—¿Qué estás diciendo? Ya no queda duda que hemos vencido a Napoleón, y como este ha vencido a todo el mundo, resulta que nosotros hemos vencido al mundo entero. ¿Pero chico, no te vuelves loco? Mira cómo alzan los brazos gritando, aquellos generales que vienen por el llano. ¡Benditas penas, benditos golpes, bendito calor y bendita sed, puesto que al fin hemos salido vencedores! ¡Viva España!
—De esa manera —le dije yo, preocupado con mis guerras —entra a disfrutar el mayorazgo, casándose con D. Diego, para evitar un litigio que arruinaría a las dos familias.
—¿Qué hablas ahí, muchacho? —exclamó con sorpresa— Ya sabes que los franceses se van a entregar todos. ¡Qué vergüenza! ¡Que vuelva Napoleón a meterse con los españoles! Chico; nos vamos a comer el mundo, y digo que la Junta de Sevilla es una remilgada si no nos manda conquistar a París. ¡Viva España!
—Y nuestro amo, ¿dónde está? —pregunté intranquilo—. ¿Qué ha sido del señorito de Rumblar?
—¡Creo que ha muerto! —me contestó lacónicamente Marijuán, picando espuelas y alejándose de mí.
Tan estupenda noticia dio nueva dirección a mis alborotados pensamientos. El aspecto de la refriega interior que me sacudía el alma cambió de improviso y por completo. Todo vino abajo, todo se puso de otro color, y el mundo fue distinto a mis ojos. Ignoro si en aquel momento sentí la muerte de mi amo, o si por el contrario, desbordado el corruptor egoísmo en mi alma, acepté con regocijo la desaparición de quien interponiéndose entre mi ideal y yo, alteraba a mis ojos el equilibrio del universo, más que Napoleón el de Europa… En medio del delirio de aquella gran victoria, una de las más trascendentales que han ocurrido en el mundo, yo permanecía mudo, y mi caballo me transportaba de un lado para otro según su albedrío. En mi derredor la efervescencia de aquella patriótica alegría, de aquel entusiasmo febril causaba estrepitoso oleaje. Allí la persona humana había desaparecido fundiéndose en el hermoso conjunto de la sociedad o la Nación, que era sin duda la que conmovía la tierra con sus gritos de gozo. El único que se conservaba aislado, y podía llamarse hombre, era el egoísta Gabriel, grano de arena no conglomerado con la montaña, y que rodaba solo haciendo por su propia cuenta las revoluciones establecidas por la armonía del mundo.
—Es preciso averiguar si realmente ha muerto Rumblar… ¿Entrará al fin Inés en la familia de su madre? ¿La perderé para siempre? ¿Debo reírme de mi necia y ridícula aspiración? ¿Un hombre como yo puede subir a tanta altura? ¿La misteriosa oscuridad de los tiempos venideros ocultará alguna cosa que destruya este nivel espantoso? ¿Puedo esperar, o resignarme desde ahora, bendiciendo la mano de la Providencia que me arroja en el polvo de donde nunca debí intentar salir?
Estas preguntas me hacía, cuando un acontecimiento no previsto vino a alterar repentinamente la situación de las cosas fuera de mí. El ejército corría a ocupar sus posiciones; la corneta y el tambor convocaban a todos los soldados, y gran número de gentes del pueblo, hombres y mujeres, corrían hacia las calles de Bailén. Nuestros destacamentos habían divisado las columnas avanzadas del general Vedel que venía de Guarromán en auxilio de Dupont, y ya a poca distancia, un cañonazo nos anunció la presencia de un nuevo enemigo. ¡Ay!, ¡si Vedel hubiese llegado un momento antes, poniéndonos entre dos fuegos! Pero Dios, protector en aquel día de la España oprimida y saqueada, permitió que Vedel llegase cuando estaba convenida ya la tregua, y se había principiado a negociar la capitulación.
Al instante mandó Reding un oficio al general francés dándole cuenta de lo ocurrido, y los enemigos se detuvieron más allá de una ermita que llaman de San Cristóbal, situada a mano izquierda del camino real, yendo de Bailén a Guarromán. Al poco rato vimos un oficial francés que llegó al pueblo con un oficio para Reding y otro para Dupont, y como en el cuartel general de este se estaban ya negociando las bases de la capitulación, nos consideramos seguros de ser atacados por la parte alta del camino, a causa de que la acordada suspensión de armas debía afectar a todas las fuerzas que componían el ejército imperial de Andalucía.
A pesar de esta confianza, varios regimientos, entre ellos el de Irlanda y el famosísimo de Órdenes Militares que tanto se había distinguido en la batalla, ocuparon el camino frente a las tropas de Vedel, las cuales iban llegando por momentos y tomaban posiciones. Mi regimiento fue colocado en la entrada oriental del pueblo. Sería poco más de la una cuando los franceses de Vedel, sin aguardar a que les contestara Dupont, rompieron el fuego contra Irlanda, sorprendiéndoles con fuerzas considerables. Gran efervescencia y algazara y tumulto en nuestras filas. Todos querían ir no a combatir con los franceses, sino a pasarlos a cuchillo, por violar las leyes de la guerra. Pero nosotros teníamos, para sojuzgar a los traidores, rehenes preciosos, cuales eran los restos del ejército de Dupont, que estaban en nuestro poder, como una víctima maniatada y con la cabeza sobre el tajo. Durante la confusión que siguió al ataque, algunas tropas acudieron a cercar el campo francés vencido, y otras corrieron en auxilio de los regimientos de Irlanda y Órdenes, puestos en gran compromiso.
A pesar de la inferioridad de número y de posición de nuestras tropas, todo anunciaba que se iba a trabar un combate tan encarnizado como el primero, y los valerosos paisanos lo mismo que los soldados de línea ardían en generoso anhelo de morir si era preciso por rematar con una tarde épica la gloriosa mañana.
Pero la Providencia, como he dicho, estaba de nuestra parte. Casi juntamente con los primeros tiros de la embestida de Vedel, sonaron cañonazos lejanos, que al principio no supimos a qué dirección referir.
—¿Qué es eso? ¿Hacen fuego por el Herrumblar o es la gente de Mengíbar? —preguntaban allí.
—Es la división de D. Manuel de la Peña, que viene por la Casa del Rey —contestó uno que a todo escape venía del primer campo de batalla.
La tercera división, enviada al amanecer desde Andújar por Castaños en seguimiento de Dupont, había llegado, y se anunciaba al enemigo con disparos de pólvora seca. Aterrado con este nuevo refuerzo, que aniquilaría los restos del ejército, si Vedel no se sometía al armisticio, Dupont dio enérgicas órdenes para que cesara el fuego de la división recién venida de Guarromán, y el fuego cesó. Con esto, los nueve mil hombres de Vedel se sometieron de antemano al pacto que ajustaba su general en jefe.
Seguimos, sin embargo, sobre las armas, y las entradas de la villa continuaron custodiadas por numerosas fuerzas, que se relevaban para proporcionarnos algún descanso. Cuando me tocó dejar la guardia, dirigime a una de las muchas casas del pueblo en que curaban heridos, para que me pusieran algo en la mano izquierda, donde había recibido una contusión que aunque ligera, me escocía bastante. Regresaba luego a pie en busca de mi puesto, cuando, sintiendo una mano en mi hombro, miré y tuve el gusto de encontrarme cara a cara con D. Paco, el maestro y ayo de D. Diego.
—¿Qué ha sido del niño?, ¿dónde está? No ha venido por casa —me dijo con tono angustiado y poniéndose pálido.
—Sr. D. Paco —le contesté—, francamente, no sé dónde está el señor conde, aunque me parece que debe de estar vivo.
—¡Qué miedo, qué pavor! ¡La santa Virgen de Araceli, la de Fuensanta, la del Pilar y la del Tremedal todas juntas nos favorezcan! Las piernas me tiemblan, Gabriel, y si mi señor y discípulo no parece, yo no me atrevo a decírselo a la señora.
—Ya parecerá; yo le vi poco antes de concluir la batalla. Andará por cualquier lado —dije para calmar su inquietud.
—Es raro que estando sano y salvo no viniese a casa, o mandara un recado. ¿En dónde hay caballería?
—En San Cristóbal, en donde estaba la batería, en la noria, en los altos de la derecha, en los del Gaudiel, hacia el Herrumblar, en muchas partes. Ya andará el Sr. D. Diego por ahí.
—Dios lo quiera. Voy, corro a buscarlo. ¿Dime tú… ya no harán fuego, eh? ¿Habrá peligro en andar por aquí? Si quisieras acompañarme. ¡Diantre con el niño, y si supiera él qué buenas noticias le traigo cómo se apresuraría a venir a mi encuentro!
—¿Qué noticias, Sr. D. Francisco? ¿Se pueden saber? —pregunté disponiéndome a acompañar al ayo por el campo de batalla.
—¡Noticias estupendas y que le harán saltar de gozo! Esta mañana recibió la señora un propio de la marquesa de Leiva, anunciando que su Excelencia, con la condesa, con la señorita Inés y el señor marqués, salen de Córdoba para Madrid, a donde los llama un negocio de mucho interés para las dos familias.
—El camino no está para viajes, Sr. D. Paco.
—Vienen por Mengíbar, y anuncian que de esta noche a mañana llegarán a casa, donde piensan detenerse algunos días, no sólo para tomar descanso, sino para que ambas familias se conozcan y traten, pues son ramas que van a injertarse, formando un solo árbol frondoso que eche profundas raíces en el suelo de la Nación y dé sombra a numerosa e ilustre prole.
—Sí —dije—, ya sé que el señorito se casa…
—¡Ay! ¡Dónde estará ese Juan enreda de D. Diego!… Sí, se casa. He visto el retrato de la señorita Inés, que es un portento de hermosura. Pues sí: la niña no quería salir del convento, aunque se lo predicaran frailes teatinos; pero yo no sé; algo pasó allá a principios del mes, o sin duda la joven al ver el retrato de D. Diego, sintió la flecha del dios ceguezuelo en su corazón. Lo cierto es que ha pedido salir del convento, con gran regocijo de sus parientes, y ahora marchan todos a Madrid para las diligencias de la legitimación, porque ya sabes tú que…
—Sí, había entendido que esa joven era hija de la señora condesa.
—¡Calla, deslenguado procaz! ¡Qué has dicho! La señora condesa, prima de mi señora, había de tener semejantes tapujos. No hay tal cosa, chiquillo desvergonzado. La señorita Inés es hija de una dama extranjera, que ya no existe y que floreció hace quince años en la corte, dando que hablar por sus amores con un célebre caballero de esta ilustre familia. ¿Sabes quién es el padre de doña Inés? Pues no es otro que ese espejo de los diplomáticos, ese discretísimo hermano de la señora marquesa de Leiva, el cual ha reconocido a la muchacha por hija suya, y ahora se apresura a legitimarla por autorización real para que entre en posesión del mayorazgo cuando Dios se sirva llamar a su seno a la señora marquesa de Leiva.
—¡Qué bien lo han compuesto todo! —exclamé sin poder contener la expresión de mi asombro.
—¿Cómo compuesto? Mi señora me ha participado esta mañana lo que acabo de decir. ¡Ah! Ese sin par diplomático, que tanta fama tiene en todas las cortes de Europa, ha dado una prueba de caballerosidad, poniendo su nombre a ese fruto de sus iracundas fogosidades juveniles, abandonado hasta hoy, y que en lo sucesivo descollará cual arbusto lozano en el pensil de la sociedad española… Pero ese D. Diego… ¿En dónde está D. Diego? Hablemos al general en jefe… preguntemos a esos soldados… Diga Vd., héroe de este día, que se anotará en los fastos de la historia con piedra blanca,
albo notanda lapillo
; oiga Vd., ¿ha visto Vd. por casualidad a D. Diego?
Y así iba preguntando a todos, sin que nadie le diese razón.
Vino la noche. Los franceses, muertos de fatiga y de hambre en su campamento, aguardaban con anhelo a que la capitulación estuviese firmada. Los que menos paciencia tenían eran los suizos afiliados en el ejército imperial, y así que oscureció empezaron a pasarse a nuestro campo. Un historiador francés, queriendo atenuar el desastre de los suyos, ha escrito que la defección ocurrió durante la batalla; pero esto es falso. Lo peor es que otro historiador, no francés sino español, lo ha repetido con lamentable ligereza, faltando así a su patria y a la verdad, que es superior a todo.
La capitulación iba despaciosamente, porque los parlamentarios se habían juntado en Andújar, residencia del general en jefe, y en Bailén no teníamos noticia de lo que allí pasaba. Temiendo que los enemigos intentaran escaparse, nuestros generales tomaron acertadas precauciones, y la artillería ocupó, mecha encendida, los puestos convenientes. Al mismo tiempo millares de paisanos, discurriendo por cerros y alturas, hostigaban de tal modo a los franceses en todas partes, que no les era posible moverse. Esta vigilancia permitía descansar a una parte del ejército; y especialmente los heridos, aunque sólo lo fueran muy levemente como yo, teníamos libertad para estar en el pueblo, donde nos ocupábamos en reunir víveres y llevarlos a los del campamento, así como en acomodar a los heridos graves en las principales casas.
Salía yo de Bailén con un cesto de víveres para unos jefes de artillería cuando tropecé con Santorcaz, que volvía seguido de algunos voluntarios de Utrera y licenciados de Málaga.
—¡Oh, Sr. de Santorcaz! —exclamé con la mayor sorpresa—. ¿Está Vd. vivo? Yo le hacía en el otro barrio.
—No, muchacho, vivo estoy —me respondió—. Dios quiere que todavía el que está dentro de esta camisa dé mucho que hacer en el mundo.
—¿Pero tampoco está Vd. herido?
—Aquí tengo un par de rasguños; pero esto no es nada para un hombre como yo. Ya sabes que me han hecho sargento. No vine aquí para ganar charreteras; pero puesto que me las dan, las tomo.
—Grandes hazañas habrá hecho el Sr. D. Luis.
—Poca cosa. Caí del caballo, y a pie defendime rabiosamente contra tres o cuatro franceses. Reventé a uno, descalabré a otro, y me volví a nuestro campo con un águila que entregué al marqués de Coupigny. Al recoger de mis manos la bandera, el general, después de preguntarme si era licenciado de presidio, me dijo: «Es Vd. sargento». ¿Ves? Me han puesto al frente de este pelotón de buenos muchachos; ¿quieres venirte con nosotros?