—Pues no, Sr. D. Diego —dijo Santorcaz—. Puesto que la señora condesa le escogió a Vd. esa esposa, sin duda es un gran partido, y Vd. debe insistir en casarse con ella.
—¿Sí? Pues vaya Vd. a sacarla del convento —añadió Rumblar—. Vamos, que según me dijeron, no hay quien le hable de otro esposo que Jesucristo.
—Ya lo he dicho: esas son gazmoñerías de las españolas, por lo general mujeres nerviosas, muy extremadas en sus pasiones, y dispuestas siempre a confundir en un mismo sentimiento la voluptuosidad y el misticismo. Cuidado con las monjitas de quince años, que reniegan del siglo y juran que han de morir de viejas en el claustro. Yo conocí una joven y linda novicia que tampoco quería tener más esposo que Jesucristo, y que se ponía furiosa cuando la hablaban de salir del convento, hasta que un viernes santo vio a cierto joven al través de la verja del coro. A los quince días la hermosa novicia abrió por la noche una de las rejas del convento, y se arrojó a la calle, donde le esperaba su amante y hoy feliz esposo.
—¡Oh! ¡Bonitísimo suceso! —exclamó con entusiasmo D. Diego—. ¡Cuánto daría porque a mí me pasase uno semejante!
—¿Ella le ha visto a Vd.?
—No.
—Pues en cuanto le vea, apuesto a que la muchacha se apresura a salir por la puerta, sin exponerse a los peligros de arrojarse por la ventana. Pero ahora que me ocurre, Sr. D. Diego, si Vd. en vez de ser un muchacho apocadito, educado a la antigua y sencillo como un fraile motilón, fuera un hombre atrevido, arrojado… pues… como somos todos aquellos que no hemos recibido la educación de Grandes de España; si Vd. echara de una vez fuera el cascarón de huevo en que le ha empollado la ciencia de D. Paco y los mimos de sus hermanitas, ahora podríamos lanzarnos a una aventura deliciosa.
—¿Cuál, amigo Santorcaz?
—Mire Vd. Después de la batalla y cuando volvamos a Córdoba, sacar a esa muchacha del convento.
—¿Cómo?
—Demonio, ¿cómo se hacen las cosas? ¡Si viera usted! Eso es muy divertido. ¿Ve Vd. este rasguño que tengo en la mano derecha? Me lo hice saltando las tapias de un convento. Son cinco los que he escalado, por trapicheos con otras tantas novicias y monjas. ¡Ay, Sr. D. Diego de mi alma! El recuerdo de estas y otras cosillas es lo que le alegra a uno, cuando se siente ya en las puertas de la triste vejez.
—Hombre, eso me parece muy bonito —dijo don Diego saltando sobre la silla—. Pues yo quiero hacer lo mismo, yo quiero rasguñarme saltando tapias de convento. Con que diga Vd. ¿qué hacemos? ¿Nos entramos de rondón en el convento y cogiendo a la muchacha me la llevo a mi casa? Sí: y habrá que pegarle un par de sablazos a alguien, y romper puertas y apagar luces. Hombre, ¡magnífico! ¡Si dije que usted es el hombre de las grandes ideas! ¡Qué cosas tan nuevas y tan preciosas me dice! Estoy entusiasmado, y me parece que antes de venir al ejército era yo un zoquete. Cabalmente recuerdo que he pensado alguna vez en eso que Vd. me dice ahora… sí… allá… cuando iba a misa con mi madre al convento de dominicas.
—Estas cosas, D. Diego, son la vida —añadió Santorcaz—; son la juventud y la alegría.
—¡Soberbia idea! ¿Conque vamos a buscar a esa muchachuela, mi futura esposa? ¡Qué preciosa ocurrencia! Verá ella si yo soy hombre que se deja burlar por niñerías de novicia. Nada, nada, mi esposa tiene que ser quiera o no quiera. Pero oiga Vd., ¿y si nos descubren los alguaciles y nos llevan presos?
—Por eso hay que andar con cuidado; pero en ese mismo cuidado, en las precauciones que es preciso tomar consiste el mayor gusto de la empresa. Si no hubiera obstáculos y peligros, no valía la pena de intentarla.
—Efectivamente. A mí me gustan los peligros, señor D. Luis. A mí me gusta todo aquello que no se sabe a dónde va a parar. Siga Vd. hablándome del mismo asunto. ¿Qué precauciones tomaremos?
—¡Oh! Cuando llegue el caso… Yo soy muy corrido en esas cosas. Ya no estoy para fiestas, es verdad, y por cuenta mía no intentaría aventuras de esta especie; pero son tan grandes las disposiciones que descubro en Vd. para ser hombre a la moderna, para ser hombre de ideas atrevidas y para echar a un lado las ranciedades y rutinas de España, que volveré a las andadas y entre los dos haremos alguna cosa.
—Pero hombre, ¿cuándo se dará esa batalla, cuándo volveremos a Córdoba, para enseñarle yo a mi señorita cómo se portan los caballeros de ideas modernas, que han recibido un desaire de las novias de Jesucristo? Pero diga Vd. Santorcaz, si perdemos la batalla, si nos matan…
—Todavía no se ha hecho la bala que me ha de matar. Y Vd., ¿qué presentimientos tiene?
—Creo que tampoco he de morir por ahora. ¡Ay! Si viera Vd., tengo un fuego dentro de la cabeza; me hierven aquí tantos pensamientos nuevos, tantas aventuras, tantos proyectos, que se me figura he de vivir lo necesario para que sepa el mundo que existe un D. Diego Afán de Ribera, conde de Rumblar.
—¡Bueno, magnífico! Lo mismo era yo cuando niño. Fui después a Francia, donde aprendí muchísimas cosas que aquí ignoraban hasta los sabios. Al volver, he encontrado a esta gente un poco menos atrasada. Parece que hay aquí cierta disposición a las cosas atrevidas y nuevas. En Madrid se han fundado varias sociedades secretas…
—¿Para asaltar conventos?
—No, no son sociedades de enamorados. Si algún día se ocupan de conventos, será para echar fuera a los frailes y vender luego los edificios…
—Pues yo no los compraría.
—¿Por qué?
—Porque esas casas son de Dios, y el que se las quite se condenará.
—¿Qué es eso de condenarse? Me río de vuestras simplezas. Pues hijo, adelantado estáis.
—Estemos en paz con Dios —dijo D. Diego—. Por eso creo que antes de robar del convento a mi novia, debemos confesar y comulgar, diciéndole al Señor que nos perdone lo que vamos a hacer, pues no es más que una broma para divertirnos, sin que nos mueva la intención de ofenderle.
Santorcaz rompió a reír desahogadamente.
—¿Conque Vd. es de los que encienden una vela a Dios y otra al diablo? Robamos a la muchacha, ¿sí o no?
—Sí, y mil veces sí. Ese proyecto me tiene entusiasmado. Y me marcharé con ella a Madrid; porque yo quiero ir a Madrid. Dicen que allí suele haber alborotos. ¡Oh! Cuánto deseo ver un alboroto, un motín, cualquier cosa de esas en que se grita, se corre, se pega. ¿Ha visto Vd. alguno?
—Más de mil.
—Eso debe de ser encantador. Me gustaría a mí verme en un alboroto; me gustaría gritar con los demás, diciendo: abajo esto o lo otro. ¡Ay! ¡Cómo me alegraba cuando mi señora madre reñía a D. Paco, y este a los criados, y los criados unos con otros! No pudiendo resistir el alborozo que esto me causara, iba al corral, ponía cañutillos de pólvora a los gatos, y encerrándolos en un cuarto con las gallinas, me moría de risa.
Santorcaz, lejos de reír con esta nueva barrabasada de su discípulo, estaba con la mirada fija en el horizonte, completamente abstraído de todo y meditando sin duda sobre graves asuntos de su propio interés. No sé cuál será la opinión que el lector forme de las ideas de aquel hombre; pero no se les habrá ocultado que sus ingeniosas sugestiones encerraban segundo intento. El atolondrado rapaz, lanzado a las filas de un ejército sin tener conocimiento alguno del mundo, con mucha imaginación, arrebatado temperamento y ningún criterio; igualmente fascinado por las ideas buenas y las malas con tal que fueran nuevas, pues todas echaban súbita raíz en su feraz cerebro, acogía con júbilo las lecciones del astuto amigo; y su lenguaje, su nervioso entusiasmo, sus planes entre abominables e inocentes, todo anunciaba que don Diego se disponía a cometer en el mundo mil disparates.
Santorcaz después de permanecer por algunos minutos indiferente a las preguntas de su discípulo, reanudó la conversación; pero apenas comenzada esta, oímos un tiro, en seguida otro y luego otro y otro.
Todos callamos: detuviéronse las columnas que habían comenzado a marchar, y desde el primero al último soldado prestamos atención al tiroteo, que sonaba delante de nosotros a la derecha del camino y a bastante distancia. Corrieron por las filas opiniones contradictorias respecto a la causa del hecho. Yo me alzaba sobre los estribos procurando distinguir algo; pero además de ser la noche oscurísima, las descargas eran tan lejanas, que no se alcanzaba a ver el fogonazo.
—Nuestras columnas avanzadas —dijo Santorcaz—, habrán encontrado algún destacamento francés, que viene a reconocer el camino.
—Ha cesado el fuego —dije yo—. ¿Echamos a andar? Parece que dan orden de marcha.
—O yo estoy lelo, o la artillería de la vanguardia ha salido del camino.
Oyose otra vez el tiroteo, más vivo aún y más cercano; y en la vanguardia se operaron varios movimientos, cuyas oscilaciones llegaron hasta nosotros. Sin duda pasaba algo grave, puesto que el ejército todo se estremeció desde su cabeza hasta su cola. Un largo rato permanecimos en la mayor ansiedad, pidiéndonos unos a otros noticias de lo que ocurría; pero en nuestro regimiento no se sabía nada: todos los generales corrieron hacia la izquierda del camino, y los jefes de los batallones aguardaban órdenes decisivas del estado mayor. Por último, un oficial que volvía a escape en dirección a la retaguardia, nos sacó de dudas, confirmando lo que en todo el ejército no era más que halagüeña sospecha. ¡Los franceses, los franceses venían a nuestro encuentro! Teníamos enfrente a Dupont con todo su ejército, cuyas avanzadas principiaban a escaramucear con las nuestras. Cuando nosotros nos preparábamos a salir para buscarle en Andújar, llegaba él a Bailén de paso para la Carolina, donde creía encontrarnos. De improviso unos cuantos tiros les sorprenden a ellos tanto como a nosotros: detienen el paso; extendemos nosotros la vista con ansiedad y recelo en la oscura noche; todos ponemos atento el oído, y al fin nos reconocemos, sin vernos, porque el corazón a unos y otros nos dice: «Ahí están».
Cuando no quedó duda de que teníamos enfrente al enemigo, el ejército se sintió al pronto electrizado por cierto religioso entusiasmo. Algunos vivas y mueras sonaron en las filas, pero al poco rato todo calló. Los ejércitos tienen momentos de entusiasmo y momentos de meditación: nosotros meditábamos.
Sin embargo, no tardó en producirse fuertísimo ruido. Los generales empezaron a señalar posiciones. Todas las tropas que aún permanecían en las calles del pueblo, salieron más que de prisa, y la caballería fue sacada de la carretera por el lado derecho. Corrimos un rato por terreno de ligera pendiente; bajamos después, volvimos a subir, y al fin se nos mandó hacer alto. Nada se veía, ni el terreno ni el enemigo: únicamente distinguíamos desde nuestra posición los movimientos de la artillería española, que avanzaba por la carretera con bastante presteza. Entonces sentimos camino abajo, y como a distancia de tres cuartos de legua, un nuevo tiroteo que cesó al poco rato, reproduciéndose después a mayor distancia. Las avanzadas francesas retrocedían, y Dupont tomaba posiciones.
—¿Qué hora es? —nos preguntábamos unos a otros, anhelando que un rayo de sol alumbrase el terreno en que íbamos a combatir.
No veíamos nada, a no ser vagas formas del suelo a lo lejos; y las manchas de olivos nos parecían gigantes, y las lomas de los cerros el perfil de un gigantesco convoy. Un accidente noté que prestaba extraña tristeza a la situación: era el canto de los gallos que se oía a lo lejos, anunciando la aurora. Nunca he escuchado un sonido que tan profundamente me conmoviera como aquella voz de los vigilantes del hogar, desgañitándose por llamar al hombre a la guerra.
Nuevamente se nos hizo cambiar de posición, llevándonos más adelante a espaldas de una batería, y flanqueados por una columna de tropa de línea. Gran parte de la caballería fue trasladada al lado izquierdo; pero a mí con el regimiento de Farnesio me tocó permanecer en el ala derecha.
De repente una granada visitó con estruendo nuestro campo, reventando hacia la izquierda por donde estaban los generales. Era como un saludo de cortesanía entre dos guerreros que se van a matar, un tanteo de fuerzas, una bravata echada al aire para explorar el ánimo del contrario. Nuestra artillería, poco amiga de fanfarronadas, calló. Sin embargo, los franceses, ansiando tomar la ofensiva, con ánimo de aterrarnos, acometieron a una columna de la vanguardia que se destacaba para ocupar una altura, y la lóbrega noche se iluminó con relampagueo horroroso, que interrumpiéndose luego, volvió a encenderse al poco rato en la misma dirección.
Por último, aquellas tinieblas en que se habían cruzado los resplandores de los primeros tiros, comenzaron a disiparse; vislumbramos las recortaduras de los cerros lejanos, de aquel suave e inmóvil oleaje de tierra, semejante a un mar de fango, petrificado en el apogeo de sus tempestades; principiamos a distinguir el ondular de la carretera, blanqueada por su propio polvo, y las masas negras del ejército, diseminado en columnas y en líneas; empezamos a ver la azulada masa de los olivares en el fondo y a mano derecha; y a la izquierda las colinas que iban descendiendo hacia el río. Una débil y blanquecina claridad azuló el cielo antes negro. Volviendo atrás nuestros ojos, vimos la irradiación de la aurora, un resplandecimiento que surgía detrás de las montañas; y mirándonos después unos a otros, nos vimos, nos reconocimos, observamos claramente a los de la segunda fila, a los de la tercera, a los de más allá, y nos encontramos con las mismas caras del día anterior. La claridad aumentaba por grados, distinguíamos los rastrojos, las yerbas agostadas, y después las bayonetas de la infantería, las bocas de los cañones, y allá a lo lejos las masas enemigas, moviéndose sin cesar de derecha a izquierda. Volvieron a cantar los gallos. La luz, única cosa que faltaba para dar la batalla, había llegado, y con la presencia del gran testigo, todo era completo.