podría escoger entre dos cosas. Podría regresar al palacio y dejar que Auítzotl me ejecutara por haber instigado el duelo. O podría huir y dejar a Zyanya para ser castigada, sin duda, en una forma horrible. La tercera circunstancia previsible, era que Chimali me pudiera matar, por su conocimiento superior en armas, o porque yo contuviera mi brazo al tratar de matarlo porque su
tonali
era más fuerte. En cuyo caso, yo estaría más allá del castigo de Auítzotl y él dejaría caer su furor sobre mi querida Zyanya. El duelo terminaría en una de esas tres eventualidades, y cada una de ellas era como para no pensarse. Pero no había otra posibilidad: que simplemente no me presentara en el bosque de Chapultépec al amanecer…

Mientras pensaba en lo impensable, Zyanya quietamente estaba ^empaquetando el pequeño equipaje que habíamos traído. Su exclamación de júbilo me hizo despertar de mi lóbrego ensueño. Levanté mi cabeza de entre mis brazos para ver que había encontrado en uno de mis cestos, la antigua figurita de barro de Xochiquétzal, la que yo había guardado desde la desgracia de mi hermana.

«La diosa que nos veía cuando nos casamos», dijo Zyanya, sonriendo.

«La diosa que te hizo para mí —dije—. Ella, la que gobierna toda belleza y amor. Deseaba que su estatua fuera un regalo de sorpresa para ti».

«Oh, sí lo es —dijo ella fielmente—. Tú siempre me estás sorprendiendo».

«Temo que no todas mis sorpresas han sido placenteras para ti. Como mi desafío con Chimali esta noche».

«No conozco su nombre, pero me parece haberlo visto antes. 0 a alguien parecido a él».

«Fe a él al que viste, aunque me imagino que él no se vestía como un elegante cortesano, en aquella ocasión. Déjame explicarte y tengo la esperanza de que tú comprenderás por qué tuve que echar a perder nuestra ceremonia de bodas, por qué no pude posponer lo que hice… y lo que tengo que hacer todavía».

Mi explicación instantánea de la figurita de Xochiquétzal, unos momentos antes —que había deseado que fuera un recuerdo de nuestra boda— fue una mentira blanca que le conté a Zyanya. Sin embargo, en esos momentos en que le contaba mi vida pasada, entonces sí fui culpable de algunas omisiones deliberadas. Empecé con la primera traición de Chimali, cuando él y Tlatli se negaron a ayudar a salvar la vida de Tzitzitlini y dejé algunos huecos en mi narración, como el porqué de que la vida de mi hermana había estado en peligro. Yo le conté cómo Chimali, Tlatli y yo nos habíamos encontrado otra vez en Texcoco y, omitiendo algunos de los detalles más horribles, cómo había disimulado para poder vengar la muerte de mi hermana. Cómo, por cierta piedad o cierta debilidad, había quedado satisfecho con dejar caer la venganza sólo en Tlatli, dejando escapar a Chimali. Y cómo desde entonces, él continuamente me había pagado ese favor, molestándome a mí y a los míos. Y al final dije:

«Tú misma me contaste cómo pretendió ayudar a tu madre cuando…».

Zyanya jadeó: «Él fue el viajero, quien atendió… quien
mató
a mi madre y a tu…».

«Él es —dije, cuando ella discretamente hizo una pausa—. Y porque ha pasado todo eso, cuando lo vi sentado arrogantemente en nuestra fiesta de bodas, determiné que él no mataría más».

Ella dijo, casi con fiereza: «En verdad que debes enfrentártele. Y superarlo, no importa lo que el Venerado Orador dijo o lo que él haga. ¿Pero y si los guardias no te dejan salir del palacio al amanecer?».

«No. Auítzotl no conoce todo lo que te he dicho, él cree que es un asunto de honor. Él no me detendrá. Te detendrá a ti en mi lugar. Y es por esto que mi corazón sufre… no por lo que me pudiera pasar a mí, sino por lo que tú pudieras sufrir por mi impetuosidad».

Zyanya pareció resentir eso último. «¿Piensas que soy menos valerosa que tú? Cualquier cosa que pase en el campo de duelo y cualquier cosa que venga después, yo estaré esperando con gusto. ¡Ya lo he dicho! Ahora, que si tú detienes tu mano, Zaa, es que lo estás utilizando como una excusa. Y no podría vivir contigo después».

Yo sonreí tristemente. Así es que la cuarta y última elección no fue escogida por mí. Meneé mi cabeza y la tomé tiernamente entre mis brazos. «No —dije con un suspiro—. No detendré mis mano».

«Nunca pensé que lo harías —dijo ella, como si fuera un hecho de que al casarse conmigo se hubiera casado con un campeón Águila—. Ahora no queda mucho tiempo para el amanecer. Recuéstate un rato y apoya tu cabeza en mí. Duerme mientras puedas».

Parecía que apenas había puesto mi cabeza sobre su pecho suave, cuando escuché unos golpecitos discretos en la puerta y la voz de Cózcatl llamándome: «Mixtli, el cielo palidece. Es tiempo».

Me levanté, mojé mi cabeza en una vasija de agua fría y arreglé mis vestidos arrugados.

«Él acaba de partir desde el atracadero —me dijo Cózcatl—. Quizás intenta tenderte una emboscada».

«Entonces, sólo necesitaré armas para pelear de cerca, no para arrojar —dije—. Trae mi lanza, mi daga y mi maquáhuitl».

Cózcatl corrió y yo pasé unos momentos amargos y dulces diciéndole adiós a Zyanya, mientras ella me decía palabras para darme valor y asegurarme de que todo iba a salir bien. Le di un último beso y bajé la escalera en donde Cózcatl me estaba aguardando con las armas. Había esperado que Glotón de Sangre también se presentara, pero él no estaba. Ya que él había sido el Maestro Quáchic, que nos enseñara a ambos, a Chimali y a mí, en la Casa del Desarrollo de la Fuerza, no hubiera sido bien o visto que él diera consejos o aun apoyo moral a ninguno de los dos, cualesquiera que fueran sus sentimientos acerca del duelo. Los guardias de palacio no hicieron ningún movimiento para impedirnos salir fuera de la puerta que conducía, a través del Muro de la Serpiente, dentro del Corazón de Único Mundo. El sonido de nuestras sandalias sobre el piso de mármol hacía eco de ida y vuelta desde la Gran Pirámide hasta los numerosos edificios menores. La plaza se veía mucho más inmensa que de ordinario, en esa temprana mañana; entre la luz aperlada y la soledad, no había más gente que unos pocos sacerdotes renqueando a sus deberes, en el amanecer. Dimos vuelta a la izquierda, en el portón del lado oeste del Muro de la Serpiente y fuimos a través de calles y sobre puentes de canales a la orilla de la isla, más cercana a la tierra firme. En el atracadero ordené que me dieran una de las canoas reservadas al palacio y Cózcatl insistió en remar y llevarme a través de esa extensión no muy ancha de agua, para que yo pudiera conservar la fuerza de mis músculos.

Nuestro
acali
golpeó la orilla, al pie de la colina llamada Chapultépec, en el lugar en que el acueducto se arquea desde la colina hasta la ciudad. Arriba de nuestras cabezas, los rostros esculpidos de los Venerados Oradores Auítzotl, Tixoc, Azayácatl y el primer Motecuzoma, nos miraban desde lo que antes había sido una roca natural. Otra canoa ya estaba allí, su cuerda amarrada estaba sostenida por un paje de palacio, quien apuntando hacia arriba y hacia un lado de la colina dijo cortésmente: «Él le espera en el bosque, mi señor».

Yo dije a Cózcatl: «Tú espera aquí con el otro paje de armas. Pronto sabrás si te necesito más tarde o no». Puse la daga de obsidiana en la cintura de mi taparrabo, tomé mi espada de filo de obsidiana en mi mano derecha y en la izquierda la lanza con punta de obsidiana. Fui a la cumbre del risco y miré hacia abajo, hacia el bosque.

Auítzotl había empezado a hacer un parque de lo que en toda forma había sido un bosque silvestre. Ese proyecto no sería terminado por varios años, todavía; los baños, las fuentes, las estatuas y demás, pero la floresta ya había sido cortada en su densidad para dejar solamente en pie los incalculablemente viejos y grandes
ahuehuetque
, cipreses, y la alfombra de pasto y flores silvestres que crecían en sus profundidades. Como yo estaba en esos momentos en la parte alta del risco, esa alfombra era casi invisible para mí y los poderosos cipreses parecían pararse sin raíces, mágicamente, en la neblina azul pálida que se proyectaba en el suelo, mientras Tonatíu se levantaba. Chimali hubiera podido pasar igualmente invisible para mí, si se hubiera escondido en cualquier parte, bajo esa neblina. En lugar de eso, en cuanto utilicé mi topacio, vi que había escogido yacer desnudo a lo largo de una rama gruesa de un ciprés, la cual colgaba horizontalmente, como a la mitad de mi estatura, más arriba del nivel del suelo. De momento eso me confundió. ¿Cómo era posible una emboscada tan sencilla? ¿Por qué estaba sin ropa?

Cuando capté su intención, creo que debí de haber sonreído como un
cóyotl
. En la recepción de la noche anterior, Chimali no me había visto ni una vez utilizar mi cristal para ver, y era obvio que nadie le había informado que tema ese objeto artificial para mejorar mi visión. Se había quitado su ropa de brillantes colores, para que su cuerpo se confundiera con el color pardo oscuro del ciprés. Creía que de esa manera sería invisible a su viejo amigo Topo, su compañero de estudios Perdido en Niebla, mientras que yo iría tentaleando y buscando entre los árboles. Lo único que tenía que hacer, era esperar allí a salvo hasta que, entre mis tanteos vacilantes y cegatones, pasara al fin debajo de él. Luego balanceando su
maquáhuitl
hacia abajo, de un solo golpe, yo estaría muerto.

Por un instante, sentí que había sido casi injusto de mi parte tener la ventaja de mi cristal, con el cual había descubierto dónde estaba, pero luego pensé: «Debe de estar muy contento de que yo haya estipulado que nos encontráramos aquí». Después de haberme despachado, él se vestiría y regresaría a la ciudad para contar cómo nos habíamos enfrentado cara a cara, bravamente, y cómo habíamos tenido un duelo salvaje y caballeroso, antes de que al fin me hubiera vencido. Conociendo bien a Chimali, estaba seguro de que incluso se haría unos cortes pequeños para hacer su historia más verídica. Así es que ya no tuve ni el menor remordimiento de lo que iba a hacer. Volví a poner el topacio dentro de mi manto, dejé caer mi
maquáhuitl
en el suelo y con ambas manos tomé el mango nivelado de mi lanza y me adentré en la niebla del bosque.

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