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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (16 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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De este modo se pronunció el epitafio para Cahir, hijo de Ceallach, el nilfgaardiano que salió de la tumba y que afirmaba no ser nilfgaardiano. No hablaron más de ello. Dado que Geralt —pese a sus continuas amena­zas— no se decidió a separarse de la resabiada Sardinilla, el castaño lo montó Zoltan Chivay. El enano no alcanzaba con los pies en los estribos, pero el semental era tranquilo y se dejaba llevar.

Por la noche el horizonte estaba siempre iluminado por los incendios, por el día cintas de humo se alzaban al infinito, ensuciando el azul del cielo. Pronto llegaron a unos edificios quemados, el fuego todavía se arrastraba por los caballetes y las vigas carbonizadas. Junto a las ruinas había ocho persona­jes harapientos y cinco perros, ocupados en devorar solidariamente los res­tos de carne de una carroña de caballo aplastada y quemada en parte. Al ver a los enanos, los comensales desaparecieron a toda prisa. Sólo quedaron un hombre y un perro a los que ninguna amenaza hubiera sido capaz de arran­car del erizado peine de costillas de la carroña. Zoltan y Percival intentaron sacar algo del hombre, pero no consiguieron averiguar nada. El hombre tan sólo gruñía, tiritaba, metía la cabeza entre los brazos y se atosigaba con los huesos despojados a los restos. El perro ladró y mostró los dientes hasta las encías. El cadáver del caballo exhalaba un hedor repugnante.

Se arriesgaron y no se apartaron del camino, el cual les condujo ense­guida a otro montón de ruinas quemadas. Allí habían prendido fuego a una aldea bastante grande, en cuyos alrededores debía de haber habido también alguna escaramuza porque junto a las ruinas humeantes vieron un túmulo reciente. Y a cierta distancia del túmulo crecía a la vera del camino un enorme roble. El roble estaba cargado de bellotas.

Y de personas.

—Hay que echar un vistazo —decidió Zoltan Chivay, poniendo punto final a la discusión sobre riesgos y peligros—. Nos acercaremos.

—¿Para qué diablos —Jaskier alzó la voz— quieres mirar a esos ahorca­dos, Zoltan? ¿Para saquearlos? Desde aquí veo que no tienen ni botas.

—Tonterías. No se trata de las botas, sino de la situación militar. Del desarrollo de los acontecimientos en el teatro de las acciones bélicas. ¿De qué te ríes? Tú eres poeta, no sabes lo que es la estrategia.

—Te voy a dar una sorpresa. Lo sé.

—Y yo te digo que no reconocerías a la estrategia ni aunque saliera de entre las matas y te diera una patada en el culo.

—Ciertamente, una así no la reconocería. Las estrategias que saltan de los matojos se las dejo a los enanos. Las que cuelgan de los árboles, también.

Zoltan agitó las manos y anduvo en dirección al árbol. Jaskier, que nunca había sido capaz de controlar su curiosidad, espoleó a Pegaso y le siguió al paso. Geralt, al cabo de un instante de reflexión, partió detrás. Vio de reojo que Milva le seguía.

Los cuervos que se estaban alimentando de los cadáveres se alzaron remolones al verlos, graznando y haciendo ruido de alas. Algunos volaron hasta el bosque, otros sólo se trasladaron a otras ramas más altas del enorme árbol, mirando con interés al Mariscal de Campo Duda, el cual, desde el hombro del enano, denigraba indecentemente a sus madres.

El primero de los siete ahorcados llevaba sobre el pecho una tablilla con el letrero: «Traidor a la nación». El segundo colgaba como «Colaboracionista», el tercero como «Elfo soplón», el cuarto como «Desertor». La quinta era una mujer vestida sólo con la ropa interior rasgada y ensangrentada que había sido seña­lada como «Puta nilfgaardiana». Dos de los ahorcados no llevaban tablillas, de lo que se podía colegir que habían sido ahorcados por casualidad.

—Buenas nuevas —se alegró Zoltan Chivay, señalando a las tablillas—. ¿Veis? Han llegado nuestros soldados. Nuestros gallardos muchachos han pasado a la ofensiva, han rechazado al agresor. Y tuvieron, por lo que veo, tiempo suficiente para el descanso y las diversiones bélicas.

—¿Y qué significa esto para nosotros?

—Que el frente se ha movido y que el ejército temerio nos separa de los nilfgaardianos. Estamos seguros.

—¿Y esos humos de por delante de nosotros?

—Ésos son los nuestros —anunció con la voz llena el enano—. Queman las aldeas en las que se dio a los Ardillas cobijo o provisiones. Os digo que ya estamos más allá del frente. Desde esta encrucijada circula la ruta del sur que conduce a Armería, una fortaleza que está donde se encuentran el Jotla y el Ina. El camino tiene buen aspecto, podemos ir por él. No tenemos que tener miedo de los nilfgaardianos.

—Donde haya humo, algo se quema —habló Milva—. Y donde algo se quema, se puede quemar uno. Me pienso yo que cosa tonta es ir hacia el fuego. Cosa tonta es ir por camino en el que la caballería nos puede agarrar en un sus. Metámonos en el monte.

—Entonces vendrían los temerios o el ejército de Sodden —se encabezonó el enano—. Estamos detrás del frente. Podemos ir sin miedo por el camino real. Si encontramos al ejército, será el nuestro.

—Arriesgado. —La arquera meneó la cabeza—. Si tan militarote eres, Zoltan, sabrás pues que los nilfgaardianos acostumbran a mandar avanzadi­llas a luengas distancias. Aquí estuvieron los temerios, pudiera ser. Mas lo que tenemos ante nosotros no lo sabemos. El cielo al sur negro está de humo, a lo mismo arde esa tu fortaleza de Armería. En tal caso, estamos en el frente, no más allá. Podemos toparnos con el ejército, los desertores, las mesnadas libres, los Ardillas. Vayamos hacia el Jotla, mas por las sendas del bosque.

—Tiene razón —la apoyó Jaskier—. A mí tampoco me gustan aquellos humos. Incluso si Temería ha pasado a la ofensiva, delante de nosotros pueden haber todavía escuadrones de vanguardia de los nilfgaardianos. Los Negros hacen razzias de mucho alcance. Salen por la retaguardia, se unen con los Ardillas, arman follón y regresan. Recuerdo lo que sucedió en el Alto Sodden durante la última guerra. También soy de la opinión de ir por los bosques. En los bosques no nos amenaza nada.

—No estaría tan seguro de ello. —Geralt señaló al último ahorcado, el cual, aunque se balanceaba bien alto, en vez de pies tenía unos muñones ensangrentados y lacerados por garras, de los que surgían los huesos—. Mirad. Esto es obra de los ghules.

—¿Espectros? —Zoltan Chivay retrocedió, escupió—. ¿Comecadáveres?

—Con toda certeza. En el bosque, por la noche, tendremos que vigilar.

—¡Puuuuta madre! —graznó el Mariscal de Campo Duda.

—Me lo has quitado de los labios, pájaro. —Las cejas de Zoltan Chivay se enarcaron—. Así que tenemos un dilema. ¿Qué hacer, entonces? ¿Al bos­que, donde los espectros, o al camino, donde el ejército y los desertores?

—Al bosque —dijo Milva con convencimiento—. Y lo más espeso posi­ble. Más antes prefiero a los ghules que a los humanos.

Anduvieron por los bosques, al principio cautelosos, tensos, reaccionando con alarma a cada susurro en los matorrales. Enseguida, sin embargo, recobraron el aplomo, el humor y la velocidad de antes. No vieron ghules, ni la más pequeña prueba de su existencia. Zoltan bromeaba que los es­pectros y todos los otros demonios tenían que haberse enterado de la llega­da de los ejércitos y si se hubiera dado el caso de que los monstruos hubie­ran visto antes en acción a los desertores y a los voluntarios de Verden, entonces, llenos de miedo, se habrían escondido en las espesuras más profundas y salvajes, donde ahora estarían temblando y castañeteando los colmillos.

—Y los espetros sus mujeres e hijas vigilan —gruñó Milva—. Los monstros saben que el soldado en correría ni a las ovejas deja pasar. Y si se pusieran ropas de moza a un sauce, de seguro que habría héroes de sobra para cada bujero de la madera.

Jaskier, que hacía mucho tiempo que había perdido el humor y las ganas de hablar, tensó el laúd y comenzó a componer un cuplé al uso sobre los sauces, los agujeros y los soldados lascivos, y los enanos y el loro competían en ayudarle con las rimas.

—O —repitió Zoltan.

—¿Qué? ¿Dónde? —preguntó Jaskier, al tiempo que se ponía de pie sobre los estribos y miraba al barranco en la dirección señalada por el enano—. ¡No veo nada!

—O.

—¡No hables como el loro! ¿Qué o?

—Un riachuelo —explicó serenamente Zoltan—. Desemboca en el Jotla por la derecha. Se llama O.

—Aaah...

—¡Pero qué dices!—se rió Percival Schuttenbach—. El río A desemboca en el Jotla en el curso alto del río, bien lejos de aquí. Éste es el O, no el A.

El barranco, por cuyo fondo corría el río de nombre nada complicado, estaba cubierto de ortigas que alcanzaban por encima de las cabezas de los enanos, olía penetrantemente a menta y a árboles podridos y lo animaba el incansable croar de las ranas. Tenía también paredes abruptas y fue esto, precisamente, lo que resultó fatal. El carro de Vera Loewenhaupt, que desde el principio del viaje había resistido valientemente las contrariedades del destino y había vencido todos los obstáculos, perdió en el encuentro con el río O. Se escapó de las manos de los enanos que lo conducían hacia abajo, se lanzó traqueteando hasta el mismo fondo de la garganta y se destrozó minuciosamente.

—¡Uuuu... ta madre! —gritó el Mariscal de Campo Duda, haciendo un contrapunto coral a los gritos de Zoltan y de su compaña.

—Hablando claramente —Jaskier valoró la situación, mirando los restos del vehículo y al equipaje desparramado—, puede que haya sido mejor así. Este vuestro carro perdido sólo hacía la marcha más lenta, todo el tiempo había problemas con él. Míralo racionalmente, Zoltan. Hasta podemos de­cir que tuvimos suerte de que nadie nos atacara o persiguiera. Si hubiéra­mos tenido que huir a toda prisa, tendríamos que haber dejado el furgón junto con todos vuestros bienes, mientras que ahora se pueden salvar.

El enano se indignó y se rascó con rabia la barba, pero Percival Schutten­bach apoyó inesperadamente al trovador. El apoyo, como advirtió el brujo, fue acompañado por unos cuantos guiños muy significativos. Se suponía que los guiños tenían que ser a hurtadillas, pero la exagerada mímica del pequeño rostro del gnomo excluía todo secreto.

—El poeta tiene razón —repitió Percival, frunciendo el ceño y guiñando los ojos—. Hasta el Jotla y el Ina estaremos calados hasta los huesos. Ante nosotros está Fen Carn, nada más que malos caminos. Pasarlo sería difícil con el carro. Y si en el Ina nos encontramos con el ejército temerio, con nuestra carga... podríamos tener problemas.

Zoltan reflexionó, sorbió la nariz.

—Bueno, vale —dijo por fin, mientras miraba los restos del carro, lava­dos por la perezosa corriente del río O—. Nos separaremos. Munro, Figgis, Yazon y Caleb se quedan. Los demás seguiremos el camino. Nos veremos obligados a sobrecargar los caballos con los víveres y utensilios de primera necesidad. Munro, ¿sabéis qué hacer? ¿Tenéis palas?

—Tenemos.

—¡No me dejéis huellas a la vista! ¡Y señalad bien el lugar y recordadlo!

—Estate tranquilo.

—Nos alcanzaréis sin esfuerzo. —Zoltan se echó al hombro mochila y sihill, se arregló el hacha que llevaba al cinto—. Iremos siguiendo el curso del O, luego a lo largo del Jotla hasta el Ina. Adiós.

—Harto interesante —le murmuró Milva a Geralt cuando el disminuido pelotón se puso en camino, despedido por los adioses de los enanos que se quedaban atrás—. Harto interesante qué cuernos tenían en aquellos cajo­nes que hasta enterrarlo hay y que marcar el sitio. ¿Y de forma que en verlo no hubiéramos ninguno de nosotros?

—No es asunto nuestro.

—No creo —dijo Jaskier a media voz, mientras guiaba a Pegaso con cuidado por entre los troncos caídos— que en esos cofres haya calzoncillos limpios. Ellos albergan grandes esperanzas para con ese cargamento. He­mos hablado lo suficiente para darme cuenta de dónde pintan bastos y de lo que en esas cajas puede hallarse escondido.

—¿Y qué es lo que puede hallarse escondido, en tu opinión?

—Su futuro. —El poeta miró si nadie escuchaba—. Percival es de profe­sión tallador de piedra, quiere montar su propio taller. Figgis y Yazon son herreros, hablaban de una forja. Caleb Stratton quiere casarse y los pa­dres de la novia ya lo expulsaron una vez por pobretón. Y Zoltan...

—Déjalo ya, Jaskier. Cotilleas como una hembra. Perdona, Milva.

—No hay por qué.

Al otro lado del río, cruzando una oscura y húmeda faja de antiguos árboles, el bosque se hacía más ralo, salieron a una llanura de abedules bajos y prados secos. Pese a ello, caminaban despacio. Siguiendo el ejem­plo de Milva, quien nada más emprender la marcha tomó sobre su arzón a la muchacha pecosa de las trenzas, Jaskier también sentó a un niño sobre Pegaso, y Zoltan puso sobre el caballo castaño a dos y se sentó junto a ellos, llevando las riendas. Pero la velocidad no se acrecentó, las mujeres de Kernow no estaban en situación de ir más deprisa.

Era casi de noche cuando al cabo de una hora de vagar entre gargantas y barrancos, Zoltan Chivay se detuvo, intercambió unas pocas palabras con Percival Schuttenbach, después de lo cual se volvió al resto de la compañía. —No gruñáis ni os riáis de mí —dijo—, pero me da la sensación de que me he equivocado. No sé, maldita sea, ni dónde estamos ni por dónde tenemos que ir.

—No digas tonterías —dijo Jaskier, nervioso—. ¿Qué quiere decir que no sabes? Pues si nos guiamos siguiendo la corriente del río. Y allí, en el barranco, se trata al fin y al cabo de vuestro río O. ¿Tengo razón?

—Tienes. Pero fíjate en qué dirección fluye el río.

—Maldita sea. ¡No es posible!

—Es posible —dijo Milva con voz triste, mientras con paciencia quitaba las hojas y las pinochas de los cabellos de la muchacha pecosa que llevaba en el arzón—. Entre las putas gargantas nos perdimos. El río ha revueltas, corta los estorbos. Estamos en un arco.

—Pero esto sigue siendo el río O —insistió Jaskier—. Si nos mantene­mos junto al río, no podemos perdernos. Los ríos tienen meandros, lo reco­nozco, pero al fin y al cabo todos van a desembocar en algún lado. Éste es el orden del mundo.

—No te hagas el listo, cantaor. —Zoltan arrugó la nariz—. Cierra el pico. ¿No ves que estoy pensando?

—No. No hay señal alguna de que estés pensando. Repito, mantengá­monos junto al río y entonces...

—Calla —gruñó Milva—. Villano eres. Tu orden del mundo está rodeado por muros, allá quizá tus listezas valdrán algo. ¡Mas mira alredor! El valle está llagado de gargantas, las orillas en pendiente y bien crecidas. ¿Cómo querrás ir siguiendo el río? ¿Paredes de la garganta abajo, al pantano y los matojos, aluego para arriba, aluego para abajo, llevando a los caballos del ramal? Al cabo de dos gargantas te quedas sin aliento hasta el punto que te caes de culo en metad de la cuesta. Llevamos mujeres y niños, Jaskier. Y en un tris se habrá puesto el sol.

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