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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (5 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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—La captura de los verdaderos instigadores —dijo Dijkstra con lenti­tud— pondrá punto final a los rumores, esperemos. Y su captura y el que se les administre justicia sólo es cuestión de tiempo.


Justitia fundamentum regnorum
—reconoció con seriedad Shilard Fitz-Oesterlen—. Y
crimen horribilis non potest non esse punibile.
Os aseguro que su majestad imperial también desea que así suceda.

—Está al alcance del emperador satisfacer este deseo —le lanzó Dijkstra con indolencia mientras se cruzaba las manos sobre el pecho—. Una de las cabecillas de la conspiración, Enid an Gleanna, hasta no hace mucho co­nocida como la hechicera Francesca Findabair, juega, por gracia del empe­rador, a ser la reina del estado títere de los elfos en Dol Blathanna.

—Su majestad imperial —el embajador hizo una rígida reverencia— no puede mezclarse en los asuntos de Dol Blathanna, un reino independien­te, reconocido por todas las potencias vecinas.

—Pero no por Redania. Para Redania, Dol Blathanna sigue siendo parte del reino de Aedirn. Aunque a medias con los elfos y Kaedwen habéis des­menuzado Aedirn en pedazos, aunque en Lyria no haya quedado
lapis super lapidem,
demasiado pronto habéis borrado este reino del mapa del mundo. Demasiado pronto, excelencia. Sin embargo, no es hora ni lugar para discutir sobre ello. Que Francesca Findabair reine de momento, ya llegará la hora de la justicia. ¿Y qué hay de los otros rebeldes y organizado­res del atentado al rey Vizimir? ¿Qué hay de Vilgefortz de Roggeveen, qué de Yennefer de Vengerberg? Hay argumentos para sospechar que, después de la derrota del golpe, ambos huyeron a Nilfgaard.

—Os aseguro —el embajador alzó la cabeza— que no es así. Y si así lo fuera, os prometo que no escaparán del castigo.

—No ante vosotros cometieron delito, no sois por tanto quien deba castigar­los. El emperador Emhyr podría demostrar su sincero deseo de justicia, que es, al fin y al cabo, el
Jundamentum regnorum,
si nos entregara a los delincuentes.

—No se le puede negar razón a vuestra petición —reconoció Shilard Fitz-Oesterlen, fingiendo una sonrisa perpleja—. Sin embargo no hay tales personas en el imperio, eso,
primo. Secundó,
incluso si hubieran consegui­do llegar allí, existe un impedimento. Las extradiciones se realizan por decisión jurídica, en este caso dictada por el consejo imperial. Considerad, su señoría, que la ruptura de lazos diplomáticos por parte de Redania es un acto de enemistad y es difícil contar con que el consejo vote por la extradición de personas que buscan asilo si esta extradición la desea un país enemigo. Sería una decisión sin precedentes... A no ser qué...

—¿Qué?

—Que se creara un precedente.

—No entiendo.

—Si el reino de Redania estuviera dispuesto a entregar al emperador a un súbdito suyo, un criminal convicto aquí escondido, el emperador y su consejo tendrían razones para corresponder con este gesto de buena voluntad.

Dijkstra guardó silencio largo rato, dando la sensación de que murmu­raba o pensaba.

—¿De quién se trata?

—El nombre del delincuente... —El embajador fingió intentar acordar­se, por fin echó mano de una carpeta de guadamecí llena de documentos—. Perdonad,
memoria fragilis est...
Aquí. Un cierto Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach. No es banal la acusación que sobre él pesa. Se le busca por asesinato, deserción,
raptas puellae,
violación, robo y falsedad de docu­mentos. Huyendo de la ira imperial, escapó al extranjero.

—¿A Redania? Un camino bien largo.

—Su señoría —Shilard Fitz-Oesterlen sonrió ligeramente— no limita al fin y al cabo sus intereses sólo a Redania. No albergo ni sombra de duda de que si este criminal hubiera sido capturado en alguno de los reinos aliados, su señoría sabría de ello por los informes de sus numerosos... conocidos.

—¿Cómo habéis dicho que se llama el tal criminal?

—Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach.

Dijkstra calló largo rato, fingiendo buscar en su memoria.

—No —dijo por fin—. No se ha capturado a nadie con tal nombre.

—¿De verdad?

—Mi
memoria
no es
fragilis
en tales asuntos. Lo siento, excelencia.

—Yo también —respondió Shilard Fitz-Oesterlen en un tono helado—. Sobre todo porque no es posible realizar la extradición mutua de delin­cuentes en estas circunstancias. No voy a aburrir más a vuesa merced. Os deseo salud y fortuna.

—Lo mismo digo. Adiós, excelencia.

Haciendo unas cuantas complicadas reverencias ceremoniosas, el em­bajador salió.

—Bésame en el
sempiternum meam,
listillo —murmuró Dijkstra al tiempo que cruzaba los brazos sobre el pecho—. ¡Ori! ¡Sal!

El secretario, rojo de tanto contener las toses y los carraspeos, salió de detrás de las cortinas.

—¿Filippa todavía está en Montecalvo?

—Sí, ejem, ejem. Con ella están las señoras Laux-Antille, Merigold y Metz.

—¡En uno o dos días puede estallar la guerra, en cualquier momento la frontera del Yaruga puede pegar un pedo y éstas van y se encierran en un castillejo del quinto cuerno! Toma la pluma y escribe. Amada Fil... ¡Cuernos!

—He escrito: «Querida Filippa».

—Bien. Sigue escribiendo. Puede que te interese que el tipejo del yelmo de plumas que desapareció de Thanedd de forma tan misteriosa como ha­bía aparecido se llama Cahir Mawr Dyffryn y es hijo del senescal Ceallach. A este extraño personaje no lo buscamos sólo nosotros sino que, por lo que se ve, también lo buscan los servicios de Vattier de Rideaux y la gente de ese hijo de puta de...

—A doña Filippa, ejem, ejem, no le gustan semejantes palabras. He escrito: «ese canalla».

—Pues venga. Ese canalla de Stefan Skellen. Por otro lado, sabes tan bien como yo, querida Fil, que los servicios secretos de Emhyr sólo buscan con tanta constancia a aquellos agentes y emisarios a los que Emhyr haya prometido sacarles la piel a tiras. A aquéllos que, en vez de cumplir una orden o morir, le traicionaron y no cumplieron las órdenes. La cosa tiene un aspecto bastante extraño, puesto que estábamos seguros de que las órdenes del tal Cahir se referían a la captura de la princesa Chilla y su traslado a Nilfgaard. Punto y aparte. La extraña, más fundada, sospecha que este asunto me ha despertado, así como cierta teoría algo sorprenden­te, más no desprovista de sentido, que tengo, quisiera discutirla contigo a solas. Con mi más profundo respeto, et caetera, et caetera.

Cabalgó hacía el sur, tan derecha como un disparo, primero por la orilla del Cintillas, luego por los Desmontes, más tarde, habiendo atravesado el río, avanzó a través de húmedas gargantas, cubiertas de una blanda alfombra de arbustos verde brillante. Supuso que el brujo, que no conocía el terreno tan bien como ella, no se arriesgaría a cruzar por la orilla de los humanos. Cortan­do a través del arco del río, fuertemente doblado hacia Brokilón, tenía la posi­bilidad de alcanzarlo en los alrededores de la cascada de Ceann Treise, viajan­do rápido y sin paradas cabía incluso la posibilidad de que lo precediera.

Los pinzones no se habían equivocado con sus trinos. El cielo se había nublado hacia el sur. El aire se había vuelto más pesado y denso, los mosqui­tos y los tábanos se hicieron extraordinariamente importunos y molestos.

Cuando entró en un cenagal, donde crecían avellanos cubiertos de fru­tos aún verdes y de espinos desnudos y rojizos, sintió una presencia. No la oyó. La sintió. Supo así que eran elfos.

Detuvo el caballo, para que los arqueros ocultos en la espesura tuvie­ran la posibilidad de verla bien. Dejó también de respirar. Con la esperan­za de no haber dado con unos elfos impetuosos.

Una mosca zumbaba por encima de la cabra, que estaba colgada sobre las ancas del caballo.

Un susurro. Un silbido bajito. Respondió con otro silbido. Los Scoia'tael salieron como espíritus de entre las matas y sólo entonces Milva comenzó a respirar libremente. Los conocía. Pertenecían al comando de Coinneach Dé Reo.

—Hael —dijo ella, bajando del caballo—. ¿Que'ss va?

—Ne'ss —respondió secamente el elfo, cuyo nombre ella no recordaba—. Caemm.

No lejos, a campo abierto, había otros acampados. Eran por lo menos treinta, más de los que contaba el comando de Coinneach. Milva se sor­prendió. En los últimos tiempos, las partidas de Ardillas mermaban más que crecían. En los últimos tiempos, los comandos que se encontraba eran-grupos ensangrentados, febriles, que apenas se tenían sobre sillas y pier­nas harapientas. Este comando era distinto.

—Cead, Coinneach —saludó al comandante que se acercaba.

—Ceadmil, sor'ca.

Sor'ca. Hermanilla. Así la llamaban aquéllos con los que mantenía amis­tad cuando querían mostrarle respeto y simpatía. Y esto, pese a que eran mucho, mucho más viejos que ella. Al principio, para los elfos no era más que el dh'oine, el humano. Luego, cuando les ayudó regularmente, la lla­maron Aen Woedbeanna, «la muchacha del bosque». Y todavía después, cuando la conocieron mejor, siguiendo a las dríadas, la llamaron Milva, la Milana. Su verdadero nombre, que revelaba a los que mayor amistad la unía, correspondiéndole con parecido gesto de su parte, no les gustaba: lo pronunciaban «Mear'ya», con la sombra de una mueca, como si en su len­gua sonara algo desagradable. E inmediatamente pasaban a «sor'ca».

—¿Adonde os dirigís? —Milva miró atentamente a su alrededor, pero seguía sin ver heridos ni enfermos—. ¿A la Octava Milla? ¿A Brokilón?

—No.

Renunció a seguir preguntando, los conocía demasiado bien. Le bastó mirar un poco los rostros inmóviles y en tensión, la exagerada y demostra­tiva templanza con la que ponían orden a sus armas y equipamientos. Bastaba con una única y atenta mirada a aquellos ojos profundos y sin fondo. Sabía que se dirigían a luchar.

El cielo se oscurecía hacia el sur, se llenaba de nubes.

—¿Y adonde te diriges tú, sor'ca? —preguntó Coinneach. Luego echó un rápido vistazo a la cabra que colgaba del caballo, sonrió ligeramente.

—Al sur —le sacó de su error con voz helada—. A Drieschot.

El elfo dejó de sonreír.

—¿Por la orilla humana?

—A lo menos hasta Ceann Treise. —Se encogió de hombros—. Segurito que por la parte de los saltos me volveré a la orilla brokilona, porque...

Se dio la vuelta al escuchar relinchos de caballos. Más Scoia'tael se unieron al ya de por sí extraordinariamente numeroso comando. A estos nuevos Milva los conocía todavía mejor.

—¡Ciaran! —gritó en voz no muy alta, sin ocultar su asombro—. ¡Toruviel! ¿Qué hacéis vosotros aquí? Acabo nomás de conduciros a Brokilón y voso­tros de nuevo...

—Ess'creasa, sor'ca —dijo Ciaran aep Dearbh con seriedad. El vendaje que rodeaba la cabeza del elfo estaba manchado de sangre que fluía lentamente.

—Es necesario —repitió Toruviel tras él, desmontando con cuidado, para no golpearse el brazo que llevaba en cabestrillo—. Vinieron nuevas. No podemos gandulear en Brokilón cuando cada arco cuenta.

—Si lo hubiera sabido —se amohinó— no habríame esforzado por voso­tros. Ni habríame jugado el cuello en el vado.

—Las nuevas llegaron anoche —le explicó Toruviel en voz baja—. No pudimos... no podemos abandonar en tal momento a nuestros compañe­ros de armas. No podemos, compréndelo, sor'ca.

El cielo se oscureció aún más. Esta vez, Milva escuchó claramente los truenos lejanos.

—No cabalgues hacia el sur, sor'ca —dijo Coinneach Dé Reo—. Se acer­ca tormenta.

—Y qué me puede una tormenta... —Se interrumpió, le miró atentamente—. ¡Ja! ¿Así que tales son las nuevas que os han llegado? Nilfgaard, ¿verdad? ¿Cru­zar quieren el Yaruga por Sodden? ¿Atacan Brugge? ¿Por eso os vais?

No respondió.

—Sí, como en Dol Angra. —Miró sus oscuros ojos—. Otra vez el empera­dor nilfgaardiano se servirá de vosotros, para que a los humanos en las retaguardias tumultos les hagáis a sangre y fuego. Y luego el emperador cerrará paces con los reyes y a vosotros os aplastarán. En el fuego propio que iniciéis, habréis de abrasaros.

—El fuego limpia. Y endurece. Hay que pasar por él. ¿Aenyellhael, ell'ea, sor'ca? En vuestra lengua: bautismo de fuego.

—Más me gustan otros fuegos. —Milva desató la cabra y la echó al suelo, a los pies de los elfos—. Los que crepitan bajo el espetón. Tened, para que no hayáis de morir de hambre durante la procesión. A mí ya falta no me hace.

—¿No vas al sur?

—Voy.

Voy, pensó, voy a toda velocidad. Tengo que advertir a este tontorrón de brujo, tengo que advertirle de la ventisca en la que se va a meter. Tengo que hacer que se vuelva.

—No vayas, sor'ca.

—Dejaime en paz, Coinneach.

—Se acerca una tormenta por el sur —repitió el elfo—. Se acerca una enorme borrasca. Y un enorme fuego. Resguárdate en Brokilón, hermanilla, no vayas al sur. Ya has hecho suficiente por nosotros, ya no puedes hacer más. Y no tienes que hacerlo. Nosotros tenemos. ¡Ess'tedd, esse creasa! Ya es nuestra hora. Adiós.

El aire estaba pesado y denso.

Los hechizos de teleproyección eran complicados, tuvieron que lanzarlo juntas, uniendo las manos y los pensamientos. Y pese a ello, resultaba que era un esfuerzo endiablado. Porque la distancia tampoco era pequeña. Los párpados cerrados de Filippa Eilhart temblaban, Triss Merigold aspiraba, en la alta frente de Keira Metz surgieron gotas de sudor. Sólo en el rostro de Margarita Laux-Antille no había señal de cansancio.

En la habitación escasamente iluminada reinó de pronto la claridad, a todo lo largo del oscuro revestimiento de madera de las paredes bailó un mosaico de reflejos. Sobre la mesa redonda flotaba una bola que brillaba con un reflejo lechoso. Filippa Eilhart gritó el final del hechizo y le cayó enfrente, sobre una de las doce sillas colocadas alrededor de la mesa. En el interior de la bola se dibujó una borrosa figura. La imagen tembló, la pro­yección no era muy estable. Pero pronto se volvió más clara.

—Maldita sea —murmuró Keira, al tiempo que se limpiaba la frente—. ¿Acaso éstos de Nilfgaard no conocen la glamarye ni los hechizos reforza­dores?

—Por lo visto no —afirmó Triss con la comisura de los labios—. Y creo que de moda tampoco han oído hablar nunca.

—Ni de algo llamado maquillaje —dijo bajito Filippa—. Pero ahora si­lencio, muchachas. Y no la miréis fijamente. Hay que estabilizar la proyec­ción y saludar a nuestra invitada. Refuérzame, Rita.

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