—¡Madre nuestra, Santa Virgen de Araceli, ven con nosotros!
—¡Viva España, Fernando VII, y la Virgen de la Fuensanta!
Ya nadie pensaba en tener miedo: muy lejos de esto, todos los de mi fila rabiábamos por no estar en las de vanguardia, en aquellas filas dichosas que acometían a sablazos a los franceses de a pie, ya pronunciados en completa dispersión. Tal era nuestro furor bélico en aquella fácil victoria, que D. Diego, Marijuán y yo, no encontrando a derecha e izquierda francés alguno, hacíamos grande estrago con nuestros sables en los arbustos del camino, diciendo: «Perros, canallas, ya sabréis cómo las gastamos los españoles».
La gloria de cargar sobre la infantería francesa perteneció tan sólo a las primeras filas, aunque no les duró mucho el regocijo, porque los enemigos, convencidos ya de que no tenían fuerza bastante para hacernos frente, tomaban a toda prisa el camino de Bailén. Una vez posesionados del camino, seguimos adelante; pero los caballos enemigos corrían a todo escape, y la infantería se puso en salvo por las veredas, dispersándose a un lado y otro de la carretera. Sobre las diez nos detuvimos, y puestas en orden las columnas, avanzamos despacio, porque recelábamos de ser atacados por una división entera. Entretanto nuestras pérdidas habían sido nulas en la caballería, y escasas, aunque sensibles, en la infantería, que perdió un capitán del regimiento de la Reina y bastantes soldados.
Después de haber perdido de vista a los enemigos, continuamos la marcha hacia Bailén, si bien con mucha cautela, pues había la presunción de que los franceses, reforzados con gran número de tropas y caballos y artillería, se nos presentarían de nuevo en mitad del camino, sorprendiéndonos en nuestra triunfal carrera. Así fue en efecto. A eso del medio día nuestras columnas avanzadas recibieron el fuego de los imperiales, que rehechos con un destacamento que había llegado de Linares, trataban de ganar lo perdido.
Furiosos por el reciente desastre, acometieron briosamente a nuestra vanguardia. Tomamos posiciones, y las tropas ligeras, ayudadas de un enjambre de paisanos, se diseminaron por las escabrosidades colindantes, desde cuyos matorrales mortificaban a los franceses con fuego menudo. La caballería entretanto continuaba muy lejos de la acción, y aunque nuestro deseo hubiera sido que se nos enviara a lo más recio para desahogar la furia de nuestro enardecido pecho, Dios quiso por fortuna que no llegase esta ocasión, pues la escaramuza terminó de improviso; cesaron los tiros, y vimos con sorpresa que los franceses, como poseídos de súbito pavor, retrocedían a la desbandada hacia Bailén, recogiendo precipitadamente sus heridos.
¿Qué ocurría? Según después supimos, los franceses había tenido una pérdida funesta, la de su general Gobert, el cual cayó mortalmente herido por una de esas balas de invisible guerrero, que salían de entre las malezas para taladrar el corazón del Imperio. Aquel valiente militar murió pocas horas después en Guarromán. Dueños nosotros del campo, y sin enemigos a la vista, parecía natural que fuéramos sobre Bailén; pero el ejército volvió hacia Mengíbar para repasar el río, movimiento que no fue por nosotros comprendido. Todos estábamos muy orgullosos, y especialmente los paisanos inexpertos no cabíamos en el pellejo.
—¡Hoy es día del Carmen! —exclamó D. Diego—. ¡Viva la Virgen del Carmen, y mueran los franceses!
Ruidosas exclamaciones alegraron y conmovieron nuestras filas. Era el 16 de Julio: en este día la Iglesia celebra, además de la advocación del Carmen, el Triunfo de la Santa Cruz, fiesta conmemorativa de la gran batalla de las Navas de Tolosa, ganada contra los infieles por castellanos, aragoneses y navarros, en aquellos mismos sitios donde nosotros perseguíamos a los franceses, y en el mismo 16 del mes de Julio. Habían pasado quinientos noventa y seis años. La coincidencia del lugar y la fecha nos inflamaba más, y añadido a nuestro patriotismo una profunda fe religiosa, nos creímos héroes, aunque hasta entonces no habíamos tenido ocasión de probarlo.
Antes de cruzar el río, descansamos para llevar algo a la boca. ¡Oh, qué desengaño! Estábamos muertos de hambre y cansancio, y se nos dijo que no había más que un tercio de ración. Pero nosotros éramos buenos chicos y nos conformamos, supliendo los dos tercios restantes con la sustancia moral del entusiasmo.
—Pero Sr. de Santorcaz —pregunté a mi compañero, cuando con el agua al estribo vadeábamos el Guadalquivir—, ¿nos quiere Vd. decir por qué no se nos ha llevado adelante? ¿Por qué después de esta victoria desandamos lo andado?
—¡Zopenco! —me contestó—. Esto no ha sido más que una fiestecilla de pólvora, y todavía no ha empezado lo bueno. ¿Crees que no hay más franceses que esos cuatro gatos de Ligier-Belair? ¿Qué sabes tú si a estas horas, Vedel, que fue a Andújar en auxilio de Dupont, habrá regresado a Bailén? Ahora, o yo me engaño mucho, o vamos en busca del marqués de Coupigny para reunirnos y emprender juntos un nuevo ataque. ¿Estás al tanto de lo que digo? ¿Ves cómo no en vano ha mordido uno el cebo en Hollabrünn, en Austerlitz y en Jena?
Efectivamente, la intención de nuestro general era reunirse con Coupigny; pero esto no se verificó hasta la noche del 17 al 18.
Se nos acampó en una altura a espaldas de Mengíbar, y supimos con gusto que aquella noche no haríamos movimiento alguno. Nuestro gozo, como nuestra fatiga, necesitaba descanso; necesitábamos dar desahogo al efervescente alborozo, no sólo renovando en la memoria todos los incidentes de la acción de aquel día, sino también refiriendo cuanto cada uno hizo y cuanto dejó de hacer para que la batalla fuese completamente ganada. Los suizos y los soldados de línea no estaban tan engreídos como nosotros los paisanos, que creíamos haber asistido a la más grande y gloriosa batalla de los modernos tiempos. Mirábamos con desdeñosa indiferencia a los que quedaron de reserva, y al contarles lo que pasó, hacíamos subir a cifras fabulosas el número de franceses segados por nuestros cortadores sables en la refriega.
Largas horas pasamos sobre el campo saboreando los deliciosos recuerdos de tanta gloria, que como dejos de un manjar muy rico nos renovaban el placer del vencimiento. La noche era como de verano y como de Andalucía, serena, caliente, con un cielo inmenso y una atmósfera clara, donde fluctúa algo sonoro, cuya forma visible buscamos en vano en derredor nuestro. Tendidos sobre la caldeada tierra a orillas del río, cuyas frescas emanaciones buscábamos con anhelo, entreteníamos las horas hablando, cantando, o haciendo eruditas disertaciones sobre la campaña tan felizmente emprendida. En un grupo se jugaba a las cartas, en otro se decía un romance de héroes o de santos, en este algunos cantaores echaban al vuelo las más románticas endechas de la tierra, pues desde entonces era romántica Andalucía; en aquel se narraban cuentos de brujas, y en algunos, finalmente, se dormía sin inquietud por el día venidero.
Nuestro D. Diego, siempre al arrimo de Santorcaz; Marijuán, yo y algunos más formábamos un grupo bastante animado, en el cual no cesó el ruido hasta muy alta la noche. Después de cantar, no escasearon los cuentos, acertijos y adivinanzas, y por último, la conversación recayó en tema de mujeres.
—Yo —dijo D. Diego con su natural ingenuidad—, me voy a casar. A todos les convido a mi boda. «¿Y quién es la novia?» dirán Vds. Pues sepan que no la he visto. Mi señora madre lo ha arreglado todo con otras dos señoras de Córdoba, y según me han dicho, es más bonita que el sol, aunque ahora le ha dado por no salir del convento.
—Será para cuando acabe la guerra, porque ahora no está el horno para bollos —dijo Marijuán—. Yo también voy a casarme con una muchacha de Almunia, que tiene siete parras, media casa y burro y medio de hijuela. También será cuando acabe la guerra, y a todos les convido a mi boda. ¿Y tú, Gabriel?
—Pues yo para no ser menos —contesté—, diré que cuando se acabe la guerra me pienso casar también. ¿Y con quién?, dirán Vds. Pues me caso con una condesa.
—¡Con una condesa!
—Sí señores, con una condesa que posee todas estas tierras que estamos viendo y otras más allá, y tiene dos escudos con ocho lobos sobre plata y catorce calderos, con media cabeza de moro y un letrero que dice…
—Toma casa con hogar y mujer que sepa hilar
—dijo Marijuán interrumpiéndome—. ¿Pues no dice que se casa con una condesa? Será con alguna duquesa del estropajo. Pero di, ¿en qué alcázares reales está tu novia?
—Este es un bobalicón que no sabe lo que se habla —dijo D. Diego—. ¡Buena condesa será ella! Pues, como os decía, muchachos, mi novia está muy desazonada esperando a que se acabe la guerra para casarse conmigo. Así me lo han dicho, y lo creo. Apuesto que están Vds. rabiando por saber quién es y cómo se llama; pero eso no lo he de mentar, porque mi señora madre y D. Paco me dijeron que si hablaba de esto antes de llegar la ocasión me castigarían no dejándome montar en el potro. ¡Qué guapa es, señores! Sus ojos son dos luceros, como aquel grande y muy claro que está sobre el tejado de esa casa; su boca se compone de dos hojas de rosa; sus dientes hacen que todas las perlas echen a correr de envidia; sus mejillas son claveles abiertos, y cuando llora sus lágrimas son diamantes. Yo no la he visto más que en figura; porque han de saber Vds. que cuando fui a visitar a sus tías en Córdoba me dieron un medalloncito con el retrato de la que ha de ser mi mujer, el cual retrato, por temor a que se me perdiera, lo he dado a guardar al señor de Santorcaz.
—Eso se parece —dijo uno de los oyentes—, a la historia de la princesa Laureola, por quien vinieron de La Meca los tres reyes moros, y dice el cuento que tenía los ojos de azabache ardiendo, la boca de flor de granado, y las orejas de caracolitos del mar. ¿Lo sabes tú?
—Eso está en el romance de la Reina mora, bruto. ¿Qué tiene eso que ver con la princesa Laureola?
—Yo sé el romance de la Reina mora —gritó don Diego batiendo palmas—. ¿Lo echo?
—Venga.
—No; el del
Barandal del cielo
, que es más bonito y habla de la Virgen —añadió el condesito gozoso de hallarse a punto de lucir sus habilidades—. Me lo enseñó mi hermana Presentación, que sabe veintisiete y los dijo todos arreo delante del señor obispo de Guadix, cuando su ilustrísima paró en casa el mes pasado.
Y sin esperar a que le rogasen, el mayorazguito de Rumblar, con sonsonete de escuela, voz agridulce y amanerados gestos dio principio a la siguiente retahíla:
Por el barandal del cielo
se pasea una doncella
blanca, rubia y encarnada,
que alumbra como una estrella.
San Juan le dice a Jesús:
¿quién es aquella doncella?
Nuestra madre, buen San Juan,
nuestra madre linda y bella;
la Virgen no viene sola,
ángeles vienen con ella;
no viene vestida de oro,
ni de plata, ni de seda;
viene vestida de grana…».
. . . . . . . . . . .
Y como al concluir fuera acogida esta relación con una salva de aplausos, animose el recitador y nos endilgó otra, no menos famosa, que empezaba:
hay una fuente muy clara,
donde se lava la Virgen
sus santos pechos y cara…».
—¡Basta de romances! —exclamó de improviso Santorcaz, asustándonos a todos con su interrupción—. Eso es cosa de chiquillos, y no de hombres formales. ¿No sabe Vd. más que eso?
—Sé muchos más —dijo tímidamente el joven—. D. Paco me ha enseñado muchos, y me los hace aprender de memoria para que los diga en las tertulias.
—¿Y nada más le ha enseñado a Vd. ese señor D. Paco, a quien desde el primer momento tuve y diputé por un gran zopenco?
—También me ha enseñado historia, sí señor. Y sé lo de nuestro padre Adán y aquello de Alejandro cuando fue a dar batallas a los persas como ahora vamos nosotros a dárselas a los franceses.
—¿Y nada más?
—¡Toma: también latín!, pero mi señora madre mandó que no me atarugasen la cabeza de latín, puesto que no era necesario, y por último D. Paco dijo que con saber un poquito de
Musa musæ
bastaba.
—¿Y qué libros ha leído Vd.?
—Nada más que la
Guía de Pecadores
, donde está aquello del infierno. Ese libro es muy feo, y mi señora madre no me dejaba leer más que lo del infierno, que da mucho miedo, y sueña uno con ello. Pero mi señora madre tiene otros libros en el cofre, y cuando iba a misa, yo con mucha cautela los sacaba para leerlos. Uno se titula
La farfulla o la cómica convertida
, novela escrita por un fraile de mínimos, y otra,
Princesa, ramera y mártir, Santa Afra
. Ambos libros son muy bonitos y traen un aquel de amores y besos que me daba mucho gusto cuando los leía a escondidas.