Azteca (85 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

BOOK: Azteca
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No pude evitar decir: «Realmente no me suena como si fuera…».

«¿Como si fuera el típico mexícatl, sanguinario y muy macho? ¿Como Zaa Nayázú? —Bajando la voz me susurró—: Dime la verdad, Zaa, ¿ha quedado mi hermana
realmente
satisfecha en su lecho conyugal?».

«Por favor, Beu. Eso es vergonzoso».

Ella soltó una blasfemia: «Gi
zyabá
! ¿Qué puede ser vergonzoso para una mujer ya degradada? ¿Si tú no me lo dices, por qué no me lo demuestras? Pruébame que eres un marido adecuado. Oh, no te pongas colorado o te vayas. Recuerda que yo te vi una vez haciéndolo con mi madre, pero nunca nos dijo después si habías sido
bueno
para eso o no. Estaré muy contenta de saberlo por experiencia propia. Ven a mi cuarto. ¿Por qué has de tener escrúpulos en tomar a una mujer que ya ha sido utilizada? Aunque no mucho, por supuesto, pero…».

Cambié de tema con firmeza: «Le dije a Zyanya que te llevaría conmigo a Tenochtitlan si estabas sufriendo o en algún peligro. Tenemos una casa con bastantes habitaciones. Te lo pregunto, Beu, si encuentras tu situación intolerable aquí, ¿te vendrías con nosotros?».

«Imposible —gritó—. ¿Vivir bajo tu mismo techo? ¿Cómo puedo ignorarte allí, como has sugerido?».

Sin poder contenerme por más tiempo, le grité: «He hablado con cortesía, con contrición, con simpatía y con el cariño de un hermano. Te he ofrecido que empieces otra vez en un buen hogar, en una ciudad diferente, en donde puedas levantar la cabeza y olvidar el pasado. Pero tú sólo me contestas con burlas, despectivamente y con malicia. Me iré por la mañana, mujer, ¡y puedes venir conmigo si quieres!».

Ella no quiso.

Llegamos a la ciudad capital de Záachila, para seguir en mi papel de comerciante. Otra vez visité al Bishosu be'n zaa quien me recibió en audiencia y le conté mi mentira: como había estado vagando por la nación chiapa y como hasta hacía muy poco había sabido sobre los sucesos del mundo civilizado, le dije:

«Como el Señor Kosi Yuela debe de haber adivinado, fue por mi instigación que Auítzotl trajo a sus hombres a Uaxyácac. Así es que me siento en la necesidad de pedir algunas disculpas».

Él hizo un gesto como no dándole importancia. «Cualesquiera que hayan sido las intrigas en las que nos vimos envueltos, no tienen la menor importancia. Estoy muy contento de que su Venerado Orador viniera con buenas intenciones y estoy satisfecho de que la larga animosidad que había entre nuestras naciones, haya cedido finalmente, además de que no tengo nada que objetar en recibir un tributo tan rico como el púrpura».

Yo le dije: «Sin embargo los hombres de Auítzotl tuvieron una conducta reprobable en Tecuantépec. Simplemente como un mexícatl debo pedir disculpas por eso».

«No culpé a Auítzotl. Ni siquiera culpo mucho a sus hombres».

Debí de mostrar mi sorpresa, porque me explicó: «Su Venerado Orador se movió con rapidez para detener los ultrajes. A los peores los mandó matar por medio del garrote y a los demás los aplacó con promesas, que estoy seguro de que cumplirá. Luego pagó para expiar esos estragos o por lo menos lo más que se hubiera
podido
pagar por ellos. Nuestras naciones, probablemente, estarían en estos momentos en guerra si no hubiera sido porque actuó rápida y honorablemente. No, Auítzotl estaba ansiosamente humilde por restaurar las buenas relaciones».

Era la primera vez que oía describir al colérico Monstruo del Agua con el apelativo de humilde.

«Sin embargo, había otro hombre, un hombre joven, su sobrino. Uno que estaba al mando de los mexica mientras nosotros conferenciábamos y fue cuando empezó el tumulto. Ese joven lleva un nombre que nosotros la Gente Nube detestamos por una razón histórica, él se llama Motecuzoma, y creo que ha heredado el deseo sanguinario de su tocayo. También creo que él vio como un signo de debilidad la alianza que Auítzotl concertó con nosotros. Pienso que desea a los be'n zaa como vasallos de los mexica y no como iguales. Tengo la fuerte sospecha de que él fomentó ese motín, con la esperanza de que nos degolláramos los unos a los otros, otra vez. Si usted puede hacerse oír de Auítzotl, joven mercader, le sugiero que le insinúe unas palabras para prevenirle acerca de su sobrino. Enaltecido de repente, este nuevo Motecuzoma, si llega a tener cualquier tipo de posición en el poder, podría arruinar todo el bien que su tío pudiera buscar para su satisfacción».

En el camino-puente hacia Tenochtitlan, en donde la ciudad iba apareciendo ante nosotros, luminosamente blanca contra el crepúsculo rojizo como el color de la tórtola, mandé a mis hombres adelante de dos en dos. La noche ya había caído cuando puse un pie en la isla y la ciudad estaba iluminada por las llamas de las antorchas, de los candiles y las lámparas. A través de esa parpadeante iluminación, pude ver que mi casa ya estaba terminada y que tenía una fachada muy bonita, pero no pude apreciar todos los detalles exteriores; ya que había sido construida sobre pilares más o menos de mi estatura, tuve que subir una pequeña escalera para entrar. Fui admitido por una mujer de mediana edad, que obviamente era una nueva esclava, ya que nunca antes la había visto. Ella se presentó como Teoxfhuitl, o Turquesa, y dijo: «Cuando los portadores llegaron, mi señora subió al piso de arriba, para que usted pudiera hablar en privado con los hombres sobre sus negocios. Ella le esperará en la alcoba, mi amo».

La mujer me guió hacia una habitación que estaba en la planta baja, en donde mis siete compañeros estaban devorando una comida fría, que ella tuvo que preparar con precipitación. Después de que me dio a mí también un plato de comida y de que todos apaciguamos nuestra hambre, los hombres me ayudaron a mover la pared falsa del cuarto secreto y a guardar nuestros fardos allí, en donde ya habían sido almacenadas otras mercancías. Luego, les pagué el salario que les correspondía de regreso y les di más de lo que les había prometido, ya que se habían portado admirablemente. Todos besaron la tierra ante mí cuando se fueron, después de hacerme jurar que los citaría otra vez si concebía otros proyectos que fueran del agrado de siete viejos guerreros, que de otra forma estarían en el ocio de la paz y del aburrimiento. En el piso de arriba, encontré el cuarto sanitario exactamente como le había dicho al arquitecto que lo quería: tan completo y eficiente como aquellos que se vaciaban solos y que había utilizado en los palacios. En el cuarto de vapor adyacente, la esclava Turquesa ya había colocado y calentado las piedras al rojo vivo y cuando terminé mi primer baño, dejó caer agua sobre ellas para producir una nube de vapor. Sudé allí por un rato y luego regresé al estanque de baño otra vez, hasta que estuve seguro de que todo el polvo, la suciedad y el mal olor del viaje estaban fuera de mis poros.

Cuando pasé desnudo de allí a la recámara, encontré a Zyanya igualmente desnuda y recostada sobre los suaves cobertores de la cama en una posición invitadora. Sólo había en la habitación la pequeña luz roja de un brasero, pero era suficiente para alumbrar su mechón de pelo pálido y delinear sus pechos puntiagudos. Cada uno de ellos era una bella semiesfera simétrica, en cuyas cumbres se encontraban sus pequeñas aureolas como otras esferitas, exactamente como ustedes pueden ver a través de la ventana el perfil del Popocatépetl, mis señores frailes; un cono sobre otro cono. No, por supuesto que no tengo necesidad de explicarles estos detalles. Sólo quería decirles qué fue lo que alteró mi pulso, mientras me encaminaba hacia Zyanya.

Yo le dije: «Tengo noticias que darte, pero pueden esperar».

«Entonces deja que esperen», respondió ella con un susurro de voz y sonrió alargando su mano para alcanzarme.

Después le di las noticias que traía sobre Beu Ribé; de que estaba sana y salva, pero que era muy infeliz. Me alegro de que hubiéramos hecho primero el amor, ya que le proporcioné a Zyanya la languidez usual que da al último el placer satisfecho, con lo cual tenía la esperanza de que las palabras que dijera fueran o resultaran más suaves. Le conté el encuentro infortunado que Beu Ribé tuvo con el oficial mexica y traté de que se pareciera, tal como Beu lo había hecho, más a una farsa que a una tragedia.

Concluí diciéndole: «Pienso que es su orgullo obstinado el que hace que se quede allí, atendiendo la hostería. Tiene la determinación de no tomar en cuenta lo que la gente del pueblo pudiera pensar de ella, ya sea que sientan vergüenza o simpatía por ella. No dejará Tecuantépec por ninguna buena razón o por una vida mejor, porque eso sería tomado como un signo de debilidad por parte de ella».

«Pobre Beu —murmuró Zyánya—. ¿Hay algo que podamos hacer por ella?».

Reprimiendo mi propia opinión acerca de la «pobre Beu», medité y dije al fin: «No puedo pensar en otra cosa, más que

sufras una desgracia. Si tú, que eres su única hermana, la necesitaras con desesperación, creo que vendría a verte. Pero no provoquemos a los dioses. No dejemos que un infortunio nos ponga a prueba».

Al día siguiente, cuando Auítzotl me recibió en su horrible salón del trono, otra vez conté la historia que había inventado; que había ido a ver si la hermana de mi esposa no había sufrido ningún percance en el saqueo de Tecuantépec, y que mientras estuve allí aproveché la oportunidad para ir un poco más hacia el sur, para procurarme más cristales para encender. Otra vez, ceremoniosamente le regalé uno y él me dio las gracias entusiasmado. Entonces, antes de traer a colación un tema que estaba seguro que se le saltarían los ojos y pondría su irascibilidad al rojo candente, le dije algo que aplacaría su carácter.

«En mis viajes, Señor Orador, he llegado hasta la costa de la tierra del Xonocochco, desde donde proviene la mayor parte de nuestro algodón y de nuestra sal. Pasé dos días entre la Gente Mame, en su aldea principal de Pijijía y los ancianos me llevaron a su consejo. Deseaban que yo trajera un mensaje al Uey-Tlatoani de los mexica».

Él se encogió de hombros con indiferencia: «Dígame el mensaje».

Yo dije: «Sepa usted, mi señor, que el Xoconochco no es una nación, sino simplemente una vasta extensión de tierra fértil, habitada por varios pueblos: Los mame, los mixe, los comiteca y otras tribus aún más pequeñas. Sus territorios se encuentran en esa extensión de tierra y están aliados por medio de esas tribus de ancianos como la de Pijijía. El Xoconochco no tiene una capital principal o un cuerpo de gobierno, ni un ejército».

«Interesante —murmuró Auítzotl—. Pero no mucho».

Continué sin dejarme apabullar: «Al este del Xoconochco, que es rico en huertos frutales, está la selva improductiva de la nación de Quautemalan, El Bosque Enmarañado. Sus nativos, los quiche y lacandón, son descendientes degenerados de los maya. Son pobres, sucios y flojos y en tiempos pasados fueron considerados como muy despreciables. Sin embargo, recientemente han sacado energías para salir de Quautemalan e invadir los territorios del Xoconochco. Esos desgraciados amenazan con hacer sus correrías más frecuentes, hasta convertirlas en una guerra continua, a menos de que los pueblos del Xoconochco estén de acuerdo en pagarles un gran tributo en algodón y sal».

«¿Tributo? —gruñó Auítzotl, al fin interesado—. ¡
Nuestro
algodón y
nuestra
sal!».

«Sí, mi señor. Pues bien, es difícil poder esperar que un puñado de recolectores de sal y algodón, y simples pescadores puedan defender fieramente sus tierras. Sin embargo, han tenido las suficientes agallas como para encolerizarse ante esas demandas arrogantes. No están dispuestos a darles a los quiche y lacandón lo que nos han estado vendiendo formalmente y con provecho a nosotros los mexica. Ellos piensan que nuestro Venerado Orador debería sentirse igualmente ultrajado ante esta idea».

«Ahorre su énfasis en lo que es obvio —rezongó Auítzotl—. ¿Qué es lo que sus ancianos proponen? ¿Que nosotros entremos en guerra con Quautemalan por ellos?».

«No, mi señor. Ellos ofrecen darnos el Xoconochco».

«¿Qué?». Él se tambaleó honestamente sorprendido.

«Si el Uey-Tlatoani acepta las tierras del Xoconochco como un nuevo dominio, sus pequeños gobernantes abandonarán sus puestos y todas sus tribus dejarán a un lado sus identidades y todas sus gentes jurarán lealtad a Tenochtitlan, como mexica voluntarios. Sólo piden dos cosas: que les sea permitido seguir viviendo y trabajando como siempre lo han hecho, sin que se les moleste, y que continúen recibiendo un pago por su trabajo. Los mame, hablando por todas las demás tribus, quieren pedir que un noble mexícatl sea enviado como gobernante y protector del Xoconochco y que una fuerte guarnición de tropas mexica se establezca y sea mantenida allí permanentemente».

Viéndose muy complacido y hasta deslumbrado por el cambio, Auítzotl murmuró para sí:

«Increíble. Una tierra rica, libre para ser tomada. Dada libremente. —Dirigiéndose hacia mí, me dijo mucho más calurosamente de lo que nunca antes se había dirigido a mí—: No
siempre
nos traes problemas y molestias, joven Mixtli».

Yo callé modestamente.

Él continuó pensando en voz alta: «Éste sería el dominio más lejano de la Triple Alianza. Si ponemos un ejército allí, el Único Mundo tendría un amplio dominio de mar a mar, entre dos mandíbulas. Las naciones que quedaran cercadas por éstas siempre se lo pensarían antes de causarnos problemas, pues esas quijadas se cerrarían y las aplastarían. Vivirían siempre con temor, sumisas y serviles…».

Yo volví a hablar: «Puedo hacerle notar otra ventaja, Señor Orador. Ese ejército, aunque esté muy lejos de aquí, no necesita ser mantenido por Tenochtitlan. Los ancianos de los mame me prometieron que lo mantendrían y lo aprovisionarían sin restricción. Los guerreros vivirán muy bien en la abundancia del Xoconochco».

«¡Por Huiztli que lo haremos! —exclamó Auítzotl—. Por supuesto que nosotros presentaremos esta proposición a nuestro Consejo de Voceros, pero sólo será una formalidad».

Yo dije: «También, mi señor, podría decir al Consejo de Voceros que una vez que la guarnición esté establecida, las familias de los guerreros podrían ir a reunírseles. Proveedores y comerciantes podrían seguirlos, y quizás otros mexica que quisieran dejar estas tierras del lago, ya muy abarrotadas de gente y asentarse en las amplias tierras del Xoconochco. La guarnición llegaría a ser una semilla de colonización, y aunque más pequeña que Tenochtitlan, quizás algún día llegue a ser la segunda gran ciudad de los mexica».

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