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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (82 page)

BOOK: Azteca
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«El anciano te lega la casa y todas sus posesiones, muchacho —dijo una nueva voz. Era del sacerdote, que estaba ya parado en la puerta, dirigiéndose a Cózcatl—. Ya me he hecho cargo de su testamento, pero necesitaré un testigo…».

Me moví para pasar al sacerdote y anduve a través de los cuartos de enfrente hasta llegar al de atrás. Sus paredes de piedra, que todavía estaban sin aplanar, se veían salpicadas de sangre y mi viejo amigo que yacía sobre su esterilla, estaba empapado en ella, aunque no vi ninguna herida en él. Tenía puesto sólo su taparrabo y estaba extendido sobre su vientre, su cabeza encanecida estaba vuelta hacia mí, sus ojos estaban cerrados. Me dejé caer en la esterilla, a su lado sin fijarme en la sangre coagulada y dije apremiante: «¡Maestro Quáchic, soy su estudiante Perdido en Niebla!».

Abrió sus ojos lentamente. Luego uno de ellos se cerró otra vez, brevemente, en un guiño acompañado de una débil sonrisa. Sin embargo, las señales de la muerte estaban allí: su mirada, una vez viva y penetrante, se había ido y un color cenizo estaba alrededor de sus pupilas; su nariz, una vez carnosa, se había convertido en delgada y aguda como la de un mosquito.

«Siento mucho esto», dije con voz sofocada.

«No lo sientas —dijo lánguidamente y continuó con pequeños jadeos forzados—. Peleé antes de morir. Hay peores maneras de morir, y yo me las he ahorrado. Te deseo… un fin tan bueno como éste. Adiós, joven Mixtli».

«¡Espera! —grité, como si hubiera podido ordenarle a la muerte—. Fue Auítzotl quien ordenó esto, porque peleé con Chimali, pero tú no tenías nada que ver con este asunto. Ni siquiera tomaste partido por ninguno. ¿Por qué el Venerado Orador se vengó en
ti
?».

«Porque yo fui —dijo él con trabajo— quien os enseñó a los dos a matar. —Sonrió otra vez, mientras cerraba sus ojos—. Os enseñé bien, ¿no es así?».

Ésas fueron sus últimas palabras y nadie pudo haber pronunciado un epitafio mejor. Pero yo me rehusaba a
creer
que no pudiera hablar más. Pensé que quizá la posición en que estaba no lo dejaba respirar bien y que si lo giraba, descansaría mejor sobre su espalda. Desesperadamente, lo sostuve levantándolo para girarlo y al hacerlo todas sus entrañas se le salieron.

Aunque tuve duelo por Glotón de Sangre y sentía que me hervía la sangre de ira ante su asesinato, me consolé pensando que Auítzotl nunca sabría cuánta pena me causó. Y aun así, de golpe a golpe, yo todavía tenía prioridad sobre él. Yo le había privado de una hija. Así es que hice un gran esfuerzo por tragarme mi bilis y mi pena, por dejar el pasado atrás y por empezar esperanzado a prepararme para un futuro libre de
más
derramamientos de sangre, de dolor, de rencor y de riesgos. Y así Zyanya y yo ocupamos nuestras energías en la construcción de un hogar. El sitio que elegimos, como ustedes recordarán, fue comprado por Auítzotl como un regalo de bodas para nosotros. Esa vez no decliné el ofrecimiento y hubiera sido muy poco político de mi parte desdeñarlo después de nuestras mutuas hostilidades, pero en verdad, yo no necesitaba de regalos.

Los viejos
pochteca
habían vendido las mercancías de mi primera expedición, de plumas y cristales, con un beneficio tan grande que, aun después de dividir la utilidades entre Cózcatl y Glotón de Sangre, yo era lo suficientemente opulento como para llevar una existencia cómoda, sin tener que desempeñar nunca más algún comercio, o levantar mi mano para hacer cualquier otro trabajo. Pero más tarde, la segunda entrega de mercancías foráneas había incrementado astronómicamente mi riqueza. Si los cristales para prender lumbre habían sido un notable éxito comercial, los artículos tallados de los colmillos habían causado una positiva sensación y entre la nobleza se había sobrepujado frenéticamente por ellos. Los precios que esos objetos alcanzaron nos hicieron lo suficientemente ricos a Cózcatl y a mí como para establecernos, y si lo hubiéramos deseado, habríamos llegado a ser tan entumecidos, complacientes y sedentarios como nuestros viejos de la Casa de los Pochteca. El lugar que Zyanya y yo habíamos escogido para nuestro hogar estaba en Ixacualco, uno de los lugares más residenciales de la isla, pero entonces estaba ocupado por una casa pequeña y parda, de adobe. Contraté un arquitecto y le dije que la derribara y construyera en su lugar un sólido edificio de piedra caliza que pudiera ser un hogar lujoso y un placer para la vista de los que pasaban, pero sin ostentación en ninguno de los dos aspectos. Ya que el lugar era, como todos los de la isla, alargado y estrecho, le dije que lo hiciera de dos pisos. Especifiqué que quería un jardín azotea, una habitación dentro de la casa para el sanitario, con todos los aditamentos necesarios, y una pared falsa en uno de los cuartos, con un lugar amplio, entre muros, para poder esconder cosas.

Mientras tanto, sin haberme mandado llamar para otra consulta, Auítzotl marchaba hacia el sur, hacia Uaxyácac, aunque no llevaba un inmenso ejército, sino una pequeña tropa con los guerreros más experimentados; a lo sumo quinientos hombres. Dejó a su Mujer Serpiente en el trono temporalmente, pero llevó con él, como lugarteniente militar a un joven cuyo nombre les es familiar a ustedes los españoles. Era Motecuzoma Xocóyotzin, lo que quiere decir El Joven Señor Motecuzoma; de hecho, él era un año más joven que yo. Era sobrino de Auítzotl, hijo del anterior Uey-Tlatoani Axayácatl, por lo tanto nieto del primer y gran Motecuzoma. Hasta entonces él había sido un alto sacerdote del dios de la guerra Huitzilopochtli, pero aquella expedición era su primera prueba en una guerra real. Él tendría muchas más, porque dejó el sacerdocio para convertirse en un guerrero profesional y, por supuesto, en un comandante de alto rango.

Más o menos un mes después de que la tropa partió, mensajeros veloces de Auítzotl, empezaron a llegar a intervalos a la ciudad y el Mujer Serpiente hizo públicos sus mensajes. Por las primeras noticias que trajeron sus mensajeros, era obvio que el Venerado Orador estaba siguiendo el consejo que yo le había dado. Había enviado con anticipación un aviso de su llegada, y como yo se lo había predicho, el Bishosu de Uaxyácac había dado la bienvenida a sus tropas y contribuido con un número igual de guerreros. Esas fuerzas combinadas de mexica y tzapoteca, invadieron las playas y las madrigueras de Los Desconocidos, haciendo un trabajo rápido entre ellos, matando suficientes hombres entre los que se rindieron y dejando una leva permanente para tomar como tributo su colorante púrpura, por tanto tiempo guardado.

Sin embargo, los mensajeros que llegaron después no trajeron tan buenas noticias. Los victoriosos mexica se habían acuartelado en Tecuantépec, mientras que Auítzotl y el gobernante Kosi Yuela conferenciaban sobre asuntos de estado. Como esos guerreros por mucho tiempo habían estado acostumbrados a su derecho de pillaje, en cualquier nación que vencieran se pusieron muy enojados e iracundos cuando supieron que su jefe había cedido el único y visible botín, el precioso púrpura, al gobernante de esa nación. Los guerreros mexica pensaron que habían estado en combate sólo para beneficiar al gobernante de esa nación. Ya que Auítzotl no era de esa clase de hombres que justifican sus acciones ante sus inferiores y así consiguen apaciguarlos, los mexica simplemente se rebelaron contra cualquier contención militar. Rompieron filas, no respetaron la disciplina y corrieron salvajemente por todo Tecuantépec saqueando, violando y quemando.

Ese motín hubiera podido romper las delicadas negociaciones que se llevaban a efecto de una alianza entre nuestra nación y Uaxyácac, pero por fortuna, antes de que los desenfrenados mexica pudieran matar a alguien de importancia y antes de que las tropas tzapoteca se interfirieran, lo que hubiera significado una Pequeña guerra, el orgulloso Auítzotl metió en orden a su horda y les prometió que, inmediatamente después de su regreso a Tenochtitlan, personalmente le pagaría a cada
yaoquizqui
, de su tesoro personal, una suma mucho más alta de lo que hubieran podido esperar como botín de esa nación. Como los guerreros sabían que Auítzotl era un hombre de palabra, eso fue suficiente para poner fin al motín. El Venerador Orador también pagó a Kosi Yuela y al Bishosu de Tecuantépec, una indemnización considerable por el daño que había sido causado.

Las noticias de los estragos hechos en la ciudad natal de Zyanya, naturalmente que nos preocuparon a ella y a mí. Ninguno de los mensajeros-veloces nos pudo dar noticias acerca de si la posada de nuestra hermana Beu Ribé había estado dentro del área del pillaje. Así es que esperamos hasta que Auítzotl y su tropa regresaron y entonces hice algunas indagaciones discretas entre sus oficiales, pero ni así pude tener la certeza de que algo le hubiera pasado a Luna que Espera.

«Estoy muy preocupada por ella, Zaa», dijo mi esposa.

«Pues parece que no se puede indagar nada, excepto yendo a Tecuantépec».

Ella dijo vacilante: «Yo podría estar aquí y continuar con la dirección de la construcción de nuestra casa, si tú consideras…».

«No necesitas ni siquiera pedírmelo. De cualquier modo ya tenía en mente volver a visitar esos lugares».

Ella parpadeó de la sorpresa: «¿Qué tú tenías en mente? ¿Por qué?».

«Un negocio que no he concluido —le dije—. Podría haber esperado un poco más, pero el no tener noticias de Beu significa que tengo que ir ahora».

Zyanya comprendió rápidamente y jadeó: «¡Tú quienes ir otra vez a la montaña que camina en el agua! ¡No debes de ir, mi amor! ¡Esos bárbaros zyu casi te matan la última vez…!».

Yo puse mi dedo, suavemente, a través de sus labios. «Yo voy al sur en busca de noticias de nuestra hermana y ésa es la verdad, y ésa es la única verdad que tú debes decir a cualquier persona que te pregunte. Auítzotl no debe oír ningún rumor acerca de que yo pudiera tener otro objetivo».

Ella asintió, pero me dijo con tristeza: «Ahora me tengo que preocupar por dos personas a las que amo».

«Regresaré sano y salvo y también sabré de Beu. Si ha sido agraviada, veré lo que se puede hacer. O si ella lo prefiere puede acompañarme cuando yo regrese. Y también me traeré otras cosas preciosas».

Por supuesto que Beu Ribé era lo que más me preocupaba y la razón inmediata para regresar a Uaxyácac. Pero también podrán percibir, reverendos frailes, que estaba cerca de consumar el plan que con mucho cuidado había preparado. Cuando le había sugerido al Venerado Orador que invadiera a Los Desconocidos y que llegara al acuerdo de tomar como tributo todo el colorante púrpura que ellos pudieran recolectar para siempre, no le mencioné el vasto tesoro que había en la cueva del Dios del Mar. Por las preguntas que hice a los guerreros que regresaron, sabía que, aún vencidos, Los Desconocidos no habían hecho alguna alusión acerca de la existencia de su colorante. Pero yo sí lo sabía y sabía de la gruta en la cual estaba escondido, y había arreglado que Auítzotl dominara lo suficientemente a los zyú, como para que me fuera posible ir y conseguir para mí esas fabulosas riquezas. Hubiera llevado a Cózcatl conmigo, pero estaba muy ocupado, también, en terminar de construir la casa que había heredado de Glotón de Sangre, así es que sólo le pedí permiso para tomar prestadas algunas armas, del viejo guerrero. Después fui alrededor de la ciudad y reuní a siete de los viejos amigos y guerreros de Glotón de Sangre. Como él, pasaban de la edad de servicio y estaban retirados de las armas, pero, como él, todavía estaban fuertes y vigorosos. También estaban enfadados con su aburrido retiro. Cuando, después de hacerles jurar que guardarían el secreto, les expliqué lo que tenía en mente, estuvieron muy ansiosos por la aventura.

Zyanya me ayudó a propagar la historia de que iba a saber qué había pasado con su hermana y que mientras estuviera viajando, también aprovecharía para hacer una expedición comercial. Así es que cuando los siete y yo nos encaminamos hacia el sur por el caminopuente de Coyohuacan, no causamos comentarios o curiosidad. Por supuesto, que si alguien nos hubiera observado de cerca, se hubiera preguntado por qué habría yo escogido a unos cargadores tan viejos y por qué todos ellos tenían cicatrices o narices u orejas cortadas. Si hubieran inspeccionado los bultos que los hombres cargaban, aparentemente llenos de mercancías para el trueque, hubieran encontrado que contenían, aparte de las raciones de comida y las cañas de polvo de oro, solamente escudos de piel y toda clase de armas que fueran más fáciles de manejar que la lanza larga; varias pinturas de guerra, plumas y otras insignias guerreras en miniatura.

Continuamos a lo largo del camino que nos llevaría por la ruta del sur, pero sólo hasta más allá de Quaunáhuac. Luego, abruptamente nos desviamos hacia la derecha, a lo largo de un camino que casi no se utilizaba y que conducía hacia el oeste, la ruta más corta hacia el mar. Ya que esa ruta nos llevaba, la mayor parte de nuestro camino, a través de la orilla sur de Michihuacan, nos hubiéramos visto en problemas si alguien nos hubiera
desafiado y
examinado nuestros fardos. Nos hubieran tomado por espías mexica y nos hubieran ejecutado instantáneamente o quizá no tan instantáneamente. Todas las veces que nuestro ejército mexica intentó invadir esa tierra, en tiempos pasados, siempre fue rechazado gracias a las armas superiores de los purémpecha, hecha con algún metal misteriosamente duro y agudo. Por supuesto, que cada purempe estaba siempre en guardia en contra de cualquier mexícatl que entrara en sus tierras, con cualquier motivo.

Debo hacer notar que Michihuacan, Tierra de Pescadores, era como nosotros los mexica la llamábamos, a lo que ustedes los españoles ahora le llaman la Nueva Galicia, sea lo que sea su significado. Para los nativos tenía varios nombres en sus diversas áreas —Xalisco, Nauyar Ixú, Kuanáhata y otros—, pero en su mayor parte lo llamaban Tzintzuntzani, En Donde Hay Chupamirtos, como su ciudad capital que lleva el mismo nombre. A su lenguaje se le llama poré y durante aquella jornada y las siguientes, aprendí lo más que pude de él, o mejor debería decir de ellos, ya que el poré tiene muchos y diversos dialectos locales, como los tiene el náhuatl. Por lo menos tengo suficientes conocimientos de poré como para preguntarme el porqué de que ustedes los españoles insistan en llamar a los purempecha, los tarasca. Al parecer, ustedes tomaron ese nombre de la palabra poré
taraskue
, que los purempecha usan para designarse a sí mismos, prudentemente, en una «relación distante» con los otros pueblos vecinos. En fin, no importa; yo he tenido más que suficientes y diferentes nombres. Y en esa tierra tuve otro: Anikua Pakápeti, que es el equivalente de Nube Oscura. Michihuacan era y es una nación rica y vasta, tan rica como nunca lo ha sido el dominio de los mexica. Su Uandákuari o Venerado Orador, reinaba, o por lo menos cobraba tributo, sobre una región que se extendía desde los huertos frutales de Xichú, al este de las tierras Otomí, hasta el puerto mercante de Patámkuaro, en el océano sur.

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