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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (13 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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El brujo se sentaba junto a ellos a veces y les animaba, y ahora hizo lo mismo. Seguía sin comprender las complicadas reglas de aquel juego típico de enanos, pero le gustaba muchísimo el perfecto acabado de las cartas y las pe­queñas figuras. En comparación con las cartas a las que jugaban los seres humanos, las cartas de los enanos eran verdaderas obras maestras de la poli­grafía. Geralt de nuevo se convenció de que la técnica del pueblo barbado era muy avanzada, y no sólo en los campos de la minería, la siderurgia y la metalur­gia. El que en el campo concreto de la cartería los talentos de los enanos no les ayudaran a monopolizar el mercado se debía al hecho de que las cartas eran menos populares entre los humanos que los dados y los jugadores humanos no solían reclutarse entre el grupo de quienes otorgaban importancia a la belleza. Los humanos que jugaban a las cartas a los que el brujo había tenido más de una ocasión de observar jugaban siempre con unos cartoncillos arrugados, tan sucios que antes de colocarlos en la mesa había que despegarlos con fuerza de los dedos. Las figuras estaban tan mal pintadas que sólo era posible diferenciar la dama del caballo porque el personaje del caballo iba montado. Sobre un caballo que, por su parte, recordaba a una comadreja coja.

Las imágenes de las cartas de los enanos excluían tales confusiones. El rey con su corona era verdaderamente real, la reina garbosa y bella, y la sota, armado con su alabarda, tenía bigotes arrogantes. Estas figuras se llamaban en el idioma enano hraval, vaina y ballet, pero Zoltan y su com­paña usaban en el juego la lengua común y los nombres humanos.

El sol alumbraba, el bosque exudaba vapor, Geralt les animaba.

La regla básica de la quinta de los enanos era algo que recordaba las licitaciones del trato de caballos, tanto en intensidad como en la tensión de las voces de los tratantes. Una pareja que ofrecía el «precio» más alto inten­taba conquistar las mayores apuestas, y la otra pareja intentaba impedirlo de todas las formas posibles. El juego discurría a gritos y con agresividad, junto a cada uno de los jugadores yacía un grueso palo. Muy pocas veces llegaban a darse con los palos, pero los alzaban a menudo.

—¿Mas cómo jugas tú, saco 'e piensos, cabeza dalcornoque? ¿Y cómo que mas sacao picas y no corazones? ¿Que yo puse corazones pa cantar una zarzuela o qué? ¡Ah, me cogía ara mesmo un palo y te daba 'n los morros!

—¡Tenía cuatro picas y una sota, pensaba optimizar!

—¡Cuatro picas, y un pimiento! A menos que cuentes tú proprio pito sujetando una carta en el suelo. ¡Piensa un poco, Stratton, questo no es la universidá! ¡Aquí se juga a las cartas! Si hasta el gorrino del alcalde bien jugara si una buena mano le darán. Reparte, Varda.

—Flor de copas.

—¡Montoncillo de oros!

—El rey jugó al orillo y se cagó en los calzoncillos. ¡Doble en hojuelas!

—¡Quinta!

—No te duermas, Caleb. ¡Un doble con quinta hay! ¿Qué tiras?

—¡Flor con envido de copas!

—Envido. ¡Jaaa! ¿Y qué? ¿Nadie echa un truco? ¿Acojone en espadas? Te vas a las vistillas, Varda. Percival, si le echas un guiño otra vez te meto un trancazo en los ojos que no los cierras hasta el invierno.

—Sota.

—¡Reina!

—¡El rey a por ella! ¡Reina reinada! ¡La mata y aún me guardo algo para los malos momentos! Sota, caballo, rey...

—¡Y triunfo para ella! Quien no tié un duro, le pica el... ¡Y envido! ¿Eh, Zoltan? ¡Te ha dao en blando!

—Lo habréis visto, puto gnomo. Eh, me cogía un palo...

Antes de que Zoltan hiciera uso del palo, un agudo grito les llegó desde el bosque.

Geralt fue el primero en levantarse. Maldijo mientras corría, porque de nuevo el dolor le atravesó la rodilla. Justo detrás de él se apresuraba Zoltan Chivay, quien había recogido del carro su espada envuelta en pieles de ca­bra. Percival Schuttenbach y el resto de los enanos corrían detrás de ellos, armados de palos, como último se arrastraba Jaskier, al que le habían des­pertado los gritos. Por un lado, desde el bosque, aparecieron Figgis y Munro. Arrojaron la cesta de setas y ambos atraparon y sujetaron a los niños que corrían. Milva surgió de no se sabe dónde, sacó una flecha del carcaj mien­tras corría y señaló al brujo el lugar de donde había surgido el grito.

No era necesario. Geralt había escuchado, visto y
ya
sabía de lo que se trataba.

Una de las niñas había gritado, una muchacha pecosa con coletas que puede que tuviera nueve años. Estaba como clavada a unos pocos pasos de un montón de troncos podridos. Geralt saltó como un relámpago, la agarró por las axilas, interrumpiendo el agudo grito, y con el rabillo del ojo captó un movimiento entre los troncos. Retrocedió con rapidez, tropezándose con Zoltan y sus enanos. Milva, que también había percibido el movimien­to entre los troncos, tensó el arco.

—No dispares —le susurró Geralt—. Llévate de aquí a los niños, depri­sa. Y vosotros, retroceded. Pero despacio. No hagáis ningún movimiento demasiado brusco.

Al principio pareció que se había movido alguno de los troncos podri­dos, como si tuviera intenciones de escapar del claro bañado por el sol y buscar refugio entre las sombras de los árboles. Sólo si se miraba con más atención se podían distinguir algunos elementos no demasiado típicos para un tronco, sobre todo cuatro pares de finas patas de articulaciones rugo­sas que se alzaban sobre una concha sucia, moteada y dividida en bastan­tes segmentos.

—Pero despacio —repitió Geralt en voz baja—. No lo provoquéis. Que no os engañe su aspecto inmóvil. No es agresivo, pero puede moverse muy deprisa. Si se siente amenazado puede atacar y no existe antídoto para su veneno.

El monstruo se movió poco a poco sobre el tronco. Miró a los humanos y a los enanos, volviendo lentamente unos ojos dispuestos sobre unos apén­dices. Casi ni se movió. Limpió las puntas de sus patas, alzándolas de una en una y repasándolas cuidadosamente con unas imponentes y agudas mandíbulas.

—Tantos eran los gritos —declaró Zoltan de pronto sin emoción alguna, de pie junto al brujo— que pensé que era algo en verdad terrible. Por ejem­plo, la caballería y la infantería de una formación de Verden. O el procura­dor. Y he aquí que no es más que una araña crecidita con una concha. Hay que reconocer que la naturaleza consigue crear formas curiosas.

—Ya no lo consigue —respondió Geralt—. Eso que está ahí es un cabeciojos. Una obra del Caos. Una reliquia casi extinguida de los tiempos de después de la Conjunción, si sabes de lo que estoy hablando.

—Por supuesto que lo sé. —El enano le miró a los ojos—. Aunque no soy brujo, especialista en Caos y tales fieras. Venga, tengo gran curiosidad por ver lo que hace ahora el brujo con esta reliquia de después de la Con­junción. Mejor dicho, siento curiosidad por ver cómo lo hace el brujo. ¿Usarás tu propia espada o quieres mi sihill?

—Bonita arma. —Geralt echó una mirada a la espada que Zoltan había sacado de una vaina lacada envuelta en pieles de cabra—. Pero no será necesaria.

—Interesante —dijo Zoltan—. Así que tenemos que estar aquí y mirar­nos mutuamente. ¿Esperar a que la reliquia se sienta amenazada? ¿O puede que quieras que volvamos y pidamos ayuda a los nilfgaardianos? ¿Qué propones, matador de monstruos?

—Ve al carro y trae un cucharón y la tapadera del caldero.

—¿Qué?

—No discutas con un especialista, Zoltan —dijo Jaskier.

Percival Schuttenbach se abrió paso hasta el carro y en un pestañeo le proveyó de los objetos pedidos. El brujo guiñó un ojo a la compaña y acto seguido comenzó a golpear con todas sus fuerzas la tapadera con la cuchara.

—¡Basta! ¡Basta! —gritó al cabo Zoltan Chivay, tapándose los oídos con las manos—. ¡Vas a joder la cuchara! ¡El bicho ya ha huido! ¡Ya ha huido, rayos!

—¡Y cómo ha huido! —se entusiasmó Percival—. ¡Hasta humo ha ido levantando! ¡Está todo mojado y hasta humo iba echando, así me muera!

—El cabeciojos —explicó Geralt con frialdad, mientras le daba al enano los utensilios de cocina levemente deformados— tiene un sentido del oído extraordinariamente sensible y delicado. No tiene orejas, pero escucha, por así decirlo, por todo su ser. En especial, no es capaz de soportar soni­dos metálicos. Le producen dolor...

—Hasta en el culo —le cortó Zoltan—. Lo sé porque a mí también me dolió cuando comenzaste a dar en la tapadera. Si el monstruo tiene mejor oído que yo, le compadezco. ¿No volverá acá? ¿No traerá a sus amigos?

—No creo que hayan quedado muchos de sus amigos en este mundo. Y él seguro que no vuelve pronto por estos lares. No hay qué temer.

—No voy a discutir de monstruos. —El enano adoptó un tono som­brío—. Pero tu concierto para instrumentos de lata ha de haberse oído hasta en las islas Skellige, así que no excluiría que algún amante de la música ya anduviera viniendo para acá, mejor que no nos encuentre aquí cuando llegue. ¡A recoger el campamento, muchachos! ¡Ea, mujeres, a ves­tirse y a contar a los crios! ¡Marchando, presto!

Cuando se detuvieron para pasar la noche, Geralt decidió aclarar las du­das. Esta vez, Zoltan Chivay no se sentó a jugar a la quinta, así que no hubo problemas para atraerlo a una conversación de hombre a hombre. Comenzó directamente, sin envolver el asunto en algodones.

—Suéltalo, ¿cómo sabías que soy brujo?

El enano le miró y sonrió con malicia.

—Podría dármelas ante ti de buen observador. Podría decir que había advertido cómo se cambian tus ojos de noche y a pleno sol. Podría también señalar que soy enano viajado y que ya había oído más de un rumor acerca de Geralt de Rivia. Pero la verdad es mucho más banal. No mires con cara de ogro. Tú serás discreto, pero tu amigo el bardo canta y parlotea, no se le cierra la boca nunca. Por eso sé cuál es tu profesión.

Geralt se contuvo de hacer una pregunta más. E hizo bien.

—Bueno, vale —siguió Zoltan—. Jaskier lo ha cantado todo. Debió de percibir que apreciamos la sinceridad y lo de que tenemos una actitud amistosa hacia vosotros no tuvo que percibirlo porque nosotros nuestras actitudes no las ocultamos. En pocas palabras: sé por qué tienes tanta prisa por ir al sur. Sé qué importantes y urgentes negocios te conducen a Nilfgaard. Sé a quién planeas buscar. Y no sólo por los chismes del poeta. Yo vivía antes de la guerra en Cintra y había oído cuentos acerca del Niño de la Sorpresa y del brujo de cabellos blancos al que le estaba predestina­da la Sorpresa.

Tampoco ahora Geralt comentó nada.

—El resto —siguió el enano— ya es cuestión de observación. Espantas­te a esa monstruosidad de la concha aunque brujo eres y la faena propia de los brujos es combatir a tales monstruos. Pero el ser nada malo le hizo a tu Sorpresa, así que ahorraste la espada, sólo lo echaste golpeando tapade­ras. Puesto que tú ya no eres brujo, sino noble caballero que se apresura al auxilio de una doncella raptada y oprimida.

«Sigues mirándome con malos ojos —añadió, todavía sin poder esperar a respuesta o comentario—. Sigues temiendo traiciones, desasosiégate el cómo este secreto desvelado pueda volverse en contra tuya. No te atormen­tes. Juntos iremos hasta el Ina, ayudándonos los unos a los otros, los unos a los otros sosteniéndonos. Tienes el mismo objetivo que nosotros: sobrevi­vir y seguir viviendo. Para poder continuar con alguna noble misión. O para vivir normalmente, pero de forma que no haya que avergonzarse a la hora de la muerte. Piensas que todo ha cambiado. Que el mundo ha cam­biado. Y sin embargo el mismo mundo es que antaño fuera, el mismo. Y tú también eres el mismo que fuiste. No te atormentes.

«Abandona el pensamiento de irte —Zoltan continuó su monólogo sin turbarse por el silencio del brujo— y continuar solo tu viaje hacia el sur, por Brugge y Sodden hasta el Yaruga. Tienes que buscar otro camino has­ta Nilfgaard. Si quieres, te aconsejo...

—No aconsejes. —Geralt se masajeó la rodilla, que desde hacía unos días no había dejado de dolerle—. No aconsejes, Zoltan.

Buscó a Jaskier, que estaba animando a los enanos en su juego de la quinta. Sin decir palabra, tomó al poeta de una manga y se lo llevó al bosque. Jaskier enseguida se dio cuenta de lo que se trataba, le bastó echar un vistazo al rostro del brujo.

—Cotorra —dijo Geralt bajito—. Charlatán. Lengua larga. Habría que colgarte de un árbol por la lengua, payaso. Habría que ponerte un freno en la boca.

El trovador guardaba silencio, pero tenía un gesto orgulloso.

—Cuando se supo que había comenzado a tratar contigo —siguió el brujo—, algunas personas razonables se extrañaron de esta amistad. Se asombraban de que te permitiera viajar conmigo. Me aconsejaron que en algún despoblado te robara, te asfixiara, te echara a un agujero y te cu­briera de paja. Ciertamente, lamento no haberles escuchado.

—¿Acaso tan grande secreto es quién eres y lo que proyectas? —Jaskier se enderezó de pronto—. ¿Acaso tenemos que escondernos delante de to­dos y fingir? Estos enanos... Son como nuestra compaña...

—Yo no tengo compaña —gritó—. No la tengo. Y no quiero tenerla. No me es necesaria. ¿Entiendes?

—De seguro que bien entiende —dijo Milva a sus espaldas—. Y yo tam­bién entiendo. Tú a nadie necesitas, brujo. Lo dejas ver a menudo.

—Yo no llevo a cabo una guerra privada. —Se volvió bruscamente—. De nada me sirve una compañía de valientes, porque no voy a Nilfgaard a salvar el mundo, a derribar el imperio del mal. Voy a por Ciri. Por eso tengo que ir solo. Perdonad si no suena bien, pero el resto no me importa un pimiento. Y ahora idos. Quiero estar solo.

Cuando, al cabo, se dio la vuelta, comprobó que sólo se había ido Jaskier.

—Otra vez tuve el sueño —dijo en pocas palabras—. Milva, estoy per­diendo el tiempo. ¡Estoy perdiendo el tiempo! Ella me necesita. Ella necesi­ta ayuda.

—Dilo —pronunció en voz baja—. Échalo de ti. Aunque sea horrible, échalo.

—No era horrible. En mi sueño... Ella bailaba. Bailaba en una choza llena de humo. Y, maldita sea, era feliz. La música sonaba, alguien grita­ba... Toda la choza reventaba de gritos y de músicas... Y ella bailaba, bai­laba, taconeaba... Y sobre el tejado de la maldita choza, en el frío aire de la noche... bailaba la muerte. Milva... María... Ella me necesita.

Milva tornó el rostro.

—No sólo ella —susurró.

De forma que él no pudiera oírlo.

Durante la siguiente parada, el brujo mostró interés por el sihill, la espada de Zoltan, a la que había echado un vistazo cuando la aventura con el cabeciojos. El enano desenvolvió presto el arma de entre las pieles de cabra y la extrajo de su vaina lacada.

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